Capítulo 14

Se sentó a orillas del Cam, en el mismo lugar y sobre el mismo cubo que había usado Ulf mientras pescaba. Miraba el rio. Sólo eso. Atrás quedaban las calles bulliciosas y agitadas. En parte por la llegada de los jueces, y en parte debido a la búsqueda de Ulf. La propia Gyltha, Mansur, las dos Matildas, los pacientes de Adelia, los clientes de Gyltha, los vecinos, los jueces locales, y otros, simplemente preocupados, todos buscaban a Ulf con creciente desesperación.

– El chico estaba inquieto en el castillo y quería ir a pescar -le explicó Mansur a Adelia, imperturbable, casi rígido-. Fui con él. Entonces la gordita -se refería a Matilda B.- me llamó desde la casa para que arreglara la pata de una mesa. Cuando volví a salir, ya no estaba. -Mansur se negaba a mirarla, lo que revelaba su profundo disgusto-. Decidle a la mujer que lo siento.

Gyltha no lo había culpado, no culpaba a nadie. El terror era tan grande que no podía mudarse en ira. Su cuerpo tenía el aspecto marchito de una mujer más mucho más pequeña y anciana, pero no estaba dispuesta a quedarse quieta. Ella y Mansur ya habían vadeado el río en ambas direcciones, preguntado a cuanta persona entontraron, y saltado a los botes para descubrir cualquier cosa que pudieran ocultar. Ese día interrogarían a los mercaderes que se apostaban junto al gran puente.

Adelia no fue con ellos. Toda la noche estuvo junto a la ventana del solar, observando el río. Cuando amaneció, se sentó en el lugar de Ulf, donde continuó observando, dominada por un dolor terrible y paralizante, aunque en cualquier caso nada le hubiera apartado de allí. «Es el río», había dicho Ulf y ella se repetía una y otra vez esa frase porque, si dejaba de escucharla, le oiría gritar.

Rowley se abrió paso ruidosamente entre los juncos y llegó renqueando hasta Adelia para convencerla de que abandonara ese lugar. Trató de convencerla, la sostuvo entre sus brazos. Aparentemente quería que fuera al castillo, donde se requería su presencia, ocupado como estaba con los tribunales. Continuamente mencionaba al rey. Ella apenas lo oía.

– Lo siento -repuso Adelia-, pero debo permanecer aquí. Es el río. El río se los lleva.

– ¿Cómo puede llevárselos el río?

Rowley le habló suavemente. Creía que estaba loca, y por supuesto, así era.

– No lo sé -respondió la doctora-. Debo quedarme aquí hasta que lo averigüe.

Rowley insistía. Ella lo amaba, pero no lo suficiente como para ir con él. Estaba bajo el influjo de un amor diferente, más imperioso.

– Volveré -anunció finalmente Rowley.

Adelia asintió y apenas advirtió su partida.

Era un hermoso día, soleado y cálido. Desde los botes, la gente -enterada de lo ocurrido- gritaba palabras de aliento a la mujer sentada en la orilla sobre un cubo, con un perro a su lado.

– No te preocupes, tesoro. Seguramente está jugando en algún lugar. Volverá, como la falsa moneda.

Otros apartaban sus ojos de ella y permanecían en silencio.

Adelia no los veía, no los oía. Veía el pequeño cuerpo de Ulf, flacucho y desnudo, luchando por librarse de las manos de Gyltha cuando se disponía a dejarlo caer en el agua para bañarlo.

«Es el río».

Tomó la decisión cuando, al atardecer, vio que la hermana Verónica y la hermana Walburga pasaban en su bote. Walburga la reconoció y remó hacia la orilla.

– Seguramente nos echaréis un sermón, señora. Ocurre que las provisiones que envió el prior no bastaban para alimentar a un gato y debemos volver río arriba para llevar más. Pero nos sentimos fuertes otra vez, ¿verdad, hermana? Fuertes por la gracia de Dios.

La hermana Verónica parecía preocupada.

– ¿Qué os sucede, señora? Se os ve cansada.

– No me sorprende -declaró Walburga-, está cansada por haber cuidado de nosotras. Es un ángel. Dios la bendiga.

«Es el río».

Adelia se puso de pie.

– Iré con vosotras, si me lo permitís.

Complacidas, las monjas la ayudaron a subir al bote y la sentaron en la bancada de popa, con las rodillas flexionadas tocando el mentón y los pies apoyados en una jaula con gallinas. Se rieron cuando Salvaguarda, al que llamaban «viejo apestoso», se dispuso a seguirlas, contrariado, por el camino de sirga.

Las religiosas le contaron que la priora Joan estaba proclamando al mundo entero que el pequeño Peter había resurgido: muchas de sus monjas habían estado enfermas, pero sólo dos habían muerto y una de ellas era muy anciana. El santo había sido sometido a prueba y había cumplido.

Las dos monjas se turnaban para impulsar el bote con una frecuencia que ponía de manifiesto que aún no habían recuperado toda su energía, pero no le daban importancia.

– Fue más difícil ayer -explicó Walburga- porque cada una llevaba su bote. Pero el Señor nos infundió su fortaleza.

Walburga indicó que podía seguir un trecho más antes de descansar. Con todo, los movimientos de Verónica -más gráciles y menos esforzados- delinearon una encantadora figura mientras los delgados brazos presionaban el mástil y lo levantaban casi sin salpicar a sus compañeras de viaje.

Pasaron por Trumpington, por Grantchester…

Estaban en un lugar del río que la expedición formada por Adelia, Ulf y Mansur no había explorado. Las aguas se dividían: hacia el sur seguía el Cam; desde el este recibía un afluente. El bote se dirigió hacia el este.

Walburga, que estaba remando, respondió a la pregunta de Adelia, la primera que formulaba.

– Éste es el Granta, el que nos lleva a las anacoretas.

– Y a casa de vuestra tía -añadió Verónica, sonriendo-. También nos lleva a la casa de vuestra tía, hermana.

En el rostro de Walburga apareció una sonrisa.

– Así es. Se sorprenderá de verme dos veces en una semana.

El paisaje allí era distinto. Una extensión de tierras altas y planas donde la hierba firme y árboles más grandes reemplazaban a los juncos y los alisos. A la luz del ocaso, Adelia distinguió setos y cercas en lugar de diques. La luna, una tenue lámina redondeada en el cielo del atardecer, comenzaba a delinearse con nitidez.

Salvaguarda empezó a renquear. Verónica propuso que la pobre criatura viajara con ellas. Cuando las gallinas dejaron de protestar por su presencia, el silencio fue interrumpido sólo por los últimos gorjeos de los pájaros.

Walburga guio el mástil hacia una ensenada desde la cual partía el sendero que llevaba a la granja de su tía. Mientras avanzaba torpemente por él, dijo:

– No carguéis todo sola, hermana. Dejad que los mayores os ayuden.

– Lo harán.

– ¿Podréis conducir el bote de regreso por vos misma?

Verónica asintió y sonrió. Walburga hizo una reverencia a Adelia, se despidió y se fue.

El Grama se hacía más estrecho y oscuro a medida que serpenteaba por un valle. En ocasiones las ramas de las hayas caían hasta el agua y la monja tenía que agacharse para esquivarlas. Verónica se detuvo para encender un farol, que puso a sus pies, con el que logró iluminar aproximadamente un par de metros las oscuras aguas que tenían delante, donde se reflejaban los ojos verdes de algunos animales que las miraban antes de perderse entre la maleza.

Cuando dejaron atrás los árboles pudieron ver nuevamente la luna, que plateaba un paisaje blanco y negro de setos y pasturas. Verónica impulsó el bote hacia la orilla izquierda.

– Final del viaje, alabado sea el Señor.

Adelia miró hacia delante y señaló una enorme elevación a lo lejos que terminaba en una planicie.

– ¿Qué es eso?

Verónica se giró para mirar.

– ¿Allí? Eso es Wandlebury Ring.

Por supuesto, eso era.

Una estrella diminuta y titilante parecía haberse posado en la cima de la colina. Su brillo era intermitente y por momentos se volvía invisible. Adelia se movió para que Verónica levantara la jaula de gallinas que estaba debajo de sus piernas.

– Esperaré aquí -dijo.

La monja la observó con recelo. Luego miró las canastas que aún estaban en el bote y que debía transportar hasta las invisibles ermitas.

– ¿Podéis dejar el farol aquí? -preguntó Adelia.

La hermana Verónica ladeó la cabeza.

– ¿Tenéis miedo de la oscuridad?

Adelia meditó sobre la pregunta.

– Sí.

– Quedáoslo entonces. Que el Señor os proteja. Regresaré lo más pronto posible.

La monja cargó un costal sobre el hombro, aferró la jaula con la otra mano y partió por el sendero iluminado por la luna en dirección a los árboles.

Adelia esperó a que se alejara, luego puso a Salvaguarda en la orilla, cogió el farol, lo alzó para comprobar que la llama de la vela era vigorosa, y comenzó a caminar.

Durante un rato, el río y el sendero que lo bordeaba serpentearon en la dirección que ella quería seguir, pero después de una milla tal vez, comprendió que ese rumbo la alejaría hacia el sur. Abandonándolo, caminó hacia el este en línea recta, como un cuervo, aunque un pájaro no tendría que sortear los obstáculos con los que se topó Adelia: extensos zarzales, lomas y hondonadas, resbaladizos a causa de la lluvia reciente; cercas que no siempre era posible atravesar de un salto o reptando por debajo de ellas.

Si desde Wandlebury Ring alguna persona hubiera observado las vueltas con que intentaba sortear esos obstáculos, habría visto una luz minúscula y errática en medio de la oscuridad del campo que deambulaba sin rumbo aparente. Una luz que desaparecía ocasionalmente: cuando ella caía y trataba torpemente de evitar que el farol se golpeara contra el suelo y se apagara.

Salvaguarda, a su lado, esperaba hasta que Adelia volvía a ponerse de pie. De vez en cuando un ciervo o un zorro se cruzaban a toda velocidad en su camino, sorprendiéndola, porque no los había oído. El sonido de sus propios sollozos -que no eran producto de la pena o el cansancio, sino del esfuerzo- le impedía oír cualquier otra cosa.

No obstante, si en Wandlebury Ring había un observador, notaría que a pesar de su trayectoria caprichosa la pequeña luz se acercaba.

Y Adelia, avanzando afanosamente por su valle de sombras, veía que la colina crecía lentamente hasta llenar todo el paisaje que tenía delante. La estrella ya no emitía una luz intermitente, sino un resplandor sostenido. Estuvo a punto de vomitar, disgustada por su propia estupidez.

«¿Por qué no vine directamente a este lugar? Los cuerpos de los niños me lo dijeron. Cal, dijeron. Donde nos mataron había cal. El río me ha obnubilado. Pero el río conduce a Wandlebury Ring. Debí haberme dado cuenta».

Con el cuerpo arañado y ensangrentado, renqueando, aunque con el farol todavía encendido, trepó hasta una superficie plana, para descubrir que era el mismo lugar -la calzada romana- donde una vez el prior Geoffrey había gritado a todo el que quisiera oírlo que no podía orinar.

El lugar estaba desierto. Era tarde; la luna estaba alta. Pero Adelia no tenía noción del tiempo. No existía el pasado y las personas que lo habitaron. No existía un chico llamado Ulf. Había dejado de verlo y oírlo. Sólo había una colina y debía llegar hasta la cima. Seguida por el perro, subió por el empinado sendero sin recordar la primera vez que lo recorrió. Sólo sabía que debía ir por ese camino.

Cuando llegara a la cima, tendría que buscar la luz intermitente. La desconcertaba que ya no fuera visible. «Oh, Dios, no permitas que se apague». En la oscuridad, en esa enorme sucesión de montículos, jamás encontraría el lugar.

De pronto la vio. Un resplandor surgió entre las ramas de más allá. Corrió sin tener en cuenta las depresiones del terreno. Cayó al suelo, y esa vez el farol se apagó. No le importó. Comenzó a arrastrarse.

Era una luz extraña, no provenía de un fuego encendido, ni de una vela. Se parecía más a un rayo dirigido hacia arriba. Mientras se esforzaba por acercarse, sus manos no encontraron terreno en el que apoyarse, su cuerpo se propulsó hacia delante y cayó en un declive del terreno. Salvaguarda miraba hacia delante; allí estaba la luz, a tres yardas de ella, en el centro de una depresión con forma de cuenco. No era fuego, ni un farol. No había nadie en el lugar. La luz provenía de un agujero en la tierra. Era la boca del infierno iluminada por las llamas que ardían en su interior.

Adelia tuvo que apelar a todas sus aptitudes, a sus conocimientos sobre ciencias naturales, a las hipótesis probadas, a los asertos del sentido común, para confrontarlo con lo irracional, para luchar con el pánico que la invitaba a apartarse llorando del agujero. Rogó a Dios que la librara de ese sentimiento.

«Dios Todopoderoso, defiéndeme del terror nocturno».

Adelia oyó una voz en su interior.

– No es el pozo del infierno, es sólo un pozo.

Por supuesto, eso era. Un pozo, tan sólo un pozo. Y Ulf estaba dentro.

Comenzó a reptar hacia delante. Su rodilla chocó contra algo que estaba sobre la hierba. Parecía formar parte del terreno, pero, después de tantearlo, Adelia descubrió que era un objeto fabricado por el hombre. Una rueda enorme y sólida. Se acercó y comprobó que estaba cubierta de turba.

Extendió el brazo para impedir que Salvaguarda se acercara demasiado; luego, con la lentitud de una tortuga, estiró el cuello para asomarse al borde del pozo.

Era un boquete de unos seis pies de ancho. Sólo el Señor sabría cuál era su profundidad. La luz que surgía de su interior no permitía calcularlo, pero era profundo. Una escala bajaba hacia la claridad. Todo era blanco, hasta donde podía ver.

Cal. No cabía duda, era cal. La que había cubierto a los niños muertos.

No era obra de Rakshasa. Una excavación como ésa implicaba un trabajo a gran escala. Él lo había encontrado y lo había usado. Sin duda lo había usado.

¿Todas las depresiones de la colina eran entradas ocultas a yacimientos de cal? ¿Para qué era necesaria tal cantidad de cal? No era momento de planteárselo. Ulf estaba allí abajo. También el asesino. Él iluminaba el lugar. La luz provenía de antorchas encendidas, la misma que solía ver el pastor. Por Dios, deberían haberlo descubierto. Habían rastreado aquella apestosa colina, recorriendo todas las depresiones para inspeccionarlas. ¿Por qué habían ignorado esa abierta invitación al mundo subterráneo?

Porque no era abierta.

La rueda cubierta de turba con la que había tropezado no era tal, sino una tapa, la cubierta de un aljibe. Cuando estaba colocada, la depresión del terreno tenía el mismo aspecto que las demás.

Rakshasa era un sujeto ingenioso.

Pero parte del terror que erizaba la piel de Adelia la abandonó. Recordó que mientras el carro de Simón subía por el sendero hacia Wandlebury Ring, Rakshasa había sido presa del pánico. Se sabía culpable y durante la noche había sacado los cuerpos del pozo para que su guarida no fuera descubierta.

«Este túnel es su escondite», pensó Adelia. Un lugar tan preciado que lo hacía vulnerable. No sólo lo delataba ante ella; aun cuando la tapa estuviera en su lugar, él sabía que era el túnel que conducía a lo más íntimo de su ser, la entrada a su alma pútrida, la fatalidad al descubierto. Su mera existencia era un ultraje a Dios. Y ella lo había encontrado.

Adelia prestó atención. Oyó a su alrededor a los seres que habitaban la colina, pero desde el túnel no surgía sonido alguno. No tenía que haber ido sola. Por Dios, ¿qué ayuda podía ofrecerle a ese niño? No contaba con refuerzos y nadie sabía dónde estaba.

No obstante, las circunstancias no habían permitido que fuera de otra manera. ¿Qué otra cosa podía hacer? No importaba. Ya estaba hecho. La leche se había derramado y era preciso secarla de algún modo. Si Ulf estaba muerto, podía retirar la escala y volver a colocar la rueda en su lugar. Sepultaría en vida al asesino y se iría de allí mientras Rakshasa se pudría en su propia tumba.

Pero Adelia intuía que Ulf no había muerto porque, gracias a lo que los cuerpos le habían contado, suponía que el asesino mantenía con vida a los niños hasta saciarse. Aun cuando fuera sólo una hipótesis, una frágil prueba, una tenue certeza, aquello la había impulsado a viajar en el bote de las monjas y emprender la marcha campo a través hacia ese pozo infernal para… ¿para qué?

Boca abajo, con la cabeza sobre el pozo, Adelia meditaba sobre las alternativas con la fría lógica de la desesperación. Podía ir en busca de ayuda, pero considerando el tiempo que le llevaría, no era una alternativa válida. El último lugar habitado que había visto era la granja de la tía de Walburga, y estando tan cerca de Ulf no se atrevía a abandonarlo. Podía bajar al pozo y ser asesinada, algo para lo que en última instancia estaba preparada, si gracias a ello Ulf lograba escapar. O bien, y esa opción era considerablemente más meritoria, podía bajar y matar al asesino. Lo que implicaba encontrar un arma. Debía encontrar un palo, una piedra, algo afilado.

De pronto, Salvaguarda se movió. Un par de manos agarraron a Adelia de los tobillos, la levantaron y la desplazaron hacia delante. Entonces, emitiendo un gruñido por el esfuerzo, alguien la arrojó dentro del pozo.

La salvó la escalerilla. A mitad de camino chocó con ella, rompiéndose algunas costillas pero logrando deslizarse por los peldaños más bajos durante el resto del descenso. Tenía tiempo, aparentemente tiempo de sobra, para pensar. «Debo permanecer consciente», se dijo, antes de golpearse la cabeza contra el suelo y perder el conocimiento.


Recuperó la conciencia mucho tiempo después, mientras viajaba lentamente entre una borrosa multitud que insistía en moverse, cambiarla de lugar y hablarle, lo que la irritó tanto que sólo porque estaba muy dolorida no pudo ordenarles que no lo hicieran. Poco a poco fueron alejándose y las voces se desvanecieron. Sólo una seguía molestándola.

– Silencio -ordenó y abrió los ojos. Pero le costaba tanto esfuerzo hacerlo que decidió seguir inconsciente durante un rato, lo cual era igualmente imposible porque el horror esperaba por ella y por alguien más, y su cerebro, decidido a luchar por su supervivencia y la de ese otro ser, insistía en seguir funcionando.

Debía serenarse y pensar. Pero el dolor se lo impedía. Le estaban trepanando el cráneo. Quizá sufría una conmoción, aunque no podría estimar su gravedad sin saber durante cuánto tiempo había estado inconsciente. Maldición. Le dolía la cabeza, y también las costillas; con un gesto crispado, logró inspirar profundamente. Probablemente no se había perforado el pulmón. Aparentemente estaba de pie, con los brazos por encima de la cabeza, y eso le comprimía el pecho.

No importaba. En una situación de peligro tan evidente, el estado de salud no era importante. Debía pensar y sobrevivir.

Estaba en el pozo. Recordaba haber visto la entrada. Habría llegado al fondo. Un breve vistazo le reveló que estaba rodeada de blancura. No podía recordar cómo había pasado de un lugar a otro. Era la consecuencia natural de la conmoción. Obviamente, la habían empujado, o se había caído.

Alguien más había caído o había sido arrojado allí antes o después que Adelia, porque en el intento de abrir los ojos había distinguido una figura en la pared opuesta, la que producía ese sonido incesante y tan irritante.

«Sálvame y protégeme, Señor y amo, y te seguiré. Toda mi vida me inclinaré humildemente ante mi Señor. Castígame con tu látigo y tus escorpiones, pero bríndame tu amparo».

La que balbuceaba era la hermana Verónica. La monja estaba a unos diez pies de ella, al otro lado de esa cámara sin techo, el hueco del pozo. Le habían arrancado la toca, que le colgaba del cuello, y los mechones de cabello le caían sobre el rostro como ráfagas de oscura niebla. Tenía las manos por encima de la cabeza, esposadas a un perno fijado en la pared. Adelia supuso que ella se encontraba en la misma situación.

La hermana Verónica estaba aterrorizada, no podía controlarse. Le caía baba por el mentón, temblaba tanto que las esposas de hierro que le aprisionaban las muñecas golpeteaban, marcando el ritmo de los ruegos que salían de su boca.

– Mantened la boca cerrada -exigió Adelia, malhumorada. Verónica abrió los ojos, atemorizada, aunque en alguna medida su mirada era justificadamente acusadora.

– Os seguí cuando vi que os habíais marchado.

– Una imprudencia -opinó Adelia.

– La bestia está aquí. María, Madre de Dios, protégenos. Él me atrapó, está aquí abajo. Nos devorará. Oh, Jesús, María, ambos tienen que salvarnos, tiene cuernos.

– Me atrevería a decir que sí, pero dejad de gritar.

Tratando de sobrellevar el dolor, Adelia giró la cabeza para mirar a su alrededor. Su perro yacía despatarrado al pie de la escalerilla, con el cuello roto.

Un sollozo escapó de su garganta. Pero se obligó a conservar la compostura. No había lugar para ese sufrimiento. Debía pensar en sobrevivir. Pero Salvaguarda…

Dos antorchas opuestas, colocadas a cierta altura en sendos soportes, iluminaban con su llama las paredes rugosas y redondeadas; un alga verde manchaba su blancura. El lugar donde estaban Adelia y Verónica parecía ser la base de un enorme tubo de papel grueso, sucio y arrugado.

Estaban solas, no había señales de la bestia que había mencionado la monja, aunque de cada una de las paredes salían dos túneles. El que estaba a la izquierda de Adelia tenía una boca pequeña, por la que había que entrar a gatas y estaba cerrada con una reja de hierro. El de la derecha estaba iluminado por invisibles antorchas y su agrandada abertura permitía que un hombre pasara agachado. Un recodo impedía ver su longitud, pero inmediatamente después de la entrada, apoyado en la pared y reflejado en la blancura de la cal que tenía enfrente, había un escudo abollado y pulido que ostentaba el símbolo de los cruzados.

Y en el sitio de honor, en el centro de esa sala de tortura, entre ella, Verónica y el perro muerto, estaba el altar de la bestia.

Era un yunque. Tan inofensivo en el lugar correcto, tan horrendo allí. Un yunque arrancado del cálido cobertizo de juncos del herrero para colocar sobre él a los niños y apuñalarlos. El arma estaba en un extremo; entre las manchas se distinguían las partes brillantes de una punta de lanza. Biselada, como las heridas que había causado.

Por Dios, un pedernal, como los que abundan en los yacimientos de cal. Los antiguos demonios habían excavado esos túneles buscando piedras que pudieran tallar para matar. Tan primitivo como ellos, Rakshasa usaba un instrumento fabricado por seres oscuros en una época oscura.

Adelia cerró los ojos.

Pero las manchas de sangre eran opacas. Nadie había muerto sobre el yunque en los últimos tiempos.

– Ulf -gritó, abriendo los ojos-. Ulf.

A su izquierda, desde la lejana oscuridad del túnel, ahogada por la porosidad de la cal, pero aún audible, llegó una queja ininteligible.

Adelia miró hacia arriba y dio gracias al círculo de cielo que estaba sobre su cabeza. El malestar de la conmoción y las náuseas causadas por el olor omnipresente de la cal y la pestilencia de la resina que se quemaba en las antorchas dieron paso al fresco aire de mayo. El chico estaba vivo.

Sobre el yunque, a sólo unos pasos, estaba el arma lista para que su mano la alcanzara.

A juzgar por la situación de Verónica, sus manos también estarían amarradas, y las esposas que sostenían sus brazos en alto estarían sujetas a un perno fijado en la pared de cal. Y la cal se desmenuzaba, como la arena.

Adelia flexionó los codos y tiró del perno. Oh, demonios. Sintió un latigazo en el pecho. Seguramente con ese movimiento se había perforado el pulmón. Dejó que su cuerpo colgara de las esposas, resoplando, y esperó a que de su boca saliera sangre. Después de un rato comprobó que eso no sucedía, pero si esa maldita monja dejara de lamentarse…

– Basta de gimotear -le gritó a la joven-. Prestad atención, empujad. Maldición, hacia abajo. El perno. En la pared. Saldrá si tiráis de él. -Aun en medio del dolor, Adelia había percibido que la cal cedía un poco.

Pero Verónica parecía no entenderla. Sus ojos estaban muy abiertos y miraban desaforadamente, como los de un ciervo enfrentado a unos sabuesos. Y tartamudeaba. Tendría que hacerlo por sí misma.

Evitaría otro esfuerzo. Pero si meneaba las esposas el perno se movería lo suficiente como para crear un agujero a su alrededor y saldría con facilidad.

Comenzó a sacudir frenéticamente las manos. En su mente sólo existía esa pieza de hierro, como si ella misma estuviera fijada a la cal; no sin dolor, lograba desprender pequeñas partículas y veía que el extremo del perno se iba alejando de… La monja gritó.

– Silencio -gritó a su vez Adelia-. Estoy concentrada.

La monja siguió gritando.

– Él viene.

A su derecha algo se movió. Con reticencia, Adelia giró la cabeza. Verónica podía verlo, pero a ella se lo impedía la curva del túnel. No obstante, distinguió un reflejo en el escudo. La superficie despareja y convexa reflejaba un cuerpo oscuro, degradado y monstruoso a la vez. Era una criatura desnuda y se miraba, pavoneándose. Se tocó los genitales y luego el aparato que tenía en la cabeza.

La muerte se preparaba para hacer su aparición.

Invadida de un terror extremo, Adelia perdió todos sus principios. Si hubiera podido, habría caído de rodillas y se habría arrastrado a los pies de esa criatura. «Haced lo que os guste con la monja y el niño, pero dejadme marchar», le habría dicho. Si sus manos hubieran estado libres, habría corrido hacia la escala, dejando atrás a Ulf. Había perdido el coraje, la razón, todo excepto el instinto de supervivencia.

Y el remordimiento. Remordimiento de que en medio del pánico surgiera una visión, no del Creador, sino de Rowley Picot. A punto de morir, deshonrosamente, lamentaba no haber amado a un hombre de la única manera que valía la pena.

La criatura salió del túnel. Era alto, y lo parecía aún más gracias a su cornamenta. Una máscara de piel de venado le cubría la parte superior del rostro y la nariz, pero el cuerpo era humano; el pecho y el pubis estaban cubiertos de vello oscuro. Su pene estaba erecto. Meneándose, se acercó a Adelia y se apretó contra ella. Donde debía haber ojos de ciervo había agujeros y desde ellos unos ojos azules y humanos la miraban. La boca sonreía. Olía a animal.

Adelia vomitó.

Cuando la criatura retrocedió para evitar el borbotón, la cornamenta se balanceó, dejando a la vista las cuerdas con las que se sostenía en la cabeza, que no estaban tan apretadas como para evitar que se tambaleara.

«Qué vulgar». El desprecio y la furia la invadieron. Tenía mejores cosas que hacer que estar allí, amenazada por un embaucador disfrazado con un traje de manufactura casera.

– Apestáis como mierda de perro -le espetó-, no me asustáis. -Con semejantes artimañas difícilmente podía hacerlo.

Su actitud le desconcertó. Los ojos enmascarados cambiaron de expresión, sus labios sisearon. Adelia vio que su pene decaía. Pero con una mano buscaba a tientas detrás de él. Encontró el cuerpo de la hermana Verónica. Tanteando hacia arriba llegó hasta el cuello de su hábito y lo rasgó hasta la cintura. La monja gritó.

Sin dejar de mirar a Adelia, exhibió fugazmente su arrogancia. Luego se dio la vuelta y le mordió el pecho a Verónica. Cuando giró para ver la reacción de Adelia, su pene estaba nuevamente erecto.

Comenzó a insultarlo. El lenguaje era su única arma arrojadiza.

– Fanfarrón de mierda, chapucero, embaucador inmundo, ¿hay algo que seáis capaz de hacer bien? ¿Hacer daño a mujeres y niños cuando están atados? ¿No sabéis excitaros de otra forma? Tanta mascarada para tan poco hombre, sólo un engreído niño de teta.

De dónde había surgido ese vocabulario era algo que Adelia no sabía ni le importaba saber. Iban a matarla, pero no moriría degradada, como Verónica. Moriría insultando.

Dios Todopoderoso, había dado en el blanco. La criatura había perdido la erección otra vez. Siseaba y, mientras seguía mirando a Adelia, desgarró el hábito de la monja hasta la entrepierna.

Adelia apeló a todos los idiomas: árabe, hebreo, latín y el inglés de Anglia Oriental que hablaba Gyltha. Obscenidades de ignotos bajos fondos acudieron en su ayuda. Lo tildó de bestia informe, mocoso, lameculos, lascivo, comemierda, pedorrero, farsante maloliente, homo insanus.

Mientras le gritaba miraba su pene, que le indicaba quién estaba ganando la batalla. Adelia sabía que el acto de matar le provocaría la eyaculación, pero para estar en condiciones de eyacular la bestia necesitaba percibir el miedo de su víctima. Algunas criaturas -su padre adoptivo se lo había dicho-, los reptiles, por ejemplo, arrastraban a los humanos bajo el agua donde permanecían hasta que su carne se ablandaba lo suficiente para comerla con placer. Para la criatura que tenía delante, era el terror lo que las volvía más tiernas.

– Sois un… cocodrilo -le gritó. El temor nutría a Rakshasa. Era su fuente de excitación, la sopa que lo alimentaba. Si se lo negaba, y si Dios así lo quería, no podría matar.

Siguió gritándole: era un asqueroso, un onanista, un cerdo con cerebro de gusano y pito ridículo; las plantas de frambuesa tenían bolas más grandes.

No tenía tiempo siquiera para sorprenderse de sí misma. Tenía que sobrevivir. Provocarlo. Mantener la sangre hirviendo en sus propias venas y enfriar la de Rakshasa. Con cada palabra sacudía los aros de metal que le rodeaban las muñecas, mientras el perno de la pared iba cediendo.

En el vientre de Verónica había sangre. Su terror era tan desmedido que yacía inerme ante el abuso de esa criatura, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca con el rictus de una calavera.

Adelia seguía vilipendiándole. Sin embargo, fue el propio Rakshasa quien, arrancando de la pared los grilletes de la monja, la golpeó en la boca y la llevó del pescuezo hacia el pequeño túnel, donde la hizo caer de rodillas. De un tirón quitó la reja y señaló hacia el interior.

– Traedlo -ordenó.

Los insultos de Adelia empezaron a sonar entrecortados. Iba a traer al niño a ese lugar infecto para mancillarlo.

Verónica, de rodillas, miraba a su torturador, aparentemente desconcertada.

Rakshasa le dio una patada en el trasero y le señaló el agujero del túnel, pero seguía mirando a Adelia.

– Traed al chico.

La monja reptó dentro del túnel. A medida que avanzaba, el sonido de los grilletes se iba apagando.

Adelia suplicó en silencio. «Dios Todopoderoso, llévame contigo, esto es más de lo que puedo soportar».

Rakshasa había levantado el cuerpo de Salvaguarda. Lo arrojó sobre el yunque, con las patas hacia arriba. Sin apartar la vista de Adelia, alcanzó el puñal de piedra y verificó que estaba bien afilado cortando el dorso de su muñeca. Luego levantó el brazo para mostrarle la sangre.

«Si necesita mi terror», pensó Adelia, «ya lo tiene».

La cornamenta se tambaleó cuando, por primera vez, dejó de mirar a Adelia y bajó la vista. Alzó el cuchillo…

Adelia cerró los ojos. No estaba dispuesta a contemplar el ceremonial. Prefería que le cortara los párpados, de ese modo no podría verlo.

Pero tuvo que oír cómo el cuchillo entraba en la carne, el sonido de la succión de los líquidos, los huesos que se astillaban. Una y otra vez.

Ya no insultaba, no desafiaba. Sus manos estaban quietas. Si existía el infierno, pensaba Adelia, esa criatura tendría uno propio. Los ruidos cesaron. Oyó sus pasos, que se acercaban, olió su hedor.

– Mirad.

Adelia meneó la cabeza y sintió un golpe en el brazo izquierdo que le hizo abrir los ojos. La criatura la había atacado con su arma para lograr obediencia. Era un ser nimio.

– Mirad.

– No.

Ambos lo oyeron. Había movimiento en el túnel. Bajo la máscara de venado asomó la dentadura de Rakshasa, que miraba hacia la boca del pasadizo por donde Ulf salía tropezando. Adelia también volvió la cabeza.

«Que Dios lo proteja».

El chico era pequeño, puro, demasiado real, demasiado normal para ese escenario monstruoso que la criatura había preparado para él. Ulf miraba de soslayo. Adelia sintió vergüenza de que la viera allí.

Ulf estaba completamente vestido, pero tambaleante y no del todo consciente. Tenía las manos atadas por delante y manchas alrededor de la boca y la nariz. Láudano. Se lo habían acercado al rostro para que no alborotara. Los ojos del niño se abrieron desmesuradamente al recorrer el inmundo caos que había sobre el yunque.

– No tengáis miedo, Ulf -le gritó Adelia. No era una sugerencia, sino una orden. No debía alimentar a la bestia demostrando su temor.

– No tengo miedo -susurró el chico, tratando de concentrarse.

Adelia recuperó el coraje y la valentía y la ferocidad. Ningún dolor podía detenerla. Rakshasa se dirigía hacia Ulf. Sacudió rabiosa las manos y el perno cedió. Con el mismo impulso bajó los brazos para que la cadena que unía los grilletes llegara al cuello de Rakshasa y así estrangularlo. Pero no alcanzó la altura necesaria y la cadena cayó sobre la cornamenta. Adelia se colgó de él y comenzó a balancearse. La cornamenta se ladeó y se desplazó hacia atrás. Las cuerdas que la sostenían se tensaron bajo la nariz de Rakshasa y sobre sus ojos. Por un momento permaneció ciego, desorientado. Su pie resbaló al pisar restos de intestinos y se cayó. Adelia se desplomó con él.

Se oyeron gruñidos, de uno y otro. Adelia se colgó de la bestia, no podía hacer otra cosa. Los dos estaban sujetos a la cornamenta. Ella, de la cadena, y él, de las cuerdas. Sus cuerpos enredados. Rakshasa se retorcía, debajo de ella, que intentaba presionar con sus rodillas el brazo que sostenía el puñal. Torpemente, trató de zafarse de ella para poder atacarla. Pero Adelia luchó con todas sus fuerzas, resistiendo. Mientras se debatía con la bestia, gritaba al chico.

– Ulf, marchaos de aquí. La escalerilla. Debéis salir de aquí.

Él quiso erguirse, pero volvió a resbalar y nuevamente se encontraron en el suelo. El cuchillo se le cayó de la mano. Arrastrando a Adelia consigo, intentó recuperarlo y embistió contra Ulf y Verónica tratando de incluirlos en la refriega. Enmarañados, los cuatro rodaron por el suelo.

Adelia creyó percibir ruido en algún lugar, un sonido desconocido. No le dio importancia. Estaba ciega y sorda. Sus manos habían encontrado la cornamenta y trataban torpemente de girarla para que una punta atravesara el cráneo de Rakshasa. Aquel sonido no significaba nada, aunque fuera su propia agonía. Debía mover las astas, clavarlas en su cerebro. No dejarse vencer. Ni dejarle escapar. Debía matarlo.

Las cuerdas se soltaron y la cornamenta quedó en sus manos. El rostro que ocultaba se deslizó, alejándose, y se agazapó dispuesto a saltar.

Durante un segundo estuvieron enfrentados, mirándose con furor y jadeando. El ruido ya era claramente audible, provenía de la superficie, era una combinación de sonidos familiares, tan ajenos a esa situación que Adelia no les prestó atención.

Sin embargo, a la bestia sí pareció afectarle. La expresión de sus ojos cambió; la tensa dicha de la muerte los abandonó dejando paso al desánimo. La criatura aún era una bestia que mostraba los dientes, pero estaba alerta, oliendo, meditando. Tenía miedo.

Bendito sea Dios, pensó Adelia, temiendo equivocarse. Era maravilloso, el sonido de un cuerno y el ladrido de unos perros.

La cacería venía a buscar a Rakshasa.

Un rictus tan bestial como el de aquella criatura se dibujó en los labios de Adelia.

– Ahora, os toca morir a vos.

Un grito bajó por el túnel.

– Holaaaa.

Maravilloso. Era la voz de Rowley. Y eran los enormes pies de Rowley los que bajaban por la escalerilla.

Los ojos de la criatura buscaban frenéticamente, por todas partes, su cuchillo. Adelia lo vio primero.

– No -gritó Adelia y cayó sobre el arma, cubriéndola-. No la tendréis.

Rowley, espada en mano, se acercaba al pie de la escala. Los cuerpos de Ulf y Verónica entorpecieron su avance.

Desde el suelo, Adelia atrapó el talón de Rakshasa, pero sus dedos resbalaron en la mugre. Rowley lanzaba puntapiés para apartar a la monja y al chico de su camino. Adelia vislumbró las piernas y el trasero de Rakshasa, que huía hacia el túnel más grande. Rowley corrió tras él, tropezando con el escudo. Le oyó blasfemar y luego le perdió de vista.

La doctora se sentó y miró hacia arriba. Los aullidos de los perros se oían con nitidez. Sus hocicos y dientes se asomaron a la boca del túnel. La escalerilla se movió. Alguien se disponía a bajar.

Le dolía todo el cuerpo, le habría gustado desmayarse, pero aún no podía permitírselo. La lucha no había terminado. El puñal no estaba allí. Tampoco Verónica ni el chico.

Rowley salió corriendo del túnel. De un puntapié apartó el escudo de su camino y lo arrojó contra el yunque. Luego cogió una de las antorchas y volvió a desaparecer por donde había venido.

Se quedó a oscuras, la otra antorcha tampoco estaba en su lugar. Un destello de luz le permitió observar una nube de polvo de cal y el extremo de un hábito negro que desaparecían por el mismo túnel del que había salido Ulf. Adelia lo siguió reptando. No. No podía suceder. Ya los habían rescatado. No podía volver a perderlo.

El túnel era apenas un agujero, una excavación incompleta. La antorcha de Verónica iluminaba una sucesión de piedras brillantes e irregulares que se asemejaban a un friso. Cuando el túnel cambió de dirección siguiendo la veta, dejó de ver la llama. Estaba en la oscuridad total, como un ciego. Pero continuó.

No. No podía permitirlo. No ahora que los habían rescatado. Se arrastró sobre un costado. La herida que Rakshasa le había infligido debilitaba su brazo izquierdo. Estaba cansada, muy cansada. Cansada de tener miedo. Pero no había tiempo para el cansancio. No en ese momento. Los nodulos de cal se desmenuzaban debido a la presión de su mano derecha. Tenía que recuperar al chico. Tenía que salvarlo.

Los encontró en una minúscula cámara, acurrucados como un par de conejos. La hermana Verónica sostenía en alto la antorcha. Con el otro brazo rodeaba a Ulf -mustio y con los ojos cerrados-, al tiempo que la mano aferraba el puñal.

Los hermosos ojos de la monja estaban pensativos. Podía razonar, aunque de la comisura de sus labios caía un hilo de baba.

– Debemos protegerlo. La bestia no se llevará esta presa.

– No lo hará -dijo suavemente Adelia-. Ha escapado, hermana. Lo atraparán. Dadme el puñal.

Junto a un poste de hierro fijado al suelo colgaban algunos trapos, de los que salía una correa y un collar, como los de un perro, si bien del tamaño del cuello de un niño. Estaban en el depósito de Rakshasa.

El resplandor de la antorcha teñía de rojo las paredes circulares y dibujaba figuras temblorosas. Adelia no se atrevía a apartar la vista de la monja, algo que en otras circunstancias jamás hubiera hecho; en aquel útero obsceno, los embriones no habían esperado para nacer sino para morir.

– Si alguien ofende a estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler -declaró Verónica.

– Sí, hermana -asintió Adelia-. Así será.

Luego reptó hasta ella y le quitó el puñal.

Entre las dos arrastraron a Ulf por el estrecho túnel. Cuando salieron vieron a Hugh, el cazador. Confundido, observaba el lugar con un farol en la mano. Rowley salió del otro túnel entre exabruptos, estaba fuera de sí.

– Lo perdí. Hay docenas de malditos túneles y mi maldita antorcha se apagó. El bastardo conoce el camino, yo no. -Rowley se dirigía a Adelia como si estuviera furioso con ella. De hecho, estaba furioso con ella-. Tiene que haber otro túnel en algún lugar. -Luego se le ocurrió preguntar-: Mujer, ¿os ha hecho daño? ¿Cómo está el niño?

Rowley les instó a subir por la escalerilla. Él, con Ulf al hombro, los seguía.

Para Adelia, la ascensión se hizo interminable. Cada avance significaba vencer el dolor y la debilidad. Habría vuelto a caer en el pozo si Hugh no hubiera estado detrás para sostenerla. La puñalada del brazo le ardía y temía que pudiera estar contaminada. Sería tan ridículo morir ahí. Le pondría brandy, o musgo, eso podría servir. No debía morir, no después de haber vencido.

«Hemos vencido, Simón», se dijo cuando respiró el aire puro. Trepó por el último peldaño y miró hacia abajo, donde estaba Rowley.

– Ahora sabrán que no lo hicieron los judíos.

– Lo sabrán -corroboró el recaudador.

Verónica subía aferrada a Rowley, llorando y farfullando. Adelia logró esforzadamente poner pie en tierra. Los perros la olieron y movieron la cola contentos, con la satisfacción del deber cumplido. Hugh los llamó y se apartaron. Rowley salió del túnel.

– Vos se lo diréis. Les diréis que los judíos no lo hicieron. Dos caballos pastaban cerca de ellos.

– ¿Allí murió nuestra Mary? ¿Allí abajo? ¿Quién lo hizo? -preguntó Hugh.

Adelia le contó cuanto sabía.

Hugh permaneció inmóvil un instante. El farol que iluminaba su rostro desde abajo dibujaba sombras que lo distorsionaban.

Oscilando entre la frustración y la indecisión, Rowley dejó a Ulf en brazos de Adelia. Necesitaba hombres para explorar los túneles. Ninguna de las mujeres estaba en condiciones de buscar refuerzos y no se atrevía a abandonarlas o enviar a Hugh.

– Alguien debe custodiar este túnel. Él está bajo esta maldita colina y tarde o temprano se asomará como un conejo, sé que en algún lugar hay otra salida.

Rowley le arrebató el farol a Hugh y se dispuso a recorrer la cima de la colina para encontrarla, aunque sabía, al igual que todos los que allí estaban, que era un intento inútil.

Adelia dejó a Ulf sobre la hierba, en el borde de la depresión, y con su capa le hizo una almohada. Luego se sentó junto a él y respiró el aire de la noche. ¿Cómo era posible que aún no hubiera amanecido? Olió el aroma del espino y del enebro. El dulce olor de la hierba le recordó que estaba mugrienta de sudor, sangre y orina, probablemente la suya propia, y del hedor del cuerpo de Rakshasa. Sabía que aunque pasara el resto de su vida bañándose, jamás podría desprenderse de aquel olor.

Se sentía consumida, como si sólo quedara de ella un saco de piel temblorosa.

A su lado, Ulf se incorporó y con los puños cerrados inspiró trabajosamente el vivificante aire. Miró a su alrededor: el paisaje, el cielo, Hugh, los perros, Adelia.

– ¿Dónde estoy? ¿Fuera? -logró preguntar con dificultad.

– Fuera y a salvo -le respondió Adelia.

– ¿Lo atraparon?

– Lo harán. -Dios quiera que así sea.

– Él nunca… me dio miedo -explicó Ulf, agitándose-. Luché con ese cabrón, le grité, no me dejé vencer.

– Lo sé. Usó un licor de adormidera para aplacaros. Sois demasiado valiente para él -repuso Adelia. Ulf comenzó a llorar y la doctora lo abrazó-. Ya no es necesario que seáis valiente.

El grupo esperaba a Rowley.

Un atisbo de gris en el cielo, hacia el este, reveló que la noche terminaba. Al otro lado del pozo la hermana Verónica, arrodillada, susurraba oraciones que se confundían con el ruido de las hojas.

Hugh tenía un pie apoyado en el último peldaño de la escalerilla. De ese modo podía percibir cualquier intento de huida. Su mano estaba sobre el cuchillo de caza que llevaba en el cinto. Tranquilizó a sus perros, llamándolos por sus nombres y diciéndoles que eran valientes. Luego miró a Adelia.

– Mis muchachos siguieron el olor de ese viejo perro mestizo durante todo el camino -relató Hugh. Los sabuesos lo miraron. Parecían comprender que los había mencionado-. Sir Rowley tuvo un raro presentimiento. «Ella ha ido a buscar al niño, y es muy probable que la maten por hacerlo», dijo. Estaba desesperado y dijo algunas cosas sobre usted. Pero yo le recordé que llevabais un perro viejo y apestoso y que mis muchachos seguirían el rastro. ¿Estaba con vos?

Adelia se irguió.

– Sí.

– Lo siento de verdad. Pero cumplió con su deber.

La voz del cazador era mesurada, monótona. Bajo sus pies, la criatura que había destrozado a su sobrina corría por algún tramo de los túneles de cal.

Un rumor hizo que Hugh cogiera el cuchillo que llevaba en el cinto. Tan sólo era un buho que emprendía el vuelo en su última incursión nocturna. Se oyeron trinos somnolientos. Los pájaros despertaban. Podía distinguirse a Rowley, no sólo la luz de su farol: una silueta grande y atareada que usaba su espada como báculo para hollar el terreno. Tarea inútil, pues los arbustos de esa superficie accidentada e irregular tamizaban la luz de la luna, creando sombras capaces de ocultar cualquier figura sinuosa que se escabullera.

Hacia el este el cielo era extraordinario, rojo, tempestuoso y amenazante, con un ribete negro y dentado.

– Una advertencia para los pastores -anunció Hugh-. El demonio está presente al rayar el alba.

Adelia observó el cielo con apatía. Junto a ella, Ulf demostró la misma indiferencia.

«Está perturbado», pensó Adelia, «igual que yo. Hemos tenido experiencias más allá de lo imaginable que nos han contaminado. Tal vez yo pueda soportarlo, pero ¿podrá él? Él, que ha sido el engañado».

Ese pensamiento le devolvió la energía. Con gran esfuerzo se puso de pie y caminó por el borde del pozo hacia el otro lado, donde Verónica estaba de rodillas, con las manos alzadas en oración. El resplandor del amanecer la iluminaba. Con la cabeza hacia abajo, rezaba con el mismo fervor con que Adelia la había visto por primera vez.

– ¿Hay otra salida? -le preguntó.

La monja no se movió. Sus labios se detuvieron un instante. Luego siguió susurrando un padrenuestro.

Adelia le dio un puntapié.

– ¿Hay otra salida?

Hugh carraspeó en señal de protesta.

La mirada de Ulf, que había seguido a Adelia, traspasó a la monja. Su voz resonó en todo Wandlebury Ring.

– Fue ella -exclamó señalando a Verónica-. Malvada, es una mujer malvada.

– Silencio, muchacho -murmuró Hugh, impresionado.

Las lágrimas rodaban por la cara de Ulf, pero había recuperado su inteligencia, su entusiasmo y su amarga desazón.

– Fue ella. Ella puso esa cosa sobre mi cara y me llevó. Ella estaba aquí con él.

– Lo sé -afirmó Adelia-. Fue ella quien me arrojó al pozo.

Los ojos de la monja se posaron suplicantes en Adelia.

– El diablo era demasiado fuerte para mí -explicó-. Me torturaba, lo habéis visto. Nunca quise hacerlo. -Sus ojos enrojecieron, reflejando la luz del alba.

Hugh y Ulf se habían girado súbitamente hacia el este. Adelia se dio la vuelta. El cielo refulgía salvajemente, como si todo un hemisferio se iluminara amenazando con envolverlos. Y allí, como por arte de magia, distinguieron al propio demonio, una oscura silueta recortada contra el cielo, desnudo y corriendo como un venado.

Rowley, que se había alejado unas cincuenta yardas, salió a la carrera para interceptarlo. La figura dio un brinco y cambió de dirección. Hasta ellos llegó el aullido de Rowley.

– ¡Hugh, se escapa, Hugh!

El cazador se arrodilló y habló en voz baja con sus perros. Luego los soltó. Con la gracia con que se balancean los caballos de madera comenzaron la cacería en dirección al sol naciente.

El demonio corría, corría como un poseído, pero la silueta de los sabuesos ya se recortaba contra el horizonte.

En ciertos aspectos la escena semejaba la ilustración de una miniatura del infierno en un manuscrito iluminado: sobre un fondo rojo brillante destacaba en negro el contorno de los perros que trotaban y del hombre con las manos en alto, como si quisiera trepar al cielo, antes de que la jauría cayera sobre sir Joscelin de Grantchester y lo hiciera pedazos.

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