Capítulo 7

Ese año el número de lugareños encargados de montar guardia en el castillo de Cambridge para asegurarse de que los judios allí refuigados no escaparan fue disminuyendo hasta que sólo quedó Agnes, la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold, el niño cuyos restos aún esperaban sepultura.

La pequeña choza de mimbre que ella misma se había construido parecía una colmena en contraste con las grandes puertas. Durante el día se sentaba en la entrada a tejer; a un lado tenía una de las alabardas que su esposo usaba para cazar anguilas, con la punta clavada en el suelo, al otro, una gran campana. Por las noches dormía en la choza.

En una ocasión en la que el alguacil había tratado de sacar clandestinamente a los judíos en medio de una oscura noche de invierno creyendo que Agnes dormía, la mujer había utilizado sus dos armas. El espadón pasó rozando a uno de los hombres que acompañaban al alguacil y la campana había despertado a la ciudad. Los judíos tuvieron que retornar velozmente.

La entrada posterior del castillo también estaba custodiada, en este caso por unos gansos que anunciaban la presencia de cualquiera que tratara de salir, semejantes a aquellos de Roma que dieron la alarma al Capitolio cuando los galos quisieron usurparlo. El intento de los hombres del alguacil para expulsarlos de los muros del castillo había causado graznidos tan intensos que nuevamente la alarma corrió por la ciudad.

Mientras subía por el empinado camino que llevaba al castillo, Adelia se asombraba de que a los hombres del pueblo se les permitiera desobedecer a la autoridad durante tanto tiempo. En Sicilia, una patrulla de soldados habría resuelto el problema en minutos.

– ¿Para provocar una masacre? -preguntó Simón-. ¿Qué lugar podría garantizar que los judíos no sufrirían la misma situación?

Todo el país creía que los judíos de Cambridge crucificaban niños.

Ese día Simón estaba alicaído y -sospechaba Adelia- muy disgustado. No obstante, su razonamiento era acertado.

Reflexionó acerca de la moderación con que el rey de Inglaterra debía manejar el asunto. Habría esperado que un hombre temperamental como él se vengara cruelmente de los habitantes de Cambridge por haber asesinado a los judíos que más ganancias le proporcionaban. Enrique había sido responsable de la muerte de Becket, era un tirano, como cualquier otro. Pero hasta ese momento su mano permanecía inmóvil.

Adelia le había preguntado a Gyltha qué creía que podía esperarse. Ésta le explicó que la ciudad acataría a regañadientes la multa que el rey impusiese por la muerte de Chaim, pero no presentía ejecuciones en masa. El rey era tolerante en tanto no le robaran sus ciervos o le contrariaran más allá de lo tolerable, como había hecho el arzobispo Tomás Becket.

– No me gustaban los viejos tiempos, cuando su madre y su viejo tío Esteban se peleaban. ¿La horca? Mandaba a un barón al galope, y no importaba de qué lado estaba él ni de qué lado estaba uno: colgaba a la gente sólo por rascarse el culo.

– No es mala idea -replicó Adelia-, pues es una costumbre asquerosa.

Las dos estaban empezando a llevarse bien. Gyltha le contó que la guerra civil entre Matilda y Esteban se extendió hasta los pantanos. La isla de Ely, y su catedral, habían cambiado de dueño tantas veces que nunca se sabía quién era el obispo.

– Nosotros, los pobres, moríamos y los lobos destrozaban los cuerpos. Y cuando Geoffrey de Mandeville llegó… -en ese momento, Gyltha había meneado la cabeza y había interrumpido el relato-, hace casi trece años, pues desde entonces, y durante este tiempo, Dios y sus santos durmieron y no se enteraron de nada.

«Durante trece años Dios y sus santos durmieron». Desde su llegada a Inglaterra Adelia había oído esa frase sobre la guerra civil docenas de veces. Su recuerdo todavía hacía palidecer al pueblo. La proclamación de Enrique II había puesto fin a las luchas. Y durante veinte años, Inglaterra se había convertido en un país pacífico. El Plantagenet era un hombre más sutil de lo que se creía. Tal vez era digno de consideración.

Recorrieron la última curva del camino y llegaron al muro cubierto de hierba que estaba delante del castillo.

La sencilla fortaleza normanda que Guillermo el Conquistador había construido para vigilar el cruce del río se había agrandado, su empalizada de madera había sido reemplazada por gruesos muros de piedra y el edificio se había expandido: el castillo contaba con muchas dependencias, iglesia, caballerizas, corrales, barracas, aposentos para las mujeres, cocinas, lavandería, huertos y herbarios, lechería, terrenos donde tenían lugar las justas, patíbulos y calabozos para que un alguacil administrara una ciudad importante y próspera. En uno de los extremos, andamios y plataformas cubrían la torre en construcción que reemplazaría a la que se había incendiado.

Afuera, dos centinelas se apoyaban en sus lanzas y hablaban con Agnes, que tejía sentada en un banco a la entrada de su colmena. Otra persona estaba sentada en el suelo con la cabeza apoyada en el muro del castillo.

– ¿Ese hombre está en todas partes? -gruñó Adelia.

Al ver a los recién llegados, Roger de Acton se puso en pie de un salto, cogió un tablero de madera, lo colocó sobre un tronco tirado en el suelo y comenzó a gritar. El mensaje, escrito en tiza, decía: «Orad por el pequeño Peter, que fue crucificado por los judíos».

El día anterior había honrado con su presencia a los peregrinos de Santa Radegunda. Hoy, esperando que el obispo visitara al alguacil, Acton estaba preparado para lanzarse sobre él.

Una vez más, no reconoció a Adelia ni a los dos hombres que iban con ella, pese a la singularidad de Mansur. La doctora pensó que Roger de Acton no veía personas, sólo alimento para el infierno, y advirtió que la sucia sotana que usaba era de fibras de lana semejantes a las que había investigado Simón.

Parecía desilusionado por no haber conseguido intimidar al obispo, pero no cabía duda de que tarde o temprano lo lograría. «Los judíos azotaron al pobre niño hasta desangrarlo -gritaba-. Hicieron rechinar sus dientes y dijeron que Jesús era el falso profeta. Lo atormentaron de distintas maneras y luego lo crucificaron».

Simón se dirigió a los soldados y solicitó ver al alguacil. Dijo que eran de Salerno. Tuvo que alzar la voz para que lo oyeran.

El más viejo de los centinelas no se impresionó.

– ¿De dónde dicen que son? -El guarda se dirigió al clérigo que chillaba-. ¿Os importaría cerrar la boca?

– El prior Geoffrey nos ha mandado visitar al alguacil.

– ¿Qué? No oigo nada con los gritos de ese bastardo.

El centinela más joven señaló a Mansur.

– Ah, ¿éste es el doctor negro que curó al prior?

– El mismo.

Entonces Roger de Acton reconoció a Mansur y se acercó. Su aliento era fétido.

– Sarraceno, ¿sabéis quién es Nuestro Señor Jesucristo?

– Cerrad la boca -le espetó al oído el centinela más viejo-. ¿Y eso? -indicó dirigiéndose a Simón.

– El perro de esta dama.

Si bien habían podido desembarazarse de Ulf con cierta dificultad, no habían conseguido disuadir a Gyltha para que les liberara de la compañía de Salvaguarda.

– No me protege -había protestado la doctora-. Cuando me enfrenté a esos malditos cruzados se escondió detrás de mí. Es un cobarde.

– Su trabajo no es luchar -había dicho Gyltha-. Es salvaguardar.

– Creo que pueden entrar, ¿no, Rob? -El centinela le guiñó el ojo a la mujer que estaba sentada ante la choza de mimbre-. ¿De acuerdo, Agnes?

Aun así, el capitán de la guardia los había registrado y una vez hubo comprobado que no llevaban armas ocultas, los autorizó a atravesar la pequeña puerta. Acton trató de pasar con ellos y tuvieron que detenerlo.

– ¡Es preciso matar a los judíos! -gritaba-. ¡Matar a los que crucifican!

Las medidas de seguridad se hicieron evidentes cuando fueron conducidos al patio, donde unos cincuenta judíos disfrutaban de un momento de esparcimiento bajo el sol. La mayoría de los hombres caminaba y conversaba. Las mujeres parloteaban en un rincón o jugaban con sus hijos. Vestían como cualquier cristiano, aunque uno o dos hombres se cubrían con el típico gorro cónico. Sin embargo, sus ropas raídas permitían distinguir que sus integrantes eran judíos.

Adelia estaba asombrada. En Salerno había judíos pobres, al igual que sicilianos, griegos y musulmanes pobres, pero la caridad que fluía de sus comunidades disimulaba esa pobreza. De hecho, los cristianos de Salerno sostenían, con cierto sarcasmo, que «entre los judíos no existen pordioseros». La caridad era un precepto que defendían todas las religiones. Para el judaismo, todo lo que el hombre posee pertenece a Dios, y Él concede su gracia al que da, más que al que recibe.

Adelia recordó al anciano que había sacado de quicio a la hermana de su madre adoptiva por negarse a agradecerle lo que había comido en su cocina. «¿He comido algo que os pertenecía? Lo que como pertenece a Dios», alegó.

La caridad del alguacil para con esos huéspedes no deseados no parecía ser tan magnífica. Estaban enjutos. Tal vez las comidas del castillo no estuvieran de acuerdo con las prescripciones que su religión exigía y, en consecuencia, muchos optaban por no comer lo que se les daba, aventuró. Pero también la ropa, que seguramente era la que llevaban puesta cuando se les obligó a abandonar sus casas el año anterior, comenzaba a hacerse jirones.

Algunas mujeres les miraron expectantes mientras atravesaban el patio. Los hombres estaban demasiado enfrascados en discusiones y no se dieron cuenta de su presencia.

El más joven de los soldados que los había recibido en la entrada les guiaba. Cruzaron el puente que salvaba el foso, la puerta enrejada y luego otro patio.

El frío y enorme salón estaba muy concurrido. Mesas armadas sobre caballetes se extendían hasta el fondo del recinto, cubiertas por documentos, listas y cuentas. Los contables los estudiaban minuciosamente, para después correr a la tarima, donde un hombre corpulento, sentado ante otra mesa con documentos, listas y cuentas, los apilaba a tal velocidad que amenazaban con caérsele encima.

Adelia no sabía cuál era la función del alguacil, pero Simón les había explicado que, en lo concerniente al condado rural donde ejercía esa función, era el hombre más importante después del rey. Representaba a la corona y, junto con el obispo diocesano, impartía justicia y era el único responsable de recaudar impuestos, mantener la paz, perseguir a los delincuentes, garantizar que no se trabajara los domingos -y vigilar que eso se cumpliera para que todos pagaran el diezmo y la Iglesia amortizara sus deudas a la corona-, organizar las ejecuciones, apropiarse en nombre del rey de las pertenencias de los ajusticiados, y también de las de huérfanos, fugitivos y bandidos, asegurándose de que su botín fuera a parar a las arcas reales. Y dos veces al año, enviar el dinero obtenido y el registro de las cuentas al Tesoro Real en Winchester, a riesgo de perder su puesto si faltaba un solo penique.

– Con tanta responsabilidad, ¿por qué alguien querría ese puesto? -preguntó Adelia.

– Se lleva un porcentaje -precisó Simón. A juzgar por la calidad de las vestimentas del alguacil de Hertfordshire y por la cantidad de oro y piedras preciosas que adornaban sus dedos, el porcentaje era alto, aunque, seguramente, el alguacil Baldwin lo juzgaba insuficiente. Más que «acosado», la palabra que mejor le describía era «enajenado». Observaba con la mirada vacía de un loco al soldado que les había anunciado.

– ¿No ven que estoy ocupado? ¿No saben que los jueces ambulantes están a punto de llegar?

A su lado, un hombre alto y robusto que estaba inclinado sobre unos papeles se enderezó.

– Señor, creo que estas personas pueden ser de utilidad en el asunto de los judíos -indicó sir Rowley.

Le hizo un guiño a Adelia, que lo miró sin benevolencia. Otro igual que el omnipresente Roger de Acton. Y tal vez más siniestro.

El día anterior el prior Geoffrey había enviado una nota a Simón alertándolo sobre el recaudador de impuestos del rey: «El hombre estaba en la ciudad al menos en dos de las ocasiones en que desaparecieron niños. Que Dios Nuestro Señor me perdone si siembro dudas sobre alguien que no las merece, pero nos corresponde ser cautos hasta que estemos seguros».

Simón comprendía que el prior tuviera motivos para sospechar, pero no más que de cualquier otro. Decía que le gustaba lo que había visto del recaudador de impuestos. Adelia, en cambio, desconfiaba de esa apariencia amigable desde que sir Rowley le había impuesto su presencia mientras examinaba los cadáveres de los niños. Le parecía un ser perturbador.

Aparentemente sir Rowley tenía el castillo a sus pies. El alguacil le miraba suplicante, incapaz de afrontar algo más que sus asuntos inmediatos.

– ¿No saben que vendrá un magistrado?

Rowley se dirigió a Simón.

– Mi señor desea saber que os trae por aquí.

– Con el permiso de vuestro señor, desearíamos hablar con Yehuda Gabirol.

– No hay problema, ¿verdad, mi señor? ¿Puedo mostrarles el camino? -preguntó sir Rowley, que ya se había puesto en marcha.

El alguacil se aferró a él.

– No me abandonéis, Picot.

– Es sólo un momento, mi señor, os lo prometo.

El recaudador condujo al trío a través del salón, hablando durante todo el camino.

– El alguacil acaba de saber que los jueces ambulantes pretenden administrar justicia en Cambridge, justo cuando toca rendir cuentas al tesoro, lo que significa una considerable cantidad de trabajo extra, y se siente algo, abrumado, podría decirse. También yo, por supuesto. -Les sonrió con su cara gordinflona. Habría sido difícil encontrar un hombre menos abrumado-. Tratamos de descubrir quién tiene deudas con los judíos, y por lo tanto, con el rey. Chaim era el principal prestamista de este condado y todas sus cuentas se perdieron en el incendio de la torre. La dificultad que implica recuperar los documentos perdidos es grande. No obstante… -Sir Rowley hizo una especie de pequeña reverencia a Adelia-. He oído que la señora doctora ha estado chapoteando en el Cam. Jamás lo hubiera creído de una doctora, considerando lo que se vierte en él. Pero tal vez tuvierais vuestros motivos, señora.

– ¿Con qué motivo se celebran las sesiones jurídicas? -preguntó Adelia.

Habían pasado debajo de un arco y seguían a sir Rowley por la escalera helicoidal de la torre. Las pisadas de Salvaguarda se oían detrás de ellos.

– En realidad son juicios a cargo de los jueces ambulantes del rey. Un día del juicio casi tan terrible como el juicio divino para aquellos que están bajo su autoridad. Se juzga la cerveza y se castiga a quien le agrega agua. Se juzga el pan y se castiga a quienes no lo pesan honestamente. Se juzga la culpabilidad o inocencia de los prisioneros que están en la cárcel. Se decide a quiénes liberar. Declaraciones de tierras, propiedades, pleitos, su justificación… la lista es extensísima. Es necesario que se constituyan los jurados. No ocurre todos los años, pero cuando ocurre… ¡Madre de Dios, ayúdanos, a fe mía que esta escalera es empinada!

Sir Rowley jadeaba. Por las saeteras abiertas entraban rayos de sol que iluminaban los minúsculos rellanos, cada uno con su puerta en forma de arco.

– Deberíais tratar de perder peso -le aconsejó Adelia, que tenía delante el trasero del recaudador mientras subía la escalera.

– Soy un hombre musculoso, señora.

– Gordo -afirmó la doctora y aminoró el paso mientras el hombre doblaba la curva que tenía delante; de ese modo pudo susurrarle a Simón, que estaba detrás-: Se quedará para escuchar lo que digamos.

Simón soltó la balaustrada y abrió los brazos.

– Él ya sabe por qué estamos aquí. Él sabe… Señor, está subiendo con vos estas escaleras y sabe quién sois. ¿Cuál es la diferencia?

La diferencia era que el hombre podía sacar conclusiones de lo que dijeran a los judíos, mientras que ella no daría nada por cierto hasta tener pruebas contundentes. Además, no confiaba en sir Rowley.

– ¿Y si él fuera el asesino?

– Entonces, ya lo sabe. -Simón cerró los ojos y buscó a tientas el pasamano.

Sir Rowley los esperaba al final de la escalera, muy ofendido.

– ¿Me creéis gordo, señora? Debo deciros que cuando Nur al Din supo que estaba en camino, levantó su campamento y se perdió en el desierto.

– ¿Habéis ido a las cruzadas?

– Los Santos Lugares serían obras inconclusas sin mi participación.

El recaudador los dejó en una pequeña sala circular donde la única comodidad eran unos bancos y una mesa iluminados por dos ventanas sin cristales, prometiendo que el señor Gabirol los atendería en unos minutos y que les enviaría a su escudero con bebidas.

Simón paseaba de un lado a otro y Mansur se quedó de pie, como era habitual. Adelia se acercó a las ventanas -una miraba al este, la otra al oeste- para estudiar el panorama desde cada una de ellas.

Hacia el oeste, entre las colinas, podían verse techos con almenas en los cuales flameaba un estandarte. A pesar de que en la distancia era una miniatura, el feudo que sir Gervase había recibido del priorato era más grande de lo esperado para un caballero. Si el que sir Joscelin había recibido de las monjas -en el sureste, más allá de lo que se alcanzaba a ver desde allí- era igualmente grande, aparentemente ambos caballeros habían salido favorecidos con sus cruzadas.

Llegaron dos hombres. Yehuda Gabirol era joven. Sus negros aladares, rizados como tirabuzones, enmarcaban unas mejillas hundidas, con un matiz de palidez latina.

Le acompañaba un anciano que parecía haberse fatigado al subir la escalera. Casi sin aliento, aferrado al marco de la puerta, se presentó ante Simón.

– Benjamín ben Rav Moshe. Si vos sois Simón de Nápoles, he conocido a vuestro padre. El viejo Eli todavía vive, ¿verdad?

El saludo de Simón fue seco, algo poco habitual en él. Del mismo modo presentó a Adelia y a Mansur: tan sólo dijo sus nombres, sin explicar el motivo de su presencia.

El anciano saludó inclinando la cabeza; aún resollaba.

– ¿Sois vosotros los que ocupáis mi casa?

Aparentemente, Simón no estaba interesado en responder.

– Somos nosotros. Espero que no os moleste -intervino Adelia.

– ¿Cómo podría molestarme? -preguntó tristemente el viejo Benjamín-. ¿Está en buenas condiciones?

– Sí, supongo que al estar ocupada se conservará en mejor estado.

– ¿Os gustaron las ventanas del salón?

– Muy bonitas y originales.

Simón se dirigió al joven.

– Yehuda Gabirol, justo antes de Pascua, el año pasado, contrajisteis matrimonio con la hija de Chaim ben Eliezer, aquí, en Cambridge.

– La causa de todos mis problemas -reconoció melancólicamente Yehuda.

– El joven viajó desde España para casarse -explicó Benjamín-. Yo arreglé el casamiento. Sigo pensando que fue una buena elección. Si el resultado fue desafortunado, ¿es culpa del casamentero?

Simón continuó ignorándolo. Tenía los ojos puestos en Yehuda.

– Un niño de esta ciudad desapareció ese día. Tal vez el señor Gabirol pueda arrojar luz sobre lo que ocurrió.

Adelia nunca había visto esa faceta de Simón. Estaba disgustado.

Los dos hombres prorrumpieron a hablar en yidis. La aguda voz del joven era más audible que la de Benjamín, de tono más grave.

– ¿Debería saberlo? ¿Acaso soy el guardián de los niños ingleses?

Simón le dio una bofetada.

Un gavilán se apoyó en el alféizar de la ventana, pero partió enseguida, perturbado por la vibración: el sonido de la bofetada retumbó entre las paredes de la sala.

En la mejilla de Yehuda se veían las marcas de los dedos.

Mansur se adelantó previendo un contraataque, pero el joven estaba encogido de miedo y se había cubierto la cara con las manos.

– ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

Adelia permaneció impasible junto a la ventana mientras los tres judíos recuperaban la compostura suficiente para arrastrar tres bancos hasta el centro de la habitación y tomar asiento.

«Hasta para esto tienen un ritual», pensó la doctora.

Benjamín era el que más hablaba; el joven Yehuda se balanceaba y lloraba.

Había sido una buena boda, recordó Benjamín, una alianza entre el dinero y la cultura, entre la hija de un hombre rico y este joven erudito español de excelente cuna al que Chaim pretendía como yerno, y quien le otorgaría una cuantiosa dote…

– Continuad.

– Era un bello día, a principios del verano. El palio nupcial de la sinagoga estaba adornado con prímulas. Yo mismo rompí la copa [9].

– Continuad con el relato.

– Después de la ceremonia fuimos a casa de Chaim, donde se había organizado un banquete que, en virtud de la prosperidad del dueño de la casa, puede durar hasta una semana. Flautas, tambores, violines, címbalos, mesas repletas de manjares, copas de vino que se llenaban una y otra vez, la consagración de la novia, vestida de seda blanca, discursos, todo estaba preparado en el jardín, junto al río, porque la casa no era suficientemente grande para albergar a todos los invitados, algunos de los cuales habían viajado más de mil millas para llegar hasta allí. -Luego Benjamín admitió-: Tal vez, en alguna medida, Chaim estuviera ostentando su riqueza ante la gente de la ciudad.

Así era, pensó Adelia sin poder evitarlo. Presumía ante los burgueses de que, pese a no invitarle a sus casas, no tenían inconveniente en pedir dinero en préstamo.

– Adelante -instó Simón sin remordimientos. En ese momento Mansur alzó una mano y se acercó de puntillas a la puerta.

– ¡Él! -exclamó Adelia, tensa. El recaudador de impuestos estaba escuchando.

Mansur abrió la puerta con tal fuerza que arrancó la mitad de los goznes. No era sir Rowley quien estaba arrodillado en el umbral, con la oreja a la altura del ojo de la cerradura. Era su escudero. En el suelo, a su lado, había una bandeja con un botellón y varias copas.

Con gran agilidad Mansur recogió la bandeja y de un puntapié hizo rodar escaleras abajo al hombre que escuchaba a escondidas. El escudero, un jovenzuelo, llegó hasta un rellano donde quedó doblado, con los pies por encima de la cabeza.

– ¡Ay, ay…! -se le oyó quejarse.

Pero cuando Mansur hizo ademán de seguirlo y patearlo otra vez, el joven se puso de pie tambaleando y siguió bajando.

Adelia se asombró de que los tres judíos sentados en los bancos prestaran tan poca atención al incidente, como si se tratara de otro pájaro posado en el alféizar.

«¿Es el gordinflón sir Rowley el asesino? ¿Por qué le inquietan los asesinatos de esos niños?».

Para ciertas personas la muerte era algo excitante; Adelia lo sabía porque había tenido oportunidad de conocerlas. Cuando trabajó con cadáveres en la cámara de piedra de la escuela no faltaron quienes pretendían llegar hasta allí recurriendo al soborno. Gordinus se había visto obligado a apostar un centinela en su granja de la muerte para impedir el paso de hombres, e incluso de mujeres, deseosos de echar un vistazo a los cadáveres putrefactos de los cerdos.

Durante el examen que había realizado en la celda de Santa Berta la doctora no había detectado esa peculiar forma de lascivia en sir Rowley. Simplemente parecía consternado.

Pero había enviado a esa criatura -Pipin era el nombre del escudero- para escuchar a escondidas, lo que sugería que el recaudador quería estar al tanto de las investigaciones que realizaban ella y Simón, tal vez por curiosidad -en cuyo caso, ¿por qué no preguntarles directamente a ellos?- o por temor de que esas investigaciones condujeran hasta él.

¿Qué clase de hombre era?

No el que parecía. Era la única respuesta. Adelia volvió a prestar atención a los tres hombres sentados en círculo.

Simón todavía no había autorizado a Mansur a servir lo que había en la bandeja. Estaba presionando a los dos judíos para que siguieran contando lo que había ocurrido durante la boda de la hija de Chaim.

– Era casi de noche. Los invitados se habían retirado al interior de la casa para bailar, pero los faroles del jardín permanecían encendidos. Y posiblemente los hombres estuvieran un poco borrachos -añadió Benjamín.

– ¿Vais a contarnos lo que ocurrió?

Simón jamás había mostrado tanta ira.

– Eso hago. Entonces, la novia y su madre, dos mujeres tan unidas como uña y carne, salieron a tomar el aire y conversar. -Benjamín hablaba cada vez más lentamente, reticente a decir lo que venía a continuación.

– Había un cuerpo. -Todos miraron a Yehuda. Se habían olvidado de él-. En medio del jardín, como si alguien lo hubiera arrojado desde el río, desde un bote. Las mujeres lo vieron, un farol lo alumbraba.

– ¿Un niño?

– Tal vez. -Si Yehuda lo había visto aturdido por el vino, sólo habría vislumbrado una silueta-. Chaim lo vio. Las mujeres gritaron.

– ¿Lo visteis, Benjamín? -intervino por primera vez Adelia.

Benjamín la miró, pasó por alto su pregunta y se dirigió a Simón.

– Yo era el casamentero -contestó a modo de respuesta.

El que había arreglado esa gran boda en la que habían abundado los brindis. ¿Era posible que no hubiera visto nada?

– ¿Qué hizo Chaim?

– Apagó todos los faroles -repuso Yehuda.

Adelia vio que Simón asentía, como si le pareciera razonable. Si una persona descubría un cadáver en su jardín, en primer lugar apagaría los faroles para que los vecinos o la gente que pasara por allí no lo vieran.

Una reacción sorprendente, se dijo Adelia, pero ella no era judía. A ellos les habían endilgado la calumnia: en Pascua los judíos sacrifican niños cristianos. Era como una sombra adicional, cosida a los talones, que siempre los perseguía.

– La leyenda es una herramienta -le había dicho su padre adoptivo- utilizada en contra de todos los que temieron y odiaron la religión por aquellos que les temen y odian. En el siglo i d.C, en el Imperio Romano, los acusados de usar la sangre y la carne de los niños para sus rituales fueron los primeros cristianos.

Luego, durante muchos siglos, se creyó que los devoradores de niños eran los judíos. La creencia estaba tan profundamente arraigada en la mitología cristiana, y los judíos la habían padecido tan a menudo, que la respuesta automática ante el descubrimiento del cuerpo de un niño cristiano en el jardín de un judío fue el ocultamiento.

– ¿Qué otra cosa podíamos hacer? -gritó Benjamín-. Decídmelo, ¿qué debíamos haber hecho? Los judíos más poderosos de Inglaterra estaban con nosotros esa noche. El rabino David había venido de París; el rabino Meir de Alemania, ambos son grandes conocedores de la Biblia. Sholem de Chester había traído a su familia. ¿Podíamos permitir que esos señores fueran despedazados? Necesitábamos tiempo hasta que se marcharan.

De modo que mientras esos importantes invitados montaban en sus caballos y se dispersaban en la noche, Chaim envolvió el cuerpo en una sábana y lo llevó al sótano.

Cómo y por qué había aparecido el cuerpo en el jardín y quién lo había atacado eran asuntos que difícilmente consideraron los judíos de Cambridge. Su preocupación era librarse de él.

No era porque carecieran de humanidad -se dijo Adelia-, pero cada uno de ellos sentía tan cercana la posibilidad de ser asesinado, junto a toda su familia, que cualquier otra preocupación estaba más allá de sus posibilidades.

Y se libraron torpemente del problema.

– Estaba amaneciendo -siguió Benjamín- y no habíamos tomado ninguna decisión. El vino y el miedo nos impedían pensar. Chaim fue quien decidió por todos nosotros, por sus vecinos. Dios lo tenga en su gloria. «Vayanse a sus casas y ocúpense de sus cosas como si nada hubiera sucedido. Yo me encargaré de esto; mi yerno y yo», dijo. -Benjamín se quitó la kipá y se pasó los dedos por la calva como si todavía tuviera pelo-. Jehová, perdónanos. Así lo hicimos.

– ¿Y qué hicieron Chaim y su yerno?

Simón estaba inclinado hacia Yehuda, que nuevamente ocultaba su rostro entre las manos.

– Ya era de día, no era posible sacarlo a escondidas de la casa sin que alguien lo viera. Hubo un silencio.

– Quizá -interrumpió Simón- Chaim recordó que había un conducto en su sótano. -Yehuda lo miró-. ¿Qué era? -preguntó Simón casi con indiferencia-. ¿Una cloaca? ¿Una vía de escape?

– Un albañal -admitió vacilante Yehuda-. Por el sótano pasa un arroyo.

Simón asintió.

– Ya veo, un albañal en el sótano. ¿Es grande? ¿Llega hasta el río? -preguntó, echando un rápido vistazo a Adelia, que asintió en conformidad-. ¿Acaso da debajo del pilote donde se amarran las barcas de Chaim?

– ¿Cómo lo sabéis?

– Por lo tanto -alegó Simón, todavía suavemente-, lanzasteis el cuerpo a través del desagüe.

Yehuda se estremeció y volvió a llorar.

– Rezamos por él. En la oscuridad del sótano pronunciamos nuestras oraciones por el muerto.

– ¿Pronunciasteis vuestras oraciones por el muerto? Por Dios, qué bien. Eso habrá complacido al Señor. Pero no comprobasteis si el cuerpo flotaba en el río, ¿o sí?

Yehuda, sorprendido, dejó de llorar.

Simón se puso de pie y alzó los brazos como si suplicara al Dios que dejaba vivir a hombres tan necios como aquéllos.

– Se hizo una batida en el río -intervino Adelia en el dialecto de Salerno, que sólo comprendían Simón y Mansur-, toda la ciudad salió a buscarlo. Aunque el cuerpo hubiera quedado atrapado entre los pilotes, una búsqueda tan exhaustiva lo habría descubierto.

Simón meneó la cabeza.

– Tuvieron tiempo de sobra para meditarlo -dijo, abatido, en la misma lengua-. Somos judíos, doctora. Los judíos cavilamos. Consideramos los posibles resultados, las ramificaciones, nos preguntamos si es aceptable para Dios, y si de todos modos debemos hacerlo, aunque no lo sea. Os aseguro que en el momento en que terminaron de reflexionar y tomaron su decisión los buscadores ya habían pasado por allí. -Simón suspiró-. Son unos asnos, peor que asnos; sin embargo, no asesinaron al niño.

– Lo sé.

Pero no habría tribunal que les creyera. Temiendo, con razón, por sus propias vidas, Yehuda y su suegro habían tomado una decisión desesperada llevándola a cabo con poca destreza. Sólo habían ganado unos días de alivio, durante los cuales el cuerpo, atrapado en el pilote, debajo del agua, se hinchó lo suficiente como para desengancharse por sí mismo y reflotar hacia la superficie.

Adelia, impaciente, se dirigió a Yehuda.

– Antes de lanzarlo por el albañal, ¿observasteis el cuerpo? ¿En qué condiciones estaba? ¿Estaba mutilado? ¿Llevaba ropa?

Yehuda y Benjamín la miraron con terror.

– ¿Habéis traído a una mujer morbosa ante nosotros? -preguntó Benjamín a Simón.

– ¿Morbosa? -Simón pretendió golpearles de nuevo. Mansur extendió su brazo para impedirlo-. Vosotros, que arrojasteis a un pobre niño por un desagüe, ¿habláis de morbo?

Adelia salió de la sala, dejando a Simón en plena invectiva. Todavía había una persona en el castillo que podía decirle lo que deseaba saber.

Cuando cruzaba el salón camino del patio, el recaudador de impuestos advirtió su partida. Se alejó durante un instante del alguacil para dar instrucciones a su escudero.

– El sarraceno no está con ella, ¿verdad? -preguntó nerviosamente Pipin, que todavía se masajeaba el trasero.

– Sólo quiero que averigüéis con quién habla.

Adelia cruzó el patio soleado en dirección al rincón donde estaban reunidas las mujeres judías. Distinguió a la que buscaba por su juventud y porque, entre todas, ella estaba sentada en una silla que dejaba a la vista su vientre abultado. Al menos de ocho meses, calculó.

La doctora hizo una reverencia a la hija de Chaim.

– ¿Señora Dina?

Unos ojos oscuros, enormes y recelosos la miraron.

– ¿Sí?

La joven estaba demasiado delgada para su condición. El vientre redondeado parecía una protuberancia invasora adherida a una esbelta planta. Las ojeras y las mejillas hundidas sombreaban una piel como de vitela.

Pensando como médica, Adelia se dijo: «Os hace falta la comida de Gyltha, señora; me ocuparé de eso».

Se presentó como Adelia, hija de Gershom de Salerno. Su padre adoptivo podía ser un judío no practicante, pero no era momento para discutir sobre su apostasía, o la suya propia.

– ¿Podríamos hablar? -inquirió mirando a las mujeres que la rodeaban-. ¿A solas?

Por un momento Dina permaneció inmóvil. Llevaba un velo casi transparente para protegerse del sol; su ornamentado tocado no era apropiado para las faenas diarias. La seda del vestido tenía bordados de perlas que asomaban por debajo del viejo mantón que le envolvía los hombros. Adelia intuyó apenada que llevaba la ropa con la que se había casado.

Finalmente, Dina agitó una mano y las mujeres se dispersaron. Fugitiva y huérfana, todavía detentaba autoridad entre las personas de su mismo sexo. Su padre había sido el hombre más rico de Cambridge. Y estaba aburrida. Llevaba un año encerrada junto a ellas y seguramente había oído todo lo que tenían que contar más de una vez.

– ¿Sí?

La joven se levantó el velo. No tenía más de dieciséis años y, era encantadora, pero en su rostro se percibía amargura. Al oír el motivo que había llevado a Adelia hasta allí, rezongó.

– No hablaré sobre eso.

– Hay que coger al verdadero asesino.

– Todos ellos son asesinos.

Dina inclinó la cabeza como quien se dispone a escuchar, y apuntó con el dedo para indicar a Adelia que escuchara junto a ella.

Desde el otro lado del muro llegaban débilmente los gritos de Roger de Acton, que aparentemente estaba recibiendo al obispo en la entrada del castillo.

– Debemos matar a los judíos -se desprendía de su monserga.

– ¿Sabéis lo que ellos le hicieron a mi padre? ¿Lo que le hicieron a mi madre? -El gesto de aflicción hizo que su joven rostro pareciera aún más joven-. Echo de menos a mi madre; la añoro.

Adelia se arrodilló junto a ella, le cogió una mano y se la llevó a la mejilla.

– Ella desearía que fuerais valiente.

– No puedo.

Dina echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas se derramaran profusamente.

Adelia miró hacia el lugar donde estaban las otras mujeres, que avanzaban ansiosas y vacilantes, y meneó la cabeza para indicarles que no se acercaran.

– Sí, sí podéis -la alentó Adelia, y llevó la mano de Dina y la suya al vientre de la joven-. Vuestra madre desearía que fuerais valiente en nombre de su nieto.

Pero el dolor de Dina se mezclaba con el terror.

– Ellos matarán también al bebé -repuso abriendo mucho los ojos-. ¿No los oís? Van a entrar aquí. Entrarán.

Ciertamente, la situación en la que se hallaban era terrible. Adelia había imaginado el aislamiento, incluso el aburrimiento, pero no lo que significaba esperar, día tras día, como un animal entrampado, que los lobos llegaran. Era imposible olvidar que había una manada de ellos fuera. Los aullidos de Roger de Acton estaban allí para recordarlo.

La doctora trató inútilmente de consolarla.

– El rey no permitirá que entren. Vuestro esposo está aquí para protegeros.

– Él… -espetó Dina. El desprecio secó sus lágrimas. ¿A quién desdeñaba tanto? ¿Al rey o a su esposo? La joven no había conocido a su prometido hasta el día de la boda. Una costumbre que Adelia siempre había considerado desafortunada. La ley judía no permitía que una mujer joven se casara contra su voluntad, pero muy a menudo eso sólo significaba que no podía ser obligada a casarse con un hombre al que odiaba. La misma Adelia había escapado del matrimonio gracias a la liberalidad de su padre adoptivo, que había acatado su decisión de permanecer célibe.

«Ya hay buenas esposas, en cantidad, gracias a Dios -había alegado-, pero pocas buenas médicas. Y una buena doctora vale más que un rubí».

En el caso de Dina, el aciago día de la boda y el posterior encarcelamiento no habían sido un buen augurio para la dicha matrimonial.

– Escuchadme -exigió bruscamente Adelia-, si no queréis que vuestro hijo se pase el resto de su vida encerrado, si no queréis que un asesino quede libre y mate a otro niño, decidme sin más dilación lo que quiero saber. -Y en su desesperación, agregó-: Perdonadme, pero debéis recordar que él mató a vuestros padres.

Los hermosos ojos de Dina, con las pestañas húmedas, la miraron como si fuera una ingenua.

– Lo hicieron por eso mismo. ¿No lo sabíais?

– ¿Qué?

– El motivo por el cual asesinaron al niño. Lo mataron sólo para poder culparnos. De otro modo, ¿por qué habrían dejado su cadáver en nuestro terreno?

– No -refutó Adelia-. No.

– Por supuesto que sí. -Dina hablaba con desprecio-. Fue algo premeditado. Luego arengaron a la multitud: «Debemos matar a los judíos», «Debemos matar a Chaim, el usurero». Eso es lo que gritaban y eso es lo que hicieron.

«Debemos matar a los judíos». Desde el portón se oía el eco de esa frase como si la pronunciara un loro.

– Desde entonces han muerto otros niños -informó Adelia, desconcertada por lo que acababa de escuchar.

– Es obra de ellos. Sus asesinatos son la excusa para que la gente, llegado el momento, nos cuelgue a todos nosotros. -Dina era inexorable-. ¿Sabíais que mi madre se puso delante de mí? ¿Sabíais que lo hizo para que la destrozaran a ella y no a su hija?

Súbitamente la joven se cubrió el rostro con las manos y comenzó a balancearse, como lo había hecho su esposo poco antes. Pero Dina estaba rezando por sus muertos.

«Ose shalom bimrovav hu iaase shalom aleinu veal kol Israel; Veimru: Amen».

– Amén. «El que establece la armonía en sus alturas, nos dé con sus piedades paz a nosotros y a todo el pueblo de Israel. Amén». Si estás ahí, Dios -rogó Adelia- que así sea.

Evidentemente, para esas personas su situación era producto de una actitud deliberada, un plan de los cristianos para matar niños y, de esa manera, acabar con los judíos. Dina no se preguntaba por qué. La historia era su respuesta.

Suavemente, aunque con firmeza, Adelia apartó las manos de Dina para poder ver su rostro.

– Escuchadme, señora. Un hombre mató a esos niños. Uno. He visto sus cuerpos. Les ha causado heridas tan terribles que puedo deciros por qué lo hizo. Lo hizo porque su grado de lujuria es inconcebible, porque no es un ser al que podamos reconocer como humano. Simón de Nápoles ha venido a Inglaterra para liberar a los judíos de su culpa, pero os pido vuestra ayuda, no porque seáis judía, sino porque atenta contra toda ley, la de Dios y la de los hombres, que un niño padezca lo que ellos padecieron.

A lo largo del día los ruidos del castillo se habían incrementado y los delirios de Roger de Acton quedaron reducidos a la categoría del piar de un pájaro.

Un toro que esperaba ser alimentado embestía la superficie áspera de la piedra donde los escuderos afilaban las armas de sus amos. Los soldados se entrenaban. Los niños, a quienes recientemente se les había permitido jugar en el jardín del alguacil, reían y gritaban.

Fuera, en el lugar donde se realizaban las justas, el recaudador de impuestos, decidido a adelgazar, se había unido a otros caballeros que se ejercitaban con espadas de madera.

– ¿Qué es lo que queréis saber? -preguntó Dina.

Adelia le acarició la mejilla.

– Sois digna de vuestra valiente madre -alabó y respiró hondo-. Dina, visteis el cuerpo tendido en el suelo antes de que se apagaran las luces, antes de que lo cubrieran con una sábana, antes de que se lo llevaran de allí. ¿En qué condiciones estaba?

– Ese pobre niño. -Esta vez Dina no lloraba por su propio dolor, por su bebé, por su madre-. Ese pobre niño. Alguien le había cortado los párpados.

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