Capítulo 3

Verano de 1979

Aquél dolor de cabeza infernal le hacia arañarse la cara. Y el dolor que a su vez le causaban los arañazos abiertos en su piel era casi una satisfacción comparado con el bombear de su cabeza, porque le ayudaba a centrarse.

Todo seguía a oscuras, pero algo la había hecho despertar de su profundo y estéril letargo. Por encima de su cabeza vio cómo crecía una pequeña rendija de luz mientras, con los ojos entrecerrados, miraba hacia arriba. Puesto que no estaba habituada a la luz, no veía nada, pero oyó que alguien entraba a través de la rendija, ya convertida en abertura, y bajaba la escalera, alguien que se acercaba cada vez más en la oscuridad. El aturdimiento le impidió saber si debía sentir miedo o alivio. De hecho, sentía una mezcla de ambos: ya dominaba el uno, ya el otro.

Los últimos pasos hasta donde ella se encontraba, hasta donde yacía encogida en posición fetal, fueron prácticamente mudos. Sin que mediara ninguna palabra, sintió una mano que le acariciaba la cabeza, un gesto que tal vez debería haberla tranquilizado, pero su sencillez hizo que el temor se apoderase de su corazón como una garra convulsa.

La mano prosiguió el camino por su cuerpo, que temblaba en la oscuridad. Una idea le cruzó la mente durante un segundo: oponer resistencia a aquel extraño sin rostro. La ocurrencia se esfumó tan pronto como había venido. La oscuridad era demasiado imponente y la mano que la acariciaba le penetraba la piel, los nervios, el alma. Su única opción era someterse, lo sabía con una horrenda certeza.

Cuando la mano pasó de acariciarla a torcer y retorcer sus miembros, a darle tirones y a descoyuntárselos, no se sorprendió. En cierto modo, agradeció ese padecimiento. Era más fácil enfrentarse al dolor de la certidumbre que al de la espera de lo desconocido.


* * *

La segunda llamada de Tord Pedersen se produjo tan sólo unas horas después de que Patrik hubiese hablado con Martin. Habían terminado de identificar uno de los esqueletos: Mona Thernblad, una de las chicas que había desaparecido en 1979, era una de las halladas en Kungsklyftan.

Patrik y Martin estaban sentados revisando las informaciones que habían recabado durante la investigación. Mellberg había brillado por su ausencia, pero Gösta Flygare había vuelto al trabajo una vez terminada su actividad en el torneo de golf. Si bien no había ganado, sí que había conseguido, para su sorpresa y alegría, hacer un hole-in-one, y lo habían invitado a una copa de champán en el club. Hasta tres veces habían tenido que escuchar Patrik y Martin, con todo lujo de detalles, el relato de cómo la bola entró de un solo golpe en el hoyo dieciséis, y a ninguno de ellos le cabía la menor duda de que tendrían oportunidad de oírlo algunas más antes de que acabase el día. Pero no era tan grave. Ninguno de los dos deseaba negarle a Gösta ese placer y Patrik le concedió un respiro antes de ponerlo al tanto del trabajo de investigación. Así, en aquel momento estaba llamando a todos sus compañeros de juego para contarles El Gran Suceso.

– O sea, que se trata de un canalla que les rompe los huesos a las chicas antes de asesinarlas -observó Martin-. Y les hace cortes con un cuchillo -añadió.

– Sí, así de feo parece que es. Si me preguntas, te diré que creo que hay algún motivo sexual detrás de todo esto, algún cerdo sádico que se excita con el dolor ajeno. Y el que hayan encontrado restos de esperma en Tanja también apoya esta hipótesis.

– ¿Hablarás tú con la familia de Mona? Quiero decir, ¿les vas a comunicar que la hemos encontrado?

Martin parecía preocupado y Patrik lo tranquilizó diciéndole que sí, que se encargaría él.

– Pensaba ir a ver a su padre esta tarde. Su madre murió hace muchos años, así que el único al que hay que transmitirle la noticia es al padre.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Los conoces?

– No, pero Erica estuvo ayer en la biblioteca de Fjällbacka buscando todo lo que se había escrito en los periódicos sobre Siv y Mona. La prensa se había ocupado de ambas desapariciones regularmente y había, entre otras cosas, una entrevista de hacía un par de años con las dos familias. En fin que, cuando desapareció, Mona sólo tenía a su padre, y Siv, sólo a su madre. Siv también tenía una hija, así que había pensado hablar con ella tan pronto como nos confirmen que el otro esqueleto es suyo.

– ¿No sería una extraña coincidencia que fuese otra persona?

– Ya, yo cuento con que es ella, pero aún no podemos asegurarlo. ¡Cosas más raras se han visto!

Patrik recogió los documentos que Erica le había llevado y los extendió sobre la mesa formando un abanico, junto con la carpeta del material de investigación que había recuperado del archivo del sótano, con el fin de reunir todos los datos que tenían de la desaparición de las dos muchachas. Gran parte de la información que aportaban los diarios no figuraba en los archivos, así que necesitaban las dos fuentes para obtener una imagen completa de lo que se sabía hasta el momento.

– Fíjate: Siv desapareció en el solsticio de verano de 1979 y Mona, dos semanas después.

A fin de destacar y organizar el material, Patrik se había puesto de pie y empezó a escribir en la pizarra que había colgada de la pared.

– A Siv Lantin se la vio con vida por última vez cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta. El último testigo que la reconoció en vida aseguró haberla visto desviarse de la carretera y tomar el camino hacia Bräcke. Eran las dos de la mañana y también la vio un conductor que la adelantó con su coche. A partir de ahí, nadie supo más de ella.

– Si dejamos a un lado la información proporcionada por Gabriel Hult -puntualizó Martin.

Patrik asintió conforme.

– Sí, si no tenemos en cuenta la declaración de Gabriel Hult, cosa que creo que debemos hacer, por el momento -dijo antes de proseguir-. Mona Thernblad desapareció dos semanas después. A diferencia de Siv, a plena luz del día. Salió de su casa a correr hacia las tres de la tarde, pero jamás volvió. Encontraron una de sus zapatillas de deporte en el camino que solía recorrer, pero nada más.

– ¿Existen semejanzas entre las dos muchachas? Aparte de que las dos eran mujeres, claro, y más o menos de la misma edad.

Patrik no pudo por menos de sonreír ligeramente.

– Ya veo que has estado echándole un vistazo al programa de perfiles. Por desgracia, vas a llevarte una decepción. Si lo que tenemos es un asesino en serie, que es, según creo, adonde tú quieres llegar, no hay ninguna semejanza entre las dos jóvenes, al menos ninguna externa -dijo, al tiempo que fijaba en la pizarra dos fotografías en blanco y negro.

– Siv tenía diecinueve años, de baja estatura, rellenita y de cabello oscuro. Tenía fama de ser un tanto problemática y provocó un pequeño escándalo en Fjällbacka al tener un hijo a los diecisiete. Tanto ella como la niña vivían con su madre, pero, según los periódicos, Siv salía bastante de juerga y no le entusiasmaba quedarse en casa. Mona, en cambio, era una auténtica niña buena, con excelentes resultados académicos, un montón de amigos y querida por todos. Era alta, tenía el cabello claro y hacía mucho deporte. Tenía dieciocho años, pero aún vivía con sus padres, porque su madre estaba enferma y su padre no podía ocuparse de ella. Así que lo único que ambas tienen en común es que desaparecieron de la faz de la tierra, sin dejar rastro, hace más de veinte años y que ahora sus esqueletos han aparecido en Kungsklyftan.

Martin apoyó la cabeza en la mano con aire reflexivo. Tanto él como Patrik guardaron silencio durante un rato, estudiando los recortes de periódico y las notas de la pizarra. Ambos pensaban en lo jóvenes que eran las muchachas. Habrían tenido tantos años de vida por delante si alguien no se hubiese cruzado en su camino… Y ahora Tanja, de la que aún no tenían ninguna fotografía de cuando estaba viva. También ella era joven, con toda la vida por delante, la vida que ella hubiese querido, y también ella estaba muerta.

– Se hicieron muchos interrogatorios -dijo Patrik sacando de la carpeta un grueso fajo de documentos mecanografiados-. Interrogaron a los amigos y familiares de las chicas. Fueron preguntando de casa en casa por la zona y a los delincuentes habituales también los llamaron para interrogarlos. En total, unos cien interrogatorios, por lo que veo aquí.

– ¿Dieron algún resultado?

– No, nada, hasta que recibieron la información de Gabriel Hult. Él mismo llamó a la policía para contar que había visto a Siv en el coche de su hermano la noche en que la joven desapareció.

– ¿Y qué? Eso no pudo bastar para convertirlo en sospechoso de haberla asesinado.

– No, pero cuando interrogaron a Johannes Hult, el hermano de Gabriel, aquel negó haber hablado con ella ni haberla visto siquiera; sin embargo, a falta de otras pistas más contundentes, la investigación se centró en él.

– ¿Y todo eso condujo a algo? -Martin tenía los ojos abiertos de par en par, indicio de la involuntaria fascinación que sentía por aquella historia.

– No, no sacaron nada más. Y un par de meses después, Johannes Hult se colgó en su granero, así que podríamos decir que la pista se enfrió bastante.

– Resulta un tanto extraño que se quitase la vida tan poco tiempo después de aquello.

– Sí, pero si él fue culpable, debió de ser su espíritu el que mató a Tanja. Un muerto no puede matar…

– ¿Y qué me dices de su hermano, que llamó para acusar a uno de su propia sangre? ¿Por qué hace alguien una cosa así? -Martin frunció el ceño-. Pero ¡qué tonto soy! Se llaman Hult… Deben de ser familia de Johan y Robert, nuestros viejos y fieles servidores en el gremio de los ladrones.

– Exacto, así es. Johannes era su padre. Después de haberme informado sobre la familia Hult, entiendo un poco mejor por qué Johan y Robert nos visitan tan a menudo. No tenían más de cinco y seis años respectivamente cuando Johannes se colgó, y fue Robert quien lo encontró en el cobertizo. Imagínate cómo le pudo afectar la experiencia a un niño de seis años.

– Pues sí, ¡qué barbaridad! -Martin movía la cabeza de un lado a otro-. Oye, necesito un café. Mi indicador de contenido de cafeína está ya en rojo. ¿Tú quieres una taza?

Patrik asintió, y poco después Martin volvía con dos tazas humeantes. Suerte que empezaba a hacer tiempo de bebidas calientes.

Patrik reanudó su exposición.

– Johannes y Gabriel eran hijos de un hombre llamado Ephraim Hult, también conocido como El predicador. Era un famoso pastor de la Iglesia Libre de Gotemburgo, que congregaba a numerosas multitudes a encuentros durante los que hacía que sus hijos, que entonces eran pequeños, hablasen varios idiomas y curasen a los enfermos y los tullidos. La mayoría de la gente lo consideraba un impostor y un charlatán, pero, en cualquier caso, ganó el premio gordo cuando murió una señora de su fiel parroquia, Margareta Dybling, que le dejó en herencia cuanto poseía. Además de una fortuna considerable en dinero contante y sonante, también le legó un gran terreno de bosque junto con una espectacular casa señorial en la zona de Fjällbacka. De repente, Ephraim perdió el deseo de difundir la palabra de Dios, se mudó allí con sus hijos y, desde entonces, toda la familia vive del dinero de esa señora.

La superficie de la pizarra aparecía ya garabateada de anotaciones y el escritorio de Patrik estaba atestado de papeles.

– No es que la historia familiar carezca de interés, pero ¿qué tiene eso que ver con los asesinatos? Tú mismo lo has señalado antes: Johannes murió más de veinte años antes de que Tanja fuese asesinada y un muerto no puede matar, como bien dijiste. -A Martin le costaba ocultar su impaciencia.

– Cierto, pero he revisado todo ese viejo material y el testimonio de Gabriel es, te lo aseguro, lo único interesante que he encontrado en aquella investigación. También esperaba poder hablar con Errold Lind, el responsable del caso, pero por desgracia murió de un infarto en 1989, así que este material es cuanto tenemos para guiarnos. A menos que tú tengas una propuesta mejor, sugiero que empecemos averiguando algo más sobre Tanja, al mismo tiempo que hablamos con los padres de Siv y de Mona; después decidiremos si vale la pena volver a hablar con Gabriel Hult.

– Sí, me parece sensato. ¿Por dónde quieres que empiece?

– Encárgate tú de las pesquisas sobre Tanja y procura que Gösta se ponga manos a la obra a partir de mañana mismo, que ya se han acabado para él los días de darse la gran vida.

– ¿Qué me dices de Mellberg y Ernst? ¿Qué piensas hacer con ellos?

Patrik suspiró.

– Mi estrategia consiste en mantenerlos fuera, en la medida de lo posible. Eso se traducirá en una mayor carga laboral para nosotros tres, pero creo que, a la larga, ganaremos con ello. Para Mellberg, si no tiene que trabajar, tanto mejor y, además, en principio, ha declinado la responsabilidad de esta investigación. Ernst tendrá que seguir con lo que está haciendo, es decir, hacerse cargo de tantas denuncias como pueda. Si necesita ayuda, le mandamos a Gösta; tú y yo hemos de estar libres, en la medida de lo posible, para proseguir con la investigación. ¿Comprendes?

Martin asintió entusiasmado.

– Yes, boss.

– Bien, entonces, manos a la obra.

Una vez que Martin se hubo marchado de su despacho, Patrik se sentó de cara a la pizarra, con las manos cruzadas en la nuca y sumido en profunda reflexión. Tenían ante sí una misión ingente y apenas contaban con algo de experiencia en investigaciones de asesinato, por lo que el corazón se le hundió en el pecho en un ataque de desconfianza. Deseaba con todas sus fuerzas que la experiencia de la que carecían pudiese compensarse con su entrega. Martin ya estaba en la onda y vaya si no iba a hacer por despertar a Flygare de su dulce sueño. Si, además, lograban mantener apartados de la investigación a Mellberg y a Ernst, se decía, quizá tuviesen probabilidades de resolver los asesinatos, aunque no muchas, en especial teniendo en cuenta que la pista de los dos primeros estaba tan fría que casi podría considerársela congelada. Sabía que tendrían más posibilidades si se concentraban en Tanja, pero, al mismo tiempo, su instinto le decía que la relación entre los tres asesinatos era tan estrecha y tan real que era preciso resolverlos de forma paralela. No sería fácil infundir algo de vida en la vieja investigación, pero tenían que intentarlo.

Tomó un paraguas del paragüero, miró una dirección en la guía telefónica y se marchó bastante apesadumbrado. Había misiones que le resultaban inhumanas.


La lluvia tamborileaba persistente en las ventanillas y, de haber sido otras las circunstancias, Erica habría acogido de buen grado el frescor que traía aparejado. Sin embargo, el destino y unos parientes pesados se oponían a sus deseos y, en cambio, se veía arrastrada al límite de la demencia.

Los niños corrían por toda la casa, enloquecidos por la frustración de verse encerrados, mientras que Conny y Britta habían empezado a ensañarse el uno con el otro, como perros enjaulados. Aún no habían desembocado en una disputa con todas las de la ley, pero las indirectas habían ido ganando terreno hasta alcanzar el nivel del bufido y los reproches. Ya empezaban a sacar a relucir viejos pecados y barrabasadas y lo único que Erica deseaba era irse a su dormitorio y taparse la cabeza con el edredón. Sin embargo, se interponía siempre su buena educación, que, con un dedo acusador, la obligaba a intentar comportarse de forma civilizada en plena contienda.

Cuando Patrik se fue al trabajo, se quedó mirando la puerta con añoranza. Él, por su parte, no pudo ocultar su alivio ante la posibilidad de huir a la comisaría, de manera que por un instante ella estuvo tentada de poner a prueba su ofrecimiento del día anterior y recordarle que le había prometido que se quedaría en casa en cuanto se lo pidiera. Pero sabía que no sería justo hacerlo sólo porque no tenía ganas de quedarse a solas con «los cuatro terribles», así que, como una esposa modelo, se despidió de él por la ventana de la cocina mientras lo veía partir.

La casa no era tan grande como para impedir que el desorden general empezase ya a adquirir proporciones catastróficas. Habían sacado algunos juegos de mesa, cuyos componentes aparecían ahora esparcidos por toda la sala de estar en un revoltijo indecible, junto con las casas del Monopoli y varias barajas de cartas. Erica fue agachándose con mucho esfuerzo para recoger las piezas de los diversos juegos, en un intento de poner cierto orden en la habitación. La conversación en la terraza, donde se encontraban Britta y Conny, se volvía cada vez más acalorada y ya empezaba a comprender por qué los modales de los niños dejaban tanto que desear. Con unos padres que se comportaban como niños pequeños, no resultaba fácil aprender a respetar a los demás ni tampoco sus cosas. ¡Ojalá aquel día pasara lo más pronto posible! En cuanto dejase de llover, sacaría a la familia Flood. A pesar de su buena educación y hospitalidad, tendría que ser santa Brígida en persona para no estallar si se quedaban mucho más.

La gota que colmó el vaso cayó durante el almuerzo. Con los pies doloridos y una persistente molestia en la espalda, se había pasado una hora ante los fogones para preparar una comida capaz de satisfacer el voraz apetito de Conny y las exigencias de los niños, y, a su entender, había acertado. Salchicha Falukorv gratinada con macarrones en bechamel agradaría a ambas partes, pero pronto comprobó que había cometido un grave error.

– Uf, odio la salchicha Falukorv. ¡Qué asco!

Lisa apartó el plato con una expresión de repugnancia manifiesta y se cruzó de brazos disgustada.

– Pues qué pena, porque es lo que hay -replicó Erica con voz firme.

– Pero yo tengo hambre… ¡Quiero comer otra cosa!

– No hay ninguna otra cosa. Si no te gusta la salchicha, cómete los macarrones con ketchup -Erica se esforzó por adoptar un tono suave, pese a que estaba negra por dentro.

– Los macarrones son asquerosos. Yo quiero comer otra cosa. ¡Mamá!

Britta clavó una mirada inquisidora en su anfitriona, mientras acariciaba la mejilla al saco de gritos en que se había convertido su hija, que la premió con una sonrisa. Lisa, convencida de su victoria y con las mejillas encendidas, clavó en Erica una mirada exigente. Pero ya se habían pasado de la raya: era la guerra.

– No hay otra cosa. O te comes lo que tienes en el plato o nada.

– Pero, por favor, Erica, estás siendo poco razonable. Conny, explícale cómo solemos hacer nosotros las cosas, cuál es nuestra política educativa -lo animó Britta, aunque sin esperar de su parte ninguna reacción-. Nosotros no obligamos a nuestros hijos a nada, porque eso inhibiría su desarrollo. Si mi Lisa quiere comer otra cosa, consideramos que es de ley que se le ofrezca, ni más ni menos. Quiero decir que ella es un individuo con el mismo derecho a expresarse del que disfrutamos los demás. ¿Qué pensarías tú si alguien te obligase a comer algo que no quieres comer? No creo que lo aceptases.

Britta la aleccionaba con su voz de psicóloga profesional, pero Erica sentía que ya estaba colmada y, con una tranquilidad pasmosa, tomó el plato de la niña, lo alzó sobre la cabeza de Britta, le dio la vuelta y se lo puso de sombrero. El asombro al notar que los macarrones le chorreaban por el interior de la camisa hizo que Britta se interrumpiese en mitad de una frase.

Diez minutos más tarde, se habían esfumado, probablemente para no volver nunca más. Erica estaba convencida de que a partir de ahora pasaría a figurar en la lista negra de esa parte de la familia, pero ni recurriendo a toda su voluntad podía decir que lo lamentase. Tampoco se avergonzaba, pese a que, en el mejor de los casos, su conducta podía calificarse de infantil. Había sido un placer dar rienda suelta a la agresividad acumulada durante los días de visita familiar y no pensaba presentar la menor disculpa.

Tenía pensado pasar el resto del día en la terraza con un buen libro y la primera taza de té del verano. De repente la vida se le antojó mucho más placentera.


Pese a ser tan pequeña, el verdor que brotaba en su terraza acristalada, podía compararse con el del mejor de los jardines. Cada una de las flores había sido amorosamente cultivada desde la semilla o el esqueje y, gracias al calor de aquel verano, el ambiente resultaba casi tropical. En un rincón de la terraza cultivaba hortalizas y nada podía compararse a la satisfacción de salir y recoger los tomates, los calabacines, las cebollas o incluso los melones o las uvas que él mismo había cultivado.

Su pequeña casa adosada estaba situada a orillas de la calle Dinglevägen, junto a la salida sur hacia Fjällbacka, y era pequeña, pero funcional. La terraza, como un verde signo de admiración, destacaba entre los humildes jardines del resto de los vecinos.

Sólo cuando se sentaba allí dejaba de sentir añoranza de su antigua casa, aquella en la que había crecido y donde, más tarde, se forjó un hogar propio junto con su esposa y su hija. Las dos estaban ya muertas y el dolor en soledad había ido acrecentándose hasta que un día comprendió que no tenía más remedio que despedirse también de la casa y de todos los recuerdos que albergaban sus paredes.

Claro que la adosada carecía de la personalidad que tanto había amado en la otra, pero la impersonalidad era precisamente lo que le ayudaba a paliar el dolor que se alojaba en su pecho; allí, su pena era más bien un sordo murmullo, incesante pero de fondo.

Cuando Mona desapareció, creyó que Linnea moriría de angustia. Ella llevaba ya tiempo enferma, pero resultó estar hecha de mejor madera de lo que él suponía y vivió diez años más, seguramente por él; no quería dejarlo solo con aquella tristeza. Linnea luchaba cada día por sobrellevar una vida que, a partir de la desaparición de su hija, se había convertido para ambos en una existencia tenebrosa.

Mona había sido siempre la luz de sus vidas. Nació cuando los dos habían perdido ya toda esperanza de tener hijos y, de hecho, no tuvieron más. Todo el amor de que eran capaces se concretó en aquella rubia y alegre criatura cuya risa les encendía el corazón. Les resultaba del todo incomprensible que pudiese desaparecer así, sin más. Él sintió que el sol debería haber dejado de brillar y que el cielo debería haberse venido abajo, pero nada de aquello sucedió. La vida continuaba como de costumbre fuera de aquella morada de sufrimiento. La gente seguía riendo, viviendo y trabajando, pero Mona ya no estaba.

Durante mucho tiempo conservaron la esperanza. Podía ser que estuviese en algún lugar, que estuviese viviendo su vida sin ellos porque hubiese decidido desaparecer voluntariamente. Al mismo tiempo, ambos conocían la verdad. La otra chica había desparecido poco antes y aquello era una coincidencia demasiado significativa como para engañarse. Además, Mona no era el tipo de muchacha capaz de causar tanto dolor de forma consciente. Era una joven buena y adorable que hacía cuanto estaba en su mano por cuidarlos.

El día en que murió Linnea fue para él la prueba definitiva de que Mona estaba en el cielo. La pena y la enfermedad habían reducido a su amada esposa hasta que no quedó más que su sombra. Tras muchas horas de espera, ella le apretó la mano por última vez y su rostro se iluminó con una sonrisa. La luz que observó entonces en los ojos de Linnea era la misma luz que llevaba sin ver diez años, los mismos que hacía que no veía a Mona. Después, su esposa dirigió la mirada a algún punto lejano e impreciso, y se fue. Entonces lo supo: Linnea había muerto feliz porque su hija había ido a recibirla en el túnel. Aquella certeza, le ayudaba a soportar la soledad en más de un sentido. Ahora, al menos, las dos personas a las que más había amado estaban juntas. El reencuentro con ellas era sólo cuestión de tiempo y anhelaba que llegase el día, pero hasta entonces era su obligación vivir su vida lo mejor que supiera. El Señor era poco comprensivo con los que lo decepcionaban y no quería arriesgarse a perder su puesto en el cielo, junto a Linnea y Mona.

Unos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpir su melancólico cavilar. Con gesto cansino, se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, cruzó por entre las plantas, recorrió el pasillo y llegó a la puerta. Un joven de aspecto grave aguardaba al otro lado con la mano en alto, como para volver a llamar.

– ¿Albert Thernblad?

– Sí, soy yo, pero no quiero comprar nada si es que viene a venderme algo.

El hombre sonrió.

– No, no soy vendedor. Me llamo Patrik Hedström, de la policía. ¿Me permite que pase un momento?

Albert no dijo nada, pero se apartó para dejarlo entrar y lo llevó hasta la terraza, donde le indicó que tomase asiento en el sofá. No le había preguntado el motivo de su visita, no era necesario. De hecho, llevaba veinte años esperándola.

– ¡Qué maravilla de plantas! Eso se llama tener mano, supongo -comentó Patrik con una sonrisa nerviosa.

Albert no contestó, pero lo miró con dulzura, pues comprendió que al policía no le resultaba nada fácil presentarse con semejante misión, aunque no tenía por qué preocuparse. Después de tantos años de espera, casi podía decirse que se merecía conocer lo ocurrido. Sufrir por la pérdida era algo que ya había hecho, de todos modos.

– Pues, verá, resulta que hemos encontrado a su hija -Patrik se aclaró la garganta antes de repetir sus palabras-. Hemos encontrado a su hija y podemos confirmar que fue asesinada.

Albert no hacía más que asentir, imbuido de una gran paz de espíritu. Mona podría por fin descansar en paz y él tendría una tumba a la que acudir. La enterraría junto a Linnea.

– ¿Dónde la han encontrado?

– En Kungsklyftan.

– ¿En Kungsklyftan? -Albert frunció el entrecejo-. Pero si estaba allí, ¿cómo es que no dieron antes con ella? Si es un lugar muy transitado…

Patrik Hedström le habló de la turista alemana asesinada y le contó que, seguramente, el otro esqueleto hallado pertenecía a Siv, que creían que, por la noche, alguien había trasladado allí los cuerpos de Mona y de Siv, pero que, en realidad, todos aquellos años habían estado en otro lugar.

Albert no salía ya mucho a la calle y, a diferencia de los demás habitantes de Fjällbacka, no había oído hablar del asesinato de la joven extranjera. La primera sensación que experimentó al oír lo que le había sucedido fue un hachazo en la boca del estómago. En algún lugar, alguien iba a vivir el mismo dolor que él y Linnea habían soportado. En algún lugar existían un padre y una madre que jamás volverían a ver a su hija, y aquello ensombreció la noticia del hallazgo de Mona. En comparación con la familia de la última chica asesinada, él tenía suerte. En su caso, el dolor había ido haciéndose más sordo, menos agudo. A ellos, en cambio, aún les quedaban muchos años para alcanzar ese punto, y su corazón sufría por ellos.

– ¿Se sabe quién lo ha hecho?

– Por desgracia, aún no. Pero haremos cuanto esté en nuestra mano por averiguarlo.

– ¿Saben si es la misma persona?

El policía bajó la vista al suelo.

– No, ni siquiera sabemos eso con seguridad, tal y como están las cosas en estos momentos. Hay ciertas similitudes, es cuanto puedo decirle por ahora.

Patrik miró inquieto al anciano que tenía ante sí.

– ¿Quiere que llame a alguien que venga a hacerle compañía?

El hombre le dedicó una sonrisa amable y paternal.

– No, no hay nadie.

– ¿Quiere que le pregunte al pastor si puede pasarse por aquí?

De nuevo la misma sonrisa candida.

– No, gracias, no necesito al pastor. No se preocupe, he vivido este día una y otra vez con el pensamiento, así que no estoy conmocionado. Sólo quiero sentarme aquí tranquilo con mis plantas, a reflexionar. Estaré bien. Seré viejo, pero también soy duro.

Posó la mano sobre el hombro del policía, como si fuese él quien necesitase consuelo. Y tal vez fuera así.

– Si no tiene nada en contra, me gustaría enseñarle unas fotos de Mona y hablarle un poco de ella. Sólo para que comprenda de verdad cómo era cuando estaba viva.

El joven policía asintió sin dudarlo y Albert fue a buscar sus viejos álbumes. Durante poco más de una hora estuvo mostrándole fotos y hablándole de su hija. Hacía mucho tiempo que no pasaba un rato tan bueno y comprendió que había tardado demasiado en permitirse gozar de sus recuerdos.

Cuando se despedían en la puerta, le puso a Patrik en la mano una fotografía de Mona. Era una instantánea hecha en su quinto cumpleaños, delante de una gran tarta con cinco velas y con una sonrisa de oreja a oreja. Era una niña preciosa y adorable, con el rubio cabello rizado y los ojos ardientes de ganas de vivir. Para él era muy importante que los policías tuviesen presente aquella imagen de su hija cuando se pusiesen a buscar a su asesino.

Una vez que el policía se hubo marchado, volvió a sentarse en la terraza. Cerró los ojos y aspiró el dulce perfume de las flores. Después, se durmió y soñó con un largo y claro túnel al final del cual lo aguardaban, como sombras, Mona y Linnea. Le pareció ver que le hacían señas con la mano.


La puerta del despacho se abrió de golpe con estruendo. Solveig entró como una tromba seguida de Laine, que daba saltitos y hacía aspavientos de impotencia.

– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de la gran puta!

Él reaccionó de forma instintiva a su lenguaje. Siempre le había resultado de lo más desagradable la gente que mostraba la intensidad de sus sentimientos en su presencia, y no tenía la menor condescendencia con semejante forma de expresarse.

– Pero ¿qué pasa? Solveig, creo que debes calmarte y dejar de hablarme de ese modo.

Demasiado tarde comprendió que ese tono aleccionador, tan natural en él, no haría más que aumentar la indignación de la mujer. Parecía dispuesta a abalanzarse sobre su cuello y, por si acaso, reculó un poco tras la mesa.

– ¡Que me tranquilice! ¿Tú me dices que me tranquilice, soplapollas hipócrita? ¡Cabrón de mierda!

Vio cómo disfrutaba al verlo estremecerse con cada palabra malsonante y, tras ella, Laine palidecía por momentos.

La voz de Solveig bajó ligeramente de tono y resonó con repentina maldad.

– ¿Qué pasa, Gabriel? ¿Por qué me miras tan afligido? A ti solía gustarte que te susurrase porquerías al oído, ¿no te acuerdas, Gabriel, que te ponía cachondo?

Solveig se había acercado a la mesa y se dirigía a él como escupiéndole las palabras.

– No hay motivo alguno para sacar a relucir viejas historias. ¿Tienes algo que decirme o es sólo que estás borracha y desagradable, como de costumbre?

– ¿Si tengo algo que decirte? Puedes jurarlo. He estado en Fjällbacka y ¿sabes qué? Han encontrado a Mona y a Siv.

Gabriel dio un respingo y en su semblante se reflejó la más absoluta sorpresa.

– ¿Han encontrado a las chicas? ¿Dónde?

Solveig se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas sobre la mesa, con la cara a escasos centímetros de Gabriel.

– En Kungsklyftan, junto con el cadáver de una joven alemana que ha sido asesinada. Y creen que se trata del mismo asesino. Así que muérete de vergüenza, Gabriel Hult. Muérete de vergüenza por haber acusado a tu hermano, tu propia sangre. Tu hermano que, pese a que no existía la menor prueba, tuvo que cargar con la culpa a los ojos de la gente. Eso fue lo que acabó con él, que la gente murmurase y lo señalase con el dedo a sus espaldas. Pero claro, tú sabías que la cosa acabaría así, ¿no? Tú sabías que él era débil, que era una persona sensible. No pudo soportar la infamia y se colgó, y no me extrañaría lo más mínimo que tú contases con que lo haría cuando llamaste a la policía. No podías soportar que Ephraim lo prefiriese a él.

Solveig le clavaba el dedo en el pecho con tanta fuerza que lo impulsaba hacia atrás. Tenía la espalda contra el alféizar de la ventana, de modo que ya no podía alejarse de ella ni un centímetro. Estaba acorralado. Intentó indicarle con los ojos a Laine que hiciera algo para remediar aquella situación tan desagradable, pero, como de costumbre, ella no hacía más que mirar sin hacer nada.

– A mi Johannes siempre lo quiso más todo el mundo, y eso era algo que tú no podías soportar, ¿verdad? -aseguró sin aguardar respuesta alguna a sus afirmaciones, encubiertas bajo la apariencia de preguntas, y prosiguió su monólogo-. Incluso cuando Ephraim lo desheredó, siguió amándolo más a él. Tu padre te dio a ti la finca y el dinero, pero su amor nunca pudiste conseguirlo a pesar de que eras tú quien trabajaba por la casa, mientras que Johannes vivía la vida. Y luego fue y te quitó la novia; eso fue el colmo, ¿a que sí? ¿Fue entonces cuando empezaste a odiarlo, Gabriel? ¿Fue ahí cuando empezaste a aborrecer a tu hermano? Claro que sí; puede que no fuese justo, pero no te daba derecho a hacer lo que hiciste. Destrozaste la vida de Johannes, la mía y la de los niños, por supuesto. ¿Crees que no sé lo que hacen mis chicos? Pues es culpa tuya, Gabriel Hult. Ahora, por fin, la gente comprenderá que Johannes no hizo nada de lo que llevan tantos años murmurando. Y por fin mis hijos y yo podremos volver a andar con la cabeza bien alta.

La ira de Solveig empezó a apagarse y, en su lugar, aparecieron las lágrimas. Gabriel no sabía qué era peor. Por un instante, vio en su furia un destello de la antigua Solveig. La hermosa reina de la belleza de la que él se enorgullecía tanto de tener como novia, antes de que llegase su hermano y se la quitase, igual que le arrebataba todo aquello que él quería poseer. Cuando la rabia cedió al llanto, el rostro de Solveig se plagó de puntos rojos. Entonces volvió a ver al obeso y ajado despojo en que se había convertido y que sólo dedicaba sus días a compadecerse de sí misma.

– ¡Así te quemes en el infierno, Gabriel Hult, junto con tu padre!

Dijo aquellas palabras en un susurro, antes de desaparecer con la misma rapidez con que se había presentado. Y allí quedaron Gabriel y Laine. Él se sentía como si le hubiesen arrojado una granada de mano. Se dejó caer pesadamente en la silla mirando mudo a su esposa. Se intercambiaron una mirada cómplice: ambos sabían lo que significaba que aquellos viejos huesos hubiesen emergido a la superficie.


Martin acometió con celo y empeño la tarea de conocer a Tanja Schmidt, el nombre que figuraba en su pasaporte. Le habían pedido a Liese que dejase allí las cosas de su amiga. Él había revisado su mochila minuciosamente y allí, en el fondo, encontró el pasaporte. Parecía nuevo y tenía pocos sellos. En realidad, sólo de entrada y salida entre Alemania y Suecia, es decir, que o bien no había estado nunca antes fuera de Alemania o, por alguna razón, le habían expedido uno nuevo.

La foto del pasaporte era muy buena y Martin pensó que tenía un rostro agradable, aunque un tanto vulgar. Sus ojos eran castaños, como el cabello, cortado en una melena que le llegaba por los hombros. Un metro sesenta y cinco de estatura y complexión normal, ¡a saber qué sería eso!

Por lo demás, la mochila no le reveló nada interesante: varias mudas, unos libros desgastados en edición de bolsillo, efectos de aseo y bolsas vacías de caramelos. Nada íntimo, lo que le resultó un tanto extraño. ¿No debería haberse llevado alguna fotografía de su familia, del novio, o una agenda? Claro que encontraron un bolso junto al cadáver. Liese les había confirmado que Tanja tenía un bolso rojo. Seguramente era allí donde guardaba esas cosas. El caso era que habían desaparecido. ¿No podría tratarse de un robo? ¿O se habría llevado el asesino sus efectos personales como recuerdo? En los programas sobre asesinos en serie de Discovery, había visto que, por lo general, eran tipos que conservaban algún objeto de sus víctimas como parte de un ritual.

Martin se llamó al orden. Por el momento, no había ningún indicio de que estuviesen ante un asesino en serie y se dijo que haría bien en no atascarse en esa idea.

Empezó a confeccionar una lista de cómo procedería, punto por punto, en la investigación sobre la persona de Tanja. En primer lugar, se pondría en contacto con la autoridad policial alemana, que era lo que estaba a punto de hacer cuando lo interrumpió la llamada de Tord Pedersen. Después hablaría de nuevo y profundizando más con Liese y, finalmente, pensaba pedirle a Gösta que lo acompañase al camping para hacer alguna que otra pregunta, por si Tanja había hablado con alguien de por allí. Aunque quizá sería mejor pedirle a Patrik que le encargase la tarea a Gösta, pues en aquella investigación Patrik sí estaba autorizado a darle órdenes a su compañero, mientras que Martin no lo estaba. Y las cosas tenían tendencia a resolverse con mucha más facilidad si se seguía el protocolo según el orden establecido.

Empezó, pues, a marcar el número de la policía alemana por segunda vez y, en esta ocasión, le respondieron. Sería exagerado decir que la conversación fluía sin obstáculos, pero, cuando colgó el auricular, lo hizo con la certeza de haber transmitido correctamente los datos más relevantes. Le aseguraron que se pondrían en contacto con él en cuanto tuviesen más información. O, al menos, eso le pareció a él que le dijo la persona que hablaba al otro lado del hilo telefónico. Si el contacto con los colegas alemanes se intensificaba, seguro que tendrían que contratar a un intérprete de alemán.

Teniendo en cuenta el tiempo que llevaba obtener información del extranjero, le habría gustado disponer en el trabajo de una conexión a Internet tan rápida como la que tenía en casa. Pero, ante el riesgo de la intrusión informática, la comisaría no tenía ni una simple conexión por módem. Se escribió una nota para acordarse de hacer una búsqueda de Tanja Schmidt en la guía telefónica alemana, si es que estaba en la red, cuando llegase a casa. Aunque, si no recordaba mal, Schmidt era uno de los apellidos alemanes más comunes, así que tenía pocas posibilidades de encontrar nada.

Puesto que no podía hacer mucho más que esperar la información de Alemania, pensó que lo mejor sería acometer la siguiente tarea. Tenía el móvil de Liese, así que la llamó para asegurarse de que aún seguía por allí. En realidad, no tenía ninguna obligación de quedarse, pero les había prometido no continuar con su viaje hasta dentro de un par de días, para que les diese tiempo de hablar con ella.

El viaje había perdido, sin duda, la mayor parte de su encanto. Según lo que le contó a Patrik, las dos jóvenes se habían hecho muy amigas en poco tiempo. Ahora se veía sola en una tienda de campaña en Sälvik, y su ocasional compañera había sido asesinada. ¿Y si ella también estaba en peligro? Era una posibilidad en la que Martin no había pensado con anterioridad. Lo mejor sería comentárselo a Patrik en cuanto volviese a la comisaría. Podía ser que el asesino hubiese visto juntas a las chicas en el camping y, por alguna razón, se hubiese fijado en las dos. Pero, en ese caso, ¿cómo encajaban en el cuadro los esqueletos de Mona y Siv? Mona y, probablemente, Siv, se corrigió enseguida. No había que dar por seguro algo que era sólo casi seguro, como dijo en alguna ocasión uno de los docentes de la Escuela de Policía, tesis que Martin aspiraba a aplicar en su labor policial.

Pensándolo bien, no creía que Liese corriera ningún peligro. Una vez más, lo que manejaban eran probabilidades, y la probabilidad le decía que Liese se había visto involucrada en todo aquello por su desafortunada elección de compañera de viaje.

Pese a su anterior reserva, decidió que intentaría él mismo, de un modo más o menos discreto, poner a funcionar a Gösta en una tarea policial concreta. De modo que echó a andar pasillo arriba en dirección a su despacho.

– Hola, Gösta. ¿Puedo interrumpir un momento?

Aún inspirado por el arrebato lírico de su hazaña, Gösta seguía al teléfono, pero colgó enseguida con cierto cargo de conciencia al ver asomar a Martin por la puerta.

– ¿Sí?

– Patrik nos ha pedido que vayamos al camping de Sälvik. Yo tengo que interrogar a la compañera de viaje de la víctima y tú tendrías que ir a indagar un poco.

Gösta lanzó un gruñido nada elegante, pero no cuestionó la veracidad de lo que le decía Martin sobre la distribución de las tareas. Tomó su cazadora y salió en dirección al coche pisándole los talones a Martin. La lluvia torrencial se había convertido en una leve llovizna, pero se respiraba un aire puro y fresco. Se diría que la lluvia había barrido las semanas de polvo y de calor y lo había dejado todo más limpio.

– Esperemos que esta lluvia pase pronto; de lo contrario, mis partidas de golf se irán a pique.

Gösta refunfuñaba enojado en el coche, y Martin pensó que seguramente sería el único que no había acogido bien aquella breve pausa después de tanto calor.

– Pues para mí es muy agradable. Ese calor sofocante me estaba matando. Y piensa en la mujer de Patrik, debe de ser terrible estar embarazada en pleno verano. Yo no podría, eso lo tengo claro.

Martin continuó con la charla, consciente de que Gösta tenía la tendencia a ser un acompañante mudo cuando se hablaba de algo que no fuese golf. Y puesto que los conocimientos de Martin al respecto se reducían al hecho de que la pelota era redonda y blanca, y que a los jugadores de golf se los distinguía normalmente por unos pantalones de cuadritos como de payaso, hizo un esfuerzo por mantener aquella conversación en solitario. Por esa razón, se le pasó por alto en un primer momento el quedo comentario de Gösta.

– Nuestro hijo nació a principios de agosto, en un verano tan caluroso como este.

– Ah, pero ¿tú tienes un hijo, Gösta? Pues no lo sabía.

Martin buscó en su memoria los datos que tenía sobre la familia de su colega. Sabía que su mujer había fallecido hacía un par de años, pero no conseguía recordar nada de que tuviese hijos. Sorprendido, se volvió a mirar a Gösta, que ocupaba el asiento del acompañante, pero su compañero no le devolvió la mirada, sino que se quedó con la vista baja, contemplándose las manos en el regazo. Inconscientemente, se puso a darle vueltas a la alianza de oro que aún llevaba y, como si no hubiese oído la pregunta de Martin, continuó con voz monocorde:

– Majbritt engordó treinta kilos. Se puso grande como una casa. Y también le costaba un mundo moverse con aquel calor. Hacia el final del embarazo, no hacía más que resoplar sentada a la sombra. Yo le llevaba una jarra de agua detrás de otra, pero era como darle de beber a un camello; su sed parecía no tener fin.

De pronto, rompió a reír con una risa extraña, como para sí, llena de cariño, y Martin comprendió que su colega estaba tan sumido en el mundo de los recuerdos que ya no era a él a quien se dirigía. Y prosiguió:

– El pequeño nació perfecto, gordito y precioso. Clavadito a mí, decían todos. Pero luego todo fue tan rápido… -Gösta seguía dándole vueltas a la alianza, cada vez más deprisa-. Yo había ido a verlos a la habitación del hospital el día que, de pronto, dejó de respirar. Se armó un escándalo tremendo. La gente entraba y salía corriendo de todas partes y se llevaron al pequeño. La siguiente vez que lo vimos fue en el ataúd. Fue un entierro muy bonito. Después de aquello, no quisimos intentarlo más. Majbritt y yo no habríamos podido soportarlo, así que tuvimos que conformarnos el uno con el otro.

Gösta se estremeció, como si acabase de despertar de un trance. Miró a Martin con reprobación, como si fuese culpa suya que aquellas palabras hubiesen salido de su boca.

– Es un tema que no volveremos a tocar, claro está. Y tampoco quiero que os dediquéis a traerlo y llevarlo en las pausas del café, por cierto. Hace ya muchos años que pasó y nadie más tiene por qué saberlo.

Martin asintió. Después, no pudo contenerse y le dio a Gösta una palmadita en la espalda. El hombre lanzó un gruñido, pero Martin sintió que, pese a todo, se había establecido entre ellos un leve vínculo en el mismo lugar en que antes sólo había existido la falta de respeto mutuo. Puede que Gösta siguiese sin ser el mejor ejemplar de policía de que pudiese jactarse el Cuerpo, pero eso no significaba que no hubiese vivido sus experiencias y que no estuviese en posesión de conocimientos de los que Martin pudiese aprender.

Cuando llegaron al camping, ambos se sintieron aliviados. Tras una confesión como aquella, sólo podía imponerse un pesado silencio, que era el que había reinado los últimos cinco minutos.

Gösta echó a andar solo, con aspecto abatido y las manos en los bolsillos, para ir llamando de tienda en tienda y hablar con cada uno de los huéspedes del camping. Martin preguntó por la tienda de Liese, que resultó ser tan pequeña como un pañuelo. Estaba encajada entre otras dos tiendas más grandes, con lo que, en comparación, parecía más pequeña aún. En la de la derecha alborotaba una familia con niños pequeños, jugando a gritos, y en la de la izquierda un joven barrigudo, de unos veinticinco años, bebía cerveza sentado a la entrada, bajo un parasol que sobresalía del techo. Al ver que Martin se acercaba a la tienda de Liese, todos lo miraron llenos de curiosidad.

No era cosa de ponerse a dar voces, así que la llamó discretamente desde fuera. Se oyó el ruido de una cremallera al correrse y la rubia cabeza de la joven asomó por la abertura.

Un par de horas después, los dos colegas se marcharon sin haber sacado en claro nada nuevo. Liese no supo contribuir con más de lo que ya le había contado a Patrik en la comisaría, y ninguno de los demás campistas había notado nada digno de mención con respecto a Tanja y Liese.

Aunque Martin había visto algo que le rondaba por la cabeza. Se esforzó febrilmente en buscar entre las impresiones sensoriales recibidas en el camping, pero seguía sin aclararse. Había visto algo que debería haber registrado. Conducía irritado, tamborileando con los dedos en el volante, hasta que se vio obligado a abandonar el boceto de idea almacenado en su traicionera memoria.

Regresaron en el más absoluto silencio.


Patrik esperaba llegar a viejo como Albert Thernblad. No tan solo, claro está, pero con su elegancia. Albert no se había abandonado después de la muerte de su esposa, como sucedía con tantos otros hombres de edad al quedarse viudos. Al contrario, iba bien vestido, con camisa y chaleco, y llevaba el cabello y la barba muy cuidados. Pese a la dificultad que tenía para caminar, se movía con dignidad, con la cabeza alta y, a juzgar por lo poco que Patrik vio de su casa, parecía tenerla limpia y ordenada. Asimismo, le impresionó su modo de recibir la noticia del hallazgo del cadáver de su hija. Era evidente que se había reconciliado con su destino y que vivía lo mejor que podía, dadas las circunstancias.

Las fotografías de Mona que había visto lo conmovieron mucho. Como en tantas otras ocasiones, se dio cuenta de que resultaba muy fácil convertir a las víctimas de asesinato en una cifra estadística o ponerles una etiqueta: «el demandante» o «la víctima». Tanto daba si se trataba de alguien que hubiese sufrido un robo o, como en este caso, una víctima de asesinato. Albert había hecho lo correcto al mostrarle las fotografías. Así, había podido seguir la vida de Mona, desde que nació y se convirtió primero en una pequeña de aspecto saludable, desde que empezó en la escuela hasta que terminó el bachillerato y, finalmente, como la joven alegre y sana que era antes de desaparecer.

Sin embargo, había otra joven sobre la que tenía que averiguar un poco más. Patrik conocía el pueblo lo suficiente como para saber que los rumores ya habían adquirido alas y que, a la velocidad del rayo, volaban de casa en casa. Más valía intentar adelantárseles y pasar por la casa de la madre de Siv Latin para hablar con ella, pese a que aún no habían recibido la confirmación de la identidad de Siv. Por si acaso, había mirado también su dirección antes de salir de la comisaría. Fue un poco más difícil localizarla, puesto que Gun se volvió a casar y había dejado de llamarse Lantin. Tras investigar un poco, supo que en la actualidad se llamaba Struwer y que había una casa de veraneo a nombre de Gun y Lars Struwer en Norra Hamngatan, en Fjällbacka. El nombre Struwer le sonó familiar, pero no logró ubicarlo.

Tuvo suerte, pues encontró un aparcamiento en Planarna, al pie de la pendiente coronada por el Badrestaurangen, y recorrió caminando los últimos cien metros. En verano, el tráfico en Norra Hamngatan se limitaba a un sentido y, sin embargo, en el breve tramo que cubrió a pie, se encontró con tres idiotas que, evidentemente, no eran capaces de leer las señales de tráfico y que, por consiguiente, lo obligaron a pegarse al muro de piedra cuando ellos, a su vez, se encontraron con los coches que venían en sentido contrario. El terreno era, al parecer, tan salvaje que quienes vivían allí se veían obligados a tener un jeep, el tipo de vehículo que más abundaba entre los veraneantes, y Patrik suponía que eran los habitantes del impracticable territorio de Estocolmo quienes venían con ellos.

De buena gana habría sacado la placa para ponerlos al corriente de la legalidad vigente, pero se abstuvo de ello. Si perdía el tiempo en intentar enseñarles a los veraneantes a conducir con normalidad y sensatez, apenas podría dedicarse a nada más.

Cuando llegó a la casa, que era blanca con las esquinas azules y situada a la izquierda, enfrente de una hilera de cobertizos de pescadores de color rojo, que le conferían a Fjällbacka esa silueta suya tan característica, vio que el dueño estaba descargando un par de maletas gigantescas de un Volvo V70 de color dorado. O, para ser exactos, un señor de edad que vestía una blazer sacaba las maletas resoplando, mientras que una mujer muy maquillada gesticulaba a su lado sin cesar. Ambos estaban tostados por el sol, más que tostados, se diría, hasta el punto de que si el verano no hubiese sido tan caluroso, Patrik habría pensado que habían pasado sus vacaciones en el extranjero. Pero, dado que habían tenido un verano de sol constante, bien podrían haberse agenciado el bronceado en cualquiera de las agrupaciones de piedra plana de la costa de Fjällbacka.

Se les acercó y, tras un instante de vacilación, se aclaró la garganta tosiendo ligeramente para llamar su atención. Ambos interrumpieron su actividad y se volvieron hacia donde él estaba.

– ¿Sí? -la voz de Gun Struwer sonó algo más chillona de lo normal y Patrik observó su rostro afilado.

– Soy Patrik Hedström, de la policía de Fjällbacka. ¿Podría intercambiar unas palabras con ustedes?

– ¡Por fin! -la mujer alzó las manos, de uñas perfectamente cuidadas y pintadas de rojo, y miró al cielo aliviada-. ¡No me explico cómo han tardado tanto! La verdad, no comprendo en qué se invierten nuestros impuestos. Llevamos todo el verano denunciando que la gente deja el coche en nuestra plaza de aparcamiento sin permiso, pero no hemos oído ni una palabra hasta ahora. ¿Van a poner fin a ese descaro? Sepa que hemos pagado mucho por esta casa y consideramos que estamos en nuestro derecho de disfrutar de la plaza de aparcamiento…, aunque quizá sea mucho pedir.

Dicho esto se puso en jarras y clavó en Patrik una mirada retadora. Detrás de ella estaba su marido, que parecía querer desaparecer bajo tierra. Era evidente que aquello no le parecía a él tan indignante.

– Pues resulta que no he venido aquí por ninguna infracción de aparcamiento. En primer lugar, he de preguntarle si su nombre era antes Gun Lantin y si tenía una hija llamada Siv.

Gun calló enseguida y se llevó la mano a la boca. Patrik no precisaba otra respuesta. Su marido fue el primero en reaccionar y le mostró la puerta, que habían dejado abierta para sacar las maletas. A Patrik se le antojaba un tanto arriesgado dejar el equipaje en la calle, de modo que tomó dos de las maletas y le ayudó a Lars Struwer a llevarlas dentro otra vez, mientras que Gun se apresuraba a entrar en la casa antes que ellos.

Se acomodaron en la sala de estar, Gun y Lars sentados uno junto al otro en el sofá, mientras que Patrik optó por el sillón. Gun se aferraba al brazo de Lars, cuyas palmaditas de consuelo parecían más bien mecánicas, como si considerase que la situación las exigía.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué han averiguado? Ya han pasado más de veinte años, ¿cómo puede haber surgido algo nuevo después de tanto tiempo? -preguntó Gun nerviosa.

– Quisiera subrayar que aún no sabemos nada con certeza, pero puede que hayamos encontrado el cadáver de Siv.

Gun se llevó la mano a la garganta y, por una vez, dio la impresión de haberse quedado sin palabras.

Patrik prosiguió:

– Aún esperamos la identificación definitiva del forense, aunque lo más probable es que se trate de Siv.

– Pero… ¿cómo?, ¿dónde…? -la mujer formuló las preguntas entrecortadamente, las mismas que le había hecho el padre de Mona.

– Encontramos el cadáver de una joven en Kungsklyftan y, al mismo tiempo, hallamos dos esqueletos, el de Mona Thernblad y, con toda probabilidad, el de Siv.

Como ya lo había hecho con Albert Thernblad, les explicó que lo más verosímil era que las muchachas hubiesen sido trasladadas allí después de su muerte y que la policía estaba haciendo todo lo posible por averiguar quién o quiénes habían cometido los asesinatos.

Gun apoyó el rostro en el pecho de su marido, pero Patrik se dio cuenta de que su llanto era fingido. Tuvo la impresión, o más bien la vaga sensación, de que sus manifestaciones de dolor eran, hasta cierto punto, una representación teatral.

Una vez recobrada la presencia de ánimo, Gun sacó del bolso un pequeño espejo con el que comprobó que su maquillaje seguía intacto, antes de preguntarle a Patrik:

– ¿Qué sucederá ahora? ¿Cuándo podremos recuperar los restos mortales de mi querida Siv? -sin aguardar respuesta, la mujer se dirigió a su marido-. Lars, tenemos que darle a mi querida hija un buen entierro. Después podríamos ofrecer un aperitivo en la sala de celebraciones del Hotel Stora o quizá incluso una cena de tres platos. ¿Crees que podríamos invitar a…?

Pronunció el nombre de uno de los grandes de la industria que, como Patrik sabía, era propietario de una casa al final de aquella calle.

Gun continuó abundando en el tema:

– Me topé con Eva, su mujer, a principios del verano y me dijo que teníamos que quedar algún día. Estoy segura de que apreciarían que los invitásemos.

Su voz dejaba traslucir la excitación, al tiempo que el marido fruncía el entrecejo con gesto displicente. De pronto, Patrik recordó en qué contexto había oído su apellido. Lars Struwer había puesto en marcha una de las mayores cadenas de supermercados de Suecia, aunque, si no recordaba mal, ya estaba jubilado y había vendido la empresa a unos compradores extranjeros. No era nada extraño, pues, que hubiesen podido permitirse una casa tan bien situada. El tipo tenía muchos, muchos millones. La madre de Siv había ascendido en la sociedad desde finales de los setenta, cuando aún vivía todo el año en una pequeña casa de veraneo, junto con su hija y con su nieta.

– Querida, ¿no crees que deberíamos preocuparnos de los detalles prácticos más tarde? Supongo que, antes, necesitarás tiempo para digerir la noticia, ¿no?

Formuló la pregunta al tiempo que le dedicaba a su esposa una mirada de reprobación, a la que ella reaccionó bajando la vista, como recordando de nuevo su papel de madre que lloraba la pérdida de una hija.

Patrik miró a su alrededor y, pese a lo luctuoso de su misión, no pudo por menos de reír para sus adentros. En efecto, la sala era una parodia de las casas de veraneo de las que tanto se mofaba Erica. Todo estaba decorado como un camarote en colores marinos, cartas de navegación en las paredes, faros y candelabros, cortinas estampadas de conchas y caracolas e incluso un viejo timón convertido en mesa de centro, claro ejemplo de que el dinero y el buen gusto no tenían por qué ir de la mano.

– Me pregunto si no podría hablarme un poco de Siv. Acabo de visitar a Albert Thernblad, el padre de Mona, que además me mostró unas fotografías de su hija. ¿Hay alguna posibilidad de ver algunas de Siv?

A diferencia de Albert, que estaba encantado de poder hablar de la niña de sus ojos, Gun se retorció en el sofá, a todas luces incómoda con la pregunta.

– Pues…, la verdad, no sé de qué serviría. Ya me hicieron un montón de preguntas cuando Siv desapareció y supongo que estarán en los archivos…

– Por supuesto, pero yo me refería a algo más personal. Querría saber cómo era, qué le gustaba, a qué quería dedicarse en la vida, ese tipo de cosas…

– ¿A qué quería dedicarse? Bueno, la verdad es que no habría podido dedicarse a mucho. Se quedó preñada de un chico alemán a los diecisiete años, así que yo me encargué de que no siguiese perdiendo el tiempo con los estudios. De todos modos, ya era demasiado tarde para ella y, desde luego, yo no tenía la menor intención de cuidarle a la cría.

Su tono era tan burlón… Al ver el modo en que Lars miraba a su esposa, Patrik pensó que, cualquiera que fuese la imagen que de ella tenía cuando se casaron, no conservaba ya mucho de aquella ilusión. Un cansancio resignado se percibía en su rostro, marcado por la decepción. Asimismo, era evidente que el matrimonio había llegado a tal punto que Gun no se esforzaba por enmascarar su auténtica personalidad más de lo imprescindible. Puede que en su día Lars sintiese por ella un amor auténtico, pero, en el caso de Gun, Patrik apostaría cualquier cosa a que el atractivo habían sido los suculentos millones que Lars Struwer guardaba en su cuenta bancaria.

– Sí, exacto, ¿dónde está la hija de Siv? -Patrik se inclinó hacia delante al hacer la pregunta, sin ocultar su curiosidad.

Otra vez aquellas lágrimas de cocodrilo.

– Después de la desaparición de Siv, no pude hacerme cargo de ella yo sola. Por supuesto que me habría gustado hacerlo, pero eran tiempos difíciles para mí y cuidar a la pequeña…, en fin, que no era posible. Así que opté por la mejor solución dadas las circunstancias y la mandé a Alemania con su padre. Claro, a él no le sentó nada bien verse con una niña de la noche a la mañana, pero tampoco tenía muchas opciones…; después de todo, era el padre de la criatura, que para eso tenía yo los papeles.

– ¿O sea que ahora vive en Alemania? -El embrión de una idea empezó a gestarse en el cerebro de Patrik. ¿Sería posible que…? No, no lo era.

– No, está muerta.

La asociación de Patrik murió tan pronto como había nacido.

– ¿Muerta?

– Sí, murió en un accidente de tráfico cuando tenía cinco años. El alemán ni siquiera se molestó en llamarme por teléfono; tan sólo recibí una carta en la que me comunicaba que Malin había fallecido. Y tampoco me invitaron al entierro, ¿se lo imagina? ¡Mi propia nieta y no pude ni ir a su entierro! -exclamó con la voz trémula de indignación-. Además, tampoco contestó las cartas que le envié mientras vivía, la niña, digo. ¿No cree que habría sido más que justo que hubiese ayudado un poco a la abuela de su pobre hija, que había perdido a su madre? Después de todo, la pequeña tuvo qué comer y qué ponerse los dos primeros años de vida gracias a mí. ¿No debería haberme compensado por ello?

La actitud de Gun había ido evolucionando hacia la ira que en ella despertaban las injusticias de las que se consideraba víctima, y no se calmó hasta que Lars, con tanta suavidad como firmeza, posó la mano sobre su hombro y se lo presionó expeditivo, animándola a que se controlase.

Patrik se abstuvo de hacer ningún comentario. Sabía que Gun Struwer no habría apreciado lo más mínimo su parecer. ¿Por qué, en nombre del cielo, tendría que mandarle a ella dinero el padre de la criatura? ¿Acaso no veía lo absurdo de su exigencia? Era evidente que no, pues en sus bronceadas y ajadas mejillas se perfilaban claramente dos flores rojas de indignación pese a que su nieta llevaba muerta más de veinte años.

Hizo un último intento por averiguar algún otro dato personal de Siv.

– ¿Tiene, por casualidad, alguna fotografía?

– No creo, la verdad es que no le hice muchas fotos, aunque, bueno, alguna podré desempolvar.

La mujer se levantó y dejó solos en la sala de estar a Patrik y a Lars. Ambos guardaron silencio durante unos minutos, hasta que Lars tomó la palabra, eso sí, en voz baja, para que Gun no lo oyese.

– No es tan fría como parece. Gun tiene muchas facetas positivas.

«¡Eso es, di que sí!», se dijo Patrik. Aquello era lo que él llamaría la apología de un loco. Pero, claro, Lars hacía sin duda lo posible por justificar su elección de esposa. Patrik calculó que él era unos veinte años mayor que Gun y la suposición de que en tal elección había intervenido la guía de un miembro de su cuerpo distinto de la cabeza quedaba bastante clara. Aunque, por otro lado, Patrik se vio obligado a admitir que tal vez su profesión lo hubiese vuelto un tanto cínico, que tal vez hubiese entre ellos amor verdadero; ¡qué sabía él!

Gun regresó a la sala de estar, aunque no con gruesos álbumes de fotos, como Albert Thernblad, sino con una única instantánea en blanco y negro que la mujer, arisca, le plantó a Patrik en la mano. En ella se veía a una Siv que, con rebeldía adolescente, sostenía a su niña en los brazos, pero, a diferencia de las fotos de Mona, no había en su semblante ni rastro de alegría.

– Bueno, ahora tenemos que ponernos a ordenar todo esto. Acabamos de llegar de Provenza, donde vive la hija de Lars.

De la forma en que Gun pronunció la palabra «hija», dedujo Patrik que no era precisamente el cariño lo que las unía. Asimismo se percató de que su presencia no era ya del agrado del matrimonio, por lo que les dio las gracias para despedirse.

– Ah, y gracias también por prestarme la fotografía. Prometo que la devolveré en buen estado.

Gun lo despedía con la mano cuando, de pronto, recordó de nuevo su papel y, con la cara retorcida en un mohín de supuesto dolor, le dijo:

– Por favor, avísenme en cuanto lo sepan con certeza. Me gustaría tanto poder enterrar por fin a mi pequeña Siv…

– Por supuesto, en cuanto sepa algo, volveré.

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