Capítulo 5

De regreso del castillo a su nada desdeñable morada, hogar de todos sus antecesores en San Agustín, el prior Geoffrey tuvo que resolver varios asuntos.

– La mujer le está esperando en la biblioteca -informó secamente el hermano Gilbert. El monje no aprobaba una reunión de igual a igual entre su superior y una mujer.

El prior Geoffrey entró en la biblioteca y se sentó en la gran silla que estaba detrás de su escritorio. Sin saludar apenas ni ofrecer asiento a su visita, pues sabía que no era necesario, le explicó en pocas palabras su responsabilidad para con los de Salerno, cuál era su problema y qué solución proponía.

La mujer escuchó. Si bien no era alta ni gorda, con sus botas de piel de anguila, sus brazos musculosos cruzados sobre el delantal y el cabello gris que escapaba del pañuelo manchado de sudor que llevaba en la cabeza, tenía la apariencia contundente y la bárbara femineidad de una sheela-na-gig [6] que convertía la confortable habitación colmada de libros en una cueva.

– En consecuencia, os necesito, Gyltha -concluyó el prior Geoffrey-. Ellos os necesitan.

– El verano se acerca -apuntó Gyltha con su voz profunda-. En verano estoy ocupada con las anguilas.

A finales del verano, Gyltha y su nieto salían de los pantanos empujando carros con toneles repletos de anguilas plateadas, retorciéndose en su agonía, y se instalaban en su cabaña, con techumbre de juncos, a orillas del Cam. De allí, en medio de maravillosos vapores, salían anguilas encurtidas, saladas, ahumadas y en gelatina. Todo gracias a unas recetas que sólo Gyltha conocía, superiores a cualesquiera otras, y cuyos clientes apreciaban y esperaban cada año.

– Lo sé -repuso pacientemente el prior Geoffrey. Luego se apoyó en el respaldo de su gran silla y volvió a hablar con su pronunciado acento de Anglia Oriental-. Pero es un trabajo condenadamente pesado, y estás envejeciendo.

– También tú.

Se conocían bien. Mejor que la mayoría de las personas. Un joven sacerdote normando había llegado a Cambridge para hacerse cargo de la parroquia de Santa María hacía veinticinco años. Una joven y enérgica mujer de los pantanos se había encargado de las tareas domésticas de su casa. A nadie le habría sorprendido que pudieran ser algo más que un patrón y su sirviente. Los ingleses eran tolerantes respecto del celibato, o negligentes, dependiendo del punto de vista. Y Roma aún no había comenzado a amenazar con el puño a las «esposas de los sacerdotes», como lo hacía en este momento.

No obstante, la cintura del joven padre Geoffrey se fue ensanchando con las comidas de Gyltha y la misma Gyltha también engordó; si se debió a sus recetas o a otra cosa, era algo que nadie excepto ellos dos sabía. Al ser llamado por Dios para ingresar en la orden de San Agustín, el padre Geoffrey ofreció a Gyltha una asignación mensual, pero ella la rechazó y desapareció en el pantano del que era oriunda.

– Podría procurarte una o dos criadas -sugirió con voz seductora el prior- para que se ocupen de la cocina, del orden, eso es todo.

– Extranjeros -gruñó Gyltha-. No me llevo bien con los extranjeros.

Al mirarla el prior recordaba cómo había descrito Guthlac a las gentes de los pantanos, a quienes el ilustre santo había tratado de inculcar el cristianismo: «Grandes cabezas, largos cuellos, pálidos rostros y dentaduras equinas. Señor, sálvanos de ellos». Pero ellos tenían los medios y la independencia que se necesitaban para resistir a Guillermo el Conquistador, durante más tiempo y con más firmeza que el resto de los ingleses.

Tampoco les faltaba inteligencia. Gyltha era la persona ideal para el plan que el prior Geoffrey tenía en mente: era lo suficientemente culta y, al mismo tiempo, conocida y respetada por los habitantes de Cambridge para servir de puente entre unos y otros. Si aceptara…

– ¿Acaso no era yo un extranjero? -preguntó el prior-. Y te hiciste cargo de mí. -Gyltha sonrió y por un momento su sorprendente encanto le recordó al prior Geoffrey aquellos años en su pequeña casa parroquial, junto a la iglesia de Santa María. Aprovechó su ventaja-. Será bueno para Ulf.

– Le va bastante bien en la escuela.

– Cuando se toma la molestia de asistir.

El hecho de que el joven Ulf hubiera sido admitido en la escuela del priorato tenía menos que ver con su inteligencia -considerable, aunque peculiar- que con la sospecha, nunca confirmada por el prior, de que por ser nieto de Gyltha, el chico también era nieto suyo.

– Es necesario pulir un poco sus modales.

Gyltha se inclinó hacia delante y apoyó un dedo lleno de cicatrices en el escritorio del prior.

– ¿Qué están haciendo ellos aquí? ¿Me lo dirás?

– Enfermé. Ella me salvó la vida.

– ¿Ella? He oído que fue el moreno.

– Ella. Y no fue brujería, de ningún modo. Es una verdadera doctora. Sólo que es mejor que nadie lo sepa.

De nada serviría ocultárselo a Gyltha. Si aceptaba ocuparse de los salernitanos, lo descubriría. En cualquier caso, la mujer era tan hermética como las ostras marinas que le regalaba todos los años, de las cuales el prior había seleccionado las mejores, que en ese momento estaban en la cámara de hielo del priorato.

– No sé con certeza quién los envió aquí -continuó el prior-, pero tienen la intención de descubrir quién está matando a los niño?

– Harold. -El rostro de Gyltha no demostraba emoción, pero su voz era suave; tenía trato con el padre de Harold.

– Harold.

Gyltha asintió.

– Entonces, ¿no fueron los judíos?

– No.

– Nunca creí que hubieran sido ellos.

Desde los claustros que comunicaban la casa del prior con la iglesia llegaba el sonido de la campana que llamaba a los hermanos a vísperas.

Gyltha suspiró.

– Las criadas, como prometiste, y sólo me ocuparé de la maldita cocina.

– Beningne, Deo gratias. -El prior se puso de pie y acompañó a Gyltha a la puerta-. ¿Los Tubs siguen criando esos perros malolientes?

– Más malolientes que nunca.

– Ve con uno de esos perros apestosos. Que no se aparte de ella. Si hace preguntas, puede causar problemas. Es necesario que estés atenta. Ah, y ellos no comen nada de cerdo ni marisco.

El prior, a modo de despedida, le dio a Gyltha una palmada en el trasero. Luego cruzó los brazos debajo de la casulla y salió hacia la capilla para las vísperas.


Adelia se sentó en un banco del jardín del priorato. Olía el aroma del romero, que formaba un seto bajo bordeando el parterre de flores que tenía a sus pies, mientras escuchaba los salmos de vísperas que el aire de la noche traía desde el claustro atravesando los muros vegetales del jardín hasta los oscuros árboles del paraíso. Intentaba dejar la mente en blanco, permitir que esas voces masculinas vertieran un bálsamo en las heridas causadas por las abominaciones humanas. «Que ante ti se haga valer como el incienso mi plegaria, mi elevación de manos, como la ofrenda de la tarde…» [7], cantaban.

En la casa donde el prior Geoffrey les había alojado por esa noche a ella, a Simón y a Mansur, les servirían la cena. Eso implicaría sentarse a la mesa con otros viajeros, y Adelia no estaba de ánimo para conversaciones triviales. Ajustó las correas de su morral de cuero de cabra para que, por el momento, la información que los niños muertos le habían proporcionado quedara atrapada en él, en forma de palabras escritas en tiza sobre una pizarra. Al día siguiente, cuando lo abriera, sus voces se liberarían y colmarían sus oídos. Pero esa noche incluso ellos debían ser silenciados: Adelia no podía tolerar más que la serenidad de la noche.

No se puso de pie hasta que la oscuridad la envolvió. Cogió su morral y caminó por el sendero. Los largos rayos de luz se proyectaban por las ventanas gracias a las velas de la casa de huéspedes.

Había sido un error irse a dormir sin cenar. Adelia yacía insomne en un estrecho catre, dentro de una estrecha celda que daba al pasillo, reservada a huéspedes féminas, molesta por el mero hecho de estar allí, molesta con el rey de Sicilia, con ese país y hasta con los propios niños muertos, que le imponían la carga de su agonía.

– No sé si podré ir -le había replicado a Gordinus la primera vez que él le mencionó el asunto-. Tengo a mis alumnos, mi trabajo.

Pero no era cuestión de elección. La orden de buscar un experto en el estudio de los cadáveres había sido impartida por un rey ante el cual -debido a que también gobernaba el sur de Italia- no había posibilidad de apelar.

– ¿Por qué me elegís a mí?

– Porque cumplís con los requerimientos del rey -había explicado Gordinus-. No conozco a ninguna otra persona que los reúna. Maese Simón tendrá la fortuna de contar con vos,

Simón no se consideró tan afortunado como agobiado por la responsabilidad. Adelia se percató de inmediato. A pesar de sus credenciales, la presencia de una mujer médico, un ayudante árabe y una acompañante femenina -Margaret, la bendita Margaret, todavía vivía- había agregado un Pelion de complicación a la Ossa de una misión que ya era compleja.

Pero una de las aptitudes de Adelia -perfeccionada en el rudo ambiente de las escuelas- era hacer que su femineidad fuera casi invisible, exigiendo que no se le hicieran concesiones, mezclándose entre los hombres y pasando casi desapercibida. Sólo si su profesionalidad se ponía en duda, sus compañeros descubrían a una Adelia perfectamente visible, que se expresaba en un lenguaje áspero -de ellos había aprendido a insultar- y capaz de mostrar un temperamento aún más hosco.

No hubo necesidad de recurrir a ello, pues Simón se mostró cortés y así, en el transcurso del viaje, fue librándose de sus preocupaciones. Él la encontró modesta, una calificación que -Adelia había comprobado- solía otorgarse a las mujeres que no causaban problemas a los hombres. Aparentemente, la esposa de Simón era el paradigma de la modestia judía y él juzgaba a todas las demás mujeres de acuerdo con ese modelo. Mansur, el otro cómplice de Adelia, había dado prueba de su valía y, hasta alcanzar la costa de Francia, donde Margaret había fallecido, todos habían viajado en perfecta armonía.

Tan sólo la regularidad de su período le recordaba a Adelia que no era un ser neutro. Y la llegada a Inglaterra y el traslado en carro adoptando el rol de integrantes de una trouppe de curanderos ambulantes sólo les había ocasionado falta de comodidades y asombro.

Aún era un misterio el motivo por el cual el rey de Sicilia había involucrado a Simón de Nápoles, uno de sus investigadores más capaces -por no hablar de la propia Adelia-, en un asunto que afectaba a los judíos de una pequeña isla húmeda y fría en el confín del mundo. No le había sido revelado a Simón, ni tampoco a ella. Su misión era lograr que el nombre de los judíos estuviera libre de la mácula del asesinato, un propósito que sólo lograrían si descubrían la identidad del verdadero asesino.

Intuyó que no le gustaría Inglaterra, como así fue. En Salerno era un miembro respetado de una prestigiosa escuela de medicina en la que nadie, salvo los recién llegados, se sorprendía al conocer a una mujer que practicaba la medicina. En esa isla la habían hundido en un estanque. Los cuerpos que acababa de examinar habían ensombrecido su visión de Cambridge. No era la primera vez que veía despojos de seres asesinados, pero raramente habían sido tan terribles como éstos. En algún lugar del país, un carnicero de niños estaba vivo y se movía con libertad.

La tarea de identificarlo sería extremadamente difícil debido a la falta de respaldo oficial y a la necesidad de simular que, de ningún modo, ése era su propósito. En Salerno, aun cuando debía ocultar su identidad, el trabajo se realizaba de acuerdo con las autoridades; aquí sólo tenía de su parte al prior, e incluso él no se atrevía a divulgarlo.

Todavía molesta, se durmió y tuvo oscuros sueños.

Se levantó tarde, algo que no solía concederse a otros huéspedes.

– El prior nos indicó que, debido a vuestro agotamiento, os excusáramos de asistir a maitines -le contó el hermano Swithin, su pequeño y rechoncho anfitrión-. Pero mi deber es asegurarme de que vuestro apetito sea satisfecho al despertar.

Adelia desayunó en la cocina: jamón -un raro lujo para alguien que viajaba con un judío y un musulmán-, queso fabricado con leche de las ovejas del priorato, pan fresco elaborado en su tahona, manteca recién hecha y mermelada -receta del propio hermano Swithin-, una porción de pastel de anguila y leche tibia recién ordeñada.

– Estabais desfallecida, señora -comentó el hermano Swithin, sirviéndole más leche-. ¿Os encontráis mejor ahora?

Adelia le sonrió. Lucía un bigote blanco.

– Mucho mejor.

Había estado desfallecida, sí -aunque posiblemente ella y el hermano Swithin no se refirieran a lo mismo-, pero había recuperado el vigor. El resentimiento y la compasión por sí misma habían desaparecido. ¿Qué importaba que tuviera que trabajar en un país extranjero? Los niños eran universales. Habitaban un territorio que superaba la idea de pertenencia a un lugar y estaban bajo la protección de leyes eternas. El salvajismo del que habían sido víctimas Mary, Harold y Ulric no la ofendía menos por el hecho de que esos niños no hubieran nacido en Salerno. Eran hijos de todos, sus hijos.

Adelia se sintió más segura que nunca. Era preciso eliminar a ese asesino para que el mundo estuviera más limpio.

«Si alguien ofende a uno de estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler…».

Del cuello de ese delincuente, aunque aún ignoraba quién era, estaba colgada Adelia, doctora Trótula de Salerno, especialista en muertos, que no escatimaría esfuerzos y brindaría todo su saber y su experiencia con el fin de abatirlo.Volvió a la celda para plasmar en papel sus observaciones. De ese modo, cuando regresara a Salerno, podría enviar el registro de sus hallazgos al rey de Sicilia, aunque no supiera con qué objetivo los reclamaría el monarca.

Era un trabajo arduo y lento. Más de una vez tuvo que soltar la pluma para taparse los oídos. Entre las paredes de la celda resonaban los gritos de los niños. «Por favor, silenciad vuestras voces para que pueda averiguar quién es él». Pero ellos no habían querido morir y no podían ser acallados.

Simón y Mansur ya habían partido para alojarse en un lugar escogido por el prior. Allí tendrían la privacidad necesaria para cumplir su misión. Pasado el mediodía Adelia se reuniría con ellos.

Le sorprendió, pero no le disgustó -pues le permitía investigar el territorio del asesino y tener una perspectiva de la ciudad- que el hermano Swithin, atareado con un nuevo contingente de viajeros, estuviera dispuesto a dejarla ir sin escolta, y que en las calles de Cambridge -repletas de gente-, mujeres de todos los estamentos sociales fueran de aquí para allá sin compañía y con el rostro descubierto.

Era un mundo diferente. Sólo los estudiantes de la escuela pitagórica, tocados con birretes rojos y muy ruidosos, le resultaron familiares. Los estudiantes eran iguales en todo el mundo.

En Salerno los aleros protegían del inclemente sol y los puentes elevados proyectaban sombra en las calles, pero esta ciudad se abría como una flor para atrapar toda la luz que el cielo inglés pudiera ofrecer.

En realidad, había siniestros callejones laterales, donde proliferaban como hongos toscas construcciones con techos de juncos. Pero Adelia recorrió sólo las calles principales, todavía alumbradas por el largo atardecer, sin preocuparse por su reputación o su monedero como no lo habría hecho en Salerno.

En Cambridge de lo único que se protegían era del agua, que corría por canales a ambos lados de la calle, de modo que cada vivienda, cada tienda, tenía una pasarela para acceder a ellas. Cisternas, bebederos y estanques confundían la visión y duplicaban las imágenes. Junto a un camino, un cerdo se reflejaba nítidamente en el charco donde estaba. Los cisnes parecían flotar unos sobre otros. Los patos nadaban por encima de un arco ojival: la entrada de una iglesia que se alzaba frente a su estanque. Erráticos cursos de agua devolvían imágenes de techos y ventanas; espejadas en los riachuelos, las copas de los sauces parecían crecer hacia abajo. El sol del ocaso teñía todo de ámbar.

Adelia sentía que Cambridge tocaba la flauta para ella, pero no estaba dispuesta a bailar. El reflejo que todo duplicaba era síntoma de una duplicidad más profunda, dos caras, una ciudad de Jano por donde caminaba con sus dos piernas, como cualquier otro hombre, una criatura que asesinaba niños. Hasta que fuera descubierto, Cambridge usaría una máscara con la que era imposible saber si debajo de ella se escondía el hocico de un lobo.

Inevitablemente, se desorientó.

– Por favor, ¿podría indicarme cómo llegar a la casa del viejo Benjamín?

– ¿Para qué queréis ir allí, señora?

Era la tercera persona a la que había pedido ayuda, y la tercera que le había preguntado para qué quería ir allí.

Se le ocurrió responder «estoy pensando en abrir un burdel», pero sabía que no debía exacerbar la curiosidad de Cambridge, por lo que se limitó a decir «me gustaría saber dónde está».

– Subid por el camino y girad a la izquierda en Jesus Lane; está en el recodo, frente al río.

Al llegar al río se encontró con una pequeña aglomeración de gente que se había reunido para observar a Mansur mientras descargaba las últimas cosas del carro y se disponía a llevarlas al zaguán de la casa.

El prior Geoffrey había creído oportuno que, dado que los tres estaban de parte de los judíos, los salernitanos ocuparan durante su estancia una de las casas abandonadas de la judería. No le había parecido prudente alojarlos en la lujosa mansión de Chaim, que estaba un poco más adelante, siguiendo el curso del río.

– Como era prestamista, el viejo Benjamín inspiró menos animosidad en la ciudad que Chaim, que era rico -explicó-, y además desde la casa se ve el río.

Para Adelia, la existencia de una zona denominada judería -la casa de Benjamín estaba en uno de sus límites- era una prueba de que los judíos de Cambridge habían sido excluidos, o se habían excluido ellos mismos, de la vida de la ciudad, como ocurría en casi todas las ciudades inglesas que habían atravesado.

Si bien privilegiado, era un gueto y había quedado desierto. La casa del viejo Benjamín mostraba signos de un incipiente temor. Ocupaba la esquina de una calle sin salida, para que, ante un eventual ataque, estuviera tan oculta como fuera posible. Había sido construida con piedra en lugar de adobe y cañas, y tenía una puerta capaz de soportar la embestida de un carnero. El nicho de una de las jambas estaba vacío y dejaba ver que el marco de la mezuzá había sido arrancado.

Del escalón más alto surgió una mujer que ayudó a Mansur con el equipaje. Adelia se acercó.

– ¿Ahora trabajas para ellos, Gyltha? -gritó uno de los mirones.

– Ese es mi problema -respondió la mujer que estaba de pie en el escalón-. Tú, ocúpate de los tuyos.

Hubo risas disimuladas, pero la gente no se dispersó. Comentaban la situación en el desenfadado inglés de Anglia Oriental. Algo de lo ocurrido al prior en la peregrinación circulaba como moneda corriente.

– No son judíos. Nuestra Gyltha no aceptaría trabajar para los infieles.

– Ese, el que tiene la tela en la cabeza, dicen que es el doctor.

– Por su aspecto parece más un demonio.

– Aunque sea un sarraceno, dicen que curó al prior.

– Me pregunto cuánto cobra.

– ¿Será esa mujer su mascota?

La pregunta fue acompañada por un gesto con la cabeza que señalaba a Adelia.

– No, no lo soy -respondió Adelia.

El hombre que había preguntado estaba desconcertado.

– ¿La señora habla inglés?

– Sí, ¿y vos?

El acento de aquella gente -la pronunciación, las extrañas inflexiones y la entonación ascendente con que terminaban las frases- era diferente del inglés de la península del suroeste que Adelia había aprendido sentada en las rodillas de Margaret, pero lograba comprenderlo. Parecía más divertida que ofendida.

– Un gatito gracioso, ¿verdad? -anunció el hombre a la improvisada asamblea-. Y ese moreno, un buen médico, ¿no? -preguntó luego dirigiéndose a Adelia.

– Mejor que cualquiera de los que pueda encontrar por aquí.

Tal vez fuera cierto, pensó Adelia. El enfermero del priorato no era más que un simple herborista que, aun cuando tenía buena voluntad, había obtenido sus conocimientos de libros cuyo contenido -en opinión de la doctora- era en su mayor parte totalmente erróneo.

Las personas a las que el herborista no podía tratar y las que intentaban hacerlo por sus propios medios estaban a merced de los curanderos de la ciudad, que les vendían elaboradas, inútiles y costosas pociones, probablemente desagradables al paladar y preparadas con la intención de impresionar, más que de curar. Su nuevo amigo hizo una observación.

– Entonces, creo que pagaré una visita. El hermano Theo, del priorato, se ha dado por vencido conmigo.

– Diles qué es lo que te pasa -le sugirió su vecina con un codazo, una mujer que sonreía burlona.

– El hermano Theo cree que me hago el enfermo -manifestó obedientemente Wulf- y no sabe cómo tratarme.

Adelia advirtió que nadie hacía preguntas acerca del motivo por el cual ella, Simón y Mansur estaban allí. Para los hombres y mujeres de Cambridge era natural que en su ciudad se establecieran extranjeros. Llegaban de todas partes para comerciar, no había mejor lugar para hacerlo. Era el país del dragón.

La doctora trató de abrirse paso para llegar a la entrada, pero una mujer que tenía en brazos un niño pequeño le impidió continuar.

– Le duele mucho este oído. Necesita un médico.

No todos los integrantes de aquel grupo estaban libres de curiosidad.

– Está ocupado -apuntó Adelia, pero el niño se quejaba del dolor-. Está bien, le miraré yo. -Uno de los integrantes del grupo sostuvo amablemente un candil mientras Adelia le examinaba el oído y abría con impaciencia su morral para buscar las pinzas-. Ahora sostenedlo para que no se mueva.

Adelia extrajo una pequeña bola. Tuvo suerte de no perforarle el tabique.

– ¡Que me aspen si no es una mujer sabia! -exclamó alguien.

En segundos se vio rodeada entre empujones de quienes pedían que los atendiera. En ausencia de un doctor, una mujer sabia serviría.

La rescató oportunamente la mujer a la que habían llamado Gyltha. Bajó los escalones y se abrió paso en dirección a Adelia, apartando con los codos los cuerpos que obstruían el camino.

– Váyanse -les pidió-. Todavía no se han mudado, vuelvan mañana.

Gyltha llegó hasta Adelia y la empujó a través del portal.

– Rápido, niña -apuró, dispersándolos a empujones-. ¿Qué habéis hecho? -susurró.

Adelia la ignoró.

– Ese anciano, el que está allí -dijo, señalándolo-, tiene unas fiebres que lo hacen temblar.

Parecía malaria, algo extraño. La doctora creía que esa enfermedad no se manifestaba fuera de los pantanos de Roma.

– Es el doctor quien debe decir eso -declaró Gyltha en voz alta para que la oyeran-. Entrad, niña. Seguirá enfermo mañana -agregó luego a Adelia.

De todos modos, tal vez no fuera posible ayudarle demasiado. Mientras Gyltha la arrastraba para que subiera los escalones, Adelia le gritaba a la mujer que sostenía el cuerpo tembloroso del anciano.

– Llevadlo a casa, debe estar en cama. Tratad de bajar la fiebre con paños fríos -fueron las últimas indicaciones que logró dar antes de que la mujer la arrastrara hasta la casa y cerrara la puerta.

Gyltha miró a Adelia y meneó la cabeza. Lo mismo hizo Simón, que había estado observando la escena.

Por supuesto. El doctor era Mansur. Ella debía tenerlo presente.

– Pero sería interesante si el diagnóstico fuera malaria -le comentó a Simón-. Cambridge y Roma. La característica en común son los pantanos. Eso supongo.

En Roma, algunos atribuían la enfermedad al efecto de los «malos aires», de ahí su nombre. Otros creían que era consecuencia de beber agua estancada. Adelia estaba abierta a todas las hipótesis, dado que ninguna había sido probada.

– Hay una cantidad increíble de enfermos de esas fiebres en los pantanos -le contó Gyltha-. Nosotros la tratamos con opio. Detiene el temblor.

– ¿Opium? ¿Cultiváis adormidera por aquí? -Santo Cielo, cuánto sufrimiento podría aliviar si tuviera acceso al opio. Nuevamente pensó en la malaria-. Me pregunto si existe alguna posibilidad de observar el bazo del anciano cuando muera -le susurró a Simón.

– Podríamos pedir autorización -ironizó Simón, poniendo los ojos en blanco-. Fiebres, asesinatos de niños, ¿cuál es la diferencia? Delatemos quiénes somos.

– No me he olvidado del asesino -protestó Adelia-. He estado examinando su obra.

– ¿Mal? -preguntó Simón mientras le cogía la mano.

– Mal.

La irritación de su rostro dejó paso a la aflicción. El que estaba allí era un hombre con hijos imaginando lo peor que pudiera ocurrirles. Adelia pensaba que Simón tenía una extraña capacidad para comprender a los demás que lo convertía en un buen investigador. Pero eso tenía su precio.

Buena parte de su comprensión estaba dirigida a ella.

– ¿Podéis tolerarlo, doctora?

– Para eso me he preparado.

– Nadie está preparado para lo que vos habéis visto hoy -afirmó Simón, meneando la cabeza. Luego respiró profundamente-. Ella es Gyltha. El prior Geoffrey la ha enviado para que tenga la amabilidad de ocuparse de la casa. Está al tanto de nuestro cometido -indicó después en su inglés poco fluido. De un rincón surgió una figura que había estado merodeando como un animal-. Éste es Ulf. Nieto de Gyltha, según creo. Y esto es… ¿qué es?

– Es Salvaguarda -respondió Gyltha-. Ulf, quítate la maldita gorra delante de una dama.

Adelia jamás había visto un trío tan rotundamente espantoso. La mujer y el chico tenían cabezas con forma de ataúd, rostros huesudos y grandes dientes, una combinación que ella reconocería como característica de los pantanos. Si Ulf no era tan inquietante como su abuela, se debía a que era un chico, de ocho o nueve años, y sus rasgos todavía tenían la redondez propia de la infancia.

Salvaguarda era una enorme pelota de lana apelmazada de la que salían cuatro patas como agujas de tejer. Tenía apariencia de oveja pero tal vez fuera un perro. Ninguna oveja olía tan mal.

– Un regalo del prior -aclaró Gyltha-. Tendréis que encargaros de alimentarlo.

La sala donde estaban reunidos no era mucho más agradable. Estrecha y miserable, se accedía a ella directamente desde la puerta principal. Al final de la habitación había otra puerta similar que comunicaba con el resto de la casa. Incluso durante el día, la sala debía de ser oscura. Esa noche un farol complementaba las dos saeteras y dejaba a la vista anaqueles desnudos y rotos.

– Aquí es donde el viejo Ben hacía su trabajo -informó Gyltha-. Sólo que algún hijo de perra ha robado todos sus bienes -añadió con firmeza.

Algún otro, o tal vez el mismo hijo de perra, había usado el lugar como letrina.

La nostalgia desgarraba a Adelia. Sobre todo, la nostalgia por Margaret, su afectuosa presencia. Pero también, oh Dios, por Salerno, los naranjos, el sol y la sombra, los acueductos, el mar, el baño romano de la casa en la que vivía junto a sus padres adoptivos, los suelos de baldosas, los sirvientes educados, su reconocimiento como médica, las aulas de la escuela, las ensaladas: no había comido verduras desde su llegada a aquel condenado país carnívoro.

Gyltha abrió la puerta interior y pudieron apreciar la amplitud del salón del viejo Benjamín, que mejoraba la primera impresión. Olía a agua, lejía y cera de abejas. Cuando entraron, dos criadas con baldes y trapos desaparecieron de su vista por una puerta que estaba en el otro extremo. De un techo abovedado colgaban cadenas de las que pendían bruñidas lámparas de sinagoga, que iluminaban ramas verdes recién cortadas y los pulidos suelos de madera de olmo. Una columna de piedra sustentaba una escalera curva por la que se podía acceder al ático y bajar al sótano.

Era una sala alargada, cuyas ventanas esmeriladas, que cubrían arbitrariamente toda la pared izquierda, conferían una apariencia fuera de lo común. Sus distintos tamaños sugerían que el viejo Benjamín -un hombre para quien era una cuestión de principios no desperdiciar nada- había ampliado o reducido los marcos originales colocando en su lugar esos vidrios que, no habiendo sido reclamados por sus propietarios, pasaron a pertenecerle. Había un mirador, dos celosías, abiertas ambas para que entrara la brisa del río, un pequeño panel de cristal y un rosetón de vidrio coloreado que de seguro procedía de una iglesia cristiana. El efecto era desordenado, pero original y no carente de encanto.

Sin embargo, para Simón y Mansur el non plus ultra se hallaba en otro lugar: en la cocina, una construcción separada del resto de la casa. Hacia allí se apresuraron, alentando a Adelia a seguirlos.

– Gyltha es cocinera -apuntó Simón como si emergiera de las arenas de Egipto rumbo a Caná-. Nuestro prior…

– Que nunca deja de protegernos… -interrumpió Mansur.

– Nuestro muy buen prior nos ha enviado a una cocinera que está a la par de mi buena Becca. Gyltha superba. Doctora, venid a mirar lo que está preparando.

En un enorme hogar algo giraba ensartado en varillas de hierro, salpicando con grasa la turba encendida; de los calderos colgados con ganchos rezumaban vapores que olían a hierbas y a pescado; una masa de color crema reposaba en la gran mesa enharinada, lista para amasar.

– Manjares, doctora, suculento pescado, lampreas. Lampreas* ¡alabado sea el Señor!, pato guisado en miel, cordero.

Adelia nunca había visto a dos hombres tan entusiasmados. El resto del día, hasta el anochecer, se fue en desempaquetar. Había habitaciones de sobra. A la doctora le habían asignado el solar, un agradable aposento que daba al río, un lujo después de haber dormido en los dormitorios comunitarios de las posadas. Las hornacinas estaban vacías; su contenido había sido saqueado por los insurrectos, pero habían dejado los estantes, donde podría colocar sus hierbas y pociones.

Cuando finalmente la cena estuvo dispuesta, a Gyltha le irritó que Mansur y Simón se tomaran tanto tiempo en sus abluciones, y lo mismo Adelia -como si temiese que la mugre de la casa fuera perniciosa- en lavarse las manos antes de sentarse a la mesa.

– Se enfría -les espetó bruscamente-. No cocino para paganos a quienes no les importa que la buena comida se enfríe.

– No es así. De ninguna manera -le aseguró Simón.

La mesa ofrecía todas las delicias que se podían encontrar en aquellas tierras pantanosas: aves de corral y pescados. Los nostálgicos ojos de Adelia añoraron alguna que otra verdura, pero sin duda lo que allí había era apetitoso.

– Bendito seas Hashem, nuestro Dios, rey del Universo, que nos alimentas con los frutos de la naturaleza -agradeció Simón. Luego cogió de la mesa una blanca rebanada de pan, partió un trozo y se dispuso a comerlo.

Mansur invocó la bendición de Salmán el Persa, que había dado alimento a Mahoma.

– Que la buena salud nos acompañe -ofreció Adelia, y se sentaron a la mesa para compartir las viandas.

Durante el viaje en barco desde Salerno, Mansur había comido con la tripulación. Pero el último tramo de la travesía por Inglaterra había discurrido entre posadas y campamentos imponiéndolos una democracia que ninguno de ellos deseaba abandonar. En cualquier caso, dado que Mansur debía aparecer como la autoridad de la casa, habría sido incoherente que comiera en la cocina, junto con los sirvientes.

Adelia había pensado dar a conocer sus hallazgos durante la comida, pero los hombres, sabiendo qué clase de información recibirían, sólo parecían dispuestos a dejarse indigestar por la comida de Gyltha. Los elogios que estaban dedicando a los corderos, cremas y quesos eran interminables. Para ella, por el contrario, la comida era semejante al viento: necesario para propulsar barcos, aves y aspas de molinos; pero por lo demás, intrascendente.

Simón bebía vino. Un barril de su viña favorita de la Toscana había viajado con ellos porque, según se decía, los vinos ingleses eran imposibles de catar. Mansur y Adelia, como siempre hacían, bebían agua hervida y filtrada.

Simón le insistía constantemente para que bebiera vino y comiera más, a pesar de que ella explicó que había desayunado opíparamente en el priorato. Al hombre de Nápoles le preocupaba que la repulsión provocada por el examen de los cuerpos pudiera tener consecuencias en su salud. Eso le habría sucedido a él, pero Adelia lo consideraba una reconvención acerca de su profesionalidad y alegó, con tono mordaz:

– Ése es mi trabajo. ¿Para qué otra cosa he venido?

Mansur le sugirió a Simón que la dejara tranquila.

– La doctora siempre picotea, como un gorrión.

El árabe, ciertamente, no estaba picoteando.

– Engordaréis -advirtió Adelia, que sabía cuanto le horrorizaba la idea. Muchos eunucos engullían hasta transformarse en obesos.

Mansur suspiró.

– Esta mujer es una sirena de la comida. Puede llegar al alma de un hombre a través de su estómago.

A la doctora le divirtió que Mansur viera a Gyltha como una sirena.

– ¿Puedo decírselo a ella?

Para su sorpresa, él se encogió de hombros y asintió.

– Oooh… -fue la respuesta de Adelia.

En los muchos años transcurridos desde que sus padres adoptivos eligieran a Mansur como su guardaespaldas, Adelia nunca le había escuchado decir un cumplido a una mujer. Inesperada e inexplicablemente, la destinataria era una matrona que tenía cara de caballo y con quien no podía hablar en el mismo idioma.

Las dos criadas que los atendían -ambas se llamaban Matilda, y sólo se diferenciaban por las iniciales de los santos de sus parroquias, por lo que una de ellas era Matilda B. y la otra, Matilda W.- estaban tan recelosas de Mansur como si un oso amaestrado se hubiera sentado a cenar. Entre risitas nerviosas iban y venían con los platos sin acercarse al extremo donde estaba sentado Mansur y dejando la comida en la mesa para que los demás comensales se la pasaran.

«En fin, tendrán que acostumbrarse a él», pensaba Adelia.

Finalmente las criadas despejaron la mesa. Simón se preparó simbólicamente para la batalla, suspiró y apoyó la espalda en la silla.

– ¿Y bien, doctora?

– Todo son hipótesis, como podéis comprender -comenzó Adelia. Ésa era su invariable advertencia. Luego esperó a que los dos hombres manifestaran su acuerdo y respiró profundamente-. Creo que los niños fueron llevados a una cantera de cal para ser asesinados. El caso del pequeño Peter podría ser diferente. Tal vez por haber sido la primera víctima, el asesino aún no había establecido una pauta. Pero en los tres cuerpos examinados, los dos chicos tenían cal incrustada en los talones, lo que indicaría que fueron arrastrados por el suelo, y había rastros de esa sustancia en los restos de todos ellos. Sus manos y pies estaban atados con tiras de tela. -Adelia miró a Simón-. Lana negra, de buena calidad. He conservado algunas muestras.

– Preguntaré entre los mercaderes de lana.

– Uno de los cuerpos no fue enterrado. El asesino lo conservó en algún lugar seco y frío -afirmó la doctora con voz firme-. También es posible que la niña haya sido apuñalada varias veces en la zona púbica. De los niños, el cuerpo mejor preservado carece de genitales y diría que el otro también sufrió la misma brutalidad. -Simón se había cubierto la cara con las manos. Mansur estaba inmóvil-. Creo que en todos los casos se les cortó los párpados; no puedo saber si antes o después de matarlos.

– Los demonios están entre nosotros. Señor, ¿por qué permitís que los torturadores del Gehena [8] habiten en cuerpos humanos?

Adelia habría replicado que atribuir los asesinatos a la acción de fuerzas satánicas era una manera de absolver al autor de los crímenes, que de ese modo no sería más que la víctima de esas fuerzas incontrolables. Ella lo veía como un hombre rabioso, como un perro. Pero entonces pensó que admitir que estuviera enfermo era también darle una excusa para lo imperdonable.

– Mary… -La doctora hizo una pausa. No solía cometer el error de llamar a un cadáver por su nombre, restaba objetividad e introducía emoción cuando era esencial ser impersonal. No sabía cómo le había sucedido-. La niña -volvió a comenzar- tenía algo pegado en el cabello. En principio pensé que sería semen… -Simón se aferró a la mesa; Adelia se obligó a recordar que no estaba hablando con sus alumnos-. No obstante, el objeto ha conservado su forma rectangular original, probablemente fuera un dulce. Debemos considerar especialmente la hora y el lugar en que fueron descubiertos los cuerpos -prosiguió serena-. Fueron encontrados en el barro; había restos de lodo sobre ellos, pero el pastor que los encontró aseguró al prior Geoffrey que no estaban allí el día anterior. Por lo tanto, fueron trasladados desde el lugar donde estaban guardados, sobre cal, hasta el sitio donde los encontraron esta mañana, sobre el lodo.

Como si no hubiera pasado un año.

Simón trataba de interpretar la mirada de Adelia

– Esta mañana llegamos a Cambridge -recordó-. La noche anterior estuvimos en… ¿cómo se llamaba ese lugar?

– Era un paraje de las colinas de Gog Magog. De cal.

Mansur comprendió lo que Adelia intentaba decir.

– Entonces, ese perro los trasladó durante la noche. ¿Para nosotros?

Adelia se encogió de hombros. Sólo se pronunciaba sobre aquello que podía ser demostrado. Los demás debían sacar sus propias conclusiones. La doctora esperaba las de Simón de Nápoles. El viaje compartido había incrementado su respeto hacia él. El candor que mostraba en público no era fingido, sino su manera de reaccionar cuando estaba con gente. Pero en modo alguno revelaba su brillante y rauda capacidad analítica. Sólo cuando se quedaba con Mansur y con ella, tenía la gentileza de permitirles ver cómo funcionaba su cerebro.

– Lo hizo. -Simón golpeó suavemente la mesa con los puños-. Hay demasiadas conexiones como para suponer que sea una coincidencia. ¿Durante cuánto tiempo estuvieron desaparecidos los pequeños? ¿Un año en uno de los casos? Pero bastó que la caravana de peregrinos se detuviera en el camino y nuestro carro subiera por la colina para que todos ellos fueran hallados.

– Nos ve -observó Mansur.

– Nos vio.

– Y traslada los cuerpos.

– Trasladó los cuerpos. ¿Y por qué? -Simón mostró las palmas de las manos-. Tenía miedo de que descubriéramos el escondite donde los guardaba.

Adelia asumió el rol de abogado del diablo.

– ¿Por qué le asustaría que nosotros los encontráramos? Otras personas sin duda se han adentrado en esas colinas durante los últimos meses y no lo hicieron.

– Tal vez no hayan sido tantas. ¿Cómo se llamaba la colina? El prior me lo dijo. -Simón se dio un golpecito en la frente y luego miró a la criada que entraba para despuntar el pabilo de las velas-. Ah, Matilda.

– Sí, señor.

– Wand-le-bury Ring -enunció Simón inclinándose hacia delante. La joven abrió mucho los ojos, hizo la señal de la cruz y volvió por el camino por el que había venido. Simón miró a su alrededor-. Wandlebury Ring -repitió-, lo que suponía. Nuestro prior estaba en lo cierto. El lugar está relacionado con una superstición. Nadie se acerca allí, sólo las ovejas. Pero esa noche nosotros lo hicimos. Y él nos vio. ¿Qué hacíamos allí? Lo desconocía. ¿Armar nuestras tiendas de campaña? ¿Pasar la noche? ¿Recorrer el terreno? Sin la certeza de nuestros propósitos se asustó, puesto que allí estaban los cuerpos y podíamos encontrarlos. No tuvo otra opción que cambiarlos de lugar. -Simón se recostó de nuevo en el respaldo de la silla-. Su guarida está en Wandlebury Ring.

«Nos vio». Imágenes de unas alas de murciélago que se agitaban sobre una pila de huesos, un hocico olfateando el aire para detectar intrusos y unas garras que súbitamente se clavaban en ella sobrecogieron a Adelia.

– Entonces, ¿desenterró los cuerpos? ¿Los llevó a otro lugar? ¿Los dejó donde pudieran ser encontrados? -preguntó Mansur. La incredulidad daba a su voz un tono más agudo del habitual-. ¿Puede ser tan necio?

– Trataba de desorientarnos para que no supiéramos que los cuerpos habían estado en contacto con cal -explicó Simón-. No contaba con que la doctora Trótula estuviera aquí.

– Tal vez quería que se encontraran -sugirió Adelia-. ¿Estará riéndose de nosotros?

De repente apareció Gyltha.

– ¿Quién intenta asustar a mis Matildas? -increpó con agresividad, blandiendo unas tijeras en actitud amenazante. Simón cruzó las manos sobre el regazo.

– Wand-le-bury Ring, Gyltha -pronunció lentamente Simón.

– ¿Qué pasa con ese lugar? No creerán lo que dicen sobre él, ¿no? ¿Cacería salvaje? No me llevo bien con esas cosas. -Gyltha bajó el candil y comenzó a recortar la punta de la vela-. Es sólo una maldita colina. No me llevo bien con las colinas.

– ¿Cacería salvaje? -preguntó Simón-. ¿Qué significa eso?

– Un grupo de malditos perros con ojos rojos dirigidos por el príncipe de la oscuridad. No creo una palabra. Para mí no son más que vulgares asesinos de ovejas. Y tú, Ulf, sal de ahí, mugriento, antes de que te eche los perros encima.

En el otro extremo del salón había una galería. La escalera estaba oculta por una puerta disimulada en el revestimiento de madera, de la que en ese momento asomó sigilosamente la pequeña y poco agraciada figura del nieto de Gyltha. Murmuraba y miraba a los extranjeros.

– ¿Qué dice el chico?

– Nada. -Gyltha le dio un coscorrón y lo llevó hacia la cocina-. Pregúntenle a ese holgazán de Wulf. Dice que vio una vez la cacería salvaje. Lo contará todo a cambio de una cerveza.

Cuando Gyltha se marchó, Simón repitió:

– Cacería salvaje, benandanti, chausse sauvage, das woden he-re. Es una superstición extendida por toda Europa, con más o menos variaciones. Siempre hay perros con ojos flameantes, un terrible jinete negro y muerte para aquellos que los ven.

El silencio reinó en la sala. Adelia fue consciente de la oscuridad más allá de las dos celosías abiertas, donde animales invisibles hacían crujir la maleza. Desde los juncos del río, el primaveral canto de un ave que les había acompañado durante la cena le pareció el augurio de infaustos sucesos. La doctora se frotó los brazos: tenía la piel de gallina.

– Entonces, ¿debemos suponer que el asesino vive en la colina? -preguntó Adelia.

– Es posible que así sea -respondió Simón-, o tal vez no. En mi opinión, los niños desaparecieron en los alrededores de la ciudad, aunque no es probable que llegaran hasta la colina por su cuenta. Ni tampoco que una criatura pasee habitualmente por ese lugar de forma que él sólo tuviera que acechar hasta que se acercaron. O bien llegaron allí atraídos por algo, lo que también es improbable dado que hay una distancia de varias millas, o fueron trasladados. En consecuencia, podemos presumir que nuestro hombre busca a sus víctimas en Cambridge y utiliza la colina como lugar para cometer los crímenes. -Simón parpadeó ante su copa de vino como si la viera por primera vez-. ¿Qué diría mi Becca de todo esto? -se preguntó, y bebió un sorbo. Adelia y Mansur aguardaron. Había algo más. Algo que había estado rondándoles y por fin se abría paso-. Hay otra explicación… -Simón comenzó a hablar lentamente-, que no me gusta, pero debo considerar. Casi con certeza, nuestra presencia en la colina precipitó el traslado de los cuerpos. ¿Qué habría ocurrido si en lugar de haber sido detectados por un asesino que ya estaba in situ, un hecho muy fortuito, lo hubiéramos llevado con nosotros? -Ese «algo» ya estaba dentro de la habitación-. ¿A quién estábamos atendiendo? Al prior Geoffrey. ¿Qué estuvieron haciendo los demás miembros de nuestro grupo esa larga noche? ¿Eh? Amigos míos, tenemos que considerar la posibilidad de que nuestro asesino sea uno de los peregrinos que encontramos en Canterbury.

Más allá de las celosías, la noche se volvió más oscura.

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