Capítulo 10

Verano de 2003

Despertó con un martilleante dolor de cabeza y una sensación pegajosa en la boca. Jenny no sabía dónde estaba. Lo último que recordaba era que iba en un coche que había parado cuando ella hacía autoestop; de repente, se había visto arrojada a una especie de extraña y oscura realidad. Al principio, ni siquiera tuvo miedo. Tenía la impresión de que debía de tratarse de un sueño del que despertaría en cualquier momento, para descubrir que se hallaba en la caravana de sus padres.

Tras unos minutos, empezó a tomar conciencia de la realidad: jamás despertaría de aquel sueño. Presa del pánico, empezó a tantear la oscuridad que la rodeaba y, en la última de las paredes, notó que había listones de madera. Una escalera. Subió a tientas los peldaños hasta que se dio un golpe en la cabeza. Un techo detuvo su ascenso después de tan sólo un par de peldaños y la sensación de claustrofobia se hizo asfixiante. Calculó que a duras penas podría ponerse de pie en la habitación, pero poco más. Y, por lo que dedujo de su recorrido alrededor de las paredes, no tendrían más de un par de metros. Desesperada, empezó a empujar hacia arriba los listones en que terminaba la escalera y notó que uno de ellos cedía ligeramente, aunque estaba lejos de soltarse del todo. Oyó entonces el ruido de una cadena y comprendió que, probablemente, la trampilla estaría cerrada por el exterior con un candado.

Tras otro par de intentos de empujar la trampilla, volvió a bajar, decepcionada, y se sentó en el suelo de tierra abrazada a sus rodillas. El sonido de pasos procedentes del exterior la hizo acurrucarse más al fondo del habitáculo, tan lejos como pudo.

Cuando el hombre bajó hasta donde ella se encontraba, casi pudo ver su rostro, pese a que no había luz. Lo había visto cuando paró a recogerla en su coche, y esto la aterraba: ella podía identificarlo y sabía qué coche tenía, lo que significaba que él jamás la dejaría salir viva de allí.

Empezó a gritar, mientras él le tapaba la boca con suavidad y le hablaba para tranquilizarla. Una vez convencido de que Jenny no seguiría gritando, retiró la mano de su boca y empezó a desnudarla despacio. La tocaba con fruición, casi con cariño. Jenny oyó que su respiración cambiaba, cada vez más pesada, y cerró los ojos para evitar pensar en lo que venia a continuación.

Después, él se disculpó. Más tarde, vino el dolor.


* * *

El tráfico en verano era criminal. La irritación de Patrik crecía a medida que dejaba atrás los kilómetros y cuando por fin llegó al aparcamiento del hospital de Uddevalla, respiró hondo varias veces para calmarse. Él no era, por lo general, de los que se enojaban con las caravanas que ocupaban toda la calzada ni con los turistas que conducían despacio, para ir señalando lo uno y lo otro, sin tener en cuenta la cola que iba formándose a sus espaldas. Sin embargo, la decepción del resultado de los análisis había contribuido considerablemente a reducir su nivel de tolerancia.

Apenas pudo dar crédito a sus oídos. Ninguno de los resultados coincidía con el esperma hallado en el cuerpo de Tanja. Estaba tan convencido de que tendrían la respuesta en cuanto llegasen los análisis que aún no se había repuesto por completo de la sorpresa. Algún familiar de Johannes Hult había asesinado a Tanja, eso era un hecho insoslayable, pero no era ninguno de los familiares conocidos.

Presa de la mayor impaciencia, marcó el número de la comisaría. Annika iba a llegar algo más tarde de lo habitual y tuvo que esperar hasta que estuviese en su puesto.

– Hola, soy Patrik. Oye, perdona si sueno estresado, pero ¿podrías decirme lo antes posible si hay más miembros de la familia Hult en la zona? Me refiero concretamente a algún hijo de Johannes Hult nacido fuera del matrimonio.

La oyó tomar nota y cruzó los dedos. Era su último recurso, tal y como estaban las cosas, y esperaba con todas sus fuerzas que encontrase a alguien. De lo contrario, no les quedaba más que sentarse a meditar.

No dudaba en admitir que le gustaba la primera teoría que se le había ocurrido durante el viaje a Uddevalla: que Johannes tuviese en el pueblo algún hijo desconocido por ellos. Teniendo en cuenta lo que sabían de él, no parecía imposible, sino tanto más verosímil cuanto más lo pensaba. Además, podría ser un móvil para el asesinato de Johannes, se decía Patrik, sin saber con exactitud cómo atar los cabos. Los celos son un excelente móvil de asesinato y el modo en que murió podía encajar con esa teoría: un homicidio impulsivo, no premeditado; un ataque de ira, de celos, que acabó produciendo la muerte de Johannes.

¿Qué relación guardaba eso con los asesinatos de Siv y Mona? Esta era una pieza que aún no había logrado encajar en el rompecabezas, pero sobre la que las pesquisas de Annika tal vez pudiesen arrojar cierta luz.

Cerró la puerta del coche y se encaminó a la entrada principal. Después de buscar un rato y con la ayuda de algunos empleados, logró encontrar por fin la sección adecuada. En la sala de espera había tres personas a las que él quería ver y que, como pajarillos posados sobre un cable del tendido eléctrico, halló sentadas una junto a otra, mudas y absortas, con la mirada perdida. Sin embargo, se percató del destello de esperanza que afloró a los ojos de Solveig al verlo. Con gran esfuerzo, se levantó de la silla y se le acercó pausadamente. Tenía aspecto de no haber dormido en toda la noche, como era lógico. Llevaba la ropa arrugada y olía a sudor, el cabello grasiento y enredado, y los ojos castigados por unas profundas y marcadas ojeras. Robert daba la misma impresión de agotamiento, aunque no parecía tan estragado como Solveig. Tan sólo Linda parecía estar bien, aseada y con la mirada limpia, aún ignorante de la noticia que acababa de asolar su hogar.

– ¿Tenéis algo ya? -le preguntó Solveig a Patrik tirándole ligeramente del brazo.

– Lo siento, no, no sabemos nada más. Y vosotros, ¿se han pronunciado los médicos?

Robert negó con un gesto.

– No, siguen operando. Al parecer, algo le presionaba el cerebro. Creo que están abriéndole la cabeza. Mucho me extrañaría que encontraran un cerebro dentro.

– ¡Robert!

Solveig le gritó indignada y le lanzó una mirada hostil, pero Patrik comprendió sin dificultad qué pretendía el muchacho: ocultar su temor y aliviar la presión bromeando al respecto. Un método que también a él solía darle buen resultado.

Patrik se sentó en uno de los artilugios, a medio camino entre silla y sillón, que quedaban libres en la sala. Solveig también volvió a sentarse.

– ¿Quién ha podido hacerle tal cosa a mi pequeño? -se lamentaba meciéndose angustiada hacia delante y hacia atrás-. Lo vi cuando lo sacaban del cobertizo. Parecía otra persona, no había más que sangre por todas partes.

Linda dio un respingo, horrorizada. Robert no se inmutó. Patrik se fijó en sus vaqueros negros y en la camiseta, y observó que aún tenía grandes manchas y restos de la sangre de Johan.

– Entonces, ¿no oísteis ni visteis nada ayer por la noche?

– No, ya se lo hemos dicho a los otros policías -respondió Robert indignado-. ¿Cuántas veces vamos a tener que repetirlo?

– De verdad que lo siento, pero tengo que hacer las mismas preguntas. Tened un poco de paciencia, os lo ruego.

La compasión que denotaba su voz era auténtica. En situaciones como esta, el oficio de policía resultaba difícil, pues se veían obligados a inmiscuirse en la vida de las personas cuando éstas tenían otros asuntos más importantes en los que pensar. Sin embargo, y por inesperado que pudiera parecer, Solveig vino en su ayuda.

– Robert, haz el favor de colaborar. Comprenderás que debemos hacer lo que podamos por ayudarles a atrapar al que le hizo esto a nuestro Johan -le advirtió antes de dirigirse a Patrik-. A mí me pareció oír un ruido poco antes de que me llamase Robert, no sé si antes o después de que lo encontrara.

Patrik asintió y le preguntó a Linda.

– ¿Tú no verías a Jacob ayer noche, no?

– No -respondió Linda desconcertada-. Yo estaba en la finca y supongo que él estaba en Västergården. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque parece ser que anoche no llegó a casa y pensé que tal vez tú lo habrías visto.

– No, ya te digo que no lo vi. Pero pregúntales a mis padres.

– Sí, ya lo hemos hecho y ellos tampoco lo han visto. No sabrás tú de algún lugar donde pudiera estar, ¿verdad?

Linda empezaba a dar muestras de preocupación.

– Pues no, ¿dónde iba a estar? -Después pareció tener una idea-. ¿Habrá ido a Bullaren a pasar la noche? Claro que nunca lo había hecho antes, pero…

Patrik se dio un puñetazo en la pierna. ¡Cómo habían podido ser tan torpes para no pensar en la granja de Bullaren! Se excusó y llamó a Martin, que le aseguró que iría allí a comprobarlo inmediatamente.

Cuando volvió a la sala de espera, el ambiente había cambiado de forma notable. Mientras él hablaba con Martin, Linda había llamado a casa desde su móvil. Y ahora lo miraba con toda su rebeldía adolescente.

– ¿Qué es lo que está pasando, eh? Mi padre dice que Marita os llamó para denunciar la desaparición de Jacob y que los otros dos policías han estado haciéndoles un montón de preguntas sobre el asunto. Mi padre está muy preocupado -afirmó con los brazos en jarras delante de Patrik.

– Aún no hay motivo de preocupación -repitió, como Gösta y Martin hicieran en la finca-. Lo más probable es que tu hermano haya decidido apartarse un tiempo para estar en paz, aunque nosotros tenemos que tomarnos todas las denuncias por desaparición con la misma seriedad.

Linda lo observaba con desconfianza, pero pareció dejarse convencer por la respuesta. Después dijo en tono sereno:

– Mi padre me habló también de Johannes… ¿Cuándo tenías pensado decírselo? -preguntó señalando con la cabeza a Solveig y a Robert.

Patrik no pudo por menos de admirar fascinado el arco que su larga y rubia melena describió en el aire. Después se recordó a sí mismo la edad que tenía la joven y se hizo enseguida la reflexión de si el cambio que suponía formar una familia no habría desatado en él cierta tendencia a comportarse como un viejo baboso.

Le respondió en el mismo tono discreto.

– Pensábamos esperar un poco. Ahora no me parece el momento idóneo, teniendo en cuenta el estado de Johan.

– Te equivocas -objetó Linda con calma-. Ahora es cuando necesitan oír una buena noticia. Y, créeme, conozco a Johan lo bastante para saber que el que Johannes no se quitase la vida cuenta como una buena noticia en esta familia. De modo que si no lo cuentas tú, lo haré yo.

«Menuda arrogante», pensó Patrik, aunque hubo de admitir que tenía razón. Tal vez ya hubiese esperado demasiado para contarlo y, en realidad, tenían derecho a saberlo.

– Solveig, Robert, sé que tuvisteis vuestras objeciones a la exhumación del cadáver de Johannes.

Robert saltó de la silla como un rayo.

– ¿Qué te pasa, no estás en tus cabales? ¿Vas a sacar a relucir ese asunto otra vez? ¿Te parece que no tenemos ya bastantes problemas?

– Siéntate, Robert -rugió Linda-. Yo sé lo que tiene que deciros y, créeme, es algo que querréis saber.

Boquiabierto ante el hecho de que su joven prima le diese órdenes tan contundentes, Robert obedeció y guardó silencio. Patrik continuó mientras Solveig y Robert lo miraban con encono, al evocar el recuerdo de la humillación que supuso ver cómo perturbaban el descanso de su padre y marido.

– Bien, pedimos una autopsia de un forense…, eh…, para que examinase el cadáver rigurosamente; y resulta que encontró algo interesante.

– ¿Interesante? -bufó Solveig-. ¡Vaya manera de decirlo!

– Sí, tendréis que disculparme, pero no hay mejor modo de calificarlo. Johannes no se suicidó, fue asesinado.

Solveig contuvo la respiración y Robert se quedó helado, incapaz de moverse.

– ¿Pero qué dices, hombre? -Solveig le tomó la mano a Robert y él no opuso resistencia.

– Lo que acabas de oír. Johannes murió asesinado, no se quitó la vida.

Los enrojecidos ojos de Solveig estallaron en llanto y su inmenso cuerpo empezó a temblar en tanto que Linda miraba a Patrik triunfante. Eran lágrimas de alegría.

– Lo sabía -sentenció Solveig-, sabía que él no haría tal cosa. Y la gente que decía que se había suicidado porque había matado a aquellas dos muchachas… Ahora tendrán que tragárselo. Seguro que el que mató a las chicas y el que acabó con mi Johannes es el mismo. Tendrán que pedirnos perdón de rodillas. Tantos años como llevamos…

– Mamá, déjalo -la reconvino Robert irritado, como si no hubiese comprendido del todo lo que Patrik acababa de decir. Sin duda, necesitaba más tiempo para asimilarlo.

– ¿Qué pensáis hacer para atrapar al asesino de Johannes? -preguntó Solveig impaciente.

Patrik se retorcía por dentro.

– Pues… no será tan fácil, ¿sabes? Han pasado ya muchos años y no se conserva ninguna prueba sobre la que investigar; pero, por supuesto, haremos cuanto podamos, todo lo que esté en nuestra mano; es cuanto puedo prometer.

Solveig resopló irónica:

– Claro, me lo imagino. Poned el mismo empeño en encontrar a su asesino como pusisteis en intentar acusarlo y seguro que no habrá problema. Y la disculpa que más me interesa ahora mismo es, precisamente, la vuestra.

Reprendía con el dedo a Patrik de tal modo que éste decidió que había llegado el momento de marcharse, antes de que la situación degenerase. Intercambió con Linda una mirada elocuente y la joven le indicó discretamente que se marchase. Antes de hacerlo, le hizo una última advertencia:

– Linda, si sabes algo de Jacob, prométeme que nos llamarás inmediatamente. Aunque creo que tienes razón, estará en Bullaren.

Linda asintió, pero la preocupación seguía empañando sus ojos.


Acababan de estacionar el coche en el aparcamiento de la comisaría cuando Patrik llamó. Martin volvió a salir a la carretera en dirección a Bullaren. Después de una soportable y fresca mañana, el calor empezaba a hacer subir de nuevo el mercurio del termómetro, así que aumentó un punto el ventilador. Gösta se tiraba del cuello de la camisa de manga corta.

– Si por lo menos dejase de hacer este maldito calor…

– Sí, claro, en el campo de golf no te quejas tanto, ¿eh? -rió Martin.

– Bueno, pero eso es otra cosa -protestó Gösta. El golf y la religión eran dos categorías de su mundo con las que no se podía bromear. Por un instante, deseó estar trabajando con Ernst. Cierto que era más productivo hacerlo con Martin, pero debía admitir que la ociosidad que impregnaba el trabajo con Lundgren le gustaba más de lo que pensaba. Claro que Ernst tenía sus cosas, pero, por otro lado, no protestaba nunca si Gösta se escaqueaba unas horas para practicar un poco de golf.

Sin embargo, enseguida vio ante sí la foto de Jenny Möller y lo invadieron los remordimientos. Durante unos segundos de clarividencia, se vio convertido en un viejo cascarrabias, que guardaba un terrible parecido con su propio padre anciano y, si seguía así, acabaría, tarde o temprano, como su padre: solo en el sofá de una residencia de ancianos, murmurando todo el día sobre viejas injusticias cometidas con él, aunque sin hijos que fuesen a verlo puntualmente de vez en cuando.

– ¿Tú qué crees? ¿Estará allí? -preguntó como para interrumpir sus aciagas cavilaciones.

Martin reflexionó un instante antes de responder:

– No, me sorprendería mucho, la verdad, pero vale la pena comprobarlo.

Entraron en la explanada y volvieron a quedar impresionados por el idílico entorno. La granja parecía sumergida en una suave luz que intensificaba el hermoso contraste del rojo de la casa, típico de Falun, con el azul del mar que se extendía al fondo. Como de costumbre, montones de jóvenes corrían hacendosos de un lado a otro, ocupados en sus tareas. Una serie de palabras emergieron a la conciencia de Martin, evocadas por el panorama: imponente, saludable, útil, limpio, sueco…, y la combinación de todas ellas le inspiró una sensación ligeramente desagradable. La experiencia le había enseñado que si algo parecía demasiado bueno, quizá no lo fuese…

– Una imagen como de juventudes hitlerianas, ¿no te parece? -preguntó Gösta, formulando en palabras la reflexión de Martin.

– Bah, quizá, pero te has pasado un poco, creo yo. De todos modos, no te prodigues en ese tipo de comentarios -atajó Martin.

Gösta pareció dolido.

– Vale, perdona -se quejó-. No sabía que fueses el policía del diccionario. Además, tampoco habrían admitido a alguien como Kennedy si esto fuese un campamento nazi.

Martin hizo oídos sordos al comentario y se encaminó a la puerta, que abrió una de las monitoras de la granja.

– Hola, ¿qué queréis?

Al parecer, la animadversión de Jacob hacia la policía se había contagiado entre el personal.

– Estamos buscando a Jacob -Gösta seguía enfurruñado, así que fue Martin quien tomó el mando.

– No está aquí. Intentad localizarlo en su casa.

– ¿Estás segura de que no está aquí? Nos gustaría echar una ojeada nosotros mismos.

La mujer se apartó, aunque a disgusto, y los dejó pasar.

– Kennedy, la policía está aquí otra vez. Quieren ver el despacho de Jacob.

– Sabemos dónde está el despacho -aseguró Martin.

La mujer no le prestó atención y Kennedy apareció enseguida diligente para reunirse con los policías. Martin se preguntó si ejercía algún servicio de guía permanente en la granja o si, simplemente, le gustaba llevar y traer a los visitantes.

El joven encabezó la marcha en silencio, seguido por el pasillo de Martin y Gösta, en dirección al despacho de Jacob. Le dieron las gracias y abrieron la puerta esperanzados, pero ni rastro de Jacob. Entraron e inspeccionaron detenidamente el despacho en busca de algún indicio de que Jacob hubiese pasado allí la noche, una manta en el sofá, un despertador, cualquier cosa, pero no hallaron nada y salieron decepcionados. Kennedy los aguardaba tranquilamente. Se apartó el flequillo de la cara y Martin pudo ver sus ojos negros e insondables.

– Nada. Nada de nada -se lamentó Martin mientras conducían de nuevo a Tanumshede.

– No -dijo Gösta. Martin alzó las cejas con resignación: al parecer, su colega seguía dolido. En fin, pues allá él.

La mente de Gösta estaba ocupada, no obstante, en algo muy distinto. En efecto, había visto algo durante la visita a la granja, pero no terminaba de identificar qué. Intentaba dejar de pensar en ello para que su subconsciente lo procesara libremente, pero le resultaba tan imposible como dejar de pensar en un grano de arena que tuviese en el ojo. Era algo que había visto y que debería recordar.


– ¿Qué tal, Annika? ¿Has encontrado algo?

La mujer negó sin decir nada. Le inquietaba la expresión de Patrik. La falta de sueño, el desorden en las comidas y el exceso de estrés habían erradicado los restos de su bronceado y habían dejado sólo una pátina de palidez. Parecía caminar vencido bajo el peso de una carga invisible cuyo origen no era difícil adivinar. Le habría gustado poder decirle que trazase una línea divisoria entre sus sentimientos personales y la vida laboral, pero se abstuvo de ello. También ella empezaba a notar la presión y lo último que pensaba por las noches, antes de cerrar los ojos, era en la desesperación de los padres de Jenny Möller el día que llegaron a la comisaría a denunciar la desaparición de su hija.

– ¿Cómo estás? -se limitó a preguntar, solícita, mirando a Patrik por encima de las gafas.

– Pues como puedo, dadas las circunstancias -respondió Patrik al tiempo que se pasaba los dedos por el cabello, que quedó encrespado como el de un profesor chiflado.

– Como una mierda, me figuro -declaró Annika sin contemplaciones. Ella no era de las que perdían el tiempo en retóricas. Si algo era una mierda, olía a mierda aunque se perfumase, ese era su lema en la vida.

Patrik sonrió.

– Sí, algo así. Pero vamos a dejarlo. ¿No has encontrado nada en los archivos?

– No, por desgracia. No había nada en los del censo sobre otros hijos de Johannes Hult y no hay muchos más listados en los que buscar ese tipo de información.

– Pero ¿sería posible que tuviese algún hijo más, aunque no esté registrado como tal?

Annika lo miró como recriminándole su torpeza y farfulló:

– Sí, por suerte no existe ninguna ley que obligue a una madre a declarar el nombre del padre de su hijo, de modo que bien podría haber algún hijo suyo por ahí bajo el epígrafe de «padre desconocido»

– Y, déjame que lo adivine, hay unos cuantos…

– No necesariamente. Depende del área geográfica que quieras abarcar, pero he de decir que la gente de la zona ha sido extraordinariamente respetable. Además, recuerda que no estamos hablando de los años cuarenta: la máxima actividad de Johannes debería haberse desarrollado durante los sesenta y los setenta. En aquella época no era tan ignominioso tener hijos fuera del matrimonio. Incluso hubo un tiempo, durante los sesenta, en que se consideraba algo positivo.

Patrik soltó una carcajada.

– Si te refieres a la era Woodstock, a mí me parece que el flower power y el amor libre no llegaron nunca a Fjällbacka.

– No te creas, donde menos te lo esperas… -respondió Annika, satisfecha de haber aliviado un poco la tensión con su comentario. Últimamente reinaba en la comisaría el mismo ambiente que en una funeraria. Sin embargo, Patrik no tardó en volver a adoptar el mismo tono grave de siempre.

– Es decir, que, en teoría, podrías confeccionar una lista de los niños de padre desconocido de, digamos, el municipio de Tanum.

– Sí, podría hacerlo no sólo en teoría, sino también en la práctica, pero me llevará un tiempo -le advirtió Annika.

– Pues hazlo tan rápido como puedas.

– ¿Y cómo te las arreglarás para averiguar quién es hijo de Johannes a partir de esa lista?

– Para empezar, llamaré por teléfono. Si no funciona, ya veré cómo resuelvo el problema.

En ese momento se abrió la puerta, que dio paso a Gösta y a Martin. Patrik le dio las gracias a Annika y se encaminó al pasillo para encontrarse con ellos. Martin se detuvo, pero Gösta clavó la mirada en el suelo y se fue a su despacho.

– No me preguntes -se adelantó Martin meneando la cabeza.

Patrik frunció el ceño. Lo último que necesitaban era que hubiese roces entre los miembros del personal. Ya tenían bastante con los problemas ocasionados por Ernst. Martin pareció leerle el pensamiento.

– No es nada grave, no te preocupes.

– De acuerdo. ¿Nos tomamos un café en el comedor mientras nos ponemos al día?

Martin asintió, se sirvieron un café y se sentaron a la mesa. Patrik le preguntó:

– ¿Alguna pista de Jacob en Bullaren?

– No, ni rastro. No parece que haya estado allí. Y tú, ¿qué tal te fue?

Patrik le resumió su visita al hospital.

– Pero ¿tú te explicas cómo es posible que los análisis no hayan dado ningún resultado positivo? Sabemos que la persona a la que buscamos es pariente de Johannes, pero no es ni Jacob, ni Gabriel, ni Johan ni Robert, y teniendo en cuenta el tipo de prueba, podemos excluir de antemano a las mujeres. ¿Alguna idea?

– Bueno, le he pedido a Annika que intente averiguar si Johannes tuvo algún hijo más en el pueblo.

– Me parece sensato tal y como se supone que era; lo anormal sería que no tuviera hijos ilegítimos aquí y allá.

– ¿Qué opinión te merece a ti la teoría de que quien atacó a Johan sea la misma persona que ahora tiene a Jacob? -preguntó Patrik antes de sorber muy despacio el café ardiendo.

– Desde luego, es una extraña coincidencia. Y tú, ¿qué piensas?

– Como tú, que sería muy extraño que no se tratase de la misma persona. Se diría que ha desaparecido de la faz de la tierra. Nadie lo ha visto desde ayer por la tarde. Te confieso que estoy muy preocupado.

– Tú tenías la sensación constante de que Jacob ocultaba algo. ¿Será ese el motivo de su desaparición? -inquirió Martin, no demasiado seguro de su hipótesis-. ¿Y si alguien supo que había estado en la comisaría y creyó que había contado algo que, precisamente ese alguien, deseaba mantener en secreto?

– Tal vez -admitió Patrik-. Pero no es ese el problema. En estos momentos, todo es posible y lo único que tenemos son especulaciones. Tenemos a Siv y a Mona -empezó a contar con los dedos-, asesinadas en el 79; a Johannes, asesinado en el 79; a Tanja, asesinada ahora, veinticuatro años después; a Jenny Möller, secuestrada, probablemente mientras hacía autoestop, a Johan, agredido y quizá también asesinado, según sea el desenlace; y a Jacob, desaparecido sin dejar rastro. El denominador común parece ser siempre la familia Hult, aunque tenemos pruebas de que ninguno de ellos es responsable de la muerte de Tanja. Y todo indica que el asesino de Tanja es la misma persona que acabó con la vida de Siv y Mona -bajó los brazos en un gesto de impotencia-. Es un verdadero lío, eso es lo que es. Y nosotros, en medio de todo, sin encontrarnos a nosotros mismos ni con la ayuda de una linterna.

– Venga, qué pasa, ya has vuelto a leer esa propaganda antipolicía, ¿eh? -sonrió Martin.

– En fin, ¿qué hacemos ahora? -preguntó Patrik-. Se me han agotado las ideas. Pronto será tarde para Jenny Möller, si no lo es ya, desde hace varios días. -De pronto cambió bruscamente de tema para salir del círculo vicioso de la autocompasión-. Dime, ¿has invitado ya a salir a la chica esa?

– ¿A qué chica? -preguntó Martin fingiendo indiferencia.

– Venga ya, sabes perfectamente a quién me refiero.

– Si te refieres a Pia, no había nada de eso. Simplemente, nos prestó su ayuda como intérprete.

– «Simplemente, nos prestó su ayuda como intérprete» -lo remedó Patrik con voz de falsete, moviendo la cabeza a uno y otro lado-. Vamos, hombre, sal de la barrera y lánzate al campo de batalla. Se te nota que algo hay cuando hablas de ella. Aunque quizá no sea tu tipo, en realidad. Quiero decir que parece que no tiene novio -dijo Patrik con una sonrisa provocadora.

Martin se preparaba para responder debidamente a su comentario cuando sonó el móvil de Patrik.

Martin aguzó el oído para oír quién llamaba. Era algo relacionado con los análisis de sangre, y entendió que sería alguien del laboratorio. Las respuestas de Patrik no le aclararon nada:

– ¿Cómo que algo extraño?… Ajá… Ya… ¿Qué demonios estás diciendo? Pero ¿cómo es posible…? De acuerdo… Ajá.

Martin tuvo que reprimir sus deseos de preguntar a gritos. A juzgar por la expresión de Patrik, tenían algo decisivo, pero su colega se empeñaba en responder con monosílabos a la persona del laboratorio con la que hablaba por teléfono.

– Lo que me estás diciendo es que habéis logrado establecer con exactitud las relaciones de parentesco entre ellos -repitió Patrik, haciéndole a Martin una señal cómplice, para indicarle que intentaba hacerlo partícipe de la información-. Sigo sin entender cómo encaja eso… No, eso es del todo imposible, está muerto. Tiene que haber otra explicación… Vamos, hombre, tú eres el experto. Escúchame con atención y reflexiona: tiene que existir otra explicación.

A Martin le dio la impresión de que Patrik esperaba nervioso mientras la otra persona meditaba. Y le susurró:

– ¿Qué ocurre?

Patrik se llevó un dedo a la boca para que guardase silencio pues, al parecer, le estaban dando una respuesta.

– No, no es rebuscado en absoluto. De hecho, en este caso es perfectamente posible.

El rostro de Patrik se iluminó y Martin vio que lo inundaba una oleada de alivio. Él, por su parte, arañaba literalmente la mesa sin lograr vencer su curiosidad.

– ¡Gracias! ¡Gracias, joder! -Patrik cerró de un golpe la tapa del móvil y se volvió hacia Martin con el mismo resplandor en el semblante.

– ¡Ya sé quién tiene a Jenny Möller! Y, cuando te lo cuente, no vas a dar crédito.


Habían terminado de operar. Johan había sido trasladado a la unidad de cuidados intensivos, donde descansaba lleno de tubos, desvanecido en una oscura nebulosa. Robert estaba sentado a su lado, cogido de su mano. Solveig los dejó solos, aunque contrariada, para ir al servicio, de modo que Robert pudo disfrutar de unos minutos a solas con su hermano, pues a Linda no le habían permitido entrar. No querían que hubiese allí demasiadas personas al mismo tiempo.

El grueso tubo insertado en la boca de Johan estaba conectado a un aparato que emitía un ruido sibilante y Robert tuvo que hacer un esfuerzo para no respirar al mismo ritmo que la máquina. Era como si quisiera ayudar a Johan a respirar; cualquier cosa con tal de erradicar esa sensación de impotencia que amenazaba con superarlo.

Acariciaba la palma de la mano de Johan con su pulgar y se le ocurrió mirar cómo era su línea de la vida, pero fracasó, pues no supo distinguir cuál de las tres era. Johan tenía dos muy largas y otra más corta y Robert se dijo que ojalá la corta tampoco fuese la del amor.

La idea de un mundo sin Johan le resultaba vertiginosa e inaceptable. Sabía que siempre había causado la impresión de ser el más fuerte de los dos, el jefe; pero lo cierto era que sin Johan, él no era más que un miserable. Su hermano tenía una dimensión humana que él necesitaba para conservar su propia humanidad. Cuando encontró muerto a su padre, gran parte de su dulzura desapareció y, sin Johan, su lado oscuro tomaría el mando.

Y allí sentado empezó a hacer promesas: prometió que todo sería distinto si Johan se quedaba con ellos; prometió no volver a robar, buscar un trabajo, intentar hacer algo bueno con su vida…; en fin, prometió incluso que se cortaría el pelo.

Esta última promesa le causó bastante angustia, pero, para su sorpresa, pareció justo la decisiva, la que marcó la diferencia: un leve temblor en la mano de Johan, un ligero movimiento del dedo índice, como si intentase devolverle a Robert sus caricias. No fue mucho, pero fue cuanto necesitaba. Aguardaba impaciente a que Solveig volviese, deseaba contarle que Johan volvería a estar bien.


– Martin, al teléfono hay un chico que dice tener información sobre la agresión a Johan Hult -le dijo Annika, asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Martin se detuvo y se dio la vuelta.

– Joder, ahora no tengo tiempo.

– ¿Le digo que llame más tarde? -preguntó Annika sorprendida.

– No, hombre, no, lo cojo ahora mismo. -Martin entró a la carrera en la oficina de Annika y tomó el auricular que ella le tendía. Tras escuchar con suma atención durante unos minutos y después de hacer un par de preguntas, colgó y salió corriendo de la oficina.

– Annika, Patrik y yo tenemos que irnos. ¿Puedes localizar a Gösta y pedirle que me llame al móvil enseguida? Y, por cierto, ¿dónde está Ernst?

– Gösta y Ernst se han ido a almorzar juntos, pero los llamo al móvil.

– Bien.

Martin se marchó a toda prisa y, segundos después, apareció Patrik.

– ¿Localizaste lo de Uddevalla, Annika?

La recepcionista le mostró un pulgar hacia arriba.

– Todo listo, están en camino.

– ¡Perfecto! -se disponía a marcharse, cuando se detuvo a medio camino-. Oye, por cierto, como es lógico, ya no tienes que seguir perdiendo el tiempo con la lista de niños sin padre…

Después, también él desapareció a buen paso en dirección al pasillo. De pronto, la energía había vuelto a reinar en la comisaría con una intensidad casi tangible. Patrik la había puesto al corriente de las novedades y Annika sintió cómo la excitación recorría todo su cuerpo. Resultaba tan liberador saber que por fin habían llegado a algo concreto en aquella investigación…, y cada minuto era crucial. Se despidió de Martin y de Patrik cuando los vio pasar ante la ventanilla de la recepción en dirección a la calle.

– ¡Suerte! -les gritó, aunque no supo si la habían oído. Rápidamente, marcó el número de Gösta.


– Sí, Gösta, es patético. Tú y yo aquí sentados, mientras los gallitos dominan la situación. -Ernst abordaba su tema favorito y Gösta hubo de admitir que ya empezaba a cansarse de oír siempre lo mismo. Aunque se había enojado con Martin aquella mañana, era más bien a causa de la amargura que le provocaba verse reconvenido por un colega al que le doblaba la edad, pero, bien mirado, tampoco era tan grave.

Fueron en coche hasta Grebbestad y se sentaron a almorzar en el restaurante Telegrafen. En Tanum, la oferta no era muy variada, de modo que uno se cansaba pronto del repertorio y Grebbestad estaba a tan sólo diez minutos.

De repente sonó el teléfono de Gösta, que estaba sobre la mesa, y ambos vieron en la pantalla el número de la centralita de la comisaría.

– ¡Joder, pasa de contestar! Tú también tienes derecho a almorzar tranquilamente, ¿no? -Ernst extendió el brazo para cortar él mismo la llamada en el móvil de Gösta, pero la mirada del colega lo paralizó a medio camino.

Estaban en plena hora del almuerzo y había quien no veía con buenos ojos que nadie se atreviese a mantener una conversación por el móvil en el restaurante, así que Gösta lanzó una mirada retadora a su alrededor y respondió en un tono más alto de lo normal. Cuando terminó, dejó un billete sobre la mesa, se levantó y le dijo a Ernst que hiciese lo propio.

– Tenemos trabajo.

– ¿Y no puede esperar? Aún no he probado bocado -se quejó Ernst.

– Te lo comes luego en la comisaría. Ahora tenemos que ir a buscar a un tipo.

Por segunda vez en la misma mañana, Gösta recorrió el trayecto en dirección a Bullaren, aunque en esta ocasión era él quien conducía. Informó a Ernst de lo que le había revelado Annika y, en efecto, una vez en su destino, media hora más tarde, un chico los aguardaba en la carretera, a cierta distancia de la granja.

Detuvieron el coche y salieron.

– ¿Eres Lelle? -preguntó Gösta.

El chico asintió. Era corpulento y fuerte, tenía el cuello de un boxeador y unos puños gigantescos. «Ideal para ser portero», se dijo Gösta. O traficante, como era el caso, aunque, al parecer, un traficante con conciencia.

– Nos has llamado, así que habla -continuó Gösta.

– Sí, será mejor que empieces a cantar cuanto antes -le advirtió Ernst en tono provocador, lo que le valió una mirada de reconvención por parte de Gösta: aquella misión no requería ningún tipo de exhibición de machismo por su parte.

– Bueno, como le dije a la chica de la comisaría, Kennedy y yo hicimos algo muy tonto ayer.

«Algo muy tonto», se dijo Gösta. Desde luego, el muchacho no era de los que exageraban.

– ¿Sí? -le dijo animándolo.

– Le dimos un poco a ese tipo, el que es pariente de Jacob.

– ¿A Johan Hult?

– Sí, eso, así creo que se llamaba. Juro que no sabía que Kennedy iba a ensañarse con él de esa manera -aseguró con voz un tanto chillona-. Sólo iba a charlar un rato con él y amenazarlo un poco. Nada serio.

– Pero al final no fue así -sugirió Gösta, intentando adoptar un tono paternal, aunque sin éxito.

– No, se le fue la olla, vamos. Se puso a decirle la tira de cosas sobre lo bueno que es Jacob y que Johan le había machacado la vida no sé cómo y que había mentido sobre algo que Kennedy quería que retirase y cuando Johan dijo que no, pues Kennedy empezó a flipar y a darle sin parar.

En este punto, se vio obligado a detenerse para recobrar el resuello. Gösta creía que se había enterado, pero no estaba del todo seguro. ¿Por qué los jóvenes de hoy no podían hablar como las personas normales?

– ¿Y qué hacías tú mientras tanto? ¿Arreglabas el jardín? -preguntó Ernst burlón, lo que le valió otra advertencia muda por parte de Gösta.

– Yo lo sujetaba -dijo Lelle en voz baja-. Lo sujetaba por los brazos, para que no pudiese devolver los golpes, pero, joder, yo no sabía que Kennedy iba a perder los papeles. ¿Cómo iba a saberlo? -lloriqueó mirando a los dos policías-. ¡Qué pasará ahora! ¿No voy a poder quedarme en el centro? ¿Iré a la cárcel?

Aquel joven grandullón estaba a punto de echarse a llorar. Parecía un niño asustado, de modo que Gösta no tuvo que esforzarse para dar a su voz un tono paternal, pues así sonó, de hecho.

– Bueno, ya lo veremos después y encontraremos una solución. Ahora lo más importante es que hablemos con Kennedy. Puedes esperar aquí si quieres, mientras nosotros vamos a buscarlo, o acompañarnos en el coche. Como prefieras.

– Iré con vosotros en el coche. De todos modos, los demás se enterarán de que fui yo quien se chivó.

– De acuerdo, pues vamos.

Recorrieron los cien metros que los separaban de la granja, donde los recibió la misma mujer que les abrió la puerta a Gösta y a Martin aquella mañana. Estaba aún más irritada.

– Pero ¿qué pasa ahora, qué queréis? Si seguimos así, tendremos que poner una puerta batiente para vosotros. En mi vida he visto nada igual, después de la estrecha colaboración que hemos tenido con la policía durante tantos años…

Gósta la interrumpió alzando la mano y la miró con expresión grave, antes de explicarle:

– No tenemos tiempo para discusiones. Queremos hablar con Kennedy enseguida.

La mujer se percató de que no había lugar para la protesta y llamó a Kennedy. Cuando volvió a dirigirse a ellos, lo hizo en un tono más suave.

– ¿Qué queréis de Kennedy? ¿Ha hecho algo?

– Os daremos todos los detalles después -intervino Ernst con brusquedad-. En este momento, nuestro único cometido consiste en llevar al chico a la comisaría para hablar con él. Nos llevaremos también a Lelle, el grandullón.

Kennedy apareció de entre las sombras. Vestía pantalón oscuro, camisa blanca y, con el cabello bien peinado, parecía un muchacho de un internado inglés, no un antiguo pendenciero alojado en un centro de menores. Lo único que malograba la imagen eran los arañazos de los puños. Gösta maldijo para sus adentros. Eso era lo que había visto aquella mañana; eso era lo que tenía que haber recordado antes.

– ¿En qué puedo ayudar a los señores? -tenía una voz bien modulada, aunque quizá demasiado. Se notaba que se empeñaba en hablar bien, lo que destruía el efecto.

– Hemos estado hablando con Lelle. Como comprenderás, tienes que venir con nosotros a comisaría.

Kennedy bajó la cabeza sin decir nada, dando a entender que así lo haría. Si algo le había enseñado Jacob, era a asumir las consecuencias de sus acciones con el fin de poder mostrarse digno a los ojos de Dios.

Lanzó una última ojeada melancólica a su alrededor: echaría de menos la granja.


Estaban sentados y en silencio, uno frente al otro. Marita se había llevado consigo a los niños a Västergården para esperar allí a Jacob. Los pájaros trinaban fuera, pero en el interior de la casa reinaba la calma. Las maletas seguían al pie de la escalinata. Laine no podía marcharse antes de saber si Jacob se encontraba bien.

– ¿Sabes algo de Linda? -preguntó indecisa, temerosa de perturbar la paz provisional declarada entre ella y Gabriel.

– No, aún no. Pobre Solveig -dijo Gabriel.

Laine pensó en todos los años de chantaje, pero no pudo por menos de estar de acuerdo. Una madre no puede más que sentir simpatía hacia otra cuyo hijo ha sido maltratado de ese modo.

– ¿Crees que también Jacob…? -las palabras se le helaron en la garganta.

Con una actitud inesperada, Gabriel le tomó la mano.

– No, no lo creo. Ya has oído lo que ha dicho la policía, seguro que está en algún sitio intentando pensar en todo esto. Y la verdad es que le han dado en qué pensar.

– Sí, es cierto -admitió Laine con amargura.

Gabriel no replicó, pero mantuvo la mano sobre la de ella. Experimentó tal sensación de consuelo…, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en muchos años que Gabriel le mostraba tanta ternura. Una inmensa calidez inundó todo su cuerpo, mezclada con el dolor de la despedida. No era su deseo dejarlo, había tomado la iniciativa para ahorrarle la humillación de tener que echarla de casa; sin embargo, ahora no estaba tan segura de haber hecho lo correcto. Al cabo de un rato, él retiró la mano y todo pasó.

– ¿Sabes?, yo siempre he tenido la impresión de que Jacob se parecía más a Johannes que a mí. Lo interpretaba como una ironía del destino. A simple vista, podía parecer que Ephraim y yo teníamos una relación más estrecha: él vivía aquí, yo heredé la finca y todo eso, pero no era verdad. Ellos dos discutían tanto porque se parecían demasiado. A veces era como si Ephraim y Johannes fuesen la misma persona. Y yo siempre me quedaba fuera. Así que, cuando nació Jacob y vi que había en él tanto de mi padre y de mi hermano, pensé que se me ofrecía la posibilidad de entrar a formar parte de su núcleo. Si conseguía tener una relación estrecha con mi hijo y conocerlo a fondo, sentiría que conocía a Ephraim y a Johannes, sería parte de ese núcleo suyo.

– Lo sé -admitió Laine con dulzura, aunque Gabriel pareció no oírla, concentrado como estaba, con la mirada perdida en el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana.

– Yo envidiaba a Johannes porque creía sinceramente en las mentiras de nuestro padre, aquello de que nosotros éramos capaces de curar a la gente. ¿Te imaginas la fuerza que otorgaba tal creencia? Mirarte las manos y vivir sabiendo que eran la herramienta de Dios. Ver a la gente levantarse y caminar, devolver la vista a los ciegos y saber que es uno quien lo ha hecho posible. Yo, en cambio, sólo veía el espectáculo. Veía a mi padre entre bastidores, organizando y dirigiendo, y odiaba cada minuto de la función. Johannes sólo veía los enfermos que tenía delante, él sólo reconocía el canal que lo comunicaba directamente con Dios. ¡Qué dolor debió de sentir cuando se cerró! Y yo no lo apoyé lo más mínimo. Antes al contrario, estaba encantado. Johannes y yo seríamos por fin niños normales, por fin podríamos ser iguales que los demás. Pero nunca fue así. Johannes siguió fascinando a la gente, mientras que yo… -no pudo seguir, pues se le quebró la voz.

– Tú tienes lo mismo que tenía Johannes, Gabriel. Sólo que no te atreves a mostrarlo. Esa es la diferencia entre vosotros dos. Pero créeme, es así.

Por primera vez en todos sus años de convivencia, lo vio llorar. Ni siquiera cuando más enfermo estaba Jacob, se atrevió a ceder a sus sentimientos. Laine le tomó la mano, él se la apretó con fuerza y le dijo:

– No puedo prometerte que llegue a perdonarte, pero sí que voy a intentarlo.

– Lo sé. Créeme, lo sé -aseguró Laine con la mano de Gabriel en su mejilla.


La preocupación de Erica crecía según pasaban las horas. Era como un dolor sordo que se concentraba en la espalda y que la hacía masajearse distraída con los dedos. Llevaba toda la mañana intentando localizar a Anna, tanto en casa como en el móvil, pero no obtuvo respuesta. Consiguió el móvil de Gustav a través del servicio de información telefónica, pero él sólo supo contarle que había llevado a Anna y a los niños a Uddevalla el día anterior y que, desde allí, se fueron en tren a Estocolmo. Deberían haber llegado por la tarde.

A Erica la indignaba que no mostrase la menor preocupación. Simplemente, le ofreció, con la mayor tranquilidad, una serie de explicaciones lógicas como que tal vez estaban cansados y habían desconectado el teléfono, que el móvil no tenía batería o (y aquí se rió) que tal vez Anna no había pagado la factura del teléfono. Ese comentario la hizo estallar, de modo que le colgó sin más. Si no estaba ya bastante preocupada, aquella conversación la inquietó aún más.

Intentó llamar a Patrik para pedirle consejo o, al menos, para que la tranquilizase, pero no contestaba ni en el móvil ni en su número directo. Llamó a la centralita y habló con Annika, que le dijo que estaba fuera y que no sabía cuándo regresaría.

Obsesionada, siguió llamando a Anna. La sensación de peligro latente no la abandonaba. Justo cuando pensaba desistir, alguien respondió en el móvil de su hermana.

– ¿Hola? -dijo una voz infantil. Erica pensó que sería Emma.

– Hola, bonita, soy la tía Erica. ¿Dónde estáis?

– En Eztocolmo -ceceó Emma-. ¿Ha nacido ya el bebé?

Erica sonrió.

– No, todavía no. Oye, Emma, quería hablar con mamá. ¿Me puedes pasar con ella?

Emma obvió la pregunta. Ahora que había tenido la increíble suerte de cogerle el móvil a su madre y, además, contestar a una llamada, no tenía la menor intención de renunciar a él así sin más.

– ¿Sabes qué, tía? -preguntó la pequeña.

– No, querida -admitió Erica-, pero puedes contármelo luego; me gustaría mucho hablar con tu mamá ahora -aseguró empezando a perder la paciencia.

– Pero ¿sabes qué? -insistió Emma.

– No, ¿qué? -se rindió Erica.

– ¡Nos hemos mudado!

– Sí, ya lo sé, hace ya unos meses.

– ¡No, hoy mismo! -resonó triunfante la voz de Emma.

– ¿Hoy? -repitió Erica confusa.

– Sí, nos hemos mudado otra vez con papá -confesó Emma.

Erica sintió que todo daba vueltas a su alrededor. Antes de recobrarse y ser capaz de añadir nada más, volvió a oír la voz de Emma:

– Adiós, tía. Me voy a jugar.

Lo único que oyó después fue la señal de que se había cortado la comunicación.

Con el corazón encogido, Erica colgó el auricular.


Patrik golpeó con decisión la puerta de Västergården. Marita lo recibió.

– Hola, Marita. Tenemos una orden de registro.

– Pero ¡si ya habéis estado aquí! -exclamó con sorpresa.

– Hemos recabado nueva información. Traigo un equipo, pero les he pedido que esperen para que puedas llevarte a los niños. No es necesario que vean a un montón de policías y se pongan nerviosos.

Marita asintió sin más protestas. La preocupación por Jacob le había robado toda la energía y ni siquiera tenía fuerzas para objetar nada. Se dio la vuelta con la intención de ir a buscar a los niños, pero Patrik la retuvo con otra pregunta:

– ¿Sabes si hay algún otro edificio en vuestro terreno, aparte de los que se ven por aquí?

Marita negó con un gesto, antes de explicarle:

– No, los únicos que hay son la casa, el cobertizo, el trastero y la casita de juegos. Eso es todo.

Patrik asintió y la dejó partir.

Un cuarto de hora más tarde, la casa ya estaba vacía y podían empezar a buscar. En la sala de estar, Patrik les dio a sus colegas una serie de breves instrucciones.

– Ya hemos estado aquí antes y no encontramos nada. En esta ocasión, procederemos a un registro más exhaustivo. Buscad por todas partes. Si tenéis que retirar listones del suelo o de las paredes, hacedlo. Si tenéis que cambiar de sitio un mueble, adelante. ¿Entendido?

Todos asintieron, conscientes de lo decisivo de su intervención y llenos de energía. Antes de acudir a la finca, Patrik les había ofrecido un breve resumen del desarrollo del caso y cada uno de ellos deseaba ponerse manos a la obra.

Después de una hora sin resultados, parecía que se hubiese producido una catástrofe natural, todo estaba manga por hombro y fuera de su lugar. Pero no hallaron nada que les permitiese avanzar. Patrik estaba ayudando en la sala de estar cuando Gösta y Ernst cruzaron la puerta y observaron atónitos el desastre.

– ¿Qué demonios estáis haciendo? -preguntó Ernst.

Patrik no se molestó en responder.

– ¿Fue bien la cosa con Kennedy?

– Sí, desde luego, confesó sin rodeos y ya está entre rejas. ¡Demonio de muchacho!

Patrik asintió estresado.

– ¿Qué ha pasado aquí? Parece que seamos los únicos que lo ignoramos. Annika no quiso adelantarnos nada, sólo nos dijo que viniéramos a Västergården, que tú nos informarías.

– Ahora no tengo tiempo de contároslo -aseguró Patrik impaciente-. Mientras tanto, tendréis que conformaros con esto: todo parece indicar que es Jacob quien tiene a Jenny Möller y tenemos que encontrar alguna pista que nos diga dónde la tiene.

– Pero, en tal caso, no fue él quien asesinó a la chica alemana -dedujo Gösta-. Según los análisis de sangre… -comenzó, dejando traslucir su desconcierto.

Patrik le respondió, visiblemente irritado:

– Que sí, hombre, probablemente fue él quien mató a Tanja.

– Entonces, ¿quién mató a las otras chicas? En aquella época, él no era más que un niño…

– No, a ellas no las mató él. ¡Pero te digo que ya os lo explicaré después! ¡Ahora, echad una mano!

– ¿Y qué se supone que debemos buscar? -quiso saber Ernst.

– La orden de registro está en la mesa de la cocina. En ella podéis leer una descripción detallada de lo que nos interesa -aclaró Patrik, antes de volver a concentrarse en la estantería.

Había transcurrido otra hora y seguían sin hallar nada de interés, por lo que Patrik empezaba a perder la esperanza. ¿Y si no encontraban nada? Cuando terminó en la sala de estar, pasó al despacho, con el mismo resultado negativo. Desconcertado y con los brazos en jarras, se detuvo en el centro de la habitación, respiró hondo un par de veces y paseó la mirada a su alrededor. Era un despacho pequeño pero ordenado, lleno de estanterías con archivadores y bandejas para ordenar documentos, todo marcado con etiquetas. No se veía un solo papel suelto sobre el escritorio y todo estaba en su sitio en los cajones. Mientras cavilaba, Patrik posó la mirada en el escritorio. Frunció el ceño. Era un escritorio antiguo. Él no se había perdido una sola emisión del programa de antigüedades Antikrundan y sabía perfectamente cómo eran por dentro, así que comenzó a pensar en cajones ocultos. ¿Cómo no había reparado en ello antes? Empezó por la parte superior, por encima del tablero, la que tenía un montón de pequeños cajones. Los fue sacando uno a uno, tanteando en el hueco. En el del último cajón notó algo, un pequeño objeto de metal que sobresalía y que se desplazó al empujarle. La pared del hueco cedió y el pequeño escondite quedó al descubierto. Se le aceleró el pulso. Allí dentro había un viejo bloc de notas en piel de color negro. Se puso los guantes de látex que llevaba en el bolsillo y lo sacó despacio. Con creciente horror, fue leyendo sus páginas. Había que encontrar a Jenny cuanto antes.

Recordó un documento que había visto en uno de los cajones del escritorio. Lo abrió y, después de rebuscar unos minutos, halló lo que quería: el sello del gobierno provincial que se distinguía en una de las esquinas revelaba quién era el remitente. Patrik leyó de pasada los escasos renglones hasta llegar al nombre que había plasmado al final. Después, cogió el móvil y llamó a la comisaría.

– Annika, soy Patrik. Oye, quisiera que comprobases un dato -le dio unas breves instrucciones, antes de advertirle-: Debes hablar con el doctor Zoltan Csaba, sección de oncología. Llámame en cuanto sepas algo.


Los días se les hacían eternos. Varias veces, a lo largo de la jornada, llamaban a la comisaría, pero era en vano. Cuando apareció en los periódicos la fotografía de Jenny, sus móviles empezaron a sonar de forma incesante: amigos, familiares y conocidos. Todos estaban compungidos pero, pese a su preocupación, intentaban infundir esperanzas a Kerstin y a Bo. Varios de sus parientes se habían ofrecido a visitarlos en Grebbestad para acompañarlos, pero ellos, aunque agradecidos, se negaron. Aceptar habría sido como admitir de forma manifiesta que no tenía arreglo. Si se quedaban en la caravana esperando, uno frente al otro, sentados ante su minúscula mesita, Jenny cruzaría la puerta tarde o temprano y todo volvería a la normalidad.

Así que eso hacían, una jornada tras otra, aislados en su propia zozobra. Aquel día en particular había sido más tortuoso aún que los anteriores. Kerstin había sufrido pesadillas toda la noche, que pasó dando tumbos en la cama mientras que una sucesión de imágenes terribles discurría ante la vista de su inconsciente. Vio a Jenny varias veces en sus sueños. Principalmente de niña, en casa, jugando en el césped ante la fachada. En la playa junto a un camping… Pero esas imágenes se desvanecían rápidamente para dar paso a otras mucho más tenebrosas, extrañas, imposibles de interpretar. Hacía frío y estaba oscuro y algo acechaba siempre cerca, algo que no era capaz de identificar, pese a que ella, en su sueño, alargaba el brazo para asir su sombra una y otra vez.

Por la mañana, al despertar, advirtió una sensación de abatimiento, una presión en el pecho. Mientras pasaban las horas y la temperatura ascendía en el interior de la pequeña caravana, aguardaba sentada frente a Bo, intentando desesperadamente evocar el recuerdo del peso de Jenny en su regazo. Sin embargo, como en el sueño, también en la realidad sentía que estaba fuera de su alcance. Recordaba la sensación, tan intensa durante toda la ausencia de Jenny, pero no podía experimentarla. Paulatinamente, sin sentir, lo comprendió. Apartó la vista de la mesa y la dirigió a su esposo:

– Ya no está -declaró.

Él no cuestionó su augurio. Tan pronto como se lo oyó decir, sintió en su corazón que era verdad.

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