Capítulo 10

– ¿Me está escuchando? -preguntó Sir Rowley a Gyltha señalando a Adelia.

– Y todo Peterborough -respondió Gyltha. El recaudador de impuestos había estado gritando-. Pero no está atendiendo.

Adelia sí escuchaba, pero no a sir Rowley Picot. La voz que resonaba en su cabeza era la de Simón de Nápoles, no decía nada importante, simplemente conversaba, como solía hacerlo, con su estilo sencillo y ameno. Como si verdaderamente, en ese momento, estuviera hablando de la lana y sus procesos. «¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro?».

Adelia quería decirle que lo difícil era concebir que estuviera muerto, que demoraba ese momento porque la pérdida era demasiado grande y en consecuencia debía ignorarla; esa vida que faltaba dejaba en evidencia el profundo vacío que él había llenado. Estaban equivocados. Simón no era la clase de persona que pudiera estar muerta.

Sir Rowley miró a los que se habían reunido en la cocina del viejo Benjamín, pidiendo ayuda. ¿Todas las mujeres habían enmudecido? ¿Y el niño? ¿Acaso ella pensaba quedarse sentada mirando el fuego para siempre? El recaudador apeló al eunuco, que, de pie en la puerta, con los brazos cruzados, miraba el río.

– Mansur. -Sir Rowley se acercó para mirarlo a la cara-. Mansur. El cuerpo está en el castillo. De un momento a otro los judíos lo descubrirán y le darán sepultura. Saben que él era uno de los suyos. Escuchadme. -Sir Rowley extendió una mano hasta el hombro del árabe y lo sacudió-. No hay tiempo para lamentos. Ella debe examinar el cadáver cuanto antes. Simón fue asesinado, ¿lo comprendéis?

– ¿Habláis árabe?

– ¿Qué idioma creéis que estoy hablando, pedazo de camello? Despertadla, haced que se mueva.

Con la cabeza inclinada hacia un lado, Adelia reflexionaba acerca del equilibrio que Simón había logrado, el afecto desprovisto de deseo, el reconocimiento, su respetuoso humor. Una amistad tan rara entre un hombre y una mujer que era improbable que la vida volviera a premiarla con algo semejante. Podía adivinar cómo se sentiría si perdiera a su padre adoptivo.

Luego se enfadó y acusó a la sombra de Simón. ¿Cómo había podido ser tan descuidado? Era un ser valioso para todos ellos. Lo necesitaban y no estaba. Morir en un cenagoso río inglés había sido muy estúpido.

Esa pobre mujer a la que tanto había amado. Sus hijos.

Sintió la mano de Mansur en el hombro.

– Este hombre dice que Simón fue asesinado.

Un minuto después, Adelia estaba de pie.

– No -refutó mirando a Picot-. Fue un accidente. Ese hombre, el administrador de las aguas, le dijo a Gyltha que fue un accidente.

– Había encontrado las cuentas, mujer, sabía quién era. -Exasperado, sir Rowley masculló entre dientes. Luego comenzó a hablar pausadamente-. Escuchadme. ¿Me estáis escuchando?

– Sí.

– Simón llegó tarde a la fiesta de Joscelin. ¿Me oís?

– Sí, lo vi.

– Se acercó a la mesa principal para disculparse por su demora. El maestro de ceremonias lo condujo hasta su lugar, pero cuando pasó junto a mí, se detuvo y dio un golpecito en una cartera que llevaba en el cinto. Y dijo… ¿estáis atendiendo? Dijo: «Lo tenemos, sir Rowley. He encontrado las cuentas». Habló en voz baja, pero eso fue lo que dijo.

– Lo tenemos, sir Rowley -repitió Adelia.

– Eso fue lo que dijo. Acabo de ver su cuerpo. La cartera no está en el cinto. Le asesinaron para quitársela.

Adelia oyó que Matilda B. dejó escapar una angustiosa exclamación y Gyltha hizo oír su protesta. ¿Ella y Picot hablaban en inglés? Seguramente.

– ¿Por qué os lo contaría? -preguntó Adelia.

– Santo Cielo, mujer, los dos habíamos estado ocupándonos del asunto durante todo el día. Era inconcebible que los únicos registros de las deudas fueran aquellos que se incendiaron. Los malditos judíos podían haberlos conseguido si se hubieran dado cuenta. Los tenía el banquero de Chaim.

– No digáis eso de ellos. -Adelia le puso una mano en el pecho a sir Rowley y lo empujó-. No digáis eso. Simón era judio.

– Exactamente -asintió él, sujetándole las manos-. Precisamente porque era judío debéis venir conmigo ahora y examinar su cuerpo antes de que los judíos se hagan cargo de él. -Sir Rowley vio la expresión de Adelia y sin ningún miramiento prosiguió-: Qué le sucedió. Cuándo. A partir de esos datos, si somos afortunados, seremos capaces de deducir quién. Vos me lo enseñasteis.

– Era mi amigo -repuso Adelia-. No puedo.

Su alma se rebelaba ante esa posibilidad. Lo mismo le habría ocurrido a Simón si hubiera podido imaginarse observado, palpado y cortado por ella. De todos modos, los preceptos del judaismo prohibían la autopsia. Adelia solía desobedecer a la Iglesia cristiana, pero por respeto al querido Simón, no ofendería a los judíos.

Gyltha se interpuso entre los dos para observar atentamente el rostro del recaudador.

– ¿Estáis diciendo que maese Simón fue asesinado por los mismos que mataron a los niños? ¿Es eso?

– Sí, sí.

– ¿Y ella puede descubrirlo si observa ese pobre cadáver?

Sir Rowley reconoció en Gyltha a una aliada y asintió.

– Es posible.

– Trae su capa -pidió Gyltha a Matilda B. Luego se dirigió á Adelia-. Iremos juntas. -Y por fin, a Ulf-: Quédate aquí y ayuda a las Matildas.

Sir Rowley y Gyltha condujeron apresuradamente a Adelia por las calles, en dirección al puente. Mansur y Salvaguarda los seguían. Ella continuaba protestando.

– No puede haber sido el asesino. Sólo ataca a los indefensos. Esto es diferente, es… -Hizo una pausa mientras trataba de definir qué era-. Es parte de los horrores de todos los días.

Para el funcionario que les había dado la noticia, los cuerpos que flotaban en su río eran algo común. Ella tampoco había dudado de que se hubiera ahogado; había examinado demasiados cuerpos llenos de agua en la mesa de mármol de la morgue de Salerno.

Las personas se ahogaban mientras se daban un baño; los marineros caían por la borda, muchos de ellos no sabían nadar y las olas descomunales les arrastraban mar adentro. Niños, hombres y mujeres se ahogaban en ríos, lagos, fuentes y charcas. La gente hacía apreciaciones erróneas, daba pasos imprudentes. Era una manera habitual de morir.

Percibió los resoplidos impacientes del recaudador de impuestos mientras avanzaban a toda velocidad.

– Nuestro hombre es un perro salvaje. Los perros salvajes saltan a la garganta cuando se sienten amenazados. Simón se había convertido en una amenaza.

– No era muy grande -señaló Gyltha-. Un hombrecillo agradable, pero para un perro salvaje no era más grande que un conejo.

No lo era. Excepto para ser asesinado. La mente de Adelia se resistía a aceptarlo. Ella y Simón habían llegado a Inglaterra para resolver un problema en el que estaba implicada la población de una pequeña ciudad de un país extranjero, no para estar en el mismo aprieto. Se había creído exenta de peligro en virtud de alguna dispensa especial concedida a los investigadores. Y sabía que Simón había pensado lo mismo.

Hizo un alto.

– ¿Hemos estado en peligro?

El recaudador de impuestos también se detuvo.

– Me complace comprobar que lo habéis entendido. ¿Pensabais que estaríais eximidos de él?

Nuevamente marchaban a toda velocidad. Sir Rowley y Gyltha hablaban por encima de la cabeza de Adelia.

– ¿Lo visteis partir, Gyltha?

– No, se asomó a la cocina para elogiar la comida y me dijo adiós. -La voz de Gyltha se quebró un instante-. El mismo caballero cortés de siempre.

– ¿Fue antes de que comenzara el baile?

Gyltha suspiró. Había pasado la noche atareada en la cocina de sir Joscelin.

– No me acuerdo. Es posible. Dijo que se dedicaría a estudiar un par de cuestiones antes de irse a dormir, eso recuerdo. Por eso se iba temprano.

– Dedicarse a estudiar.

– Sus propias palabras.

– Iba a examinar las cuentas.

Como de costumbre, el puente estaba lleno de gente. No era sencillo caminar alineados. Sir Rowley cogió a Adelia firmemente del brazo y avanzaron chocando con los transeúntes, en su mayoría funcionarios reales, luciendo los collares que indicaban su rango. Eran muchos, y todos igualmente apresurados. Adelia se preguntó vagamente para qué habían ido a Cambridge.

La pregunta y la respuesta siguieron rondando en su cabeza.

– ¿Dijo que volvería a casa caminando o en bote?

– Estaba ya muy oscuro y seguramente no eligió caminar. -Como la mayor parte de los habitantes de Cambridge, para Gyltha el bote era el único medio de transporte-. Tal vez alguien que salía en ese mismo momento se ofreció a dejarlo en casa.

– Me temo que es lo que sucedió.

– Oh, Dios, ayúdanos.

No, no. Simón no era incauto. No era un niño al que se tienta con jujubes.

Tontamente, como el hombre de ciudad que era, habría intentado caminar por la orilla del río. Habría resbalado en la oscuridad, un accidente, pensaba Adelia.

– ¿Quién más se marchó en ese momento? -preguntó Picot.

Pero Gyltha no lo sabía. De todos modos, ya habían llegado al castillo. Ese día no había judíos en el patio interior. En su lugar había más funcionarios, se veían por docenas, como una plaga de escarabajos.

El recaudador de impuestos informó a Gyltha.

– Funcionarios del rey. Han llegado para administrar justicia. Lleva días preparar a los jueces ambulantes. Es por aquí; lo llevaron a la capilla.

Así lo habían hecho, pero cuando llegaron, la capilla estaba vacía, salvo por el sacerdote del castillo, que recorría la nave agitando un incensario tratando de purificarla.

– ¿Sabíais que el cadáver era de un judío, sir Rowley? Qué cosa. Pensábamos que era cristiano, pero cuando nos dispusimos a amortajarlo… -El padre Alcuin cogió del brazo al recaudador de impuestos y se alejó con él para que las mujeres no oyeran-. Cuando lo desvestimos, fue evidente. Estaba circuncidado.

– ¿Qué habéis hecho con él?

– No podía estar aquí, por todos los cielos. Pedí que lo retiraran. Éste no es lugar para sepultarlo, por más que los judíos armen un escándalo. He pedido al prior que intervenga. Es un asunto que en realidad compete al obispo, pero el prior Geoffrey sabe cómo calmar a los israelitas.

El padre Alcuin vio a Mansur y palideció. -¿Por qué habéis traído a otro pagano a este lugar sagrado? Sacadlo fuera.

Sir Rowley advirtió la desesperación en el rostro de Adelia. Cogió al pequeño sacerdote de la pechera de su sotana y lo levantó varías pulgadas del suelo.

– ¿Adonde han llevado el cuerpo?

– No lo sé, soltadme, demonio. -Picot volvió a depositarlo en el suelo-. Ni me importa -añadió, desafiante. Luego el sacerdote volvió a balancear el incensario y desapareció en una nube de incienso y mal humor.

– No le tratan con respeto -protestó Adelia-. Oh, Picot, haced lo necesario para que sea sepultado como corresponde a un judío. A pesar de su apariencia de humanista cosmopolita, en el fondo Simón de Nápoles había sido un judío devoto. Su propia falta de observancia a los preceptos de la religión siempre le había preocupado. Para Adelia era terrible que su cuerpo fuera enterrado sin más, ignorando los ritos de su religión. Gyltha estaba de acuerdo.

– Eso no está bien -opinó Gyltha-. Lo dice la Biblia: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han colocado» [13]. -Blasfemias, tal vez, pero las palabras fueron pronunciadas con indignación y dolor.

– Señoras -intervino sir Rowley Picot-, aunque tenga que recurrir al Espíritu Santo, maese Simón será sepultado con la veneración que merece. -Salió y regresó al cabo de un momento-. Al parecer, los judíos ya se lo han llevado.

El recaudador partió hacia la torre de los judíos. Las mujeres lo siguieron; Adelia se aferró a la mano del ama de llaves.

El prior Geoffrey estaba en la puerta de la torre hablando con un hombre al que ella no conocía, aunque podía verse que era un rabino. Lo supo, no por los bucles o la barba sin recortar, ni por su ropa -tan raída como la del resto de los judíos-, sino por sus ojos. Eran los de un erudito, más severos que los del prior Geoffrey, si bien revelaban el mismo grado de conocimientos. Hombres con ojos como ésos habían conversado largamente sobre las leyes del judaismo con su padre adoptivo. Un estudioso del Talmud, pensó Adelia, y se sintió aliviada. Cuidaría del cuerpo de Simón como él habría deseado. Y dado que era algo prohibido, no permitiría que el cadáver fuera sometido a una autopsia, por más que sir Rowley insistiera. Un consuelo para Adelia.

El prior Geoffrey tomó las manos de la joven entre las suyas.

– Mi querida niña, qué golpe, qué golpe para todos nosotros. Para vos, la pérdida debe de ser incalculable. Dios lo tenga en su gloria. Cómo me agradaba ese hombre; la nuestra fue una relación breve, pero pude percibir la dulzura del alma de maese Simón y su muerte me causa un profundo dolor.

– Prior, debe ser sepultado de acuerdo con las leyes de su religión, lo que significa que debe hacerse hoy. Mantener el cuerpo insepulto durante más de veinticuatro horas sería una humillación.

– En cuanto a eso… -El prior Geoffrey estaba incómodo. Se dirigió al recaudador de impuestos, al igual que el rabino. Era un asunto de hombres-. Nos encontramos ante una situación nueva, sir Rowley, en verdad estoy sorprendido de que no haya sucedido antes, pero tal parece que, felizmente por supuesto, ninguno de los miembros de la comunidad del rabino Gotsce refugiada en el castillo ha muerto durante el año que han pasado encarcelados…

– No será por la comida -comentó el rabino Gotsce. Su voz era grave y su cara no mostraba indicios de que estuviera bromeando.

– En consecuencia -continuó el prior- y admito mi responsabilidad en esto, aún no se ha decidido…

– No hay cementerio para los judíos en el castillo -concluyó el rabino Gotsce.

El prior Geoffrey asintió.

– Me temo que el padre Alcuin sostiene que todo el predio del castillo es terreno cristiano.

Sir Rowley hizo una mueca.

– Tal vez esta noche podamos llevarlo a la ciudad a escondidas.

– Tampoco hay cementerio para los judíos en Cambridge -declaró el rabino Gotsce.

Todos lo miraron, excepto el prior Geoffrey, que parecía avergonzado.

– ¿Qué hicieron en el caso de Chaim y su esposa? -preguntó

Rowley.

– Están en un terreno sin santificar, con los suicidas. Cualquier otra cosa habría provocado un nuevo tumulto -explicó el prior.

La puerta abierta de la torre, frente a la cual estaban reunidos, dejaba ver el ajetreo que había en su interior. Mujeres con cuencos y lienzos colgados del brazo subían y bajaban la escalera circular mientras un grupo de hombres conversaba de pie en el vestíbulo. En medio de ellos Adelia vio a Yehuda Gabirol, que se mesaba los cabellos. Ella hizo lo mismo, porque a la confusa situación se añadía que alguien estaba sufriendo. La conversación del prior, el rabino y el recaudador de impuestos fue interrumpida una y otra vez por un sonido fuerte y profundo que salía de una de las ventanas más altas de la torre, una mezcla de gruñido y el soplido de un fuelle defectuoso. Los hombres lo ignoraron.

– ¿Qué es eso? -preguntó Adelia, pero nadie le prestó atención.

– ¿Dónde lleváis habitualmente a vuestros muertos? -quiso saber Rowley.

– A Londres. El rey fue tan considerado como para concedernos un cementerio junto al barrio judío. Siempre lo hacemos así.

– ¿Es el único?

– El único. Tanto si morimos en York, como en el límite con Escocia, en Devon o en Cornualles, debemos llevar el ataúd a Londres. Tenemos que pagar un arancel especial, por supuesto. Y contratar a perros para que ladren cuando pasamos por las ciudades. -El rabino sonrió sin regocijo-. Resulta caro.

– No lo sabía -repuso sir Rowley.

– ¿Por qué deberíais saberlo? -concedió amablemente el rabino.

– Estamos en un aprieto -señaló el prior Geoffrey-. El pobre hombre no puede ser enterrado en los terrenos del castillo y dudo que podamos eludir a la gente de la ciudad durante el tiempo necesario y con la suficiente seguridad como para llevarlo subrepticiamente a Londres.

¿A Londres? ¿Subrepticiamente? El malestar de Adelia se convirtió en una ira que difícilmente podía contener. Dio un paso adelante.

– Me perdonaréis, pero Simón de Nápoles no es un problema del que haya que deshacerse. Fue enviado a este lugar por el rey de Sicilia para rastrear a un asesino que se encuentra entre vosotros y si este hombre está en lo correcto -dijo señalando al recaudador de impuestos- murió por ese motivo. En nombre de Dios, lo mínimo que podéis hacer por él es sepultarlo respetuosamente.

– Tiene razón, prior -asintió Gyltha-. Era un buen hombre.

Las dos mujeres estaban avergonzando a los hombres. Desde la ventana se oyó otro gruñido que se transformó en un inconfundible grito femenino que produjo mayor bochorno.

El rabino Gotsce se sintió obligado a dar una explicación.

– La señora Dina.

– ¿El bebé? -preguntó Adelia.

– Un poco antes de tiempo -anunció el rabino-, pero las mujeres tienen esperanzas de que todo salga bien.

Adelia oyó las palabras de Gyltha.

– «Yahvéh me lo dio, Yahvéh me lo quitó» [14].

La doctora no preguntó si Dina estaba bien porque era evidente que no lo estaba. Encorvada, sintió que se liberaba de una parte de su disgusto. En un mundo perverso habría algo nuevo y bueno.

El rabino percibió lo que le sucedía.

– ¿Sois judía, señora?

– Fui criada por un judío. No soy más que una amiga de Simón.

– Él me lo dijo. Podéis estar tranquila, hija mía. Para todos los que formamos parte de esta pequeña y desventurada comunidad, el entierro de vuestro amigo es un deber sagrado. Ya hemos realizado el tahará, hemos lavado su cuerpo, lo hemos limpiado de pecado para que comience su viaje hacia la otra vida. Lo hemos vestido con los tajrijim, la sencilla mortaja blanca. Tal y como ha dispuesto el rabino Gamliel, gran sabio, ahora mismo se está fabricando un ataúd de madera de sauce para él. ¿Veis? Me he rasgado las vestiduras por él.

El rabino se había rasgado la pechera de su túnica -ya algo raída- en un gesto ritual de duelo. Adelia tendría que haberse dado cuenta de ello.

– Os estoy muy agradecida, rabino. Pero debo pediros algo más. Él no debe estar solo.

– No está solo. El viejo Benjamín es el shomer, vela por él y está recitando los salmos pertinentes. -Se detuvo y miró a su alrededor. El prior y el recaudador de impuestos estaban discutiendo acaloradamente, y prosiguió en voz queda-: En cuanto al entierro, somos personas flexibles, nos hemos visto obligados a serlo, y el Señor sabe que hay cosas imposibles para nosotros. Será clemente con lo que decidamos. -Su voz se convirtió casi en un susurro-. Hemos descubierto que los preceptos cristianos también son flexibles, especialmente cuando se trata de dinero. Estamos recolectando lo poco que tenemos para comprar una parcela de terreno en este castillo donde nuestro amigo pueda yacer dignamente.

Por primera vez en el día, Adelia sonrió.

– Poseo dinero en abundancia.

El rabino Gotsce retrocedió.

– Entonces, no es necesario preocuparse. -Y tomando la mano de Adelia pronunció la bendición prescrita para los que están de duelo-: «Bendito eres Tú, Señor, Dios Nuestro, Rey del universo, juez verdadero».

Durante un breve instante, Adelia se sintió embargada de una grata serenidad. Tal vez fuera la bendición; tal vez, la compañía de hombres de buena voluntad; tal vez, el alumbramiento del hijo de Dina.

Sin embargo, más allá de las ceremonias con las que fuera sepultado, Simón estaba muerto. El mundo había perdido a alguien muy valioso. Y habían apelado a Adelia para establecer si lo sucedido había sido un accidente o un asesinato. Nadie más que ella podía hacerlo.

La doctora aún se resistía a examinar el cuerpo de Simón. En parte, así lo entendía, por miedo a lo que pudiera decirle. Si la bestia que andaba suelta lo había matado, habría asestado una estocada mortal tanto a Simón, como a su decisión de continuar con la misión. Faltando éste, la responsabilidad era exclusivamente suya; sin él, Adelia no era más que un junco solitario, frágil y temeroso.

Pero el rabino, con quien sir Rowley había sostenido una discusión, no tenía intención de permitir que Adelia se acercara al cuerpo de Simón de Nápoles.

– No -refutaba-, de ningún modo, y mucho menos una mujer.

– Dux femina facti [15] -intervino el prior Geoffrey, con sentido práctico.

– Señor, el prior tiene razón -suplicó Rowley-. En lo que atañe a este asunto, quien dirige nuestra empresa es una mujer. Los muertos le hablan, le dicen la causa de su muerte, y, en consecuencia, podremos deducir quién la provocó. Se lo debemos al difunto, pero también, y en nombre de la justicia, para saber si el asesino de los niños también fue el suyo. Por Dios, él investigaba en bien de vuestro pueblo. Si fue asesinado, ¿no queréis que su muerte sea vengada?

– Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor [16]. -El prior seguía colaborando-. «Álzate de mis huesos, oh vengador, destinado a perseguir con el fuego».

El rabino hizo una reverencia.

– La justicia es buena, señor, pero hemos descubierto que sólo en el otro mundo podremos lograrla. Pedís que lo hagamos en nombre de Dios, pero ¿puede complacer al Señor que no respetemos sus leyes?

– Testarudo el pordiosero -advirtió Gyltha a Adelia, sacudiendo la cabeza.

– Como es característico en un judío.

Adelia solía preguntarse cómo habían sobrevivido esa raza y la religión frente a la hostilidad universal, un hecho para ella inexplicable.

Exilio, persecución, degradación, intentos de genocidio; todos los castigos infligidos al pueblo judío no habían logrado sino aferrarlos aún más tenazmente a sus creencias. Durante la primera cruzada, los ejércitos cristianos -henchidos de fervor religioso y alcohol- habían asumido el deber evangélico de convertir a los judíos con los que se encontraban dándoles la alternativa de ser bautizados o morir. La elección tuvo como resultado la muerte de cientos de judíos.

El rabino Gotsce era un hombre razonable, pero prefería morir en los escalones de su torre antes que violar uno de los principios de su fe permitiendo que una mujer tocara el cadáver de un hombre, más allá del beneficio que pudiera reportar.

Una muestra más de que en lo referente a la inferioridad del sexo femenino, las tres religiones coincidían. De hecho, los judíos devotos agradecían diariamente a Dios no haber nacido mujer.

Mientras la mente de Adelia se ocupaba con estos pensamientos, una enérgica discusión tenía lugar, sobresaliendo entre todas la voz de sir Rowley, que en ese momento se dirigía hacia ella.

– Esto es todo lo que he podido obtener: el prior y yo estamos autorizados para observar el cuerpo. Vos tendréis que permanecer fuera y decirnos qué debemos buscar.

Absurdo, pero nadie había sido excluido, tampoco ella. Con considerable esfuerzo, los judíos habían llevado el cadáver a la sala de lo alto de la torre, la única desocupada, la misma donde ella, Simón y Mansur habían conocido al viejo Benjamín y a Yehuda.

Aparentemente preocupado por la posibilidad de que la joven invadiera la sala, el rabino la conminó, en un exceso de celo profesional, a esperar en el rellano de la escalera, con Salvaguarda a su lado. Oyó que la puerta se abría. El canto del viejo Benjamín irrumpió brevemente en el hueco de la escalera antes de que la puerta volviera a cerrarse.

Picot tenía razón. Simón no debía ser enterrado sin haber sido escuchado. El espíritu de ese hombre vería como una gran profanación que nadie oyera lo que su cuerpo tenía que decir.

Adelia se sentó en un escalón de piedra y trató de serenarse mientras se concentraba en recordar cuáles eran los síntomas de la muerte por ahogamiento. No sería fácil. Sin la posibilidad de cortar una sección de pulmón para ver si estaba hinchado, si contenía lodo o algas, el diagnóstico dependería en buena medida de la exclusión de otras causas de muerte. De hecho, era improbable que hubiera algún signo que les indicara que había sido asesinado. Quizás podría determinar si estaba vivo cuando cayó al agua, pero aun así quedaría otra pregunta sin responder: ¿había caído o le habían empujado?

Oyó la salmodia del viejo Benjamín y el ruido sordo de las botas del recaudador de impuestos, que bajaba la escalera en dirección a ella.

– Tiene un aspecto sereno. ¿Qué hacemos?

– ¿Tiene espuma en la boca y en las fosas nasales?

– No. El cuerpo ha sido lavado.

– Presionad el pecho. Si sale espuma, secadla, y volved a presionar.

– No sé si el rabino me lo permitirá. Manos gentiles.

Adelia se puso de pie.

– No le preguntéis, sencillamente, hacedlo. -Nuevamente se había convertido en la doctora de los muertos. Rowley subió apresuradamente la escalera.

«No tendrás que temer del terror de la noche, ni de la flecha que vuela por el día» [17].

Adelia se apoyó en el triángulo de la saetera que tenía detrás, distraídamente acarició la cabeza de Salvaguarda y miró el conocido paisaje, el río, los árboles, y más allá, las colinas. Una poesía bucólica de Virgilio.

«Pero me aterroriza pensar en ese paisaje de noche», pensó.

Sir Rowley estaba nuevamente junto a ella.

– Espuma -dijo, secamente-. Las dos veces. Rosada.

Se había caído al agua vivo. Un indicio, pero no una prueba. Podría haber sufrido un paro cardíaco que hizo que se cayera al río.

– ¿Hay magulladuras?

– No veo ninguna. Tiene cortes entre los dedos. El viejo Benjamín dijo que encontraron tallos de plantas en ellos. ¿Eso significa algo?

Significaba que Simón estaba vivo cuando había caído al agua. En el terrible minuto -ése era el tiempo estimado- que tardó en morir había arrancado juncos y algas que quedaron dentro de sus manos cuando se cerraron en el espasmo fatal.

– Buscad moretones en la espalda, pero sin ponerlo boca abajo. Está prohibido.

En esta ocasión pudo oírse la discusión entre Rowley y el rabino. Las voces de ambos sonaban bruscas. El viejo Benjamín los ignoraba.

«Sobre los frescos pastos me lleva a descansar, y a las aguas tranquilas me conduce» [18].

Sir Rowley ganó. Regresó a donde estaba Adelia.

– Hay moretones aquí y aquí -señaló, posando su mano sobre un hombro e indicando con la otra una línea que atravesaba la parte superior de la espalda-. ¿Fue golpeado?

– No. Sucede a veces. El esfuerzo por volver a la superficie rompe los músculos que rodean los hombros y el cuello. Se ahogó, Picot. Es todo lo que puedo deciros. Simón se ahogó.

– Hay otro moretón muy distinto -añadió Rowley. Esta vez se llevó el brazo a la espalda y dibujó un círculo con los dedos, entre los omóplatos-. ¿Qué pudo haberlo causado? -Al ver que la doctora fruncía el ceño, escupió en el escalón donde estaba parado y se arrodilló para delinear un pequeño círculo mojado en la piedra-. Algo así. Redondo, distinto, como os dije. ¿Qué puede ser?

– No lo sé. -La exasperación se apoderó de ella. Con sus nimias leyes y el temor a la impureza innata de las mujeres, estaban erigiendo una barrera entre médico y paciente. Simón la llamaba y ellos no le permitían escucharlo-. Perdonadme -dijo.

La doctora subió las escaleras y entró en la sala. El cuerpo yacía de lado. En un instante salió fuera otra vez.

– Fue asesinado -le anunció a Rowley.

– ¿El mástil de una barca?

– Es probable.

– ¿Le hundieron con él?

– Sí.

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