Capítulo 2

Inglaterra, 1171

– Nuestro prior se muere -anunció el joven monje desesperado-. El prior Geoffrey está agonizando sin un lugar donde yacer. En nombre de Dios, os pedimos prestado vuestro carro.

Toda la comitiva había sido testigo de las discusiones del monje con sus hermanos acerca del lugar apropiado para que el prior pasara sus últimos minutos terrenales. Los otros dos preferían el catafalco abierto en el que viajaba la priora, o incluso el suelo, antes que el carro cubierto de aquellos buhoneros paganos.

Un círculo de hábitos negros rodeaba al prior, como cuervos revoloteando sobre la carroña, agobiándolo con sus cuidados mientras éste se retorcía de dolor.

La monja joven agitaba un objeto sobre el enfermo.

– Los auténticos nudillos del santo, excelencia. Aplicáoslo nuevamente… os lo ruego. Esta vez, sus poderes milagrosos…

La suave voz se volvió casi inaudible entre las impacientes solicitudes del clérigo llamado Roger de Acton, el mismo que había estado molestando al pobre prior con sus asuntos desde que habían salido de Canterbury.

– El verdadero nudillo de un verdadero santo crucificado, sólo hay que tener fe

Incluso la priora pregonaba a los cuatro vientos su preocupación.

– Posadlo sobre la parte afectada, orando con mayor devoción, prior Geoffrey, y el pequeño Peter obrará.

La cuestión fue dirimida por el mismo enfermo, quien, entre bramidos profanos y dolientes, logró indicar que prefería cualquier lugar, aun cuando fuera pagano, en tanto le permitiera estar lejos de la priora, los fastidiosos monjes y el resto de estúpidos bastardos reunidos a su alrededor para contemplar su agonía. Con inusitado énfasis, afirmó que él no era un entretenimiento morboso. Algunos campesinos que pasaban por el lugar se habían detenido para mezclarse entre la caballería y observaban con interés las contorsiones del prior.

El carro de los vendedores ambulantes fue el lugar elegido. En consecuencia, el joven monje se acercó a dialogar con sus dueños, en normando, con la esperanza de que entendieran el idioma. Hasta ese momento habían oído que tanto ellos como la mujer que los acompañaba hablaban una lengua extranjera.

En un primer momento, parecieron desconcertados.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó entonces la muchacha pequeña y desgarbada.

El monje la alejó agitando su mano.

– Apartaos, esto no es asunto de mujeres.

El más bajo de los dos hombres miró hacia el carro con cierta preocupación.

– Por supuesto… ¿Señor…?

– Hermano Ninian -apuntó el monje.

– Soy Simón de Nápoles. Este caballero es Mansur. Naturalmente, hermano Ninian, nuestro carro está a vuestro servicio. ¿Qué mal aqueja a este pobre hombre?

El hermano Ninian se lo explicó.

El sarraceno no modificó su expresión. Probablemente jamás lo hacía. Pero Simón de Nápoles, haciéndose cargo de la aflicción, era todo simpatía.

– Tal vez podamos brindarle más ayuda -ofreció-. Mi acompañante es miembro de la escuela de medicina de Salerno.

– ¿Un médico? ¿Es médico?

El monje salió corriendo hacia el círculo donde se hallaba el prior, mientras gritaba:

– ¡Son de Salerno! ¡El moreno es médico, un médico de Salerno!

Un médico de renombre. Todo el mundo lo conocía. El hecho de que los tres procedieran de Salerno explicaba que parecieran tan extraños. ¿Quién sabía qué aspecto tenían los italianos?

La mujer se aproximó a los dos hombres sentados en el pescante.

Mansur observaba a Simón con una de aquellas miradas suyas que parecían desollarlo lentamente.

– El bocazas este les ha dicho que soy un doctor de Salerno.

– ¿Eso dije? Yo dije mi acompañante.

Mansur se dirigió a la mujer.

– El pagano no puede orinar -le explicó.

– Pobre hombre -se compadeció Simón-. Lleva más de once horas así. Se queja de que va a explotar. ¿Es posible tal cosa, doctora? ¿Morir ahogado por los propios fluidos?

Sí, ciertamente, era posible. No había más que ver los saltos de dolor que daba el hombre. De seguir así, terminaría por explotar, o al menos su vejiga lo haría. Era algo propio de la condición masculina. Lo había visto en la mesa de disección.

Gordinus había utilizado un cadáver para mostrar una patología similar, pero había dicho que el paciente podría haberse salvado si… si… Ah, sí. Eso era. Y su padrastro había visto emplear ese procedimiento en Egipto.

– Humm… -se limitó a decir.

Simón la acechaba como un ave de rapiña.

– ¿Puede curarse? Oh, Dios, si eso fuera posible, el beneficio que obtendríamos para nuestra misión sería incalculable. Es un hombre muy influyente.

A Adelia aquello no le importaba. Sólo veía en él a una criatura que sufría. Y sabía que, sin su intervención, la agonía continuaría hasta que su propia orina lo envenenara. Sin embargo, debía contemplar la posibilidad de que su diagnóstico fuera equivocado. Existían muchas causas que podían provocar la retención de orina. No podía errar.

– Humm… -volvió a decir, pero con otro tono.

– ¿Es arriesgado? -El tono de Simón también había cambiado-. ¿Puede morir? Doctora, debemos considerar que nuestra posición…

La doctora lo ignoró. A punto estuvo de darse la vuelta y pedirle a Margaret su opinión antes de que la invadiera una abrumadora sensación de soledad. El espacio que ella había ocupado durante buena parte de su niñez estaba vacío, y así seguiría. Margaret había muerto en Ouistreham.

Junto con la desolación llegó la culpa. Margaret jamás debió haber emprendido aquel viaje, pero había insistido tanto… Adelia tenía debilidad por ella. Necesitaba de una compañía femenina y como le aterraba que no fuera la de su estimada servidora, había accedido. Fue demasiado. Casi mil millas de viaje por mar y el golfo de Vizcaya azotado por la peor tempestad fueron condiciones demasiado duras para una anciana. Una apoplejía. La mujer que con su amor había sostenido a Adelia durante veinticinco años había sido sepultada en la tumba de un minúsculo cementerio a orillas del Orne. Tendría que enfrentarse sola a la travesía a Inglaterra. Una Ruth en tierras foráneas.

– ¿Qué habría dicho esa noble alma ante una situación así?

«No sé para qué me preguntáis. De todos modos, nunca tenéis en cuenta mis opiniones. Sé que os arriesgaréis por el pobre caballero. Os conozco, florecilla, no me importunéis pidiéndome consejo, ya que nunca obráis en consecuencia».

«Y, efectivamente, nunca la obedecí», se dijo suavemente Adelia recordando su bella entonación de Devon. Margaret sólo había sido su caja de resonancia. Y su consuelo.

– Tal vez deberíamos partir, doctora -aconsejó Simón.

– El hombre está moribundo.

Ninguno ignoraba el peligro que correrían en el caso de que la operación fallara. Desde que habían desembarcado en aquel desconocido país, Adelia no había sentido más que desolación. Su exotismo otorgaba un halo de hostilidad incluso a la más cordial de las compañías. Pero en este asunto, ni el peligro latente ni el posible beneficio -si el prior resultaba curado- tenían mayor importancia: ella era médico y un hombre estaba muriendo; no había alternativa.

Adelia miró a su alrededor. La calzada, probablemente romana, era recta como un dedo apuntando en una dirección. Hacia el oeste, a su izquierda, donde empezaban las tierras pantanosas de Cambridgeshire, el terreno era llano. La pradera oscura y las tierras húmedas se perdían en el horizonte dorado y bermellón del atardecer. A su derecha había una colina boscosa de poca altura y rodadas que llevaban hasta allí. No se divisaba ningún lugar habitado, una casa, una granja, ni siquiera la cabaña de un cazador. Sus ojos se detuvieron en la zanja, casi una acequia, que discurría entre el camino y las colinas. Se quedó contemplando su contenido como si admirara las bendiciones de la Naturaleza.

Necesitarían privacidad. También luz. Y algo que había en la zanja.

La doctora dio instrucciones.

Los tres monjes se acercaron cargando a su doliente prior. Un indignado Roger de Acton corría junto a ellos, todavía pregonando la eficacia de la reliquia de la priora. El mayor de los monjes se dirigió a Mansur y a Simón.

– El hermano Ninian dice que vosotros sois doctores de Salerno. -Su rostro y su nariz podrían haber afilado un pedernal.

Simón miró a Mansur por encima de la cabeza de Adelia, que permanecía en medio de ambos.

– Ateniéndome rigurosamente a la verdad, puedo deciros que contamos entre nosotros con considerables conocimientos médicos.

– ¿Podéis ayudarme? -gritó nerviosamente el prior a Simón.

– Sí -repuso con firmeza, disimulando la opresión que sentía en las costillas.

De todos modos, el hermano Gilbert se colgó del brazo del inválido, reticente a entregar a su superior.

– Prior Geoffrey, ignoramos si estas personas son cristianas. Necesitaréis del consuelo de la oración. Me quedaré junto a vos.

Simón meneó la cabeza.

– Para realizar la curación es necesario obrar en soledad. Entre el doctor y su paciente debe haber privacidad.

– ¡Por Jesucristo, dadme algún alivio!

Nuevamente fue el mismo prior Geoffrey quien resolvió la cuestión. Arrojó al suelo al hermano Gilbert y su cristiano solaz. Apartó a los otros dos monjes y les pidió que esperaran allí. El caballero montaría guardia.

Agitando las piernas y tambaleándose, el prior llegó a la abertura trasera del carromato. Simón y Mansur lo levantaron con esfuerzo y lo acomodaron dentro.

Roger de Acton corrió hasta él.

– Señor, si tan sólo dierais una oportunidad a los poderes milagrosos del nudillo del pequeño Peter…

El grito del prior fue categórico.

– ¡Ya lo hice, y sigo sin orinar!

El carro osciló por la cuesta y desapareció entre los árboles. Adelia, que había estado escarbando en la zanja, lo siguió.

– Temo por él -confesó el hermano Gilbert. En su voz se percibían más celos que ansiedad.

– Brujería -fue lo único que Roger de Acton pudo exclamar-. Es mejor morir que resucitar por obra de Belcebú.

Ambos caminaban detrás del carro, pero el caballero del prior, sir Gervase, siempre dispuesto a burlarse de los monjes, les cerró rápidamente el paso.

– ¿Acaso no han oído que no desea compañía?

Sir Joscelin, el caballero de la priora, fue igualmente enérgico.

– Creo que debemos respetar su voluntad, hermano.

Los dos permanecieron juntos. Aquellos cruzados con cota de malla que habían luchado en Tierra Santa desdeñaban como inferiores a los monjes con hábito que servían pacíficamente a Dios.

El sendero acababa en una extraña colina. El carro ascendió hasta un gran círculo de hierba en medio de los árboles. El reflejo de los últimos rayos de sol lo asemejaba a una gran cabeza calva, verde y aplanada, que proyectaba una luz inquietante sobre el borde del camino, donde el resto de la partida esperaba acampada, cerca de los caballeros.

– ¿Qué lugar es ése? -preguntó el hermano Gilbert, mirando hacia el carro, aun cuando no podía distinguirlo. Uno de los escuderos, que estaba desensillando el caballo de su amo, interrumpió su tarea.

– Allí arriba está Wandlebury Ring, señor. Ésas son las colinas de Gog Magog.

Gog y Magog. Gigantes británicos tan paganos como su nombre.

La comitiva cristiana se apiñó alrededor del fuego, tanto más cuando se oyó la voz de alarma de sir Gervase que llegaba desde la oscuridad del bosque.

– Sacrificio sangriento. La cacería salvaje [1] clama allí arriba, señores. ¡Oh, es horrible!

Los cazadores del prior Geoffrey, que reunían a sus perros al caer la noche, resoplaron y asintieron con la cabeza.

También Mansur desconfiaba del lugar. Se habían detenido a mitad de camino, en una depresión de la cuesta. Desenganchó las mulas -alborotadas a causa de los gemidos que salían del carromato-, las amarró con una cuerda para que pudieran pastar y se dedicó a encender un fuego.

Volcaron en un cuenco lo que quedaba de agua hervida. Adelia puso dentro lo que había recogido en la zanja y lo observó.

– ¿Juncos? ¿Para qué? -preguntó Simón. Adelia se lo explicó y el hombre palideció-. Él… él no lo permitirá… Es un monje.

– Es un paciente -puntualizó Adelia, y escogiendo dos tallos de junco los agitó para escurrirles el agua-. Tenedlo preparado.

– ¿Preparado? Ningún hombre está preparado para algo así. Doctora, mi fe en vos es absoluta pero… si me permitís haceros una pregunta… ¿habéis llevado a cabo este procedimiento antes?

– No. ¿Dónde está mi morral?

Simón la siguió cruzando la hierba.

– ¿Habéis visto hacerlo al menos?

– No. Maldición, no tendremos suficiente luz. Dos faroles, Mansur -exigió, alzando la voz-. Habrá que colgarlos de los arcos del toldo. ¿Dónde estarán esos lienzos? -se preguntó mientras hurgaba en la alforja de piel de cabra donde tenía sus útiles.

– ¿No deberíamos aclarar este asunto? -preguntó Simón, tratando de calmarse-. No habéis realizado nunca esta operación ni habéis visto practicarla.

– No, ya os lo dije -espetó Adelia-. Gordinus la mencionó una vez. Y Gershom, mi padre adoptivo, me describió el procedimiento después de haber visitado Egipto. Lo vio pintado en una antigua tumba.

– Pinturas de antiguas tumbas egipcias -repitió Simón dando el mismo peso a cada una de las palabras-. ¿Eran pinturas en colores?

– No veo ninguna razón por la que no debiera dar buen resultado -replicó Adelia-. Conforme a mis conocimientos de anatomía masculina, el procedimiento tiene sentido.

La doctora se puso en marcha. Simón se lanzó tras ella y la detuvo.

– ¿Podemos avanzar un poco más en este razonamiento lógico, doctora? Estáis a punto de realizar una operación peligrosa…

– Sí. Sí… eso creo.

– … a un prelado de considerable jerarquía. Sus amigos esperan allí abajo… -advirtió Simón de Nápoles apuntando hacia el pie de la colina, que poco a poco iba quedando a oscuras-. No todos aprueban nuestra intervención en este asunto. Para ellos somos extranjeros, no nos tienen por personas de prestigio. -Tuvo que hacerse a un lado para poder seguir hablando, pues la doctora había seguido su camino en dirección al carro-. Podría ocurrir, no estoy diciendo que en efecto ocurra, pero en el caso de que el prior muriera y sus amigos aplicaran su propia lógica, evidentemente nos colgarían a los tres de sendos árboles, como quien cuelga ropa lavada en una cuerda. Vuelvo a preguntar: ¿no deberíamos dejar que la Naturaleza siguiera su curso? Tan sólo pregunto.

– El hombre se está muriendo, maese Simón.

– Yo… -Los faroles de Mansur iluminaron el rostro de Adelia y Simón se detuvo, vencido-. Bueno, mi Becca haría lo mismo. -Rebecca era su esposa, el rasero con el que medía la caridad de los seres humanos-. Adelante, doctora.

– Necesitaré de vuestra ayuda.

Simón alzó los brazos y los dejó caer.

– La tendréis -prometió, y salió junto a ella, suspirando y murmurando-. ¿Sería tan malo que la Naturaleza siguiera su curso, Señor? Es todo lo que pregunto.

Mansur aguardó hasta que subieron al carro y entonces se apostó de espaldas a él, con los brazos cruzados, a modo de centinela.

El último rayo de sol del ocaso se apagó sin que la luna hubiera aún ocupado su lugar en el cielo para compensarlo. Las tierras pantanosas y la colina quedaron a oscuras.


En la pradera, junto al camino, una gruesa figura se separó del grupo de peregrinos que rodeaban el fuego, aparentemente urgido por sus necesidades corporales. Valiéndose de la oscuridad, atravesó el camino y con sorprendente agilidad para su peso saltó la zanja y desapareció entre los arbustos cercanos al sendero. Maldiciendo para sus adentros las zarzas que rasgaban su capa, trepó hasta la planicie donde estaba el carro, olfateando para guiarse por el olor de las mulas y orientándose por un atisbo de luz a través de los árboles.

Sin embargo, se detuvo para escuchar la conversación de los dos caballeros que estaban de pie como dos imponentes estatuas en un tramo del sendero desde donde no se veía el carro. La parte del yelmo que les cubría la nariz los volvía indistinguibles.

Oyó que uno de ellos hablaba de la cacería salvaje.

– … la colina del Diablo, sin duda.

– Ningún campesino se acerca al lugar y sería deseable que tampoco nosotros nos viéramos obligados a hacerlo. Antes preferiría a los sarracenos -replicó claramente su compañero.

Al escuchar aquello, el hombre se santiguó y siguió subiendo con sumo cuidado. Pasó sigilosamente junto al árabe, otra estatua bajo la luz de la luna, y, por fin, llegó a un lugar desde el cual podía vislumbrar el interior del carro, que a la luz de los faroles resplandecía como un ópalo en un fondo de terciopelo negro.

Se acomodó cuanto pudo. A su alrededor, el paso indolente de los animales hacía crujir los arbustos. Una lechuza surgió chillando de su cabeza dispuesta a cazar. Súbitamente se oyeron voces en el carro. Una de ellas se distinguía con claridad.

– Recostaos. Esto no os causará dolor. Maese Simón, si pudierais levantar su hábito…

– ¿Qué hace ella aquí? ¿Qué tiene en la mano? -se oyó preguntar al prior Geoffrey con voz aguda.

– Recostaos, cerrad los ojos, tened la seguridad de que esta dama sabe lo que hace -le respondió el hombre al que llamaban Simón.

– No la tengo. He caído en manos de una bruja. Que Dios tenga piedad de mí, esta mujer va a sacarme el alma a través del pene. -En la voz del prior se percibía pánico.

– No os mováis. Maldición -repuso nuevamente la voz melodiosa, con severidad y concentración-. ¿Queréis que vuestra vejiga explote? Sostened el pene en alto, maese Simón. Arriba, necesito que se mantenga en una postura que no ofrezca resistencia. La bacinilla, Simón, rápido, sostenedla ahí.

El prior chilló.

Entonces se oyó un sonido, como si una cascada cayera en una pila, y un grito de satisfacción, similar al de un hombre que ha saciado su apetito carnal o cuya vejiga se ha liberado de una tortuosa presión.

Desde su escondite, el recaudador de impuestos del rey abrió los ojos como platos, hizo una mueca de interés, asintió para sí y comenzó a bajar la cuesta.

Se preguntaba si los caballeros habrían oído lo mismo que él. Probablemente no, pensó.

No estaban lo suficientemente cerca del carro y la toca que protegía su cabeza del yelmo metálico atenuaría el sonido. Por lo tanto, sólo él, además de los ocupantes del carro y el árabe, estaba en posesión de esa misteriosa información.

Desanduvo el camino por el que había llegado, agazapándose en las sombras. Sorprendentemente, a pesar de la oscuridad, eran muchos los peregrinos que esa noche se habían adentrado en la colina.

Vio al hermano Gilbert, que presumiblemente intentaba descubrir qué estaba ocurriendo en el carro. Vio a Hugh, el cazador de la priora, empeñado en el mismo propósito o tal vez atisbando en la espesura, como se esperaría de él. Y esa figura indefinida que se deslizaba entre los árboles, ¿era la de una mujer? ¿La mujer del mercader en busca de un lugar privado donde hacer sus necesidades? ¿Una monja dando cuenta de lo mismo? ¿O un monje?

No había modo de saberlo.

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