Capítulo 4

A medida que se acercaban a la gran puerta de la abadía de Barnwell, el lejano castillo de Cambridge se iba haciendo visible en la única elevación que había en varias millas a la redonda. Las ruinas de la torre, que se había incendiado el año anterior, y el andamiaje que las rodeaba le conferían a su silueta un aspecto descuidado y espinoso. Aunque comparado con las grandes ciudadelas que Adelia había visto en las laderas de los Apeninos era una fortaleza más bien pequeña, otorgaba un rudo encanto al paisaje.

– La construyeron los romanos -señaló el prior Geoffrey- para evitar que los enemigos cruzaran el río, pero, como muchas otras, no sirvió para derrotar ni a los daneses ni a los vikingos, ni tampoco al duque Guillermo de Normandía, que después de derribarla tuvo que reconstruirla de nuevo.

La caravana se había reducido. La priora se había adelantado a toda velocidad, llevando consigo a su monja, su caballero y su primo, Roger de Acton. Los comerciantes habían tomado el camino hacia Cherry Hinton.

El prior Geoffrey, exultante y nuevamente a caballo, iba a la cabeza de la procesión inclinándose hacia el pescante del carro tirado por mulas para hablar con sus salvadores. Con el ceño fruncido, su caballero, sir Gervase, cerraba el desfile.

– Cambridge les sorprenderá -iba diciendo el prior-, tiene una buena escuela pitagórica a la que asisten estudiantes de distintos lugares. A pesar de ser una ciudad del interior, su puerto fluvial es muy activo, casi tanto como Dover, aunque felizmente hay menos franceses. Las aguas del Cam pueden ser lentas, pero son navegables hasta su unión con el río Ouse, que a su vez desemboca en el mar del Norte. Me atrevería a decir que son pocos los países de Occidente que no llegan a nuestros muelles con sus mercancías, distribuidas luego por toda Inglaterra en caravanas de mulas que parten de las vías romanas que atraviesan la ciudad.

– ¿Y cuáles son las mercancías que salen de Inglaterra? -preguntó Simón.

– Lana. Excelente lana de Anglia Oriental -repuso el prior Geoffrey con una sonrisa que dejaba a la vista la satisfacción del prelado cuyas tierras proporcionaban buena parte de esa lana-, pescados ahumados, anguilas, ostras. Oh, sí, maese Simón, Cambridge podría calificarse como próspera en lo comercial y, me atrevería a decir, cosmopolita en su manera de pensar.

¿Se atrevía a decirlo? Su corazón sentía cierto recelo cuando miraba a los tres ocupantes del carro. Incluso en una ciudad acostumbrada a ver escandinavos bigotudos, plebeyos con zuecos, rusos de ojos rasgados, templarios, caballeros hospitalarios de San Juan llegados de Tierra Santa, magiares con sombreros de piel de astracán, encantadores de serpientes, dudaba que pudiera pasar desapercibido ese trío de seres extraños. Echó un vistazo a su alrededor y se agachó un poco más.

– ¿Habéis pensado en cómo presentaros? -susurró.

– Teniendo en cuenta que nuestro buen Mansur ya es merecedor de crédito por haberos curado, excelencia, pienso continuar con el engaño presentándolo como médico; la doctora Trótula y yo seremos sus ayudantes. ¿Será el mercado un lugar apropiado? Debemos encontrar un lugar donde realizar nuestras indagaciones.

– ¿En ese condenado carro? -Simón de Nápoles había logrado provocar la indignación del prior-. ¿Haréis que lady Adelia reciba los escupitajos de las feriantes? ¿Permitiréis que la asedien los vagabundos? -El prior trató de calmarse-. Comprendo que, dado que en Inglaterra no hay médicos mujeres, es necesario disfrazar su profesión. Ciertamente, la tendrán por una extravagancia -«más de lo que en verdad es», pensó-. Pero no la degradaremos a la altura de una prostituta chillona. La nuestra es una ciudad respetable, maese Simón, podemos ofreceros algo mejor que eso.

– Excelencia -se limitó a decir Simón, con una inclinación, mientras pensaba para sus adentros: «Sabía que lo haríais».

– También sería prudente que ninguno de vosotros declare su fe, o su falta de ella -continuó el prior-. Cambridge es como una ballesta bien tensada, cualquier anormalidad podía volver a aflojarla. -Especialmente, pensó el religioso, si esas tres anormalidades estaban decididas a ponerla a prueba.

El prior hizo una pausa. El recaudador de impuestos estaba junto a ellos y frenaba su caballo para que fuera al paso de la mula. Hizo un ademán en señal de respeto al prior, saludó con la cabeza a Simón y a Mansur y se dirigió a Adelia.

– Señora, hemos compartido esta caravana y aún no hemos sido presentados. Sir Roland Picot, a vuestras órdenes. Rowley para los amigos. Permitidme felicitaros por haber sido la artífice de la recuperación de nuestro buen prior.

Simón se inclinó hacia él.

– Las felicitaciones le corresponden a este hombre, señor -aclaró, señalando a Mansur-. Él es nuestro doctor.

– ¿Seguro? He tenido noticia de que se oyó una voz femenina dirigiendo la operación.

«¿Quién habría hecho circular aquello?», se preguntó Simón.

– Di algo -pidió a Mansur en árabe, dándole un codazo. Mansur lo ignoró. Simón le golpeó subrepticiamente el tobillo-. Háblale, zoquete.

– ¿Qué es lo que ese gordo quiere que diga?

– El doctor se siente complacido de haber podido servir al prior -explicó Simón al recaudador-. Dice que espera atender del mismo modo a todos los habitantes de Cambridge que deseen consultarlo.

– ¿Ah, sí? -replicó sir Rowley Picot, evitando mencionar que sabía árabe-. Su voz es asombrosamente aguda.

– Exactamente, sir Roland -afirmó Simón-. Su voz puede ser confundida con la de una mujer. -Y agregó en tono más confidencial-: Debo informaros de que cuando era un niño el señor Mansur fue recogido por unos monjes que, al oírlo cantar, descubrieron su maravillosa voz y se aseguraron de que la conservara para siempre.

– ¡Un castrato, Dios mío! -exclamó sir Roland, observando al sarraceno.

– Ahora se dedica a la medicina, por supuesto -aseguró Simón-, pero cuando canta en alabanza al Señor, los ángeles lloran de envidia.

Mansur, que había oído la palabra «castrato», comenzó a proferir insultos, causando más llanto en los ángeles con sus diatribas a los cristianos, en general, y con sus alusiones al morboso afecto entre los camellos y las madres de los monjes bizantinos que lo habían castrado, en particular. El timbre de su voz de soprano rivalizaba con el canto de los pájaros y se fundía en el aire como un carámbano.

– ¿Lo veis, sir Rowley? -insistió Simón-. Sin duda, ésa fue la voz que se oyó.

– Así debió ser -acordó sir Roland-. Así debió ser -repitió, sonriendo a modo de disculpa.

El recaudador siguió tratando de conversar con Adelia, pero las respuestas de la doctora fueron breves y hoscas. Estaba harta de los molestos ingleses. Era el campo lo que atraía su atención. Como había vivido entre colinas, pensaba que la llanura no le gustaría. No había imaginado cielos tan enormes, ni el significado que conferían a un árbol solitario, a una rara chimenea torcida, a la torre de una iglesia que se recortara contra él. El terreno dibujaba un damero verde esmeralda y negro. La diversidad de verdes le sugería que podría descubrir muchas hierbas desconocidas.

Y sauces. El paisaje estaba lleno de estos árboles, bordeando los arroyos, las zanjas y los senderos. Sauces para contener las riberas de los ríos, sauces dorados, blancos, grises, sauces cabrunos, sauces para hacer paletas de madera para jugar al criquet y para obtener mimbre, y una variedad llamada sarga, un sauce muy hermoso con los destellos del sol moteando sus ramas y más bello aún porque su corteza proporciona un brebaje que alivia los dolores.

Adelia fue impulsada hacia delante cuando Mansur frenó a las mulas. La procesión se había detenido abruptamente porque el prior Geoffrey había levantado una mano y había comenzado a rezar. Los hombres se quitaron los sombreros y los sostuvieron junto a su pecho.

Al traspasar la gran puerta del monasterio vieron un carro salpicado de barro. La sucia tela que lo cubría dibujaba la forma de tres pequeños bultos debajo. El hombre que conducía los caballos iba con la cabeza gacha. Lo seguía una mujer, gritando y rasgándose las vestiduras.

Los niños desaparecidos habían sido hallados.


Dentro del predio de San Agustín, en Barnwell, se encontraba la iglesia de San Andrés, un templo de unos doscientos pies de longitud, esculpido y ornamentado para mayor gloria de Dios. Pero ese día, la luminosidad del sol estival que se filtraba por las altas ventanas ignoraba el artesonado del techo, los rostros de piedra de los priores cuyas tumbas rodeaban las paredes, la estatua de San Agustín, el fastuoso pulpito, el brillo del altar y el tríptico. En su lugar, caía como una saeta sobre los tres pequeños ataúdes colocados en la nave, cada uno de ellos cubierto con un paño violeta, y sobre las cabezas de los hombres y mujeres que, ataviados con sus ropas de trabajo, se habían reunido en torno a ellos.

Los restos habían sido hallados esa mañana en una cañada, cerca del dique Fleam. Un pastor se había topado con ellos al amanecer, y desde entonces no había dejado de temblar.

– No estaban allí anoche, os lo juro, prior. No podía creer que fueran ellos. Los zorros no los habían atacado. Estaban tendidos uno al lado del otro, Dios los bendiga. Muy ordenados, podría decirse… -Una náusea le impidió continuar.

Sobre cada uno de los cuerpos alguien había colocado un objeto semejante a los hallados en los lugares donde los niños habían desaparecido: una suerte de Estrella de David hecha con juncos.

El prior Geoffrey dio orden de que los tres bultos fueran trasladados a la iglesia, resistiendo los desesperados intentos de una de las madres por quitarles el paño que los cubría. Había enviado un mensajero al castillo para alertar al alguacil de que podían ser nuevamente atacados y para pedirle que -dado que tenía potestad para investigar las causas de muertes violentas- examinara inmediatamente los restos y llevara a cabo una investigación entre toda la población. Así había logrado mantener la calma, pero los ánimos subyacían exaltados.

La voz del prior resonó con la convicción necesaria para apaciguar los gritos de la madre, que se transformaron en un llanto silencioso cuando le garantizó que la muerte sería esclarecida.

«No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la última trompeta» [4]

El perfume de los jacintos silvestres que crecían junto a las puertas, que en ese momento estaban abiertas, y el incienso que impregnaba el interior conseguían tapar el hedor de los cuerpos en descomposición. Y el canto prístino de los canónigos casi lograba hacer inaudible el zumbido de las moscas que, atrapadas bajo el paño violeta, trataban de escapar.

Las palabras de San Pablo mitigaban en parte el dolor del prior, que imaginaba las almas de los niños irrumpiendo en las praderas celestiales. Pero no acallaban su ira, porque habían sido catapultados hacia aquéllas antes de tiempo. Dos de los niños le eran desconocidos, pero el otro se trataba de Harold, el hijo del vendedor de anguilas, pupilo suyo en la escuela de San Agustín. Un niño brillante, de seis años, que asistía a clases una vez a la semana. Había sido identificado por su cabello rojo. Todo un pequeño sajón. En otoño se había deleitado con las manzanas del huerto del priorato.

«Y yo le pegué en el trasero por eso», pensó el prior.

Oculta tras una columna en la parte posterior de la iglesia, Adelia observaba que en los rostros que rodeaban los ataúdes surgía poco a poco cierto consuelo. La estrecha relación entre el priorato y el pueblo le desconcertaba. En Salerno, los monjes, incluso aquellos que salían al mundo a desempeñar su tarea, mantenían cierta distancia entre ellos y los feligreses.

– Pero nosotros no somos monjes -le había explicado el prior Geoffrey-, somos canónigos.

La diferencia parecía ser sutil. Ambos vivían en comunidad, eran célibes y servían al dios de los cristianos. No obstante, en Cambridge esa diferencia determinaba la vida cotidiana.

Cuando las campanas de la iglesia dieron la noticia de que los niños habían sido hallados, los habitantes de la ciudad llegaron corriendo para abrazar y ser abrazados en su dolor.

– Nuestra orden es menos rígida que la benedictina o la cisterciense -había aclarado el prior-. Dedicamos menos tiempo a la oración y al canto y más a la educación, a brindar ayuda a los pobres y enfermos, a oír confesiones y a las tareas parroquiales en general. Seguramente estáis de acuerdo con nosotros, mi querida doctora, todo con moderación -había añadido, tratando de sonreír.

Adelia lo vio bajar del coro -después de haber pedido a los presentes que se retiraran-, mientras caminaba hacia la luz del sol junto a los padres, a los que prometía oficiar los funerales… «y descubrir al demonio que ha hecho esto».

– Sabemos quién lo ha hecho, prior -anunció uno de los padres.

Las expresiones de anuencia resonaron como gruñidos caninos.

– No pueden ser los judíos, hijo. Todavía están dentro del castillo.

– Ellos tienen sus propias maneras de salir.

Los cuerpos, todavía debajo de los paños violetas, fueron respetuosamente retirados. El alguacil, luciendo el sombrero de magistrado -que indicaba que estaba a cargo de la investigación- los acompañó cuando atravesaron una de las puertas laterales.

La iglesia se quedó vacía. Simón y Mansur decidieron, prudentemente, no adentrarse en ella. ¿Un judío y un sarraceno en medio de esas piedras sagradas? ¿En un momento como ése?

Con el morral de cuero de cabra a sus pies, Adelia permanecía oculta entre las dos columnas más cercanas a la tumba de Paulus, el primer canónigo de San Agustín de Barnwell, que había ido a ocupar su lugar junto a Dios en el año de Nuestro Señor de 1151. La inquietaba lo que se avecinaba. Hasta entonces, nunca había rehuido la responsabilidad de realizar un examen post mórtem. Y tampoco lo haría ahora. Para eso estaba allí.

– Os envío a cumplir esta misión junto a Simón de Nápoles no sólo porque sois el único anatomista que habla inglés, sino porque sois la mejor de todos -había dicho Gordinus.

– Lo sé -había respondido ella-, pero no quiero ir.

Se había visto obligada a hacerlo: el rey de Sicilia así lo había ordenado.

En la fría sala de piedra de la escuela de medicina de Salerno donde se hacían las disecciones utilizaba siempre sus propios instrumentos, y su asistente era Mansur. A su padre adoptivo, que dirigía esas actividades, le confiaba la tarea de dar a conocer sus hallazgos a las autoridades. Porque, aun cuando Adelia era capaz de interpretar lo que decían los cuerpos de los muertos mejor que su padre y que cualquier otra persona, era preciso mantener la creencia de que lo concerniente a los cuerpos enviados por su signoria era competencia del doctor Gershom ben Aguilar. Incluso en Salerno, donde se permitía practicar la medicina a las mujeres, la disección de cadáveres -muy útil para entender cómo se había producido la muerte y, con mucha frecuencia, a manos de quién- era profundamente repudiada por la Iglesia.

Por el momento, la ciencia vencía a la religión. Otros médicos conocían la utilidad del trabajo de Adelia y era un secreto a voces entre las autoridades laicas. Pero si un funcionario hiciera llegar una queja al Papa, sería expulsada de la morgue y, muy posiblemente, incluso de la escuela de medicina. De modo que, aunque esa hipocresía lo avergonzaba, Gershom obtenía prestigio gracias a descubrimientos que no eran suyos.

Era lo más conveniente para Adelia, cuyo deseo era permanecer en segundo plano. Como médica, los ojos de la Iglesia no se posaban sobre ella; como mujer, contrariamente a lo esperado, le aburría hablar de temas femeninos; no sabía hacerlo. Semejante a un erizo mezclado entre las hojas otoñales, era punzante con aquellos que trataban de sacarla a la luz.

Pero tratándose de enfermos, las cosas eran distintas. Antes de que se dedicara a trabajar con cadáveres, los que padecían enfermedades habían visto en Adelia una faceta que muy pocos habían percibido y aún la recordaban como un ángel sin alas. Los hombres a los que curaba solían enamorarse de ella y el prior se habría sorprendido al saber que había recibido más propuestas matrimoniales que muchas salernitanas ricas y hermosas. Todas habían sido rechazadas. En la morgue de la escuela, en Salerno, se decía que a Adelia un hombre sólo le despertaba interés si estaba muerto.

Cadáveres de todas las edades llegaban hasta aquella larga mesa de mármol de la escuela desde el sur de Italia y Sicilia, enviados por su signoria y los praetori, que tenían razones para querer enterarse de cómo y por qué se habían producido las muertes. Habitualmente Adelia lo descubría. Los cadáveres eran su material de trabajo, tan normal como una horma para un zapatero. Incluso si se trataba de niños. Tenía la convicción de que la verdad sobre su muerte no debía ser sepultada junto con ellos. Pero esos casos, siempre lamentables, la perturbaban, y si se trataba de asesinatos, la conmocionaban enormemente. Los cuerpos que la aguardaban ahora serían probablemente más terribles que todos los que había visto. No sólo eso, debía examinarlos en secreto, sin el instrumental que le proporcionaba la escuela, sin la ayuda de Mansur y, sobre todo, sin el aliento de su padre adoptivo: «Adelia, debéis evitar el pavor. Estáis trabajando para combatir la crueldad humana».

Nunca le había dicho que estuviera combatiendo el mal; al menos, no el Mal con mayúscula, porque Gershom ben Aguilar creía que el hombre era artífice de su propia bondad y maldad. Dios y el diablo no tenían nada que ver en ello. Pero sólo podía predicar esa doctrina en la escuela de medicina de Salerno, e incluso allí con ciertas reservas.

La autorización para que ella llevara a cabo su particular investigación en una retrógrada ciudad inglesa -donde podía ser apedreada por realizarla- era en sí misma extraordinaria. Simón de Nápoles había librado una ardua batalla para lograrla. El prior se había mostrado reticente a dar su permiso; le horrorizaba pensar que una mujer pudiera estar en condiciones de hacer semejante tarea y le asustaba lo que sucedería si se corría la voz de que una extranjera había estado escudriñando y palpando los cadáveres de esos pobres niños.

– Cambridge lo tildará de profanación… Yo mismo no estoy seguro de que no lo sea.

– Excelencia, permitid que descubramos de qué manera murieron los niños, puesto que los judíos encarcelados no han tenido participación en esos crímenes. Vos y yo somos hombres de nuestro tiempo, sabemos que las alas no brotan de los hombros de las personas. En algún lugar, un asesino se mueve impunemente. Permitid que esos pequeños y tristes cuerpos nos digan quién es. La muerte habla con la doctora Trótula. Ellos le hablarán.

– Es algo que va en contra de los preceptos de la Santa Madre Iglesia, significaría profanar la santidad del cuerpo -respondió el prior Geoffrey, para quien los muertos que hablaban pertenecían a la misma categoría que los humanos alados.

Simón prometió entonces que no se diseccionarían los cuerpos, que sólo se examinarían, a lo que el prior finalmente accedió. El hombre de Nápoles sospechaba que el religioso les había dado su consentimiento no porque creyera que los cuerpos pudieran revelar algo, sino por temor a que -si la petición era rechazada- Adelia pudiera regresar al lugar del que había venido, dejándolo solo ante la próxima arremetida de su vejiga.

De modo que Adelia se vio sola, en un país donde no quería estar, teniendo que enfrentarse a la peor de las atrocidades.

«Pero ése, Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, es vuestro propósito», se dijo. En momentos de vacilación, le gustaba enumerar los patronímicos que, al igual que su educación y sus extraordinarias ideas, le habían procurado pródigamente el hombre y la mujer que la habían recogido de la vasija, entre la lava del Vesubio, para llevarla a su hogar. «Sois la única capaz de hacerlo, de modo que… hacedlo».

De los tres objetos hallados sobre los cuerpos de los niños muertos, uno ya había sido enviado al alguacil; otro fue hecho añicos por un padre fuera de control y el tercero, rescatado in extremis por el prior, le había sido entregado discretamente a la doctora, que en ese instante lo tenía en la mano.

Tratando de no llamar la atención, lo levantó cuidadosamente para verlo a través de un rayo de luz. Estaba hecho de juncos, bella e intrincadamente entretejidos, y formaba un quincunce. Si el tejedor pretendía que fuera una Estrella de David, faltaba uno de los vértices. ¿Un mensaje? ¿Un intento de incriminar a los judíos por parte de alguien con pocas nociones de judaismo? ¿Una firma?

En Salerno, pensaba Adelia, habría sido posible localizar al limitado número de personas con destreza suficiente para hacer esa estrella, pero en Cambridge, donde los juncos crecían indiscriminadamente en las orillas de los ríos y arroyos, la cestería era una actividad doméstica. En el corto trecho que conducía hasta el priorato había visto a mujeres sentadas en la puerta de sus casas con las manos ocupadas en tejer esteras y canastos que eran verdaderas obras de arte, y a hombres que hacían intrincados techos de juncos. No, no había nada que esa estrella pudiera decirle por el momento.

El prior Geoffrey regresó, un poco más animado.

– El magistrado ha visto los cuerpos y ha dispuesto que se haga una investigación.

– ¿Y a qué conclusiones ha llegado?

– Los declaró muertos. -Adelia parpadeó-. Sí, sí, era su deber. Los magistrados no son elegidos en virtud de sus conocimientos médicos. De momento, los restos reposan en la cámara de Santa Berta. Es un sitio tranquilo y frío, un poco oscuro para vuestro propósito, pero hemos puesto faroles. El velatorio, por supuesto, habrá que demorarlo hasta que vuestro examen haya concluido. Oficialmente, estáis aquí para amortajarlos. -Adelia volvió a parpadear-. Sí, sí. Será visto como algo extraño, pero soy el prior de esta orden y sólo Dios Todopoderoso tiene más autoridad que yo.

El prior la condujo ampulosamente hacia la puerta lateral de la iglesia y le dio instrucciones. Una novicia que estaba desmalezando el jardín del claustro los miró con curiosidad, pero bastó que su superior chasqueara los dedos para que volviera a concentrarse en su trabajo.

– Os acompañaría, pero debo ir al castillo para discutir ciertas eventualidades con el alguacil. Que esto quede entre nosotros: estamos tratando de prevenir otro tumulto.

Mientras miraba a aquella figura menuda, vestida de marrón, que andaba trabajosamente cargando con su morral de cuero de cabra, el prior rogó que por esa vez las leyes de la ciencia y la de Dios Todopoderoso coincidieran.

Regresó a la iglesia con la intención de tomarse un minuto para orar ante el altar, pero una gran sombra que se acercó desde una de las columnas de la nave lo sorprendió desagradablemente. En la mano llevaba un rollo de vitela.

– ¿Qué os trae por aquí, sir Roland?

– Vengo a rogar que me sea permitido observar los cuerpos en privado, excelencia -explicó el recaudador de impuestos-, pero tal parece que alguien se me ha adelantado.

– Esa tarea corresponde al magistrado que investiga, que ya la ha realizado. En un par de días comenzará la búsqueda para encontrar al asesino.

Sir Roland señaló la puerta lateral con la cabeza.

– Sin embargo, os he oído dar instrucciones a la dama para que los examine más exhaustivamente. ¿Creéis que ella puede descubrir algo más?

El prior Geoffrey miró a su alrededor en busca de ayuda, pero no la encontró.

– ¿De qué manera puede lograrlo? ¿Hará magia? ¿Invocará a sus espíritus? ¿Es una nigromante? ¿Una bruja?

El recaudador de impuestos había ido demasiado lejos.

– Esos niños son sagrados para mí, hijo, tanto como esta iglesia. Debéis partir -repuso serenamente el prior.

– Os ruego que me perdonéis, prior -se disculpó sir Roland, que no parecía apenado-. Pero este asunto también es de mi incumbencia, según declara esta orden del rey. -El recaudador hizo flamear el rollo de manera que el sello real quedara a la vista-. ¿Quién es esa mujer?

Cualquier orden real estaba por encima de la autoridad del prior de una congregación religiosa, aun cuando su palabra estuviera próxima a la de Dios.

– Es una doctora versada en procesos mórbidos -declaró, vacilante, el prior Geoffrey.

– Por supuesto, Salerno. Debí haberlo imaginado -se dijo el recaudador de impuestos y silbó con satisfacción-. Una mujer médica, procedente del único lugar de la cristiandad donde eso no implica una contradicción.

– ¿Estáis al tanto de ello?

– Pasé por allí una vez.

El prior alzó una mano admonitoria.

– Sir Roland, por la seguridad de esa joven, por la paz de esta comunidad y de la ciudad, lo que os he contado debe quedar dentro de estas paredes.

– «Vir sapiens quipauca loquitur» [5], excelencia. Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.

No tan sabio como astuto, pensó el prior, pero probablemente capaz de guardar silencio. ¿Cuál era el propósito de ese hombre? Una súbita idea hizo que el prior extendiera su mano.

– Dejadme ver el documento. -Le echó un vistazo y se lo devolvió a sir Roland-. No es más que la acreditación habitual de un recaudador de impuestos. ¿Acaso el rey ha decidido gravar la muerte?

– De ninguna manera. -La idea parecía haber ofendido a sir Roland-. O al menos no más que de costumbre. Pero si la dama va a realizar una investigación extraoficial, tanto la ciudad como el priorato podrían ser objeto de impuestos punitivos. No estoy diciendo que vaya a ocurrir, pero podrían aplicarse las consabidas multas arbitrarias, confiscación de bienes y otras medidas similares. -Las regordetas mejillas de sir Roland se abultaron en una sonrisa cómplice-. Salvo, por supuesto, que yo esté presente para verificar que todo está en orden.

El prior había sido vencido. Hasta entonces Enrique II se había controlado, pero parecía del todo irrefutable que en la próxima sesión de los tribunales superiores Cambridge seria multada, porque allí había muerto uno de los judíos que más ganancias proporcionaba al rey. Cualquier infracción a sus leyes otorgaba al monarca la oportunidad de llenar sus arcas a expensas de los infractores. El rey tenía muy en cuenta la palabra de sus recaudadores, los más temidos entre los funcionarios reales. Si éste en particular le informaba sobre alguna irregularidad relacionada con la muerte de los niños, los dientes de ese codicioso leopardo Plantagenet arrancarían a la ciudad su corazón.

– ¿Qué queréis de nosotros, sir Roland? -preguntó el prior Geoffrey, abatido.

– Quiero ver los cuerpos.

Esas palabras, pronunciadas serenamente, sacudieron al prior como un látigo.


La antigua cueva donde la sajona Santa Berta había pasado su vida adulta -hasta que abruptamente los invasores daneses acabaron con ella- era del todo inadecuada para la labor de Adelia. Aparte de que sus espesos muros conservaban el frío del interior y de que estaba aislada en medio de un pantano -en el extremo más lejano de las praderas pobladas de ciervos de Barnwell-, su estrechez y oscuridad no podía suplirse con los faroles que el prior había provisto. La rendija que hacía las veces de ventana estaba cerrada con un cilindro de madera. Las plantas de perifollo que llegaban a la altura de la cintura proliferaban alrededor de una minúscula puerta debajo de un arco.

Al demonio con todo aquel secreto. Sería necesario dejar la puerta abierta para tener suficiente luz. El lugar estaba invadido por las moscas que trataban de entrar. ¿Cómo esperaban que pudiera trabajar en esas condiciones?

Adelia puso su morral de cuero de cabra sobre la hierba y lo abrió para verificar su contenido. Cuando volvió a hacer el inventario tuvo que admitir que estaba demorando el momento en que tendría que abrir la puerta.

Se sintió ridicula. No era una aficionada. Se arrodilló rápidamente y pidió a los muertos que estaban del otro lado de la puerta que la perdonaran por manipular sus restos. Pidió que le recordaran el respeto que les debía. «Permitidme que vuestra carne y vuestros huesos me cuenten lo que vuestras voces no pueden decir».

Siempre repetía esa frase. Ignoraba si los muertos la oían, pero su ateísmo no llegaba tan lejos como el de su padre adoptivo. Sin embargo, sospechaba que lo que tenía por delante esa tarde podría hacer que así fuera.

Se irguió, se puso el delantal de hule que llevaba en el morral, se quitó el sombrero y se ajustó en la cabeza un casco de gasa con una pieza de vidrio en la parte de los ojos. Y abrió la puerta de la celda.


Sir Roland Picot disfrutaba de la caminata, satisfecho consigo mismo. Sería más fácil de lo que había pensado. Una mujer loca, y extranjera, no tendría más remedio que sucumbir ante su autoridad, pero era una recompensa excepcional que alguien de la jerarquía del prior Geoffrey también estuviera bajo su dominio por haberse asociado con esa mujer.

El recaudador de impuestos hizo una pausa junto a la cueva de la anacoreta. Parecía una enorme colmena. En verdad, los antiguos eremitas amaban las incomodidades. Y allí, al atravesar la puerta abierta, la vio, concentrada en algo que estaba sobre una mesa.

Poniéndola a prueba, sir Roland la llamó:

– ¿Doctora?

– ¿Sí?

«Ja, ja», pensó el recaudador, «tan fácil como atrapar a una polilla».

– ¿Me recordáis, señora? Soy sir Roland Picot, a quien el prior… -comenzó a decir cuando ella se enderezó y lo miró.

– No me importa quién sois -repuso bruscamente la polilla-. Venid aquí y mantened a las moscas alejadas.

Sir Roland estaba frente a una silueta humana con mandil y cabeza de insecto. Arrancó del suelo un manojo de perifollo y se acercó llevando consigo las umbelíferas. No era así como lo había planeado, pero obedeció y trató de encogerse para poder atravesar la entrada a la colmena.

– ¡Oh, Santo Dios! -exclamó, mientras intentaba retroceder.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Adelia. Estaba contrariada y tensa.

El hombre se apoyó contra el arco de la puerta, respirando profundamente.

– Jesús, ten piedad de nosotros.

El hedor era atroz; y aún peor era lo que yacía sobre la mesa, ante sus ojos.

– No os mováis de la entrada. ¿Sabéis escribir? -preguntó la doctora con fastidio.

Sir Roland asintió con la cabeza; tenía los ojos cerrados.

– Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.

Adelia le alcanzó una pizarra y una tiza.

– Escribid lo que os diga. Y entretanto, mantened a las moscas alejadas. -El disgusto se esfumó de su voz y comenzó a hablar monótonamente-. Los restos de una mujer joven. Algo de cabello claro todavía adherido al cráneo. Por lo tanto, es… -la doctora interrumpió el monólogo para consultar una lista que llevaba escrita en el dorso de la mano- Mary. La hija del criador de aves. Seis años. Desaparecida el Día de los Santos Inocentes, es decir, hace alrededor de un año. ¿Estáis escribiendo?

– Sí, señora. -La tiza chirrió sobre la pizarra. Sir Roland siguió mirando hacia el exterior.

– Los huesos están al descubierto. La carne, prácticamente en estado de descomposición. Ha estado en contacto con cal. Hay un polvillo de algo que parece lodo seco en la espina y un poco en la parte posterior de la pelvis. ¿Hay lodo en estos parajes?

– Estamos en el límite de los pantanos. Los cuerpos fueron hallados en ese lugar.

– ¿Los cadáveres yacían boca arriba?

– Por Dios, no lo sé.

– Si así fuera, eso explicaría los rastros en la espalda. Son escasos. No fue sepultada en lodo, sino más bien en cal. Manos y pies atados con tiras de material negro. -La doctora hizo una pausa-. En mi morral hay pinzas. Alcanzádmelas.

Sir Roland hurgó en la bolsa y le entregó un par de finas pinzas de madera. Luego vio cómo Adelia las usaba para coger una porción de algo que sostenía frente a la luz.

– Madre de Dios.

El recaudador volvió a la entrada, extendiendo su brazo hacia el interior para seguir agitando el perifollo. Desde el bosque llegaba el canto del cuclillo, que evocaba los días cálidos y el aroma de la verbena entre los árboles. «Bienvenido», pensó. «Gracias a Dios, bienvenido. Os habéis retrasado este año».

– Abanicad con más fuerza -espetó la doctora, y luego siguió con su parlamento monocorde-. Las ligaduras están hechas de lana. Mmmm. Alcanzadme un tubo de vidrio. Aquí, aquí. ¿Dónde estáis? Maldita sea. -Sir Roland encontró el tubo en el morral, se lo entregó, esperó y volvió a tomar posesión de él. Su contenido era una cinta cochambrosa-. Hay fragmentos de yeso en el cabello. También un objeto pegado. Humm. Con forma de rombo, probablemente algún dulce pegajoso que se ha secado. Será necesario examinarlo más detenidamente. Alcanzadme otro tubo. -La doctora indicó a sir Roland que sellara ambos tubos con la arcilla roja que llevaba en el morral-. Roja para Mary, un color diferente para cada uno de los otros. Tenedlo presente, por favor.

– Sí, doctora.


Con frecuencia las visitas del prior Geoffrey al castillo eran precedidas por grandes fastos, y el alguacil Baldwin era retribuido en sus visitas con igual pompa. Una ciudad siempre debe tener presente quiénes son sus dos hombres más importantes. No obstante, ese día -claro indicio del grado de preocupación del prior- había dejado de lado trompeta y séquito, y cabalgaba a través del gran puente en dirección al castillo con la sola compañía del hermano Ninian.

La gente del pueblo lo perseguía, colgándose de su estribo. A todos les respondía negativamente. «No, no han sido los judíos. ¿Cómo podrían haberlo hecho? No, mantened la calma. No, todavía nadie ha sido atrapado, pero Dios nos ayudará a encontrar al culpable. No, olvidaos de los judíos, no han sido ellos».

El prior temía por los judíos y los gentiles. Si se producía otro tumulto, la ira del rey se dirigiría a su ciudad. Y por si no tuviera suficiente, pensaba furioso el prior, estaba el recaudador de impuestos. Dios lo castigaría, a él y a toda su descendencia. Además de que el sagaz sir Roland estaba investigando un asunto en el que verdaderamente habría preferido que no se entrometiera, el prior estaba preocupado por Adelia, y por sí mismo.

«El advenedizo se lo contará al rey, -iba pensando-. Tanto para ella como para mí será la ruina. Sir Roland sospecha de nigromancia; ella será colgada por esa causa y yo… seré denunciado ante el Papa y expulsado de la Iglesia. Si al recaudador de impuestos tanto le interesaba ver los cuerpos, ¿por qué no insistió en estar presente cuando el magistrado los examinó? ¿Por qué eludió la vía oficial si él mismo es un funcionario real?».

Igualmente inquietante era que la cara de sir Roland le resultara familiar. Sir Roland. Sir Roland, en efecto -«¿desde cuándo el rey confería ese título a los recaudadores de impuestos?»-, le había molestado a lo largo de todo el trayecto desde Canterbury.

Cuando su caballo abordó esforzadamente el empinado camino que llevaba al castillo, en la mente del prior se dibujó una escena que había tenido lugar en esa misma colina un año antes. Los hombres del alguacil trataban de mantener a una multitud enloquecida lejos de los aterrorizados judíos. Él mismo y el alguacil vociferaban inútilmente tratando de guardar el orden.

Pánico y odio, ignorancia y violencia… El demonio estaba en Cambridge ese día.

«Y también el recaudador de impuestos». Un rostro apenas vislumbrado entre la multitud, y olvidado hasta ese momento; crispado, como todos los demás, mientras su dueño peleaba… ¿Con quién? ¿Contra los hombres del alguacil? ¿O a favor de ellos? En medio de aquella espantosa aglomeración de ruidos y brazos habría sido imposible saberlo.

El prior azuzó a su caballo.

La presencia de ese hombre, aquel día, en aquel lugar, no tenía por qué ser necesariamente siniestra. Los alguaciles y los recaudadores de impuestos suelen prestarse servicios. El alguacil recolectaba las ganancias del rey; y el recaudador garantizaba que éste no tomara para sí una parte demasiado generosa de ese dinero.

El prior frenó su caballo al recordar. «Pero volví a verlo en Santa Radegunda mucho después. Estaba aplaudiendo a un hombre que caminaba sobre zancos. Y fue entonces cuando desapareció la pequeña Mary. Que Dios se apiade de nosotros».

El prior clavó las espuelas en los flancos de su caballo. Aceleró. Debía hablar con el alguacil con más urgencia que nunca.


– Mmm, la pelvis está rota desde abajo. Posiblemente se trate de un daño accidental post mórtem, pero dado que las cuchilladas parecen haber sido infligidas con considerable fuerza y los otros huesos no están dañados, lo más probable es que haya sido causado por un instrumento que perforó la vagina hacia arriba en un ataque.

Sir Roland la odió. Odió su voz ecuánime, mesurada, que al pronunciar esas palabras violentaba incluso la esencia de lo femenino: no era propio de una mujer abrir los labios para dejar escapar obscenidades. El hecho de enunciarlo en voz alta la convertía en cómplice. Una delincuente, una hechicera. Sólo los ojos de un ser sanguinario podían haber dirigido la mirada hacia aquellas atrocidades.

Adelia trataba de imaginar que aquel cuerpo era el de un lechón. Cuando era estudiante, solía hacer sus prácticas con esos animales. Su carne y sus huesos eran los más parecidos a los humanos. En las colinas, detrás de un alto muro, Gordinus conservaba cerdos muertos para sus alumnos, algunos enterrados o expuestos al aire, otros en chozas de madera o en establos de piedra.

La mayoría de los alumnos que se adentraban en esa granja de la muerte caían desmayados por la repulsión que les causaba estar en medio de las moscas y el hedor. Sólo Adelia observaba el maravilloso proceso que convertía un cadáver en nada. «Porque hasta un simple esqueleto es efímero y, abandonado a su suerte, finalmente se desmenuza hasta convertirse en polvo», decía Gordinus. «Es un proceso maravilloso, querida, gracias al cual los cadáveres acumulados a lo largo de mil años no nos han invadido».

Era maravilloso. Un mecanismo que disponía de sus propios recursos para ponerse en acción cuando la respiración abandonaba el cuerpo. La descomposición la fascinaba porque -todavía no comprendía cómo- cuando los cadáveres no estaban en un lugar accesible a las moscas de la carne y los moscardones, el proceso se desarrollaba igualmente sin su participación.

De modo que Adelia, una vez licenciada, había aprendido su novedoso oficio con los cadáveres de los cerdos. En primavera, en verano, en otoño y en invierno. Cada estación con su propio grado de descomposición. Cómo habían muerto. Cuándo. Cerdos sentados sobre sus patas traseras, cerdos cabeza abajo, cerdos tendidos boca arriba, cerdos descuartizados, víctimas de enfermedades, enterrados, no enterrados, conservados en agua, cerdos que habían vivido muchos años, cerdas que habían parido, cerdos machos, lechones.

El lechón. El momento de tomar partido. Había muerto reciéntemente, sólo tenía unos días. Ella misma lo había llevado a la casa de Gordinus.

– Algo nuevo. No puedo definir cuál es la sustancia que tiene en el ano.

– Algo antiguo -había dicho Gordinus-, tan antiguo como el pecado. Es semen humano.

El maestro la había conducido hacia el balcón desde donde se veía el mar turquesa, la había invitado a sentarse, la había reconfortado con un vaso de su mejor vino tinto y le había preguntado si deseaba continuar o regresar a la tarea de un médico común.

– ¿Veréis la verdad o la eludiréis?

Gordinus le había leído algunos poemas de Virgilio, uno de las Geórgicas -no podía recordar cuál-, transportándola hasta las colinas de la Toscana, sin caminos y bañadas por el sol, donde las ovejas, rebosantes de leche, saltaban por la mera dicha de saltar y se tendían junto a los pastores bajo el influjo de la flauta de Pan.

– Cualquiera de ellos puede coger una oveja, meterle las patas traseras en sus botas y su miembro en el ano del animal -había asegurado Gordinus.

– No -desmintió ella.

– O de un niño.

– No.

– O de un bebé.

– No.

– Oh, sí. Lo he visto. ¿Os parece que eso corrompe a las Geórgicas?

– Eso lo corrompe todo. No puedo continuar.

– El hombre habita entre el Paraíso y el Infierno -le aseguró alegremente Gordinus-. En ocasiones se eleva hacia el primero, en otras se arroja hacia el precipicio. Ignorar la capacidad humana de hacer el mal es tan obtuso como negarse a ver las alturas a las que puede impulsarse. Tal vez todo se deba a la rotación de los planetas. Habéis visto con vuestros propios ojos los abismos del hombre. Os he leído algunas líneas que muestran su elevación. Volved a casa, doctora, y poneos una venda en los ojos. No os culpo. Pero al mismo tiempo, tapad vuestros oídos ante los gritos de los muertos. La verdad no es para vos.

Adelia había regresado a casa -a las escuelas y a los hospitales-, donde recibía el aplauso de aquellos a los que enseñaba y curaba, pero sus ojos ya no estuvieron vendados, ni sus oídos tapados. Los gritos de la muerte habían penetrado en ellos y, en consecuencia, volvió al estudio de los cerdos, y cuando estuvo preparada, al de los cadáveres humanos.

No obstante, en casos como el que tenía delante en ese momento se ponía una venda simbólica para poder seguir adelante, dotándose de imaginarias anteojeras para no caer por la paralizante pendiente de la desesperación. Ese sencillo recurso le permitía ver el cadáver de un cerdo en lugar del cuerpo desgarrado -alguna vez inmaculado- de un niño.

Las puñaladas que rodeaban la pelvis habían dejado marcas distintivas. La doctora había visto antes heridas de cuchillo, pero no como ésas. La hoja del instrumento que las había causado parecía biselada y de doble filo. Le habría gustado extraer la pelvis para examinarla con más tiempo y mejor luz, pero le había prometido al prior Geoffrey que no diseccionaría los cuerpos. Chasqueó los dedos para que el hombre le entregara la pizarra y la tiza.

Mientras dibujaba, el recaudador la estudió. Los oblicuos rayos de sol que se filtraban por los barrotes de la minúscula ventana caían sobre Adelia, que con su extraño atavío semejaba un monstruoso moscardón rondando sobre la mesa. La gasa suavizaba los rasgos de su cara dándole el aspecto de una lepidóptera; las hebras de pelo pegadas sobre la frente recordaban a antenas aplastadas. Y la doctora murmuraba. Aquel «humm» era tan persistente como el zumbido de la nube omnívora, voladora y compacta suspendida sobre ella.

Adelia completó el esquema y le entregó nuevamente la pizarra y la tiza.

– Tenedlos -le ordenó.

Echaba en falta a Mansur. Cuando sir Roland se quedó quieto, observó su aspecto. Lo había visto en otros. Se preguntó a sí misma, con cierto cansancio, por qué siempre querían matar al mensajero.

El hombre le devolvió la mirada. ¿Ésa era la causa de su disgusto?

La doctora salió, espantando moscas.

– La niña me está contando lo que le sucedió. Con suerte, incluso podrá decirme dónde. A partir de esos datos, y con un poco de fortuna, seremos capaces de deducir quién lo hizo. Si no deseáis saberlo, podéis iros al infierno. Pero antes traedme a alguien que sí lo desee.

Se quitó el casco, se peinó con los dedos el cabello con reflejos rubios y enfocó su rostro hacia el sol.

Eran los ojos, concluyó sir Roland. Con los ojos cerrados recuperaba su edad -según podía apreciar, era apenas más joven que él- y adquiría cierto atractivo femenino, aunque no para el recaudador, que prefería mujeres más tiernas y rollizas. Los ojos abiertos la envejecían. Oscuros y fríos como guijarros y tan carentes de emotividad como esas pequeñas piedras. No era sorprendente, teniendo en cuenta lo que solían mirar.

Pero si en verdad ella pudiera oficiar de oráculo…

Adelia miró al recaudador.

– ¿Y bien?

– Su servidor, señora -afirmó, arrebatándole la pizarra y la tiza.

– Allí hay más gasa -indicó Adelia-. Cubrios el rostro y luego venid a ayudarme.

Y los modales, pensó el recaudador. Le gustaban las mujeres con buenos modales. Mientras volvía a ponerse la máscara, enderezaba sus hombros estrechos y retornaba hacia el osario, esa mujer reflejaba la cortesía de un soldado extenuado que regresa al combate.

El segundo bulto contenía el cuerpo de Harold, el niño de cabello rojo, hijo del vendedor de anguilas y pupilo del colegio del priorato.

– Su carne está mejor conservada que la de Mary, casi momificada. Le han cortado los párpados y los genitales.

Rowley dejó de espantar las moscas para santiguarse.

La pizarra se llenó de palabras impronunciables. Pero ella las había pronunciado.

Cuerda de atar. Un instrumento afilado. Inserción anal.

Una y otra vez, cal.

Eso le interesaba a la doctora, según lo que el recaudador pudo deducir de sus «humm».

– Cantera de cal.

– El camino de Icknield está cerca de aquí -indicó sir Ro-land, con sentido práctico-. Las colinas de Gog Magog, donde nos detuvimos a causa del prior, son de cal.

– Los dos niños tienen cal en el cabello. En el caso de Harold, hay restos incrustados en sus talones.

– ¿Qué significa eso?

– Que fue arrastrado por el suelo.

El tercer bulto contenía los restos de Ulric, de ocho años, desaparecido ese mismo año durante los festejos de San Eduardo. Como su muerte había sido más reciente que las otras, los frecuentes «humm» de la doctora alertaron a Rowley -que había comenzado a reconocer las señales- de que allí había más material para investigar, y más interesante.

– Sin párpados, sin genitales. Este cuerpo no fue sepultado. ¿Qué clima tuvieron en marzo de este año?

– Creo que fue seco en toda Anglia Oriental, señora. En general, se oían quejas: los cultivos recién sembrados estaban marchitándose. Frío y seco.

Frío y seco. La memoria de Adelia -afamada en Salerno- buscó en la granja de la muerte y llegó hasta el cerdo número 78 de principios del verano. Casi el mismo peso.

Aquel cerdo también había muerto alrededor de un mes antes, con clima frío y seco, y estaba en estado de descomposición más avanzado. Adelia habría esperado que el cuerpo del niño hubiera estado en condiciones similares.

– ¿Os mantuvisteis con vida después de vuestra desaparición? -preguntó la doctora al cuerpo, olvidando que no era Mansur sino un extranjero quien la escuchaba.

– Jesús, ¿por qué decís tales cosas?

Adelia citó el Eclesiastés, como lo hacía con sus estudiantes. «Todo tiene su momento; y su tiempo… Hay tiempo de nacer y tiempo de morir. Hay tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado». También hay tiempo para pudrirse.

– ¿Significa eso que el demonio lo mantuvo con vida? ¿Durante cuánto tiempo?

– No lo sé.

Había un millar de razones capaces de causar las diferencias entre ese cuerpo y el del cerdo número 78. La doctora estaba cansada y perturbada, y eso la volvía irritable. Mansur no habría formulado la pregunta. Comprendía que era mejor considerar su observación como una pregunta retórica.

Ulric también tenía cal incrustada en los talones.

Cuando los tres cuerpos estuvieron nuevamente envueltos, listos para ser introducidos en ataúdes, el sol comenzaba a declinar. La mujer salió para quitarse el mandil y el casco mientras sir Roland bajaba los faroles y los apagaba, dejando el habitáculo y lo que había en su interior en una bendita oscuridad.

Al llegar a la puerta el recaudador se arrodilló como lo había hecho alguna vez frente al Santo Sepulcro, en Jerusalén. Aquella diminuta cámara era apenas más amplia que la que ahora tenía delante. La mesa donde yacían los niños de Cambridge tenía aproximadamente la misma medida de la tumba de Cristo. Y también estaba a oscuras. Más allá, en los alrededores, había una multitud de altares y capillas que formaban la gran basílica que los primeros cruzados habían construido en los lugares sagrados, de donde provenía el eco de las oraciones de los peregrinos y el canto de los monjes griegos de la Iglesia ortodoxa, que entonaban sus interminables himnos en el Gólgota.

Pero frente a esta puerta sólo se oía el zumbido de las moscas.

En aquella ocasión había orado por el alma de los muertos y para pedir ayuda y perdón para sí mismo.

Esta vez oró por ellos.

Cuando salió, la mujer estaba lavándose la cara y las manos con agua de un tonel. En cuanto terminó, él hizo lo mismo. El agua tenía saponaria, que formaba espuma. Se lavó las manos rompiendo los tallos. Estaba cansado. Jesús, vaya si lo estaba.

– ¿Dónde os alojáis, doctora? -preguntó sir Roland.

Adelia lo miró como si nunca antes lo hubiera visto.

– ¿Cómo dijisteis que os llamabais?

Sir Roland trató de no disgustarse. Por la apariencia de la doctora, podía comprender que estaba más cansada que él.

– Sir Roland Picot, señora. Rowley para los amigos.

Entre los cuales, evidentemente, no era probable que pudiera contarla.

Adelia asintió con la cabeza.

– Gracias por vuestra ayuda.

La doctora guardó las cosas en su morral, se lo echó a la espalda y partió.

El recaudador salió corriendo tras ella.

– ¿Puedo preguntaros qué conclusiones habéis obtenido de vuestra investigación?

Adelia no respondió.

Malditas mujeres. Dado que había anotado sus comentarios, supuso que seguramente la doctora dejaría que a partir de ellos sacara sus propias conclusiones. Pero Rowley, aunque no era un hombre humilde, sabía que se había encontrado con una persona que tenía conocimientos inalcanzables para él.

– ¿A quién daréis a conocer vuestros hallazgos, doctora? -volvió a intentar el recaudador.

No hubo respuesta.

Ambos caminaban atravesando las largas sombras de los robles, que caían sobre la puerta del coto de ciervos del priorato. Desde la capilla llegaba el tañido de una campana que llamaba a vísperas y, más adelante -donde a la luz del ocaso se dibujaban los contornos de la panadería y la destilería-, siluetas vestidas con casullas violetas salían de los edificios hacia los senderos, como pétalos que el viento arrojara en la misma dirección.

– ¿Asistiremos a vísperas? -Sir Roland sentía que nunca como en ese momento había necesitado el bálsamo de la letanía vespertina. La doctora meneó la cabeza-. ¿No vais a orar por esos niños? -preguntó disgustado. Cuando Adelia se volvió para mirarlo observó que su rostro parecía el de un espectro, a causa de una fatiga y una desazón que superaban las suyas.

– No estoy aquí para rezar por ellos. He venido a hablar por ellos.

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