Capítulo 8

– Tenía que asegurarme -explicó Adelia-. El niño podía haber muerto a manos de una persona que no fuera nuestro asesino, o incluso por accidente, y las heridas podían ser posteriores a su muerte.

– Eso sucede -indicó Simón- cuando se trata de muertes por accidente, los arrojan al patio del judío que esté más cerca.

– Necesitaba asegurarme de que había muerto de la misma forma que los otros. Necesitaba una prueba. -Adelia estaba tan cansada como Simón, si bien no tan disgustada como él por el tratamiento que los judíos habían dado al cuerpo que encontraron en su jardín. Sentía pena-. Ahora tenemos la certeza de que los judíos no lo mataron.

– ¿Y quién va a creerlo? -se quejó Simón rotundamente desalentado.

Estaban cenando. Los últimos rayos de sol penetraban a través de las ridículas ventanas, templando la sala y dando un matiz dorado a la jarra de peltre de Simón, que, temiendo acabar el vino, había vuelto a beber cerveza inglesa. Mansur tomaba una bebida de agua de cebada que Gyltha le había preparado.

– ¿Por qué ese carnicero les corta los párpados? -preguntó Mansur.

– No lo sé. -Adelia prefería no imaginarlo.

– ¿Queréis saber lo que pienso? -preguntó Simón.

Ella no quería saberlo. En Salerno le entregaban cuerpos, algunos muertos en circunstancias sospechosas. Ella los examinaba y entregaba los resultados a su padre adoptivo, que a su vez los transmitía a las autoridades; después, los cuerpos eran retirados. Algunas veces había sabido lo que le había sucedido al delincuente, si había sido capturado… pero siempre con posterioridad a su trabajo. Ésta era la primera ocasión en la que estaba involucrada en la cacería del asesino y no estaba disfrutando de la situación.

– Creo que murieron demasiado rápido -anunció Simón-. El asesino quiso atraer su atención incluso después de muertos.

Adelia giró la cabeza y observó los pequeños insectos que bailaban en un rayo de sol.

– Yo sé qué partes le cortaré cuando lo atrapemos, inshalá -exclamó Mansur.

– Y yo seré vuestro ayudante -acordó Simón.

Los dos eran muy diferentes. El árabe estaba erguido en su silla, los contornos de su oscuro rostro se desdibujaban entre los blancos pliegues de la kufiya. El judío permanecía inclinado hacia delante, con el sol alumbrando el perfil de su mejilla, haciendo girar una y otra vez el botellón con sus dedos. Pero ambos pensaban lo mismo.

¿Por qué veían aquello como lo más grave? Tal vez para ellos lo fuera, pero era trivial, como castrar a un animal solitario. El daño causado por esa criatura en particular era demasiado grande para ser castigado por un humano. El dolor provocado había llegado muy lejos. Adelia evocó a Agnes, la madre de Harold, y su vigilia. Pensó en los padres congregados en torno a los pequeños ataúdes en la iglesia de San Agustín; en los dos hombres en el sótano de Chaim, rezando mientras violentaban su naturaleza librándose de una temible carga. Pensó en Dina, que nunca podría librarse de la sombra que la cubría.

Tanto daño merecía maldición eterna. No había reparación posible para los que seguían vivos. No en esta vida.

– ¿Estáis de acuerdo conmigo, doctora?

– ¿Qué?

– Mi teoría sobre las mutilaciones.

– No es de mi incumbencia. No estoy aquí para comprender los motivos que pueda tener un asesino para cometer sus crímenes. Tan sólo para probar que los cometió. -Los hombres la observaron-. Os pido disculpas -repuso más serena-. Pero no quiero saber qué hay en su mente.

– Probablemente haya que hacerlo antes de que este asunto concluya, doctora. Pensar como él piensa -indicó Simón.

– Vos lo haréis, sois el clarividente.

Simón suspiró con tristeza. Todos estaban melancólicos esa noche.

– Consideremos lo que ya sabemos sobre él. ¿Mansur? -Ningún asesinato con anterioridad al del niño santo. Tal vez sea nuevo en este lugar, podría haber llegado hace un año.

– Ah, ¿entonces creéis que ya ha hecho esto antes en algún otro lugar?

– Un chacal es siempre un chacal.

– Es verdad -concedió Simón-. O quizá sea un nuevo soldado del ejército de Belcebú, que comienza a satisfacer sus deseos.

Adelia frunció el ceño. Según su intuición, el asesino no era un hombre muy joven.

Simón levantó la cabeza.

– ¿Qué os parece, doctora?

La doctora suspiró, la arrastrarían hacia ese asunto a su pesar.

– ¿Estamos haciendo suposiciones?

– Poco más podemos hacer.

Reticente, porque su percepción era apenas una silueta vislumbrada en la niebla, Adelia comenzó.

– Los ataques son frenéticos, lo que sugiere juventud, pero a la vez planificados, lo que sugiere madurez. Atrae a sus víctimas hacia un lugar concreto y solitario, como la colina. Creo que esto es así para que nadie oiga a sus torturados. Posiblemente se tome su tiempo. No en el caso del pequeño Peter, claramente más apresurado, sino con los otros niños. -Hizo una pausa porque su teoría era horrorosa y estaba fundada en escasas pruebas-. Es posible que los mantenga con vida durante algún tiempo después del secuestro. Eso sugeriría una paciencia perversa y un gusto por las agonías prolongadas. Esperaba que el cadáver de la víctima más reciente, teniendo en cuenta la fecha en que fue secuestrada, mostrara un estado de descomposición más avanzado. -Adelia los miró-. Pero eso puede deberse a tantos motivos que, como hipótesis, no tiene peso alguno.

– Ajá. -Simón apartó su copa como si la bebida le ofendiera-. No seguiremos especulando. De todos modos, tenemos que investigar los movimientos de cuarenta y siete personas, no sólo de los que vestían hábitos de lana negra. Le escribiré a mi esposa para decirle que no regresaré a casa por ahora.

– Otra cosa -intervino Adelia-. Hoy cuando hablé con la señora Dina, me comentó que los asesinatos son el resultado de una conspiración para culpar a su pueblo…

– No lo son -opinó Simón-. Quizás trata de implicar a los judíos con sus Estrellas de David, pero no mata por ese motivo.

– Estoy de acuerdo. Cualquiera que sea la primera motivación de estos asesinatos, no es racial. Hay demasiada ferocidad sexual en ellos. -La doctora hizo una pausa. Se había jurado no adentrarse en la mente del asesino, pero sentía que de sí misma surgía un apéndice que lograba alcanzarla y atraparla-. No obstante, no existe razón alguna para que no se beneficiara con esa suposición. ¿Por qué arrojó el cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim?

Simón levantó las cejas. La pregunta no necesitaba respuesta: Chaim era judío, el eterno chivo expiatorio.

– Eso funcionaría muy bien -contestó Mansur-. Ninguna sospecha sobre el asesino. Y… -el moro cruzó su garganta con el dedo-, adiós, judíos.

– Exactamente -afirmó Adelia-. Adiós, judíos. Una vez más, convengo en que es probable que el hombre quisiera implicar a los judíos cuando cometía sus crímenes. Pero ¿por qué eligió a ese judío en particular? ¿Por qué no dejó el cuerpo en alguna de las otras casas? Estaban vacías y oscuras porque todos los habitantes de la judería se hallaban en la boda de Dina. Si cogió un bote, y seguramente así fue, esta casa, la del viejo Benjamín, es la más cercana al río. El asesino podía haber depositado el cuerpo aquí. En cambio, asumió un riesgo innecesario y eligió el jardín de Chaim, que estaba bien iluminado, para arrojarlo.

Simón se inclinó un poco más hacia delante. Su nariz casi tocaba uno de los candelabros de la mesa.

– Continuad.

Adelia se encogió de hombros.

– Basta observar el resultado final. Los judíos inculpados; la multitud enloquecida; Chaim, el prestamista más importante de Cambridge, ahorcado. La torre que contenía los registros de todos aquellos que debían dinero a los usureros, por ejemplo, a Chaim, incendiada.

– ¿Le debería el asesino dinero a Chaim? ¿Nuestro asesino, una vez satisfecha su perversidad, también quería cancelar su deuda -Simón consideraba la posibilidad-. Pero ¿pudo haber calculado que la multitud incendiaría la torre? ¿O que ésta iría a buscar a Chaim y lo ahorcarían?

– Él es parte de la multitud -alegó Mansur. Su voz infantil se transformó en un chillido-: «Debemos matar a los judíos, debernos matar a Chaim, terminar con la roñosa usura. Al castillo, llevemos antorchas».

Sorprendido por el sonido, Ulf asomó la cabeza por la balaustrada de la galería, como un pompón de diente de león blanco, y despeinado en la creciente oscuridad.

Adelia le hizo un gesto admonitorio.

– Es hora de dormir.

– ¿Por qué hablan en esa jerigonza extranjera?

– Para que no escuchéis las conversaciones de los demás. A la cama.

Ulf asomó medio cuerpo.

– ¿Entonces creen que los judíos no mataron a Peter y a los otros?

– No -contestó Adelia. Y agregó, dado que Ulf había sido quien había descubierto el desagüe y se lo había mostrado-: Peter estaba muerto cuando lo encontraron en el jardín. Estaban asustados y lo pusieron en el albañal para que no sospecharan de ellos.

– Muy listos, ¿verdad? -gruñó disgustado el chico-. Entonces, ¿quién lo mató?

– No lo sabemos. Alguien que quería culpar a Chaim, tal vez una persona que le debía dinero. Ya es hora de que os vayáis a la cama.

Simón levantó una mano para detenerlo.

– No sabemos quién fue, hijo, tratamos de descubrirlo. -Luego se dirigió a Adelia en salernitano-: El chico es inteligente y nos ha sido de utilidad. Tal vez pueda investigar para nosotros.

– No. -Adelia se sorprendió de su propia vehemencia.

– Puedo ayudar. -Ulf abandonó la balaustrada y bajó corriendo las escaleras-. Soy un buen rastreador. Puedo seguir una huella por toda la ciudad.

Gyltha llegó para encender las velas.

– Ulf, vete a dormir antes de que alimente contigo a los gatos.

– Cuéntales, abuela -pidió Ulf con desesperación-. Diles que soy un rastreador hábil. Y oigo cosas, ¿verdad, abuela? Puedo oír cosas que nadie oye porque nadie me presta atención. Puedo ir a muchos lugares… Es mi deber hacerlo, abuela. Harold y Peter eran mis amigos.

Los ojos de Gyltha se encontraron con los de Adelia. El instantáneo terror que reflejaron advirtió a Adelia que Gyltha pensaba igual que ella: el asesino volvería a matar.

Un chacal es siempre un chacal.

– Ulf puede venir con nosotros mañana y mostrarnos dónde fueron hallados los tres niños -dijo Simón.

– Eso es al pie de Wandlebury Ring -objetó Gyltha-. No quiero que el chico esté por allí.

– Llevaremos a Mansur con nosotros. El asesino no está en la colina, Gyltha. Está en la ciudad. Allí secuestró a los niños -explicó Simón.

Gyltha miró a Adelia. Ésta asintió. El chico estaría más seguro en su compañía que rondando por Cambridge rastreando sus propias pistas.

– ¿Qué haremos con los enfermos?

– El doctor no atenderá ese día -declaró Simón con firmeza.

– De camino a la colina visitaremos a los casos más graves de ayer. Quiero asegurarme del diagnóstico del niño con tos. Y la amputación necesita un cambio de vendajes -dijo Adelia igualmente firme.

– Deberíamos habernos presentado como astrólogos, o abogados. Algo inútil. Me temo que el espíritu de Hipócrates nos ha ungido con el yugo del deber -apuntó Simón.

– Así es. -En el restringido panteón de Adelia, Hipócrates era el dios supremo.

Lograron que Ulf desapareciera hacia el sótano donde dormían él y las criadas. Gyltha se retiró a la cocina y los tres extranjeros reanudaron su conversación.

Simón golpeteaba la mesa con los dedos, pensativo. De pronto se detuvo.

– Mansur, mi buen y sabio amigo, creo que tenéis razón. Nuestro asesino formaba parte de la multitud congregada hace un año que clamaba por la muerte de Chaim. Doctora, ¿estáis de acuerdo?

– Podría ser -admitió cautelosa Adelia-. Ciertamente, la señora Dina cree que la multitud fue congregada deliberadamente.

«Debemos matar a los judíos», pensó. La exigencia preferida de Roger de Acton.

– Tal vez los actos de esa criatura sean tan horribles como su persona.

Lo dijo en voz alta, aunque tenía sus dudas: el asesino de niños sería una persona persuasiva. No podía imaginar a la tímida Mary tentada por Acton, sin importar cuántos dulces le ofreciera. Ese hombre carecía de astucia, era un bufón horrible que no hacía más que perorar. Sin embargo, aun cuando despreciaba profundamente a esa raza, probablemente hubiera pedido dinero prestado a un judío.

– No necesariamente -objetó Simón-. He visto a hombres que al salir de la contaduría de mi padre con los monederos repletos de su oro condenaban la usura. No obstante, el hombre viste esa tela de lana y debemos averiguar si estuvo en Cambridge en las fechas indicadas.

Simón estaba más animado. Quizás pudiera adelantar su regreso a casa.

– Au loup! -Ante el desconcierto de sus compañeros, sonrió y aclaró-: Estamos sobre la pista, amigos míos. Somos como Nimrod. Señor, si hubiera sabido las emociones que depara la caza, habría abandonado mis estudios para convertirme en cazador. Tyer-hillaut. ¿Es así el reclamo?

– Creo que los ingleses gritan halloo y tally ho -sugirió amablemente Adelia.

– ¿Sí? Con qué rapidez se corrompe la lengua… Bien, lo que importa es que nuestro objetivo está en el punto de mira. Mañana regresaré al castillo y usaré este excelente órgano -Simón se dio un golpecito en la nariz, que se movía como la de un animal en busca de su presa- para husmear quién es el hombre de Cambridge reticente a saldar su deuda con Chaim.

– Mañana no -adujo Adelia-. Mañana iremos a Wandlebury Ring a indagar, y debemos ir los tres. Y Ulf.

– Pasado mañana, pues. -Simón no se daría por vencido. Alzó su jarra, primero hacia Adelia y luego hacia Mansur-. Estamos en la pista, señores. Un hombre de edad madura, que estuvo en Wandlebury Ring hace tres noches, en Cambridge tales y cuales días. Un hombre que debía mucho dinero a Chaim y dirigió a la multitud que clamó por la sangre del prestamista. Que tiene relación con las prendas de lana negra que usan los religiosos. -Simón bebió un gran trago de cerveza y se limpió la boca-. Prácticamente sabemos de qué medida son sus botas.

– Que podrían ser de cualquier otra persona -concluyó Adelia.

A esa enumeración, ella habría agregado un toque de genialidad, porque, seguramente, si al igual que Peter los otros niños habían ido voluntariamente al encuentro de su asesino, éste tuvo que persuadirlos con encanto, incluso con humor. Pensó en el obeso recaudador de impuestos.

Gyltha no se avenía bien con la costumbre de trasnochar y llegó dispuesta a limpiar la mesa mientras los extranjeros todavía estaban sentados a su alrededor.

– Echemos un vistazo a ese dulce. Tengo al tío de Matilda B. en la cocina. Fabrica confituras. Tal vez haya visto algo parecido -comentó Gyltha.

Un comportamiento así habría sido impensable en Salerno, pensó Adelia mientras subía las escaleras. En la villa de sus padres, su tía se aseguraba de que los sirvientes no sólo supieran cuál era su lugar, sino de que lo demostraran con su actitud, y hablaran, respetuosamente, sólo cuando se dirigían a ellos. Pero ¿qué era preferible?, ¿deferencia o colaboración?

Volvió con el dulce que había encontrado enredado en el cabello de Mary y desplegó el lienzo en la mesa. Simón retrocedió. El tío de Matilda B. lo tocó con un dedo pálido y meneó la cabeza.

– ¿Estáis seguro? -preguntó Adelia y apuntó una vela hacia el confite para iluminarlo mejor.

– Es un jujube -reconoció Mansur.

– Hecho con azúcar, según creo -apostilló el tío-. Muy caro para mi tienda, nosotros hacemos los dulces con miel.

– ¿Cómo lo habéis llamado? -preguntó Adelia a Mansur.

– Un jujube. Mi madre los hacía. Que Alá la proteja.

– ¡Un jujube! -exclamó Adelia-. Por supuesto, los hacen en el barrio árabe de Salerno. Oh, Dios… -La doctora se desplomó en una silla.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? -Simón estaba de pie junto a ella.

– No eran ju-judíos, eran jujubes.

Adelia cerró los ojos y los mantuvo apretados, esforzándose en representar mentalmente la escena en la que un niño miraba hacia atrás antes de desaparecer entre las sombras de los árboles.

Cuando los abrió, Gyltha había acompañado a Matilda B. y a su tío hasta la puerta y ya estaba de regreso. Unos rostros perplejos la observaban.

– Eso fue lo que dijo el pequeño Peter. Ulf me explicó que Peter le gritó a su amigo Will, desde el otro lado del río, que iba a buscar ju-judíos. Pero no fue eso lo que dijo. En realidad, fue a buscar jujubes. Una palabra que Will jamás había oído y la tradujo como ju-judíos.

Todos enmudecieron. Gyltha había acercado una silla y se había sentado junto a ellos, con los codos en la mesa y las manos en la frente.

Simón rompió el silencio.

– Tienes razón.

Gyltha les miró.

– Le tentaron con eso, seguro. Pero nunca había oído esa palabra.

– Posiblemente los traiga un comerciante árabe -señaló Simón-. Son dulces de Oriente. Buscaremos a alguien que tenga relación con árabes.

– Cruzados a quienes les gusten los dulces, posiblemente -opinó Mansur-. Los cruzados solían traerlos consigo de regreso a Salerno. Tal vez alguno de ellos los haya traído hasta aquí.

– Cierto -indicó Simón nuevamente exaltado-. Es cierto. Nuestro asesino ha estado en Tierra Santa.

A la mente de Adelia no acudieron sir Gervase o sir Joscelin, sino, una vez más, el recaudador de impuestos, otro cruzado.


Las ovejas, como los caballos, no pisan por propia voluntad a los caídos. El pastor a quien llamaban el viejo Walt seguía a su rebaño -que, como todos los días, iba a pastar a Wandlebury Ring- cuando observó que en esa marea lanuda se abría una brecha, como si un profeta invisible la hubiera instado a dividirse. Al llegar al obstáculo que los animales debían sortear, la marea ya había vuelto a unirse. Pero su perro estaba aullando.

Entonces vio los cuerpos de los niños -cada uno con un extraño símbolo en el pecho- y sintió que el curso de su vida, en la que su único enemigo eran el mal tiempo o criaturas de cuatro patas, se rompía.

Ahora el viejo Walt trataba de cambiarlo. Murmuraba a solas, con las manos resecas y arrugadas sobre el cayado. Una especie de saco le cubría los hombros y la cabeza. Los ojos, como dos abalorios, miraban fijamente el lugar donde había visto los cadáveres. Ulf, sentado junto a él, dijo que estaba rezando a la Virgen.

– Seguramente para que purifique el lugar.

Adelia se había sentado en un tronco un poco más atrás. Salvaguarda estaba a su lado. Intentaba sonsacar al pastor, aunque los ojos del hombre recorrieron su silueta sin verla. Pudo comprobar que una mujer extranjera era para el pastor algo tan desconocido que se transformaba en invisible.

Sería Ulf quien hiciera las preguntas, ya que, al igual que el pastor, era un habitante de los pantanos y, en consecuencia, conocía perfectamente el paisaje.

El paisaje era ciertamente misterioso. A la izquierda de Adelia, la pendiente del terreno bajaba hasta la llanura del pantano y el océano de alisos y sauces que guardaba tantos secretos. Hacia la derecha se veía la cima lejana y desnuda de la colina con las laderas boscosas donde ella, Simón, Mansur y Ulf habían pasado las tres últimas horas examinando las extrañas depresiones del terreno; se habían agachado para mirar debajo de los arbustos y habían buscado una guarida donde hubiera podido cometerse el asesinato, sin resultados.

Una y otra vez las nubes oscurecían el cielo, llovía levemente y relucía de nuevo el sol. Aquello parecía afectar a los sonidos de la naturaleza: el canto de las currucas; las hojas que se estremecían bajo la lluvia; la brisa que hacía crujir un viejo manzano; los resuellos de Simón, hombre de ciudad, mientras avanzaba a trompicones; el ruido seco con que las ovejas engullían bocados de hierba, todo estaba, a juicio de Adelia, recubierto de un denso silencio en el que aún resonaban gritos insólitos.

Al divisar a lo lejos al pastor -el pastor del priorato, porque aquéllas eran las ovejas de San Agustín-, encontró la excusa para dejar a los dos hombres husmear y, contenta, se fue con Ulf para hacerle algunas preguntas.

Repasaba por enésima vez el motivo que los había llevado hasta aquel lugar: los niños habían muerto en un terreno de cal. No había duda de ello.

Pero habían sido encontrados en el lodo, allí abajo, en el sendero fangoso por el que transitaban las ovejas de camino a la colina. Y más: habían sido hallados la mañana posterior al alboroto que había provocado la presencia de extraños.

Ergo, los cadáveres habían sido trasladados durante la noche. Desde sus tumbas de cal. Y la cantera más cercana, la única desde donde era posible hacer ese traslado en tan pocas horas era Wandlebury Ring.

Miró hacia allí, pestañeando para apartarse las gotas de lluvia, y vio que Simón y Mansur habían desaparecido.

Estarían abriéndose paso entre los profundos y oscuros senderos -alguna vez habían sido zanjas que rodeaban la colina- que las copas de los árboles oscurecían aún más.

¿Qué antiguos pobladores habían cavado esas zanjas y con qué propósito?

Adelia se preguntó si la sangre de los niños habría sido la única derramada en aquel terreno. ¿Era posible que un lugar fuera intrínsecamente malvado, que atrajera lo más oscuro del alma humana y, por eso mismo, al asesino?

¿O tal vez Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar era presa de las supersticiones como el anciano que murmuraba conjuros de pie en la hierba?

– ¿Hablará con nosotros? -musitó la doctora-. Debe saber si hay una cueva o algo semejante allí arriba.

– Se niega a subir por la colina -farfulló Ulf, en respuesta-. Dice que el viejo Nick baila allí por las noches. Los hoyos del suelo son sus huellas.

– Pero permite que sus ovejas suban.

– En esta época del año tendría que recorrer muchas millas para encontrar pastos como éstos. El perro las acompaña y le avisa si algo anda mal.

Un perro inteligente. Sería suficiente que Adelia abriera la boca para que Salvaguarda se escondiera hasta que ella decidiera bajar de la colina.

La doctora se preguntaba a qué Virgen invocaba el pastor. ¿A María, madre de Jesús? ¿A alguna divinidad primitiva?

La Iglesia no había logrado prohibir todos los dioses paganos. Para este anciano las depresiones que se veían en la cima de la colina eran las huellas de un horror que había precedido al Satán de la cristiandad durante miles de años.

En la mente de Adelia surgió la imagen de una bestia gigante, con cuernos, que a su paso pisoteaba a los niños. Se santiguó. ¿Qué le estaba sucediendo? El frío y la humedad comenzaron a provocarle malestar.

– Maldita sea, preguntadle si verdaderamente ha visto al viejo Nick en la cima.

Ulf formuló la pregunta con una voz alta y cantarina que ella no podía comprender. El anciano respondió en el mismo tono.

– Dice que no se acerca a ese lugar. No le culpo. Ha visto los fuegos durante la noche…

– ¿Qué fuegos?

– Luces. Walt supone que es el fuego del viejo Nick, que danza alrededor de él.

– ¿Qué clase de fuego? ¿Cuándo? ¿Dónde?

Pero el staccato de preguntas había perturbado la comunión que el pastor había establecido con el espíritu del lugar. Ulf hizo un gesto a Adelia para que cerrara la boca y ésta volvió a meditar sobre los espíritus del bien y del mal.

Ese día, en la colina, Adelia se había alegrado de llevar bajo la túnica el pequeño crucifijo de madera que Margaret le había regalado, y que usaba por amor a su niñera. No tenía nada en contra de la fe que predicaba el Nuevo Testamento, que era una religión piadosa y sensible. De hecho, de rodillas junto a su niñera agonizante, había sido al Jesús de Margaret a quien había suplicado que la salvara. Él no lo había hecho, pero Adelia lo perdonaba. El amoroso y viejo corazón de Margaret ya estaba muy cansado para seguir funcionando y al menos su muerte había sido serena.

Lo que Adelia le reprochaba a la Iglesia era que representara a Dios como un ser trivial, estúpido, avaro, retrógrado, un tirano antediluviano que, habiendo creado un mundo tan magníficamente variado, prohibía hacer preguntas sobre su complejidad, dejando que su pueblo se debatiera en la ignorancia.

Por no mencionar las mentiras. A los siete años, cuando era alumna del convento de San Jorge, Adelia estaba dispuesta a creer lo que las monjas y la Biblia dijeran. Hasta que la madre Ambrosia mencionó la costilla…

El pastor había terminado sus oraciones y le estaba diciendo algo a Ulf.

– ¿Qué dice?

– Habla de los cuerpos, de lo que el demonio les hizo.

Era evidente que el viejo Walt se dirigía a Ulf como a un igual. Tal vez el hecho de que el chico supiera leer lo elevaba a un nivel superior al del pastor, y eso obviaba la diferencia de edades.

– ¿Y ahora?

– Dice que jamás había visto algo así desde la última vez que el viejo Nick estuvo aquí y le hizo algo parecido a unas ovejas.

– Oh. -Un lobo u otro animal, pensó Adelia.

– Lamenta no ver muerto a ese hijo de perra, pero sabe que volverá.

«¿Qué le hizo el viejo Nick a las ovejas?».

– ¿Qué hizo? -preguntó de pronto Adelia-. ¿Qué ovejas? ¿Cuándo?

Ulf hizo la pregunta y recibió la respuesta.

– Fue durante un año de grandes tormentas.

– Por Dios, cómo no lo he pensado. ¿Dónde enterró a los animales?


Al principio Adelia y Ulf usaron ramas de árboles como si fueran picas, pero la cal se desmenuzaba con demasiada facilidad y no sacaban una cantidad considerable, de modo que se vieron obligados a cavar con las manos.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó Ulf, no sin motivo.

– Huesos, niño, huesos. Alguien que no era un zorro, ni un lobo ni un perro, alguien, atacó a esas ovejas. Eso dijo el pastor.

– El dijo que fue el viejo Nick.

– No existe ningún viejo Nick. Las heridas eran similares, ¿no fue eso lo que dijo?

El rostro de Ulf perdió el brillo, un signo -Adelia estaba empezando a conocerlo- de que no le había gustado oír la descripción de las heridas. Tal vez no tenía que haberlo escuchado. Pero era demasiado tarde.

– Debemos seguir cavando. ¿En qué año fueron las grandes tormentas?

– El año que se derrumbó el campanario de Santa Etel.

Adelia suspiró. En el mundo de Ulf las estaciones se sucedían sin que nadie reparara en ello, los cumpleaños pasaban desapercibidos, sólo los hechos inusuales registraban el paso del tiempo.

– ¿Cuánto hace de eso? -preguntó la doctora, y agregó, con sentido práctico-: ¿En Navidad?

– No era Navidad, era la época de las prímulas. -La expresión del rostro de Adelia, veteado de cal, instó a Ulf a concentrarse en la pregunta-. Hace seis o siete Navidades.

– Seguid cavando. Seis o siete años antes.

Por aquel entonces había en Wandlebury Ring un corral para las ovejas. El viejo Walt había dicho que allí encerraba al rebaño durante la noche. Había dejado de hacerlo desde la mañana en que encontró la puerta rota y abierta y los animales muertos en la hierba alrededor del corral.

Cuando el prior Geoffrey supo lo ocurrido, no hizo caso a la endemoniada historia del pastor. Un lobo, aseguró, y dispuso una cacería para encontrarlo.

Pero Walt sabía que no se trataba de un lobo. Los lobos no hacían eso. El pastor había cavado un pozo al pie de la colina, lejos de las pasturas, y había trasladado los cuerpos, uno por uno, para enterrarlos «de manera reverente», según le contó a Ulf.

¿Hay almas humanas tan atormentadas como para clavar una y otra vez su cuchillo en el cuerpo de una oveja? Dios quiera que sólo exista una.

– Aquí hay algo. -Ulf había descubierto un cráneo alargado.

– Bien hecho. -Los dedos de Adelia también tropezaron con unos huesos-. Debemos encontrar los cuartos traseros.

El viejo Walt les había simplificado las cosas. Con la intención de que los espíritus de sus ovejas descansaran en paz había dispuesto los cadáveres en prolijas hileras, como soldados muertos en el campo de batalla.

Adelia tiró de uno de los esqueletos, se acuclilló en el suelo y le sacudió la cal. No había luz suficiente para examinarlos. Tendría que esperar a que la lluvia cesara. Al cabo de un rato dejó de llover.

– Ulf, buscad a maese Simón y a Mansur -pidió serenamente la doctora.

Los huesos estaban limpios, no tenían nada de piel ni lana, lo que concordaba con el largo tiempo que habían estado sepultados. La parte que en un cerdo -el único esqueleto animal que Adelia conocía- correspondía a la pelvis y al pubis estaba terriblemente dañada. El viejo Walt tenía razón: no había marcas de dientes, eran heridas de puñal.

Cuando el chico partió, Adelia buscó su morral, aflojó el cordón, sacó la pequeña pizarra que llevaba a todas partes y comenzó a dibujar. Las roturas de los huesos coincidían con las que había visto en los cuerpos infantiles. Si no eran obra del mismo cuchillo, se trataba de uno muy similar, toscamente afilado, como el borde de una madera plana a la que le hubieran sacado punta.

¿Qué clase de arma era ésa? Ciertamente no podía ser de madera. Ni tampoco de acero, y dudaba que fuera de hierro con esa forma indefinida. Y sin embargo era terriblemente incisiva: la espina dorsal del animal estaba seccionada.

¿Acaso había sido ésa la primera vez que el asesino había puesto de manifiesto su furia descontrolada? ¿Con animales indefensos? Siempre con los indefensos.

Pero ¿por qué ese intervalo de seis o siete años hasta que había vuelto a matar? Ese tipo de conductas no se podían controlar durante tanto tiempo. Posiblemente no existiera tal intervalo. Habría seguido matando animales en algún otro lugar y sus muertes se habrían atribuido a un lobo. ¿En qué momento los animales habían dejado de satisfacerlo? ¿Cuándo había pasado a los niños? ¿Había sido el pequeño Peter el primero?

Quizá se había ido a otra ciudad -un chacal es siempre un chacal-, sembrando la muerte a su paso, y al final había regresado a esa colina, su lugar favorito. El lugar de su danza ritual.

Adelia cerró la pizarra para protegerla de la lluvia, apartó el esqueleto y se recostó en el suelo boca abajo tratando de llegar hasta la profundidad del pozo, donde había más huesos. Alguien le dio los buenos días.

«Ha vuelto».

Durante un instante permaneció inmóvil; luego giró torpemente, con las manos en los esqueletos que tenía detrás para evitar que su torso cayera encima de ellos.

– ¿Hablando con huesos otra vez? -preguntó con interés el recaudador de impuestos-. ¿Qué le dicen éstos? ¿Beeeee?

Adelia advirtió que la falda se le había levantado dejando a la vista buena parte de su pierna desnuda, pero no estaba en posición de taparse.

Sir Rowley se inclinó, puso sus manos bajo las axilas de Adelia y la levantó como si fuera una muñeca.

– Lázaro levantándose de la tumba. Totalmente cubierta de polvo. -El recaudador comenzó a sacudir su ropa, levantando nubes de cal de olor ácido.

Adelia apartó la mano, ya no asustada, sino disgustada, muy disgustada.

– ¿Qué estáis haciendo aquí?

– Paseando. Es saludable, doctora, seguramente estaréis de acuerdo.

Sir Rowley estaba radiante y de buen humor; su nítida figura destacaba en el brumoso paisaje gris. Con las mejillas rubicundas y la capa parecía un descomunal petirrojo. Se quitó el sombrero para hacerle una reverencia y con el mismo movimiento recogió su pizarra. Con aparente torpeza, la abrió y se dispuso a mirar los dibujos.

La cordialidad desapareció. El recaudador se inclinó para observar el esqueleto. Lentamente se irguió.

– ¿Cuándo ocurrió esto?

– Hace seis o siete años -respondió Adelia.

«¿Habrá sido él? ¿Se esconderá la locura detrás de esos desenfadados ojos azules?», se preguntó la doctora.

– Entonces, comenzó con ovejas.

– Sí.

«¿Una inteligencia veloz? ¿O astucia para fingir, sabiendo que ella ya lo habría deducido?».

La mandíbula de sir Rowley estaba tensa. El hombre que ahora tenía delante era diferente, mucho menos benévolo. Parecía haber adelgazado.

La lluvia era más intensa. No había señales de Simón ni de Mansur.

De repente la cogió del brazo y la arrastró. Salvaguarda, que no había alertado a la doctora de que alguien se acercaba, correteaba alegremente detrás de ellos. Adelia sabía que tenía que sentir miedo, pero todo lo que sentía era furia.

Se detuvieron al abrigo de una haya.

– ¿Por qué siempre me lleváis ventaja? -Picot la zarandeó-. ¿Quién sois, mujer?

Ella era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estaba siendo maltratada por un hombre.

– Soy una doctora de Salerno. Me debéis respeto.

Sir Rowley se miró sus enormes manos, aferradas a los brazos de Adelia, y la soltó.

– Os ruego vuestro perdón, doctora. ¿Estáis bien? -repuso con tímida sonrisa.

El recaudador se quitó la capa, la extendió cuidadosamente al pie del árbol y la invitó a sentarse sobre ella. Adelia se alegró de hacerlo; todavía le temblaban las piernas. El hombre se sentó a su lado.

– Veréis, tengo particular interés en descubrir a este asesino, pero cada vez que sigo un hilo que puede llevarme a las profundidades de su laberinto, no encuentro al Minotauro, sino a Ariadna -explicó juiciosamente.

– Y Ariadna os encuentra a vos. ¿Puedo preguntaros qué hilo os ha conducido hoy hasta aquí?

Salvaguarda levantó la pata en el árbol y luego se instaló en una de las esquinas libres de la capa.

– ¡Oh, eso! -exclamó sir Rowley-. Es fácil de explicar. Cuando me solicitasteis que anotara la historia que esos pobres huesos os contaron, indicasteis que habían sido trasladados desde cal a lodo. Una reflexión instantánea sugería incluso en qué momento se había realizado el traslado. -El recaudador la miró-. Supongo que vuestros compañeros están buscando en la colina. -Adelia asintió-. No encontrarán nada. Lo sé bien porque he estado rondando por la colina las dos últimas noches y creedme, señora, no hay lugar donde guarecerse cuando llega la oscuridad. -Sir Rowley golpeó con el puño el trozo de capa que había entre los dos. Adelia se sobresaltó y Salvaguarda la miró-. Pero está allí. Maldita sea. La clave hacia el Minotauro conduce a ese lugar. Esos pobres chicos así lo indican. -El recaudador se miró la mano como si jamás se la hubiera visto antes y la abrió-. De modo que me excusé con el señor alguacil y monté mi caballo para volver a mirar. ¿Y qué descubrí? A la señora doctora escuchando lo que dicen otros huesos. Ya lo sabéis todo.

Sir Rowley había recuperado su alegría. La lluvia había caído suavemente mientras él hablaba. En ese momento reapareció el sol.

Adelia lo creyó tan variable como el clima y pensó que ocultaba algo.

– ¿Os gustan los jujubes?

– Los adoro, señora. ¿Por qué? ¿Me ofreceréis uno?

– No.

– Ah. -La miró con los ojos entornados, como si se tratara de alguien cuya mente no debía perturbar. Luego habló lenta y amablemente-. Tal vez podáis decirme quién os ha enviado, a vos y a vuestros compañeros, a realizar esta investigación.

– El rey de Sicilia.

– El rey de Sicilia -asintió cautelosamente sir Rowley.

Adelia comenzó a reírse. Podría haber dicho la reina de Saba o el Gran Panjandrum. El recaudador no reconocería que decía la verdad, dado que no estaba acostumbrado a ello. La tomaría por loca.

La luz del sol se filtraba entre las ramas de haya arrojando sobre ella una lluvia de cobrizos peniques recién acuñados.

Su penetrante mirada ensombreció a Adelia, que miró hacia otro lado.

– Volved a casa -aconsejó sir Rowley-. Regresad a Salerno.

La figura de Ulf apareció junto al pozo de las ovejas guiando a Simón y a Mansur hacia ellos.

El recaudador se irguió muy serio.

– Buenos días, señores -saludó y a continuación explicó el motivo de su presencia.

Debido a su colaboración con la doctora cuando ésta había realizado el examen post mórtem de los pobres niños… dedujo, al igual que ellos, que la colina era el lugar de… Había sondeado el terreno sin hallazgo alguno… Sería conveniente que los cuatro intercambiaran sus averiguaciones para llevar a ese demonio ante la justicia…

Adelia se alejó en dirección a Ulf, que estaba sacudiendo su gorra en la pierna para quitarle las gotas de lluvia. El chico señaló al recaudador de impuestos.

– No me gusta.

– A mí tampoco -admitió Adelia-. Pero a Salvaguarda parece agradarle.

Estaba contemplando cómo sir Rowley acariciaba la cabeza del perro. «Más tarde lo lamentará», pensó distraída la doctora.

Ulf gruñó, disgustado.

– ¿Creéis que el que hizo eso a las ovejas fue el mismo que mató a Harold y a los otros?

– Sí. El arma era similar.

– Me pregunto dónde ha estado asesinando todos estos años -repuso Ulf.

Era una pregunta inteligente. Hasta Adelia se la había formulado a sí misma. El recaudador de impuestos también debería habérselo preguntado. Y no lo había hecho.

«Porque lo sabe», pensó la doctora.


Mientras conducía el carro camino a la ciudad -se diría que eran buenos vendedores de medicinas después de un día dedicado a recolectar hierbas-, Simón de Nápoles expresó su satisfacción por haber unido fuerzas con sir Rowley Picot.

– Pese a su tamaño, posee una mente ágil como pocas. Está sumamente interesado en el significado que otorgamos a la aparición del cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim y, considerando que él tiene acceso a las cuentas del condado, ha prometido ayudarme a descubrir quién es el hombre que le debía dinero. Asimismo, investigará con Mansur los barcos de mercancías de Arabia para saber cuál de ellos trae jujubes.

– Por Dios -protestó Adelia-. ¿Le habéis contado todo?

– Casi todo. -Simón sonrió ante su exasperación-. Mi querida doctora, si es el asesino, ya lo sabe.

– Si es el asesino, sabe que lo estamos acorralando. Sabe lo suficiente como para querer que estemos lejos. Me aconsejó que regresara a Salerno.

– Sí, en efecto, está preocupado por vos. «No tiene sentido involucrar a una mujer. ¿Queréis que la asesinen en su cama?», me dijo. -Simón le guiñó un ojo; estaba de buen humor-. Me pregunto por qué a las personas siempre las asesinan en el lecho. Nunca a la hora del desayuno. O en el baño.

– Oh, basta. Yo no confío en ese hombre.

– Yo sí, y tengo bastante experiencia con los hombres.

– Me perturba.

– Y considerable experiencia con las mujeres, también. -Simón le hizo un guiño a Mansur-. Creo que a ella le gusta.

– ¿Os ha contado que fue cruzado? -preguntó Adelia furiosa.

– No. -Simón había girado la cabeza para mirarla y se había puesto serio-. No, no me lo ha dicho.

– Lo fue.

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