Epílogo

Ya se van los jueces ambulantes, por la vía romana, desde Cambridge hasta la próxima ciudad donde comenzarán nuevos procesos. Suenan las trompetas, los alguaciles echan a patadas a los excitados niños y los perros ladran al paso de ornamentados caballos y palanquines. Los sirvientes espolean a las mulas cargadas con rollos de vitela repletos de palabras; los secretarios garabatean en sus pizarras; los perros responden al chasquido del látigo de su amo.

Se han ido. El camino está vacío, excepto por humeantes pilas de estiércol. Una nueva Cambridge rastrillada y adornada suspira con alivio. En el castillo, el alguacil Baldwin se retira a descansar con un paño húmedo en la cabeza mientras, en el patio, los cadáveres se balancean en el cadalso bajo la brisa de mayo, que esparce capullos sobre ellos como una bendición.

Hemos estado demasiado ocupados con nuestros propios asuntos para observar a los tribunales en acción. Pero si los hubiéramos observado, habríamos sido testigos de algo nuevo, de algo maravilloso, de un momento crucial en el que las leyes de Inglaterra dieron un gran salto desde la oscuridad y la superstición hacia la luz.

Durante las sesiones de los tribunales nadie fue arrojado al estanque para comprobar si era inocente o culpable del crimen que le imputaban (era inocente el que se hundía y culpable el que flotaba). No se fundió hierro en la mano de mujer alguna para demostrar que había robado, matado, etcétera (si la quemadura se curaba en el transcurso de cierto número de días, era exonerada. De lo contrario, castigada).

Tampoco el dios de las batallas solventó las disputas territoriales (que hasta hace poco las partes en liza resolvían peleando hasta que uno de ellos muriera o gritara «cobarde» y arrojara su espada en señal de rendición).

No. Nadie solicitó la opinión del dios de las batallas, del agua, del hierro candente, como lo habían hecho hasta entonces. Enrique Plantagenet no creía en ellos. En su lugar, fueron doce hombres los encargados de considerar las pruebas sobre el crimen o el pleito en cuestión para luego decir a los jueces si en su opinión eran suficientes.

Esos hombres formaron lo que se dio en llamar un jurado. Una primicia.

Hubo otra novedad. En lugar de la antigua tradición legal según la cual cada barón o señor feudal podía sentenciar a aquellos que le habían perjudicado y colgarlos de acuerdo con su criterio, Enrique II otorgó a los ingleses un sistema legal metódico y único, aplicable en todo el reino y denominado derecho consuetudinario.

¿Y dónde está ese astuto rey que facilitó a la civilización semejantes adelantos?

Ha dejado que los jueces procedieran y se ha ido de caza. Podemos oír a sus perros ladrando por las colinas.

Tal vez sabe, como nosotros, que sólo permanecerá en el recuerdo popular por el asesinato de Tomás Becket.

Quizá sus judíos sepan -lo saben- que aunque fueron absueltos en Cambridge seguirán llevando el estigma del asesinato ritual de niños y serán castigados por los siglos de los siglos.

Así son las cosas.

Que Dios nos bendiga a todos.

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