Capítulo 15

Rowley ayudó a Adelia y al chico a subir a uno de los caballos con los que habían llegado. Hugh alzó a la monja hasta la otra montura. Los hombres tomaron las riendas y bajaron por la colina, sorteando los tramos más accidentados para evitar que Adelia sufriera las sacudidas.

Avanzaron en silencio.

En la mano que tenía libre, Rowley llevaba un fardo hecho con su capa. En él había un objeto redondo que atraía a los perros. Hugh tuvo que apartarlos. Adelia le echó un vistazo y ya no volvió a mirarlo.

La lluvia que había auspiciado el cielo del amanecer comenzó a caer cuando llegaron al camino. Los campesinos que pasaban rumbo a sus tareas los saludaban quitándose las capuchas y observando de reojo la pequeña procesión seguida por los perros con los belfos rojos.

Al atravesar una zona cenagosa, Rowley apuró el caballo para hablar con Hugh, que se apartó del camino y regresó con un puñado de musgo de la ciénaga.

– ¿Es éste el lodo que aplicáis sobre las heridas?

Adelia asintió, escurrió el agua de una de las esponjas de turba y se la aplicó en su brazo.

No tenía sentido morir ahora a causa de la gangrena, cuando ni siquiera era capaz de preguntarse por qué debía ser así.

– Sería bueno que lo aplicarais también en el ojo -le aconsejó Rowley. Sólo entonces Adelia advirtió que tenía otra herida y que su ojo izquierdo se estaba cerrando.

El caballo de la monja los había alcanzado. Adelia observó con interés que la joven se cubría la cara con la capa. Hugh la había envuelto para conservar el decoro.

Rowley observó su aspecto.

– ¿Podemos continuar? -preguntó, como si ella hubiera exigido que se detuvieran, y tiró de las riendas sin esperar respuesta.

Adelia se irguió.

– No os he dado las gracias -comenzó y sintió la presión de la mano de Ulf en su hombro-. Los dos queremos agradeceros…

No había palabras para expresarlo.

– ¿Qué demonios creíais que estabais haciendo? ¿Sabéis cómo he sufrido?

– Lo siento -balbuceó Adelia.

– ¿Eso es todo? ¿Eso es una disculpa? ¿Os estáis disculpando? ¿Tenéis mera idea de…? Debo haceros saber que por la gracia de Dios pude abandonar los tribunales temprano. Partí hacia la casa del viejo Benjamín porque estaba muy apenado por vuestro sufrimiento. ¿Sufrimiento? María, Madre de Dios, ¿qué puedo decir de mi sufrimiento cuando descubrí que os habíais marchado?

– Lo siento -repitió Adelia. En algún lugar muy profundo, en medio de su agotamiento, sintió un diminuto estremecimiento, una burbuja en movimiento.

– Matilda B. sugirió que probablemente estuvierais rezando en la iglesia. Pero yo sabía muy bien que aguardabais a que el maldito río os contara algo. Se lo dije a Matilda: ha salido a buscar al bastardo como la estúpida mujer que es.

La burbuja se hizo más grande y se unió a otras. Adelia oyó que Ulf resoplaba, como solía hacerlo cuando algo le entretenía.

– Veréis… -intentó decir.

Pero Rowley continuó implacable, reprochándole su insensatez. Al oír el cuerno de Hugh en la otra orilla, había vadeado el maldito río para alcanzarlo. Inmediatamente, el cazador le propuso rastrear a Adelia por el olor de Salvaguarda.

– Hugh me contó que el prior Geoffrey os adjudicó el maldito animal precisamente con ese propósito, porque había temido por vuestra seguridad en una ciudad extranjera y ningún otro perro tenía un hedor tan fétido. Siempre me pregunté por qué os acompañaba a todas partes. Al menos tenía sentido, dejaba una huella, más de lo que vos hicisteis.

«Pobrecito, qué enfadado estaba». Adelia miró al recaudador de impuestos y suspiró, fascinada.

Le refirió cómo se había precipitado hacia la casa del viejo Benjamín y había subido a la habitación de Adelia. De allí había tomado la estera donde dormía Salvaguarda regresando rápidamente con los sabuesos de Hugh para que la olieran. Obtuvieron los caballos arrebatándoselos a inocentes e indignados jinetes que se cruzaron en su camino.

Galoparon a lo largo del camino de sirga. Siguieron el rastro por el Cam, luego por el Granta. Casi lo perdieron al cruzar la llanura…

– Y si ese perro vuestro no hubiera apestado, Dios sabe qué habría sido de vos. Habría cargado con eso durante años, arpía descabellada. ¿Sabéis cuánto he sufrido?

Ulf soltó una carcajada. Adelia apenas podía respirar; daba gracias a Dios Todopoderoso por ese hombre.

– Os amo, Rowley Picot -logró decir.

– Eso no viene al caso -refunfuño-. Y no es divertido.

El sopor comenzó a embargarla. La presión de Ulf en sus hombros la mantenía sobre la montura. No podía rodearla con los brazos para no causarle dolor.

Más tarde recordaría que al pasar por los grandes portones del priorato de Barnwell le vino a la memoria la primera vez que ella, Simón y Mansur entraron allí en su carro de trashumantes, ignorantes de lo que les esperaba, como recién nacidos. «Pero ahora todos lo sabrían, Simón. Todos».

Luego el sueño la sumió en una larga inconsciencia en la que sólo tuvo una vaga noción de la voz de Rowley, que resonaba como un tambor dando explicaciones, y de las órdenes del prior Geoffrey, que aunque desconcertado, daba instrucciones. Estaban pasando por alto lo más importante y Adelia se despertó lo suficiente como para decir: «Quiero bañarme», antes de volver a dormirse.


– Y en nombre de Dios, no os mováis de ahí -le ordenó Rowley y dio un portazo.

Ella y Ulf estaban solos en una cama. Adelia observaba las vigas de madera y el familiar artesonado del techo de la habitación; recordaba haberlo visto. Velas. ¿Velas? ¿No era de día? Sí, pero los postigos estaban cerrados para evitar que la lluvia las apagara.

– ¿Dónde estamos?

– En la casa de huéspedes del prior -dijo Ulf.

– ¿Qué sucede?

– No lo sé.

Ulf estaba sentado junto a ella con las rodillas flexionadas y la mirada perdida. ¿Qué estaba mirando? Adelia le rodeó con su brazo sano y lo estrechó contra ella. Era su único compañero y lo mismo podía decir él de ella. Los dos habían sobrevivido a las circunstancias más penosas que un ser humano podía imaginar. Sólo ellos sabían cuan grande era la distancia recorrida, cuánto tiempo les había llevado y, en efecto, cuan lejos se habían visto obligados a llegar. Por haber estado expuestos a la oscuridad más extrema habían descubierto cosas que no deberían saber, no sólo acerca de sí mismos.

– ¿Me lo contaréis?

– No hay nada que contar. Ella llegó con su bote hasta el lugar donde yo estaba pescando y dijo: «Oh, Ulf, creo que el bote está haciendo agua». Dulce como la miel. Después puso esa cosa sobre mi cara y me dormí. Desperté en el pozo. -Ulf echó la cabeza hacia atrás y en la habitación resonó un grito incrédulo, que mostraba la inocencia de su infancia hecha trizas-. ¿Por qué?

– No lo sé.

El chico la miró desesperado.

– Ella era pura. Él era un cruzado.

– Eran monstruos. Sus semblantes engañaban, pero eran dos monstruos que se encontraron. Ulf, son muchas más las personas como nosotros, no como ellos. Infinitamente más. Aferraos a esa idea.

Adelia trataba de seguir su propio consejo.

Los ojos de Ulf se fijaron en los suyos.

– Vinisteis a buscarme.

– No iba a dejaros en sus manos.

El chico meditó un momento y en su pequeño y poco agraciado rostro resurgió algo de su antigua personalidad.

– Os oí. Chica, no ahorrasteis insultos. Jamás había oído semejantes burradas, ni siquiera de los soldados.

– No se lo contaréis a nadie, o volveréis al pozo.

Gyltha apareció en el vano de la puerta, y Rowley se asomó detrás de ella. Estaba furiosa y aliviada. Las lágrimas corrían por su cara.

– Tú, pequeño gusano -le gritó a Ulf-. ¿No te lo dije? Te daré una paliza…

Sollozando, corrió para alzar a su nieto, que dio un suspiro de satisfacción y tendió sus brazos hacia ella.

– Dejadnos a solas -pidió Rowley. Detrás de él había varios sirvientes. Adelia vio el rostro preocupado del hermano Swithin, el encargado de la hostería del priorato.

Gyltha se dirigía a la puerta con Ulf en sus brazos. Se detuvo para preguntar a Rowley:

– ¿Seguro que no puedo hacer nada por ella?

– No. Fuera.

Gyltha se demoró un poco mirando a Adelia.

– Qué día tan dichoso el que llegaste a Cambridge -exclamó y desapareció.

Llegaron hombres con una enorme tina de baño, en la que comenzaron a verter jarros de agua hirviendo. Uno de ellos dejó unas barras de jabón amarillo sobre una pila de ásperos retazos de sábanas viejas que en el monasterio suplían a las toallas.

Adelia observó ávida los preparativos. Si bien no podía quitarse la mugre que los asesinos habían dejado en su mente, al menos se desprendería de la que quedaba en su cuerpo.

El hermano Swithin parecía preocupado.

– La señora está herida, debería traer al enfermero.

– Cuando encontré a la señora estaba rodando por el suelo, luchando contra las fuerzas del mal. Sobrevivirá.

– Al menos deberíamos contar con una doncella que la atienda.

– Fuera. Ahora mismo -ordenó Rowley. Luego tomó entre sus brazos todos los jarros con agua hirviendo que tenían los sirvientes, se acercó a la puerta y la cerró en su cara.

Adelia advirtió que era un hombre imponente. La gordura de la que alguna vez se había burlado había disminuido. Todavía pesaba más de lo debido, pero la fortaleza de sus músculos era patente.

Rowley avanzó hacia el lugar donde ella estaba acostada, la cogió de las axilas y la levantó. Luego la puso de pie en el suelo y comenzó a desvestirla, quitándole su horrorosa túnica con sorprendente delicadeza.

Adelia se sintió muy pequeña. ¿Eso era seducción? Seguramente él se detendría cuando llegara a su enagua.

No era seducción y no se detuvo. Eran cuidados lo que le estaba brindando. Cuando Rowley levantó su cuerpo desnudo y lo deslizó en el agua Adelia miró su rostro. Bien podría haber sido el de Gordinus al practicar una autopsia.

Creyó que se sentiría avergonzada. Pero no lo estaba.

El agua estaba tibia y se sumergió en ella. Antes cogió uno de los jabones y lo restregó contra su piel, disfrutando de su aspereza. Tenía dificultad para levantar los brazos, por lo que decidió dejar una parte de su cuerpo fuera del agua, lo suficiente para pedir a Rowley que le lavara el cabello y sentir sus dedos firmes en el cuero cabelludo. Los sirvientes habían dejado aguamaniles con agua limpia que el vertió sobre el cabello para enjuagarlo. Tampoco podía doblarse para llegar hasta los pies, de modo que también él se los lavó, minuciosamente, dedo por dedo.

Al mirarlo, Adelia pensó: «Estoy bañándome, desnuda, sin espuma que me oculte y un hombre me está lavando. Mi reputación está arruinada y al infierno con ella. He estado en el infierno y todo lo que deseaba era vivir para este hombre, que me rescató de él».

Adelia, Ulf, todos habían caído en un mundo para el que ni siquiera las pesadillas les habían preparado. Un mundo paralelo y tan próximo, que un solo paso en falso podía hacer que cayeran otra vez en él. Estaba al final de todo, o tal vez al principio. Habían conocido una violencia tal que, aunque lograron sobrevivir, lo convencional parecía una ilusión. El hilo de su vida había estado tan próximo a cortarse que jamás volvería a depender del futuro.

Y en aquel momento había deseado a ese hombre. Y aún lo deseaba.

Adelia, versada en todas las funciones del cuerpo, era totalmente ignorante acerca de ésta. Se sentía enjabonada, lubricada, por dentro y por fuera. Como si de ella brotaran hojas, su piel se erizaba hacia él, desesperaba para que la tocara el hombre que en ese momento no miraba sus pechos, sino el moretón que le cubría las costillas.

– ¿Os hizo daño? ¿Verdaderamente os hizo daño? -preguntó Rowley.

Adelia se preguntó qué significarían para ese hombre las magulladuras y las heridas en el brazo y en el ojo. Entonces comprendió que se refería a la posibilidad de que hubiera sido violada. La virginidad era el Santo Grial de los hombres.

– ¿Y si así fuera? -preguntó amablemente.

– De eso se trata -reconoció Rowley, arrodillándose junto a la tina para que sus cabezas estuvieran al mismo nivel-. Durante todo el camino hacia la colina pensaba en lo que él podría haceros, y en tanto lograrais sobrevivir, no me importaba. -Rowley meneó la cabeza ante lo extraordinario-. Violada o en pedazos, quería que volvierais. Sois mía, no suya.

«Oh. Oh».

– Él no me tocó -confesó Adelia-, aparte de esto y esto otro. Me curaré.

– Bien -declaró Rowley bruscamente y se puso de pie-. Bien, tengo muchas cosas por hacer. No puedo entretenerme bañando mujeres. Tengo pendientes muchos preparativos, entre ellos los de nuestro casamiento.

– ¿Casamiento?

– Hablaré con el prior, por supuesto, y él hablará con Mansur. Estas cosas deben hacerse como corresponde. Y el rey… Tal vez mañana, o pasado mañana, cuando todo esté arreglado.

– ¿Casamiento?

– Debéis casaros conmigo, mujer. Os he visto desnuda mientras os bañabais.

Rowley se iba a marchar. Era cierto que se marchaba.

Pese al dolor, Adelia salió de la tina y cogió una de las toallas. No habría mañana, ¿no se daba cuenta? Los mañanas estaban llenos de cosas horribles. Hoy, ahora, era lo esencial. No había tiempo para hacer lo que se consideraba apropiado.

– No me dejéis, Rowley, no soportaría estar sola.

Y era cierto. No todas las fuerzas de la oscuridad se habían esfumado. Una estaba aún en algún lugar de ese edificio. Una parte de ellas acecharía siempre sus recuerdos. Sólo él podía mantenerlas alejadas.

Temblando, tendió sus brazos para rodearle el cuello y sintió la cálida y húmeda suavidad de su propia piel, que rozaba a Rowley.

El recaudador se libró suavemente de ella.

– Esto es otra cosa, ¿no lo comprendéis, mujer? Es nuestro matrimonio, debe hacerse de acuerdo con las leyes sagradas.

Un buen momento, pensó ella, para que él se preocupara por las leyes sagradas.

– No hay tiempo. Más allá de esa puerta no hay tiempo.

– No, no lo hay. Tengo que ocuparme de algo muy importante. -Rowley comenzaba a jadear. Los pies desnudos de Adelia estaban sobre sus botas, la toalla se había caído y cada pulgada de su cuerpo estaba en contacto con la de ese hombre-. Me lo estáis poniendo muy difícil, Adelia -repuso Rowley-. En más de un sentido.

– Lo sé.

Adelia podía sentirlo. Rowley fingió un suspiro.

– No será sencillo poseer a una mujer con las costillas rotas.

– Debéis intentarlo.

– Oh, Cristo -espetó con crudeza.

Y la llevó al lecho. Y lo intentó con acierto. Primero la abrazó suavemente y la apoyó contra su pecho y le susurró en árabe, como si el inglés y el francés no fueran suficientes para decirle cuan hermosa le parecía aunque tuviera un ojo negro, y después la sostuvo entre los brazos para soportar el peso de su cuerpo y no comprimirlo. Ella supo que era hermosa para él, tanto como él lo era para ella, y que eso era el sexo, esa palpitante y placentera cabalgata hacia las estrellas.

– ¿Podéis hacerlo otra vez?

– Bueno, bueno… mujer. No. No puedo. Todavía no. Ha sido un día difícil.

Pero después de un rato, probó, satisfaciéndola igualmente. El hermano Swithin no era generoso con las velas, que se apagaron dejando la habitación en penumbra. La lluvia todavía azotaba los postigos. Ella estaba tendida en los brazos de su amante, respirando el delicioso aroma del jabón y el sudor.

– Os amo tanto -susurró Adelia.

– ¿Estáis llorando? -preguntó Rowley poniéndose de pie.

– No.

– Sí, estáis llorando. El coito tiene ese efecto en algunas mujeres.

– Vos lo sabéis, por supuesto -le increpó secándose los ojos con el dorso de la mano.

– Amor mío, tenemos todo lo que deseamos. Él ya no está, ella será… bueno, veremos. Yo seré recompensado como merezco y vos también, no creeréis que no os merecéis nada. Enrique me dará una buena baronía donde ambos prosperaremos y criaremos docenas de pequeños barones lindos y regordetes.

Rowley salió de la cama y buscó su ropa.

Falta la capa, se dijo Adelia. Estaba en algún lugar, fuera de esa habitación; tenía dentro la cabeza de Rakshasa. Más allá de la puerta todo era terrible. Sólo podían tener todo lo que deseaban allí, en ese momento.

– Quedaos conmigo.

– Regresaré. -La mente de Rowley ya se había alejado de ella-. No puedo estar aquí todo el día, obligado a copular con una mujer insaciable contra mi voluntad. Tengo cosas que hacer. Debéis dormir.

Y se marchó.

Con los ojos fijos en la puerta, Adelia pensaba, furiosa, que podía tenerlo para siempre; a él y a sus pequeños barones. ¿Qué significaba representar el papel de doctora comparado con esa felicidad?; Quiénes eran los muertos para apartarla de la vida?

Con esa nueva convicción, volvió a tenderse en la cama y cerró los ojos, bostezando satisfecha. Pero mientras se dejaba vencer por el sueño, su último pensamiento inteligible fue acerca del clítoris. Era un órgano sorprendente y maravilloso. Debía prestarle más atención la próxima vez que diseccionara a una mujer.

Siempre, ante todo, la doctora.


Se despertó protestando porque alguien repetía su nombre, pero estaba decidida a seguir durmiendo. Resopló entre el olor acre de las sábanas, que habían sido guardadas en poleo para ahuyentar las polillas.

– ¿Gyltha? ¿Qué hora es?

– Es de noche. Hora de que os levantéis, niña. Os traje ropa limpia.

– No.

Adelia se sentía como si la hubieran apaleado y le dolían las magulladuras. Debía quedarse en cama. Accedió a mirar con un ojo.

– ¿Cómo está Ulf?

– Durmiendo el sueño de los justos. -La áspera mano de Gyltha acarició la mejilla de Adelia un instante-. Pero vos debéis levantaros. Hay algunos señorones reunidos que quieren que respondáis a sus preguntas.

– Lo supongo -contestó Adelia, cansinamente.

El juicio sería rápido. Su testimonio y el de Ulf serían fundamentales, aunque había cosas que era mejor no recordar.

Gyltha fue a buscar comida, lonchas de tocino flotando en un delicioso caldo de alubias. Adelia estaba tan hambrienta que se incorporó por sí misma.

– Puedo comer sin ayuda.

– No, maldición, no podéis.

Dado que le faltaban las palabras, Gyltha expresaba su gratitud por el regreso de su nieto llenando con enormes cucharadas la boca de Adelia, como si fuera un pichón.

Cada pregunta debía ser formulada entre una y otra cuchara de tocino.

– ¿Qué han hecho con…?

Adelia no tenía fuerzas suficientes para nombrar a esa demente. Y suponía, abatida, que debido a que era una demente, debía procurar que no la torturaran.

– En la habitación vecina. Atendida como una marquesa. -Los labios de Gyltha se torcieron como si los hubiera tocado un ácido-. No lo creen.

– ¿Qué es lo que no creen? ¿Quiénes?

– Que ella hacía esas… cosas, junto con él. -Tampoco Gyltha lograba pronunciar los nombres de los asesinos.

– Ulf puede decírselo. Y yo. Gyltha, ella me arrojó al pozo.

– ¿Visteis que era ella? ¿Y qué vale la palabra de Ulf, un chiquillo ignorante que vende anguilas con su ignorante abuela?

– Fue ella.

Adelia escupió la comida pues el pánico le subía por la garganta. Estaba de acuerdo en ahorrarle a la monja la tortura; pero no toleraría que la liberaran. La mujer no estaba en su sano juicio. Podía hacerlo otra vez.

– Peter, Mary, Harold, Ulric… confiaban en ella, por supuesto, y aceptaron su convite. Una religiosa que ofrecía jujubes que un cruzado le había enseñado a preparar. Luego el láudano en la nariz de los niños, hay cantidad de sobra en el convento. -Nuevamente Adelia veía unas manos delicadas alzadas en actitud de ruego que al caer mostraban los grilletes de hierro que las aprisionaban-. Dios Todopoderoso… -clamó y se pasó la mano por la frente.

Gyltha se encogió de hombros.

– Al parecer las monjas de Santa Radegunda no hacen esas cosas.

– Pero era el río. Lo sabía, por eso subí a su bote. Tenían libertad para recorrerlo de un lado a otro, hacia Grantchester, donde estaba él. Era un personaje familiar, la gente la saludaba o ni siquiera advertía su presencia. Una monja devota llevando provisiones a las anacoretas. Nadie controlaba sus movimientos, y, ciertamente, menos que nadie la priora Joan. Y Walburga, si era su cómplice, siempre iba a la casa de su tía. ¿No pensaban qué hacía toda la noche fuera del convento?

– Yo lo sé, Ulf lo sabe. Pero veréis… -Gyltha era un obstinado abogado del diablo-. Ella está casi tan magullada como vos. Una de las hermanas vino a bañarla porque yo no puedo tocar a la bruja, pero eché un vistazo. Moretones por todas partes, mordiscos, un ojo cerrado como el vuestro. Mientras la bañaba, la monja lloraba por lo que había sufrido la pobre criatura, todo por ayudaros.

– A ella… le gustaba. Disfrutaba cuando él la maltrataba. Es verdad.

Gyltha se había retraído, frunciendo el ceño. No entendía.

¿Cómo explicarle, a ella o a cualquiera, que los gritos de terror de la monja durante las embestidas del depravado se mezclaban con aullidos de dicha extrema y delirante?

Gyltha no podía comprender tanta perversidad, pensó Adelia con desesperación. Ella misma tampoco lo entendía.

– Le llevaba a los niños y fue ella quien mató a Simón -reveló Adelia con desgana.

El cuenco se deslizó de las manos de Gyltha y rodó por la habitación desparramando caldo por todo el suelo de madera de olmo.

– ¿Maese Simón?

Adelia recordó la fiesta en Grantchester. Vio a Simón de Nápoles, conversando nervioso con el recaudador de impuestos en uno de los extremos de la mesa principal, con las cuentas en su cartera. Tan sólo unas sillas les separaban del anfitrión al que inculpaban y pocas más de la mujer que le proporcionaba las víctimas. Vio al asesino ordenarle que matara a Simón. Y volvió a verlos bailando, al cruzado y a la monja, dándose mutuas instrucciones. «Por Dios, ¿cómo no se lo había imaginado?». El irascible hermano Gilbert, el que odiaba a las mujeres -sin ser consciente de ello-, había tenido la bondad de indicárselo: «Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza».

Simón había partido temprano para examinar las cuentas que había obtenido. Dejarlo con vida suponía arriesgarse a que descubriera quién tenía motivos pecuniarios para implicar a los judíos en los asesinatos. Su anfitrión había regresado del jardín después de comprobar que su cómplice estaba en camino.

La monja se había retirado de la fiesta temprano. Vio a las otras monjas en Grantchester más tarde, pero no a ella. No había duda. Y a la priora la vio un poco más tarde. Y entonces, ¿qué? La más amable y angelical de las monjas habría dicho: «Está muy oscura la noche para caminar tan lejos, maese Simón, puedo llevaros en bote hasta vuestra casa si me lo permitís. Hay espacio suficiente para vos, y me agradará contar con vuestra compañía».

Adelia vio la imagen del tramo del Cam donde los altos sauces impiden el paso de la luz y una delgada figura con muñecas fuertes como el acero hundiendo el mástil en el agua, presionando con él a un hombre como si pescara un pez con un arpón mientras Simón luchaba por mantenerse a flote y finalmente se hundía.

– Él le ordenó que matara a Simón y le robara la cartera -explicó Adelia-. Ella hizo exactamente lo que le pidió, era su esclava. En el pozo tuve que quitarle a Ulf, creo que pensaba matarlo para que no la delatara.

– ¿Acaso creéis que no lo sé? -preguntó Gyltha, aun cuando sus manos se movían expresando su rechazo-. ¿Acaso no me ha contado Ulf lo que ella hizo? Y también lo que ambos le habrían hecho si el buen Dios no os hubiera enviado para detenerlos. Lo mismo que les hicieron a los otros… -Gyltha entrecerró los ojos y se puso de pie-. Vayamos a su habitación para asfixiarla con una almohada.

– No. Todos deben saber lo que ella hizo, y lo que él hizo.

Rakshasa había logrado huir de la justicia. Su terrible final… -Adelia cerró su mente a aquella espantosa escena que se dibujaba contra el cielo del amanecer- no había sido justicia. Eliminar a esa criatura del mundo había impedido poner en uno de los platillos de la balanza la pila de pequeños cadáveres que había sembrado en su trayecto desde Tierra Santa. Aunque lo hubieran capturado, llevado ante los tribunales, juzgado y ejecutado, la balanza no habría estado en equilibrio para aquellos a quienes arrebató a sus hijos, pero al menos la gente habría sabido lo que el asesino había hecho y habría visto el castigo. Los judíos habrían sido públicamente exonerados. Más importante aún, la ley, que transforma el caos en orden, que distingue a la civilización humana de los animales, habría sido respetada.

Mientras Gyltha la ayudaba a vestirse, Adelia hacía examen de conciencia para cerciorarse de que sus objeciones contra la pena de muerte seguían intactas. Así era. Los locos debían ser controlados, ciertamente, pero no asesinados por orden judicial. Rakshasa había escapado de los procedimientos legales; no debía suceder lo mismo con su cómplice. Sus acciones debían darse a conocer para restablecer en alguna medida el equilibrio del mundo.

– Debe ser juzgada -repuso Adelia.

– ¿Creéis que irá a juicio?

Golpearon la puerta. Era el prior Geoffrey.

– Mi querida niña, mi pobre y querida niña. Doy gracias al Señor por vuestro coraje y decisión.

Adelia pasó por alto sus plegarias.

– Prior, la monja… Fue cómplice en todo. Es tan asesina como él. Ella mató a Simón de Nápoles sin titubear. ¿Creéis lo que os digo?

– Me temo que debo creerlo. He oído el relato de Ulf, que, aunque confuso debido al soporífero que le administró, no deja dudas acerca de que ella lo secuestró conduciéndole a ese lugar donde su vida corrió peligro. He escuchado también los testimonios de sir Rowley y el cazador. Esta misma noche he visitado el pozo con ellos.

– ¿Habéis ido a Wandlebury?

– Sí -confesó el prior, con desgana-. Hugh me llevó hasta allí y debo confesar que nunca he estado tan cerca del infierno. Por Dios, qué elementos encontramos. Mi único regocijo es saber que el alma de sir Joscelin arderá durante toda la eternidad. Joscelin… -el énfasis con que hablaba el prior reforzaba su convicción-, un chico de este lugar… al que pensaba proponer como futuro alguacil del condado. -Una chispa de indignación animó los cansados ojos del prior-. Incluso acepté una donación para nuestra nueva capilla de esas manos abyectas.

– Dinero de los judíos -adivinó Adelia-. Les debía dinero a los judíos.

El prior suspiró.

– Lo supuse. Bueno, por fin nuestros amigos de la torre han sido absueltos.

– ¿Y sabrá la ciudad que han sido exculpados? -Olvidando sus modales, Adelia señaló con el pulgar la habitación donde se alojaba la monja-. ¿Será llevada a juicio? -añadió algo molesta. Había intuido cierta reserva, algo nebuloso en las respuestas del prior.

El religioso se dirigió hacia la ventana y abrió un poco el postigo.

– Ellos dijeron que llovería. El amanecer fue una verdadera advertencia para los pastores. Bueno, los jardines lo necesitan después de una primavera tan seca. -El prior cerró el postigo-. Sí, los altos tribunales, que gracias al Cielo aún siguen aquí, harán una proclama declarando la inocencia de los judíos. Pero en cuanto a la… mujer… He convocado a todos aquellos que están preocupados por llegar a la verdad del asunto. Están llegando en este momento.

– ¿Un consejo? ¿Por qué no un juicio? ¿Y por qué durante la noche?

Como si Adelia no hubiera hablado, el prior continuó.

– Esperaba que se realizara en el castillo, pero los miembros de los altos tribunales creyeron conveniente que el interrogatorio se realizara aquí para evitar que se confunda con los procesos legales. Después de todo, aquí es donde los niños están sepultados. En fin, ya veremos…

Un hombre tan bueno, su primer amigo en Inglaterra, y aún no le había dado las gracias.

– Excelencia, os debo mi vida. Si no me hubierais regalado el perro, pobre criatura… ¿Habéis visto lo que le hicieron?

– Lo vi. -El prior Geoffrey meneó la cabeza. Luego esbozó una sonrisa-. He dado instrucciones para que sus restos sean entregados a Hugh, de quien el hermano Gilbert sospecha que entierra a sus perros en el cementerio del priorato a escondidas. Salvaguarda bien puede yacer junto a otros seres menos leales. -En medio de tanto dolor, la muerte de Salvaguarda era un hecho menor. No obstante, había sido motivo de pena. Adelia se sintió reconfortada-. Sin embargo -continuó el prior-, como vos y yo sabemos, también le debéis la vida a alguien que detenta más derechos y, en parte, estoy aquí respondiendo a su petición.

Pero la mente de Adelia estaba nuevamente ocupada con la monja. Iban a dejarla en libertad. Nadie la había visto matar. Ni Ulf, ni Rowley, ni siquiera ella. Era una monja, la Iglesia temía el escándalo. La dejarían libre.

– No lo consentiré, prior -exclamó.

El prior Geoffrey, que había pronunciando palabras obviamente lisonjeras, se quedó boquiabierto. Parpadeó.

– Una decisión algo precipitada, Adelia.

– Todos deben saber lo que ocurrió. Ella debe ser juzgada aunque sea considerada demasiado enferma para recibir una sentencia. Por los niños, por Simón, por mí. Encontré su guarida y a punto estuve de morir allí. Es necesario, forzosamente, hacer justicia. No se trata de ser sanguinario o de buscar venganza. Pero si todo esto no tiene su debida conclusión las pesadillas de muchas personas no tendrán fin. -De pronto se detuvo, como si acabara de comprender algo de lo que el prior había dicho-. Os pido disculpas, excelencia, estabais diciendo que…

El prior Geoffrey suspiró y volvió a comenzar.

– Antes de que me viera obligado a regresar al tribunal, no sé si sabéis que el rey ha llegado, él vino a verme. A falta de nadie más, parece considerarme in loco parentis…

– ¿El rey? -Adelia no lograba seguir el hilo de sus palabras.

El prior suspiró una vez más.

– Sir Rowley Picot. Sir Rowley me ha pedido que venga a veros para -en verdad, sus gestos sugerían que era un asunto ya resuelto- pedir vuestra mano.

Era lo que completaba ese día extraordinario. Había caído en el infierno y había sido rescatada de él. Un hombre había muerto destrozado. En la habitación contigua había una asesina. Había perdido su virginidad, una pérdida gloriosa, y el hombre que se la había llevado optaba por la etiqueta, utilizando los buenos oficios de un sucedáneo de padre para pedir su mano.

– Debo agregar -explicó el prior Geoffrey- que la proposición tiene un coste. Durante las sesiones de los tribunales, el rey ha ofrecido a sir Rowley el obispado de St Albans, y yo mismo he oído que Picot rechazaba la oferta con el argumento de que quería tener libertad para casarse. -¿La quería hasta tal punto?-. El rey Enrique no se sintió complacido -prosiguió el prior-. Tiene un particular interés en designar a nuestro buen recaudador para dicha diócesis, y ciertamente no está acostumbrado a que frustren sus planes. Pero sir Rowley fue inflexible.

En esa ocasión la boca de Adelia permaneció inmóvil, incapaz de pronunciar la respuesta que debía dar.

Junto con el arrebato del amor llegó el miedo a decir que sí, a aceptar que era lo que más quería, porque esa mañana Rowley había ahuyentado el daño causado a su mente y la había purificado. Lo cual, por supuesto, era peligroso. Si se había sacrificado tanto por ella, ¿no era correcto y hermoso que hiciera un sacrificio similar por él?

Sacrificio.

El prior Geoffrey alegó:

– Aunque haya desilusionado al rey Enrique, el pretendiente me ha encargado que os diga que sigue siendo una figura estimada y elegida para ocupar una alta posición, de modo que la unión no será para vos desventajosa. -Viendo que Adelia aún no respondía, continuó-: A decir verdad, yo estaría feliz de veros unida a él. -Unida-. Adelia, querida. -El prior Geoffrey le cogió la mano-. El hombre merece una respuesta.

La merecía. Y se la dio.

La puerta se abrió y el hermano Gilbert permaneció en el umbral, malinterpretando la escena que tenía delante -el superior de su congregación con dos mujeres en un dormitorio-, qué indecoroso.

– Los señores están reunidos, prior.

– Entonces debemos atenderlos. -El prior le cogió la mano a Adelia y se la besó. Pero lo decididamente indecoroso fue el guiño que Gyltha y él intercambiaron.


Las dignidades convocadas se habían reunido en el refectorio del monasterio. De ese modo los monjes podían utilizar la iglesia en sus horas de vigilia, como hacían habitualmente. Por su parte, ellos no interrumpirían el consejo, dado que ya habían cenado y faltaban horas para el desayuno.

Quizás nunca supieran que se había realizado, pensó Adelia.

El denominado consejo era, de hecho, un juicio. No se juzgaba a la joven mujer que estaba convenientemente escoltada por la priora y la hermana Walburga, con la cabeza algo inclinada y las manos mansamente cruzadas.

La acusada era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, una extranjera -quien, a petición de la priora Joan, había sido obligada a abandonar el lecho donde convalecía- por haber formulado una acusación injustificada, obscena, demoníaca, contra un miembro inocente y piadoso de la santa orden de Santa Radegunda, y debía ser castigada por ello.

Adelia estaba de pie en el centro de una sala. Los diablillos que tachonaban las vigas del artesonado le sonreían. La larga mesa y sus bancos habían sido trasladados hacia uno de los extremos. Contra la pared se alineaban las sillas de los jueces. Esas variaciones habían alterado las bellas proporciones del salón, aumentando la crispación de Adelia, fruto de la incredulidad, la ira y, por qué no decirlo, el decidido terror, puesto que frente a ella estaban tres de los muchos jueces ambulantes llegados a Cambridge para las sesiones de los altos tribunales, los obispos de Norwich y Lincoln, y el abad de Ely. Eran los representantes de la autoridad legal de Inglaterra. Podían cerrar sus puños enjoyados y aplastar a Adelia. También ellos parecían disgustados por verse privados de su merecido sueño -después de un largo día dictaminando- y haber tenido que ser trasladados en medio de la noche y la tormenta desde el castillo hasta San Agustín para sentarse frente a ella. Adelia sentía que la hostilidad que emanaba de esos hombres era suficiente para que a su paso las ramas que estaban en el suelo se hicieran trizas y formaran pilas.

El más hostil era el archidiácono de Canterbury. No era juez, pero se consideraba -y evidentemente los demás coincidían con su apreciación- la voz del finado y mártir Tomás Becket, y todo indicaba que cualquier ataque a un miembro de la Iglesia -en este caso, la denuncia de Adelia contra la hermana Verónica de Santa Radegunda- era para él comparable con la actitud de los caballeros de Enrique II que habían desparramado los sesos de Becket en el suelo de su catedral.

El prior Geoffrey se sorprendió de que todos fueran hombres de la Iglesia.

– Señorías, esperaba también la asistencia de algunos seculares.

– Este asunto atañe exclusivamente a la Iglesia -respondieron. El prior se vio obligado a callar. Ellos eran sus superiores.

Un joven, entendido con todo ese procedimiento, los acompañaba, aunque a juzgar por su vestimenta no era clérigo. Traía una escribanía para tomar notas. Adelia supo su nombre cuando alguien se dirigió a él: Hubert Walter.

Detrás de las sillas se alineaban varias personas que trabajaban para los tribunales, dos secretarios -uno de ellos dormía de pie-, un hombre armado que había olvidado quitarse el gorro de dormir antes de ponerse el yelmo, y dos alguaciles con esposas en el cinto y sendas mazas.

Adelia estaba sola y alejada de ellos, Mansur no había sido autorizado a quedarse a su lado más que un momento.

– ¿Qué es… eso, prior?

– Es el sirviente de la señora Adelia, su señoría.

– ¿Un sarraceno?

– Un distinguido doctor árabe, su señoría.

– Ella no necesita doctor o sirviente, y tampoco nosotros.

Mansur fue expulsado de la sala.

El prior Geoffrey permaneció de pie junto al alguacil Baldwin en uno de los extremos de la fila de sillas; detrás se distinguía al hermano Gilbert.

Aquel bendito había hecho todo lo posible. Había contado la horrenda historia, explicando la participación de Simón y Adelia, había dado a conocer los hallazgos de maese Simón y las circunstancias de su muerte, había referido las pruebas que había visto con sus propios ojos al descender por el pozo de Wandlebury Ring, concluyendo con la acusación contra la hermana Verónica.

Había tenido la precaución de no comentar que Adelia había examinado los cadáveres de los niños y la calificación con que contaba para hacerlo. Ella agradecía a Dios que lo hubiera pasado por alto. Su situación ya era suficientemente complicada como para añadirle además una acusación por actos de brujería.

Se llamó a Hugh, el cazador, que esperaba en el refectorio con sus garantes, los hombres que -de acuerdo con el sistema legal de Inglaterra- daban fe de su honestidad. De pie, sosteniendo el sombrero a la altura del pecho, declaró que, al mirar en el pozo, había identificado la figura desnuda de sir Joscelin de Grantchester. Había descendido, examinado el puñal de piedra, y en la cámara con forma de útero había reconocido el collar de perro sujeto a una cadena.

– Era de sir Joscelin, sus señorías. Había visto docenas de veces a su perro con ese collar, y su sello estaba grabado en el cuero.

El collar del perro fue entregado, el sello examinado.

No quedaban dudas de que sir Joscelin de Grantchester había matado a los niños. Los jueces estaban consternados.

«Joscelin de Grantchester debe ser declarado culpable de felonía y asesinato. Sus restos serán exhibidos en la plaza del mercado de Cambridge y no recibirán cristiana sepultura».

En cuanto a la hermana Verónica…

No había pruebas concluyentes en su contra porque no se permitió que Ulf diera su testimonio.

– ¿Cuántos años tiene el niño, prior? No debería contar con un garante hasta que cumpla doce.

– Nueve, su señoría, pero es un niño perspicaz y honesto.

– ¿Cuál es su condición?

– Es persona libre, su señoría, no un siervo. Trabaja con su abuela vendiendo anguilas.

En ese momento el hermano Gilbert intervino. Susurró arteramente algo en el oído del archidiácono, dando señales de satisfacción.

Ah, la abuela no era casada, jamás lo había sido, posiblemete fuera progenitura de hijos ilegítimos. El chico era una especie de bastardo, no tenía rango social alguno. La ley no le reconocía derechos.

Por lo tanto, Ulf, como Mansur, había sido confinado a la cocina aneja al refectorio. Gyltha le tapó la boca para que no se oyeran sus gritos y ambos escuchaban desde el otro lado de la ventanilla, a través de la cual llegaba el aroma del tocino y el caldo que iba impregnando las lujosas capas de armiño de los jueces, mientras el rabino Gotsce -también en la cocina- les traducía al inglés lo que esos señores decían en latín. Su presencia había escandalizado a la corte.

– ¿Habéis traído a un judío ante nosotros, prior Geoffrey?

– Su señoría, los judíos de esta ciudad han sido groseramente calumniados. Puedo demostrar que sir Joscelin era uno de sus principales deudores y que parte de su vileza consistió en lograr que ellos fueran acusados por sus crímenes y que sus cuentas fueran quemadas.

– ¿El judío tiene pruebas?

– Las cuentas fueron destruidas, su señoría, como os dije. Pero seguramente el rabino tiene autoridad para…

– La ley no le reconoce autoridad.

La ley tampoco reconocía que una monja en cuyo rostro se percibía la pureza de su alma pudiera hacer aquello que Adelia alegaba.

La priora habló en su nombre.

– Como Santa Radegunda, la amada fundadora de nuestra orden, la hermana Verónica nació en Turingia. Pero su padre, un mercader, se estableció en Poitiers, donde ella fue entregada al convento cuando tenía tres años. Siendo aún una niña fue enviada a Inglaterra. Incluso a tan temprana edad era evidente su devoción por Dios y su Santa Madre, que ha conservado desde entonces. -La priora Joan había atemperado su voz; las manos callosas a causa de sostener las riendas estaban ocultas en sus mangas. Todo en ella indicaba que era la autoridad de una disciplinada congregación religiosa-. Señorías, doy fe de la modestia y la templanza de esta monja, y de su devoción al Señor. Más de una vez, mientras las demás monjas disfrutaban de sus momentos de recreo, ella ha permanecido arrodillada junto a nuestro bendito pequeño Peter de Trumpington.

Desde la cocina se oyó un chillido ahogado.

– A quien ella condujo a la muerte -concluyó Adelia.

– Dominad vuestra lengua, mujer -le advirtió el archidiácono.

La priora se giró hacia Adelia y la señaló con el dedo. Su voz resonó como un cuerno de caza.

– Juzgad por vosotros mismos, señorías. Juzgad entre eso, una víbora difamadora, y esto, un ejemplo de santidad.

Por desgracia, el vestido que Gyltha le había traído era el que Adelia había usado en la fiesta de Grantchester. El corsé era demasiado bajo y el color demasiado vivo. No resultaba favorecida en la comparación con el sobrio blanco y negro de la monja. Desafortunadamente también, en medio de su dicha por el regreso de Ulf, Gyltha había olvidado traerle un velo o un sombrero, y en consecuencia, Adelia, que había perdido el que llevaba en las profundidades de Wandlebury Ring, tenía la cabeza tan descubierta como una ramera.

Nadie, salvo el prior Geoffrey, habló en su nombre.

Ni siquiera Rowley Picot, pues no estaba presente.

El archidiácono de Canterbury se puso de pie. Todavía llevaba las zapatillas que usaba al levantarse de la cama. Era un anciano diminuto, pleno de vitalidad.

– Expidámonos presto sobre este asunto para que todos podamos retornar a nuestros lechos y si descubrimos que la acusación ha sido malintencionada… -eí rostro que miró a Adeíia era el de un mono malvado- los responsables serán azotados.

Uno por uno, los pilares sobre los que Adelia había construido su alegato fueron analizados y descartados.

¿La palabra de un menor, bastardo y vendedor de anguilas, contra la de una esposa de Cristo?

¿La familiaridad que la dama tenía con el río? ¿Quién, en esa ciudad rodeada de agua, no era diestro manejando un bote?

¿Láudano? ¿No estaba generalmente disponible en cualquier botica?

¿Que ocasionalmente pasara la noche fuera del convento? Bien…

Por primera vez, el joven llamado Hubert Walter -que había estado concentrado en sus anotaciones- alzó la cabeza e hizo oír su voz.

– Tal vez eso necesite una explicación, señor. Es algo inusual.

– Si me permitís, señorías. -La priora Joan volvía a atacar-. Llevar provisiones a nuestras anacoretas es un acto de caridad que consume todas las energías de la hermana Verónica. Podéis ver cuan frágil es. En consecuencia, cuenta con mi permiso para pasar esas noches dedicada al descanso y la meditación en compañía de una de las eremitas antes de regresar al convento.

– Loable, en verdad.

Los ojos de los jueces se posaron, llenos de admiración, en la figura de la hermana Verónica, delgada como una vara de sauce.

Adelia se preguntaba quién sería esa eremita, y por qué no había comparecido ante esa corte para decir cuántas noches ella y la hermana Verónica habían dedicado a la meditación: ninguna, podía asegurarlo.

Pero era justificable. Precisamente por ser una anacoreta no habría llegado hasta allí. Exigir que lo hiciera sólo daría lugar a nuevas comparaciones desventajosas, esta vez, entre la estridencia de Adelia y el respetuoso silencio de Verónica.

«¿Dónde estás, Rowley? Si vamos a casarnos, no deberías haberme dejado sola. Rowley, la dejarán libre».

El desmoronamiento continuó.

¿Quién había visto cómo había muerto Simón de Nápoles? ¿La investigación no había confirmado acaso que murió ahogado, por accidente?

Las paredes del gran salón se cerraban en torno a ella. Un alguacil observaba las esposas, tratando de determinar si su tamaño era adecuado para las pequeñas muñecas de Adelia. Sobre su cabeza, las gárgolas se regodeaban; los ojos de los jueces la desollaban.

El archidiácono estaba preguntando acerca de los motivos que la habían llevado a Wandlebury Ring.

– ¿Con qué intención fue hasta ese infame lugar, señorías? ¿Cómo sabía lo que ocurría allí? Podríamos suponer que ella era cómplice del demonio de Grantchester en lugar de la santa mujer a la que acusa, cuyo único crimen, aparentemente, fue seguirla sin pensar en su propia seguridad.

El prior Geoffrey abrió la boca, pero Hubert Walter, que seguía entretenido, se anticipó a sus palabras.

– Creo que debemos aceptar, señorías, que los cuatro niños murieron antes de que esta mujer llegara a Inglaterra. Al menos, debemos exculparla de esos crímenes.

El archidiácono estaba disgustado.

– No obstante, hemos probado que es una calumniadora y ella misma ha declarado que sabía de la existencia del pozo y las circunstancias relacionadas con él. Es extraño, señorías. Me resulta sospechoso.

– También a mí -intervino el obispo de Norwich, bostezando-. Condenen a la maldita mujer a ser azotada y terminemos con esto.

– ¿Ése es el veredicto de todos?

Ése era.

Adelia gritó, no en su defensa, sino en nombre de los niños de Cambridge.

– No la dejéis ir, os lo ruego. Volverá a matar.

Los jueces no la escucharon, ni siquiera la miraron. Su atención se había vuelto hacia la persona que acababa de entrar en el refectorio, por la cocina, con un cuenco de caldo con tocino del que daba buena cuenta.

Guiñó un ojo a la asamblea.

– ¿Un juicio, verdad?

Adelia esperaba que ese hombre, vestido con ropas sencillas, fuera despedido entre epítetos despectivos por donde había venido. Un par de sabuesos habían entrado con él. Sería un cazador, llegado a ese lugar por equivocación.

Pero los señores jueces permanecían de pie haciendo reverencias.

Ennrique Plantagenet, rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania, conde de Anjou, se sentó en la mesa del refectorio, dejó que sus piernas se balancearan y miró a su alrededor.

– ¿Y bien?

– No es un juicio, excelencia. -El obispo de Norwich se había despertado y trinaba como una alondra-. Tan sólo un consejo, una investigación preliminar acerca de la muerte de los niños de nuestra ciudad. El asesino ha sido identificado pero esa… -dijo señalando a Adelia- esa mujer ha acusado de complicidad a esta monja de Santa Radegunda.

– Ah, sí -asintió el rey, complacido-. Pensé que el reino de lo espiritual contaba aquí con un exceso de representantes. ¿Dónde está De Luci? ¿Y De Glanville? ¿Dónde están los representantes del mundo terrenal?

– No quisimos interrumpir su descanso, excelencia.

– Muy considerado -repuso Enrique, aún complacido. Sin embargo, el obispo temblaba-. ¿Y a qué conclusiones hemos llegado?

Hubert Walter había abandonado su lugar para ubicarse junto al rey, con el pergamino en la mano. El monarca dejó el cuenco de caldo para leerlo.

– Espero que no os importe que me entrometa en este caso. Me está causando algunos problemas. Mis judíos de Cambridge han sido encarcelados en la torre del castillo por este motivo. -Luego el rey agregó, amablemente-: Y en consecuencia mis ganancias han disminuido.

La frase del soberano hizo que los jueces se revolvieran, turbados.

Mientras leía el pergamino, el rey cogió un puñado de ramas del suelo. Un tenso silencio reinó en la sala, sólo interrumpido por la lluvia que golpeaba los cristales de las altas ventanas y un perro que roía un hueso que había encontrado debajo de la mesa.

Adelia no sabía cómo se sostenía en pie. Le temblaban las piernas. Ese hombre de aspecto tan común había sembrado un terror indiscriminado en el refectorio.

El rey comenzó a murmurar, acercando el pergamino a un candelabro para leer mejor.

– El chico dice que fue secuestrado por la monja… no reconocido por la ley… humm. -Enrique puso una de las ramas que sostenía junto al candelabro-. Espléndido caldo, prior -comentó distraídamente.

– Gracias, excelencia.

– El conocimiento del río, y el uso que la monja hacía… -Otra rama fue depositada junto a la primera-. Un opiáceo… -Esta vez la rama quedó encima de las otras dos, formando una cruz-. Toda la noche en vigilia con una eremita… -El rey levantó la vista-. ¿La eremita ha sido llamada a prestar testimonio? Oh, no, lo olvidaba, esto no es un juicio.

Las piernas de Adelia se debilitaron, pero en esa ocasión debido a una esperanza, tan tenue que apenas se atrevía a alentar. Las ramas de Enrique Plantagenet, claramente entrecruzadas -como si las hubiera dispuesto para el juego que consistía en quitar una de ellas sin mover las demás- se multiplicaban con cada párrafo de las pruebas que ella había presentado en contra de Verónica.

– Simón de Nápoles, ahogado mientras estaba en posesión de las cuentas… el río otra vez… un judío, por supuesto, qué se podía esperar… -El rey meneó la cabeza ante el trato desconsiderado hacia los judíos y siguió leyendo-: Las sospechas de la mujer laica… Wan-del-bury Ring… sostiene que ella fue arrojada a un pozo… no vio quién… peleas… mujer laica y monja… ambas heridas… niño rescatado… caballero del lugar responsable…

El rey dejó de leer, miró la pila de ramas, luego a los jueces.

El obispo de Norwich carraspeó.

– Como veréis, excelencia, todos los cargos contra la hermana Verónica carecen de sustento. Nadie puede acusarla porque…

– Salvo el niño, por supuesto -interrumpió Enrique-, pero no podemos dar ningún valor legal a sus palabras, ¿verdad? No, estoy de acuerdo, todo es circunstancial -alegó, y volvió a mirar las ramas-. Maldición, hay cantidad de circunstancias, pero… -El rey infló sus mejillas, sopló con fuerza y las ramas se desparramaron-. En consecuencia, ¿qué habéis decidido hacer con esta dama calumniadora llamada… Adele? Vuestra caligrafía es lamentable, Hubert.

– Lo siento, excelencia. Su nombre es Adelia.

El archidiácono estaba cada vez más inquieto.

– Es imperdonable que ella calumnie de esa manera a una religiosa. Su actitud no puede ser ignorada.

– Ciertamente -afirmó Enrique-. Deberíamos colgarla, ¿estáis de acuerdo?

El archidiácono pasó a la ofensiva.

– Esta mujer es una extranjera, no se sabe de dónde ha llegado, vino en compañía de un judío y un sarraceno. ¿Permitiremos que eleve sus calumnias contra la Santa Madre Iglesia? ¿Con qué derecho? ¿Quién la envió y por qué? ¿Para sembrar discordia? Os digo que el demonio la ha puesto entre nosotros.

– En realidad, fui yo -manifestó el rey.

Sobre la sala se abatió el silencio como una avalancha de nieve. Desde la puerta que estaba detrás de los jueces se oía chapotear a los monjes de Barnwell mientras se dirigían desde el claustro hacia la iglesia bajo la lluvia.

El rey miró por primera vez a Adelia, y una sonrisa dejó a la vista sus pequeños dientes feroces.

– No lo sabíais, ¿verdad? -Luego se dirigió a los jueces, que seguían de pie. No habían sido invitados a tomar asiento-. Veréis, señorías. Los niños estaban desapareciendo en Cambridge, y lo mismo pasaba con mis ingresos. Los judíos estaban en la torre. En las calles había tumultos. Entonces le dije a Aarón de Lincoln, lo conocéis, obispo, os ha prestado dinero para vuestra catedral: «Aarón, debemos hacer algo respecto a lo que ocurre en Cambridge. Si los judíos están masacrando niños para sus rituales, debemos llevarlos a la horca. Si no, será otro el que deba morir». Lo que me recuerda… -El rey alzó la voz-. Venid, rabino, me han dicho que esto no es un juicio. -La puerta de la cocina se abrió y el rabino Gotsce entró cautelosamente, haciendo frecuentes reverencias, que daban cuenta de su nerviosismo. El rey no le dio importancia-. Como decía, Aarón se retiró para pensar sobre el asunto, y cuando lo hubo meditado, regresó. Declaró que el hombre que necesitábamos era, sin duda, Simón de Nápoles. Otro judío, señores, un investigador de renombre. Aarón también sugirió que Simón viniera acompañado por una persona experta en el arte de la muerte. -El rey dedicó otra de sus sonrisas a los jueces-. Seguramente os preguntaréis: ¿qué es un experto en el arte de la muerte? Yo mismo me lo pregunté. ¿Un nigromante? ¿Una especie de torturador refinado? Pero no, tal parece que existen personas calificadas que pueden interpretar los cadáveres, y en este caso, podían descubrir de qué manera habían muerto los niños de Cambridge y eso podía dar indicios acerca de quién había sido el asesino. ¿Hay un poco más de este excelente caldo?

La digresión en medio del discurso del rey se produjo tan rápidamente que pasaron unos instantes antes de que el prior Geoffrey se levantara y cruzara la sala hacia la ventanilla, como un sonámbulo. Como algo natural, una mujer le alcanzó un cuenco humeante. Lo cogió, regresó y se lo ofreció al rey con una rodilla en el suelo.

En el ínterin, el rey se había dedicado a conversar con la priora Joan.

– Esperaba ir a cazar verracos esta noche. ¿Será demasiado tarde? ¿Habrán regresado a su guarida?

La priora pareció confusa, pero estaba encantada.

– Todavía no, excelencia. Si me permitís una sugerencia, vuestros sabuesos pueden guiaros hacia los bosques de Babraham donde… -Su voz se fue apagando a medida que comprendió su error-. Sólo repito lo que he oído, excelencia. No tengo tiempo para cazar.

– ¿De verdad, señora? -Enrique parecía muy sorprendido-. He oído que sois famosa, una asidua Diana.

Una emboscada, pensó Adelia. Advirtió que estaba presenciando un ejercicio que, más allá de que resultara exitoso, llevaba la astucia al terreno del arte.

– Entonces… -prosiguió el rey, masticando-. Gracias, prior. Entonces pregunté a Aarón: «¿Dónde demonios encontraremos un experto en el arte de la muerte?». Y él dijo: «No es necesario ir muy lejos, excelencia. En Salerno». A nuestro Aarón le agrada bromear. Aparentemente, en la excelente escuela de medicina de Salerno se enseña esa misteriosa ciencia. De modo que, para abreviar un poco esta larga historia, escribí al rey de Sicilia… -El rey dirigió una mirada fulminante a la priora-. Es mi primo, como sabéis. Le escribí para solicitarle los servicios de Simón de Nápoles y de un experto en la muerte. -Enrique había tragado demasiado rápido y comenzó a toser. Hubert Walter le dio unas palmadas en la espalda-. Gracias, Hubert -dijo secándose los ojos-. Bien. Dos cosas salieron mal. Por una parte, yo estaba fuera de Inglaterra combatiendo a los malditos Lusignan cuando Simón de Nápoles llegó a este país. Por otra, parece que en Salerno las mujeres estudian medicina. ¿Pueden creerlo, señorías? Y algún idiota incapaz de distinguir a Adán de Eva en lugar de enviar a un experto en el arte de la muerte mandó una experta. Allí está. -Sólo el rey se dignó mirar a Adelia. Los demás continuaron con los ojos fijos en él-. Por lo que me temo, señorías, que no podremos ahorcarla, aunque fuera nuestro deseo. No nos pertenece, es una subdita del rey de Sicilia y mi primo Guillermo querrá que se la devolvamos en buenas condiciones. -El rey había bajado de la mesa, caminaba por la sala hurgándose los dientes, sumido en profunda meditación-. ¿Qué podéis decir, señorías? ¿Creéis que, teniendo en cuenta que esta mujer y un judío parecen haber evitado que más niños tuvieran una muerte horrenda en manos de un caballero cuya cabeza ahora se conserva en un barril de salmuera del castillo… -Enrique suspiró desconcertado y meneó la cabeza-, podemos atrevernos a azotarla? -Nadie habló. No se esperaba que lo hicieran-. De hecho, señorías, me atrevo a asegurar que mi primo Guillermo no verá con buenos ojos que alguien importune a la señora Adelia pretendiendo acusarla de brujería o conducta indebida. -La voz del rey se había convertido en un látigo-. Como tampoco lo haré yo.

«Os serviré el resto de mis días», pensó Adelia, llena de gratitud y admiración. «Pero, incluso vos, el gran Plantagenet, ¿lograréis que esta monja sea juzgada?».

Rowley había llegado a la sala. Hizo una reverencia al monarca, mucho menos alto que él, y le entregó algunas cosas.

– Siento haberos hecho esperar, excelencia. -Ambos se miraron y Rowley asintió. Eran aliados.

Rowley caminó en dirección al prior Geoffrey. Su capa se veía más oscura, mojada por la lluvia, y olía a aire fresco. Eso era él, aire fresco, y Adelia se sintió súbitamente colmada de felicidad por llevar un vestido con corsé y la cabeza descubierta como una ramera. Podía haberse desnudado nuevamente para él. «Seré vuestra ramera todas las veces que lo deseéis, estoy orgullosa de serlo».

Le vio comentar algo. El prior dio instrucciones al hermano Gilbert, que salió de la sala.

El rey había vuelto a ocupar su lugar sobre la mesa. Se dirigió a la más gorda de las tres monjas que estaban en el centro del refectorio.

– Hermana, sí, vos, venid aquí.

La priora Joan miraba con desconfianza a Walburga, que, recelosa, se acercaba al rey. Los ojos de Verónica seguían mirando hacia abajo y sus manos no se habían movido en ningún momento.

Con más amabilidad, pero con el mismo audible tono de voz, el rey la interrogó:

– Decidme, hermana, ¿qué hacéis en el convento? Hablad con franqueza, os prometo que nada os sucederá.

Lo hizo, las palabras surgieron entrecortadas al principio, pero pocas personas podían resistirse a Enrique cuando era amable, y Walburga era una de ellas.

– Medito sobre la palabra del Señor, excelencia, como las demás, rezo las oraciones de la fundadora de nuestra orden y voy en bote a llevar provisiones a las anacoretas… -En ese punto hubo un atisbo de duda.

Adelia comprendió que Walburga, con su escaso dominio del latín, estaba tan desconcertada por el desarrollo de los acontecimientos que no había comprendido la mayor parte de lo dirimido.

– Y así pasamos los días, casi siempre…

– ¿Os alimentáis bien? ¿La comida es abundante?

– Oh, sí, excelencia. -Walburga podía hablar sobre ese tema y se sentía más segura-. La madre Joan siempre nos trae algunas de las liebres que caza y mi tía prepara la manteca y la crema. Nos alimentamos muy bien.

– ¿Qué más hacéis?

– Lustro el relicario del pequeño Peter y hago trabajos de cestería que los peregrinos compran como recuerdo y…

– Apuesto a que sois la mejor tejedora del convento -opinó Enrique, muy jovial.

– Bueno, no debería decirlo, pero lo hago muy bien, aunque tal vez la hermana Verónica y la pobre hermana Agnes podrían igualarme.

– Supongo que cada una tiene su propio estilo. -Walburga parpadeó. Enrique comprendió que debía formular la pregunta de otro modo-. Si quisiera elegir un recuerdo entre una pila de ellos, ¿podríais decirme cuál fue hecho por vos, por Agnes o por Verónica?

Por Dios. Adelia sintió un escalofrío. Miró a Rowley, pero él no le devolvió la mirada. Walburga se rio tímidamente.

– No es necesario, excelencia. Puedo hacer uno para vos, gratis.

El rey sonrió.

– Vaya, ya le he pedido a sir Rowley que traiga algunos. -El monarca cogió uno de los pequeños objetos de la pila de figuras y esteras que el recaudador de impuestos le había entregado-. ¿Habéis hecho éste?

– Oh, no. Ése lo hizo la hermana Odilia antes de morir.

– ¿Y éste?

– Magdalene.

– ¿Y este otro?

– Verónica.

– Prior -llamó. El hermano Gilbert había regresado. El prior Geoffrey traía otros objetos para que Walburga los observara-. ¿Y éstos, niña? ¿Quién los hizo?

Estaban en la palma de su mano, como estrellas hechas con tallos, bella e intrincadamente entretejidos con la forma de un quincucio.

Walburga disfrutaba del juego.

– Ésos también los hizo la hermana Verónica.

– ¿Estáis segura?

– Completamente segura, excelencia. Es su diversión. La pobre hermana Agnes decía que no debía hacerlos, porque tenían un aspecto pagano, pero no hacían ningún daño.

– Ningún daño -coreó suavemente el rey-. ¿Prior?

El prior Geoffrey se puso frente a los jueces.

– Señorías, estos recuerdos estaban sobre los cadáveres de los niños cuando los encontraron en Wandlebury. Esta monja acaba de identificarlos. Ha dicho que son obra de la religiosa acusada.

Adelia contuvo la respiración. No era suficiente. Ella podría dar cientos de excusas. Era ingenioso, pero no constituía una prueba.

Sin embargo, lo fue para la priora Joan, que miró a su protegida con desesperación.

Lo fue para Verónica. Durante un instante permaneció serena. Luego gritó, levantó la cabeza y sacudió las manos.

– Protegedme, señorías. Creéis que fue devorado por los perros, pero está allí arriba. Allí arriba.

Todos los ojos miraron, junto con ella, las vigas donde las gárgolas se reían desde las sombras y luego se dirigieron a Verónica. La monja se había tirado al suelo y se retorcía como una posesa.

– Os hará daño. Me hace daño cuando no le obedezco. Me hace daño cuando entra dentro de mí. Él hace daño. Oh, salvadme del diablo.

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