Capítulo 11

La muralla era una fortificación desde la cual los arqueros podían repeler -como sucedió durante la guerra entre Esteban y Matilda- un ataque al castillo. Ese día estaba silenciosa y vacía, salvo por el centinela que hacía su ronda y la mujer -cubierta por una capa y con un perro a su lado- que estaba de pie junto a una de las almenas, a quien saludó sin obtener respuesta.

Era una hermosa tarde. La brisa del oeste, que había desplazado la lluvia hacia el este, arrastraba unas nubes que parecían lana de cordero por el impecable cielo azul; inflaba los techos de lona de los puestos del mercado; agitaba los gallardetes de los barcos amarrados junto al puente; mecía las ramas de los sauces en una danza armónica y formaba en el río brillantes olas irregulares, tornando más bello y vivido el paisaje que Adelia despreciaba. Parecía no verlo.

«¿Cómo habría podido hacerlo? ¿Cómo habría conseguido llevarlo hasta una posición que le permitiera empujarlo al agua?», se preguntaba. No habría requerido mucha fuerza para golpearlo con el mástil en la espalda. Habría descargado todo su peso sobre él de modo que no pudiera moverse. Un minuto o dos, quizás, mientras escarbaba como un escarabajo, y esa vida sensible y bondadosa se había extinguido.

Oh, Dios, ¿cómo había sucedido? Adelia imaginó oleadas de barro dificultando la visión de las algas que le rodeaban y le atrapaban, agónicas burbujas indicando los últimos rastros de respiración. Comenzó a respirar con dificultad, sintió el pánico de quien está tragando agua, pese a que inhalaba el aire limpio de Cambridge. «Basta. Esto no le ayudará», se conminó. ¿Qué podría ayudarle?

Sin duda, encontrar al asesino -que era también el asesino de los niños- y llevarlo ante un tribunal, pero cuánto más difícil sería lograrlo sin él. «Probablemente tengamos que hacerlo antes de que este asunto esté terminado, doctora. Pensar como él piensa».

Ella le había respondido: «Vos lo haréis, sois el clarividente». Supo entonces que debía tratar de adentrarse en una mente que veía la muerte como algo conveniente, y en el caso de los niños, placentero. Pero se sentía empequeñecida. La ira despertada por la tortura de los niños había sido la de un deus ex machina, que estaba allí para poner las cosas en orden. Ella y Simón se habían mantenido al margen, sin llegar a involucrarse; no eran su continuidad sino su conclusión. Pero su tácita intangibilidad -no estaba previsto que los dioses se conviertan en mortales- se había quebrado con la muerte de Simón, arrojando a Adelia al mismo saco que los habitantes de Cambridge, tan ignorantes e indefensos como minúsculas briznas, sacudidas por el viento, en manos del destino.

Ahora compartía el dolor de Agnes, sentada ante su choza; de Hugh, el cazador que se lamentaba por su sobrina; de Gyltha y de cualquier otro hombre o mujer que pudieran perder a un ser amado.

Sólo cuando oyó unos pasos conocidos que avanzaban hacia ella supo que los había estado esperando. Saber que el recaudador de impuestos era tan inocente de los crímenes como ella misma le había proporcionado una tabla de salvación a la que aferrarse. Y de no ser porque aquella revelación la desconcertaba, se habría alegrado de disculparse humildemente por sospechar de él.

Era preferible parecer una persona imperturbable, excepto con sus seres más cercanos. Adoptaba la actitud amable pero distante de quien había elegido su profesión respondiendo a la llamada del dios de la medicina. Era su coraza para desviar la impertinencia, el exceso de confianza y, en ocasiones, el descarado atrevimiento con que sus alumnos y sus primeros pacientes habían intentado tratarla. En efecto, Adelia se veía como un ser apartado de la humanidad, un fortín sereno y oculto con el que sus semejantes podían contar si era necesario, aunque nunca se dejara involucrar.

Pero ante el dueño de los pasos que se aproximaban Adelia había mostrado dolor y pánico, había pedido ayuda, rogado, se había apoyado en él, aun en medio de su sufrimiento había agradecido que estuviera junto a ella.

En consecuencia, el rostro con que Adelia miró a sir Rowley Picot estaba pálido.

– ¿Cuál ha sido el veredicto?

No había sido convocada para mostrar las pruebas al jurado que precipitadamente se había constituido para investigar la muerte de Simón. Sir Rowley había creído que revelar su condición de experta en la muerte no le beneficiaría ni a ella ni a la verdad.

«Sois mujer, y extranjera. Aun cuando os creyeran, sólo os granjearíais una mala reputación. Yo les mostraré la magulladura en la espalda y explicaré que él estaba investigando las finanzas del asesino de los niños, y que por ese motivo se convirtió en su víctima. Pero dudo que el funcionario a cargo de la investigación o el jurado, todos aldeanos, tengan la inteligencia necesaria para desenredar esa intrincada madeja con algún argumento creíble».

A juzgar por el aspecto de sir Rowley, no lo habían hecho.

– Muerte accidental por ahogamiento -anunció-. Me han tomado por loco. -El recaudador apoyó las manos en una almena y lanzó un exasperado suspiro hacia la ciudad, que se veía más abajo-. Todo lo que pude lograr es socavar apenas su convicción de que el hombre que mató al pequeño Peter y a los otros niños fue uno de los suyos y no un judío.

Durante un segundo algo se irguió en la turbulenta mente de Adelia, mostrando su horrenda dentadura; luego volvió a hundirse en ella, para ocultarse detrás del dolor, la desilusión y la ansiedad.

– ¿Y el entierro?

– Ah, venid conmigo -indicó Picot.

En un instante el servil Salvaguarda se irguió sobre sus patas como husos y salió trotando tras él. Adelia lo siguió más lentamente.

En el gran patio, la construcción progresaba. Los golpes insistentes y ensordecedores del martillo en la madera ahogaban el parloteo de los funcionarios. En un rincón se montaba un nuevo patíbulo con tres horcas que utilizarían los tribunales cuando los jueces ambulantes vaciaran las cárceles del condado y juzgaran los casos de las personas acusadas. Junto a las puertas del palacio se había instalado una larga mesa y un banco a los que se llegaba subiendo unos escalones -casi a la altura de la cuerda del cadalso- para que los jueces quedaran por encima de la multitud.

El estruendo se debilitó un poco cuando sir Rowley, seguido por Adelia y su perro, doblaron una esquina. Dieciséis años de paz con el rey de la Casa de Anjou habían permitido que los alguaciles de Cambridgeshire se construyeran una prolongación de sus aposentos, de modo que bajando unos peldaños se llegaba a un jardín rodeado de muros al que se accedía desde el exterior por un arco.

Dentro todo era silencio. Adelia podía oír las primeras abejas del verano volando de una flor a otra.

Un verdadero jardín inglés, un espacio concebido para el esparcimiento y el cultivo de plantas medicinales y no como un monumento. En esa época del año carecía de colores, excepto por las prímulas que crecían entre las piedras de los senderos y la mancha azulada de un parterre de violetas que se apiñaban siguiendo la parte baja de un muro. Se sentía la frescura del follaje y el olor a tierra.

– ¿Esto servirá? -preguntó sencillamente sir Rowley. Adelia lo miró, muda-. Es el jardín del alguacil y su esposa. Han accedido a que Simón sea sepultado aquí -explicó Picot con exagerada paciencia. Luego la cogió del brazo y la condujo hacia un sendero donde un cerezo silvestre desparramaba sus delicados capullos blancos sobre la descuidada hierba, salpicada de margaritas-. Éste es el lugar que hemos elegido.

Adelia cerró los ojos e inspiró profundamente.

– Quiero pagarles -dijo al cabo de un rato.

– De ninguna manera -se negó el recaudador, ofendido-. En realidad, no me he expresado bien al decir que es el jardín del alguacil, pues, en última instancia, es el jardín del rey. Él es el propietario de cada acre de tierra inglesa, excepto las que pertenecen a la Iglesia. Y como Enrique Plantagenet aprecia a sus judíos y yo soy su representante, sencillamente me limité a señalar al alguacil Baldwin que al ceder un espacio a los judíos se lo cedía al rey. Lo que también hará, de otra manera y en breve, porque Enrique tiene previsto visitar el castillo, otro factor que señalé a su señoría. -Sir Rowley hizo una pausa y frunció el ceño-. Tendré que presionar al rey para que en cada ciudad haya un cementerio judío. Es un escándalo que carezcan de ellos. No creo que esté al tanto.

Tal vez no fuera cuestión de dinero, pero Adelia sabía a quién debía pagar. Había tiempo para hacerlo, y adecuadamente.

La doctora flexionó su rodilla ante Rowley Picot en una profunda reverencia.

– Señor, estoy en deuda con vos. No sólo por esta muestra de amabilidad, sino por las injustas sospechas que albergué con respecto a vuestra persona. Lo siento profundamente.

Rowley la miró.

– ¿Qué sospechas?

Adelia hizo un gesto vago.

– Pensé que podíais ser el asesino.

– ¿Yo?

– Habéis ido a las cruzadas. Según creo, también él. Habéis estado en Cambridge en las fechas pertinentes y en Wandlebury Ring la noche en que fueron trasladados los cuerpos de los niños… -Por Dios, cada vez que exponía su teoría le parecía más razonable. ¿Por qué debía disculparse?-. ¿Qué otra cosa cabía pensar? -preguntó.

Parecía estar petrificado. Sus ojos azules la miraban y la señalaba con el dedo, incrédulo. Luego se señaló a sí mismo.

– ¿Yo?

Adelia se impacientó.

– Veo que era una sospecha vil.

– Condenadamente vil -insistió sir Rowley, tan enérgicamente que espantó a un petirrojo que emprendió el vuelo-. Señora, debo haceros saber que me gustan los niños. Sospecho que soy padre de algunos, aun cuando no puedo reivindicar mi paternidad. He estado buscando a ese bastardo, os lo dije.

– El asesino también podía haberlo dicho. No explicasteis por qué.

Picot lo pensó un instante.

– ¿No lo hice? En rigor, sólo me importa a mí, aunque dadas las circunstancias… Esto será una confidencia, señora -declaró mirando a Adelia.

– Guardaré el secreto.

A pocos pasos de donde estaban había un bancal de hierba. Tiernas hojas de lúpulo formaban un tapiz contra los ladrillos del muro. Rowley lo señaló y se sentó junto a Adelia, con las manos enlazadas sobre las rodillas.

– Para empezar, debo deciros que soy un hombre afortunado. -Había sido afortunado por tener un padre que hacía monturas y arneses para el señor de Aston en Hertfordshire y se encargó de que tuviera educación; por tener una figura y una fortaleza que llamaban la atención; por tener un cerebro ávido de conocimientos…-. También deberíais saber que mi destreza matemática es sobresaliente, al igual que mi dominio de lenguas…

Nada tímido para hablar con franqueza, pensó Adelia, divertida. Era algo que solía decir Gyltha.

Las habilidades del joven Rowley Picot habían sido advertidas tempranamente por el amo de su padre, que lo envió a la escuela pitagórica de Cambridge, donde estudió las ciencias de los griegos y los árabes y donde, a su vez, fue recomendado por sus tutores a Geoffrey de Luci, canciller de Enrique II, quien le dio trabajo.

– ¿Como recaudador de impuestos? -preguntó Adelia con inocencia.

– En principio, como funcionario del alto tribunal encargado de las causas de derecho privado -explicó sir Rowley-. Finalmente, llegué a trabajar para el propio rey, por supuesto.

– Por supuesto.

– ¿Puedo continuar con el relato -quiso saber Picot- o preferís que hablemos del clima?

– Os ruego que continuéis, señor. Estoy verdaderamente interesada -pidió Adelia, recapacitando.

¿Por qué se burlaba de él precisamente ese día? Él, que lograba con sus hechos y palabras hacer su sufrimiento más llevadero. «Oh, por Dios», pensó, horrorizada. El hombre le resultaba atractivo.

La revelación surgió como un ataque, como si hubiera estado acechando en algún lugar estrecho y secreto dentro de ella y súbitamente hubiera crecido demasiado para seguir pasando inadvertido.

¿Atractivo? Con sólo pensarlo las piernas le flaqueaban, su mente sentía una especie de embriaguez, y también algo parecido a la incredulidad ante lo inverosímil y el reproche ante un descubrímiento tan inoportuno.

«Es un hombre demasiado liviano para mí», se decía Adelia. «No por su peso, ciertamente, sino por su frivolidad. Un trastorno, una locura causada por un jardín en verano y su imprevista amabilidad. O se debe a que en este momento estoy desolada. Pasará. Tiene que pasar».

Sir Rowley hablaba animadamente sobre Enrique II.

– Soy el hombre del rey en todo. Hoy soy su recaudador de impuestos. El día de mañana estaré a su disposición para lo que él decida. ¿Quién era Simón de Nápoles? ¿Qué hacía?

– Era… -Adelia trataba de ordenar sus ideas-. ¿Simón? Bueno… entre otras cosas, trabajaba secretamente para el rey de Sicilia. -La doctora trató de dominar sus manos; él no debía notar que le temblaban. Se concentró-. Alguna vez me confesó que era semejante a un doctor de lo incorpóreo, como una persona que enmendaba situaciones desafortunadas.

– Un hombre encargado de darles solución. «No os preocupéis, Simón de Nápoles se ocupará de esto».

– Sí, supongo que eso era.

El hombre que estaba a su lado asintió, y como ella sentía un feroz interés en saber quién era, y todo lo concerniente a él, comprendió que también era un hombre encargado de dar soluciones y que el rey de Inglaterra habría dicho en angevino: «Ne vous en faites pas, Picot va tout arranger».

– Es extraño, ¿verdad? -sugirió sir Rowley-, que la historia comience con un niño muerto.

Un niño de sangre real, heredero del trono de Inglaterra y del imperio que su padre había construido para él. Guillermo Plantagenet, hijo del rey Enrique II y de la reina Leonor de Aquitania, nacido en 1153. Muerto en 1156.

– Enrique no cree en las cruzadas: «Daos la vuelta y mientras estéis lejos algún bastardo os robará el trono». -Rowley sonrió-. Sin embargo, Leonor sí cree en ellas y participó en una cruzada con su primer esposo.

Su viaje había generado una leyenda que aún se cantaba en toda la cristiandad -si bien no en las iglesias- y que trajo a la mente de Adelia imágenes de una amazona con los pechos desnudos, avanzando por las arenas del desierto, refulgente y maliciosa, mientras arrastraba a Luis, el pobre y piadoso rey de Francia tras ella.

– A pesar de ser muy pequeño, Guillermo era muy decidido y había jurado que iría a las cruzadas cuando creciera. Incluso Leonor y Enrique habían fabricado una pequeña espada para él, y después de la muerte de su hijo ella quiso que fuera llevada a Tierra Santa.

Sí, pensó Adelia, conmovida. Había visto muchos casos así de paso por Salerno: un padre que llevaba la espada de su hijo, o viceversa, camino a Jerusalén -una cruzada en nombre de otro- como resultado de una penitencia o para cumplir un juramento propio o una promesa que sus muertos no pudieron satisfacer.

Tal vez uno o dos días antes no se habría conmovido tanto, pero la muerte de Simón y esa nueva e imprevista atracción parecían haberla sensibilizado frente al doloroso amor de toda la humanidad. Qué lamentable.

– Durante mucho tiempo el rey se negó a enviar a alguien. Sostenía que Dios no le negaría el Paraíso a un niño de tres años por no haber cumplido un juramento. Pero la reina no le daba tregua y en consecuencia, hace unos siete años, eligió a Guiscard de Saumur, uno de sus tíos de la Casa de Anjou, para llevar la espada a Jerusalén. -Rowley volvió a sonreír para sus adentros-. Enrique siempre actúa con conocimiento de causa. Lord Guiscard era el candidato idóneo: fuerte, emprendedor y conocedor de Oriente, pero de mal carácter como todos los Anjou. Una disputa con uno de sus vasallos amenazaba la paz en Anjou, por lo que el rey pensó que si Guiscard estaba ausente durante un tiempo las cosas se calmarían. Un guardia montado lo acompañaría. Enrique pensaba también que debía enviar a uno de sus hombres con Guiscard, un hombre astuto, con habilidades diplomáticas, o, como él mismo declaró: «Alguien lo suficientemente fuerte para mantener al cabrón lejos de los problemas».

– ¿Vos? -preguntó Adelia.

– Yo -asintió Rowley-. Al mismo tiempo, Enrique me nombró caballero porque sería el encargado de transportar la espada. La propia Leonor la sujetó con una correa a mi espalda y desde ese día hasta que la dejé nuevamente en la tumba del pequeño Guillermo, nunca me aparté de ella. Por la noche, cuando me la quitaba, dormía con ella al lado. Y así, partimos hacia Jerusalén. -El nombre de esa ciudad se apoderó del jardín y de ellos dos, invadiendo el aire con la adoración y la agonía de tres religiones que mantenían una relación hostil, como astros que emiten su propia vibración mientras se precipitan hacia el choque-. Jerusalén -volvió a decir Rowley y citó a la reina de Saba-: «Yo no creía en ello hasta que he venido y lo han visto mis ojos. En realidad, no se me dijo ni la mitad» [19].

Sobrecogido, había pisado las mismas piedras que el Salvador había santificado, había avanzado de hinojos a lo largo de la Vía Dolorosa, se había postrado, llorando, en el Santo Sepulcro. En aquel entonces agradeció que ese núcleo de máxima virtud hubiera sido liberado de la tiranía de los infieles por los hombres de la primera cruzada, para que los peregrinos cristianos pudieran volver a venerarlo, como él hacía. No encontraba palabras para expresar su admiración por ellos.

– Aún hoy no comprendo cómo lo lograron. -Sir Rowley meneaba la cabeza, como si continuara preguntándoselo-. Moscas, escorpiones, sed, calor; los caballos morían mientras los jinetes cabalgaban y no era posible tocar la maldita armadura sin ampollarse los dedos. Fueron diezmados por las enfermedades. Dios nuestro padre estaba con ellos. De otro modo no podrían haber recuperado la morada de su hijo. Al menos, eso pensaba entonces.

También había otros placeres, más profanos. Los descendientes de los primeros cruzados se habían adaptado a la tierra que llamaban Ultramar. En efecto, era difícil distinguirlos de los árabes, cuyo modo de vida imitaban.

El recaudador de impuestos describió los palacios de mármol, los patios con fuentes e higueras, los baños.

– Os lo juro, los grandes baños moriscos están bajo el nivel del suelo.

El aroma intenso y punzante de la seducción impregnaba el pequeño jardín.

Si bien a todos los caballeros de la expedición les cautivó la peculiar, extravagante y exótica santidad del lugar, a Rowley le había fascinado especialmente su carácter difuso y complejo.

– Era desconcertante. Todo estaba enmarañado. No hablo sólo de cristianos contra sarracenos, nada es tan sencillo. Creía, Dios santo, que un hombre era mi enemigo porque creía en Alá. Y, oh, Dios, que aquel que se arrodillaba delante de una cruz era un cristiano y debía estar de mi lado. Pero nada era necesariamente así, aunque ese hombre, en efecto, fuera un cristiano. Era igualmente probable que se hubiera aliado con un príncipe musulmán.

Por lo que Adelia sabía, los mercaderes italianos habían comerciado alegremente con sus pares musulmanes de Siria y Alejandría mucho antes del año 1096, cuando el papa Urbano llamó a liberar los Santos Lugares del dominio de los mahometanos. Habían maldecido la expedición salvadora, y volvieron a hacerlo en 1147, cuando los hombres de la segunda cruzada llegaron nuevamente a Tierra Santa sin más claridad que sus predecesores acerca del mosaico de culturas que invadían el lugar. De ese modo, habían deteriorado el rentable intercambio que había existido entre diferentes religiones a lo largo de generaciones.

Mientras Rowley describía la mezcla que lo había subyugado, Adelia se angustiaba. Sus últimas defensas se derrumbaban ante él. Siempre dispuesta a calificar y descalificar, encontraba en ese hombre una capacidad de percepción inusual para un cruzado. No. No. Ese capricho debía desaparecer. No debía admirarlo. No quería enamorarse.

Rowley, ignorante de sus tribulaciones, continuó con su relato.

– En principio me asombró que el apego de judíos y musulmanes por el Santo Templo fuera tan ferviente como el mío. Para ellos era un lugar igualmente sagrado.

Si bien en un primer momento esa certeza no había abierto paso a la duda acerca de la causa de los cruzados -eso «llegaría más tarde»-, comenzó a disgustarle la intolerancia, manifiesta e intimidatoria, de la mayoría de los recién llegados. Prefería el modo de vida y la compañía de aquellos que eran descendientes de cruzados, que se habían adaptado a ese crisol de culturas. Gracias a su hospitalidad, el aristocrático Guiscard y su séquito habían podido disfrutar de esa diversidad.

No tenían motivo para regresar a casa. Aprendían árabe, se bañaban en agua aromatizada con aceites, cazaban junto a sus anfitriones con pequeños y feroces halcones de Berbería, vestían cómodas túnicas y disfrutaban de la compañía de mujeres complacientes, bebidas refrescantes, almohadones mullidos, sirvientes negros, comidas condimentadas con especias. Cuando se preparaban para la batalla, cubrían su armadura con ropones para protegerse del sol. De ese modo, salvo por la cruz que exhibía su escudo, no se diferenciaban de los sarracenos.

Guiscard y su pequeño ejército entraron en guerra. Los peregrinos se transformaron en cruzados. El rey Amalarico había alistado urgentemente a todos los francos para evitar que el general árabe Nur al Din -que había marchado hacia Egipto- lograse unir a los musulmanes para luchar contra los cristianos.

– Un gran guerrero, Nur al Din, y un gran bastardo. En aquel momento nos parecía que al unirnos al ejército del rey de Jerusalén nos uníamos al Rey de los Cielos.

Y así partieron hacia el sur.

Adelia advirtió que pese a que había hecho un relato minucioso, dibujando para ella domos blancos y dorados, grandes hospitales, calles repletas de gente, inmensos desiertos, los hechos inherentes a la cruzada eran exiguos.

– Una sagrada locura. -Aparentemente era todo lo que Rowley tenía que decir sobre la guerra, aunque agregó-: Aun así, hubo caballerosidad por parte de ambos bandos. Cuando Amalarico enfermó, Nur al Din decidió interrumpir la lucha hasta que se restableciera.

Pero el ejército cristiano estaba formado por la escoria de Europa. Como consecuencia del perdón que el Papa otorgaba a pecadores y criminales, en tanto estuvieran dispuestos a seguir el camino de las cruzadas, habían llegado a Ultramar hombres que mataban indiscriminadamente, con la certeza de que sin importar lo que hicieran, Jesús los recibiría en sus brazos.

– Eran como ganado -precisó-, que apestaba tanto como los corrales de donde provenían. Habían escapado de la servidumbre, querían tierras y riquezas.

Masacraban a griegos, armenios y coptos, cristianos más antiguos que ellos, porque pensaban que eran infieles. Judíos y árabes, versados en la filosofía de griegos y romanos, y avanzados en matemáticas, medicina y astronomía, ciencias que los semitas habían legado a Occidente, caían ante hombres que no sabían leer ni escribir, ni veían motivo alguno para aprender a hacerlo.

– Amalarico trató de mantenerlos bajo control -repuso Rowley-, pero continuaban acechando como buitres. Al volver a nuestras líneas descubrimos que habían abierto la barriga a los cautivos porque pensaban que los musulmanes se tragaban las piedras preciosas para ponerlas a salvo. Mujeres, niños, no importaba nadie. Algunos no llegaron a formar parte del ejército, organizaron bandas que vagaban por los caminos para saquear las caravanas que transportaban mercancías. Incendiaban y saqueaban, y si eran capturados decían que lo hacían por la inmortalidad de su alma. Probablemente sigan haciéndolo. -El cruzado hizo una pausa-. Y nuestro asesino era uno de ellos.

Adelia levantó rápidamente la cabeza para mirarlo.

– ¿Lo conocéis? ¿Estuvo allí?

– Nunca lo vi, pero sí, estaba allí. -El petirrojo había regresado. Revoloteó sobre un arbusto de lavanda y miró un instante a los dos seres silenciosos del jardín antes de emprender el vuelo detrás de un acentor-. ¿Sabéis lo que estamos consiguiendo con nuestras grandiosas cruzadas? -preguntó sir Rowley. Adelia meneó la cabeza. La decepción no era una expresión propia del rostro de ese hombre, pero apareció en ese momento, envejeciéndole. Supuso que la amargura yacía escondida, oculta bajo la máscara de su jovialidad-. Os diré qué están logrando. El odio que están suscitando en los árabes supera en mucho el que sus distintos pueblos solían tenerse entre sí. Conseguirán que se alie contra la cristiandad una fuerza tan poderosa como jamás se ha visto. El islam.

Rowley se dirigió a la casa. Ella lo observó alejarse. Ya no le parecía rechoncho. ¿Cómo había podido pensar algo semejante? Era corpulento.

Le oyó pedir cerveza.

Picot regresó con jarras en ambas manos y le ofreció una.

– La confesión da sed -señaló.

¿Era así? Adelia tomó la jarra y bebió de ella, incapaz de apartar los ojos del hombre. Intuía con espantosa claridad que, cualquiera que fuera el pecado que tuviera que confesar, lo absolvería.

Rowley estaba de pie, mirando a la doctora.

– Llevé a la espalda la espada de Guillermo Plantagenet durante cuatro años. Durante las batallas, la colocaba bajo mi cota de malla para que no se dañara. Me dejó una marca tan profunda en la piel que todavía conservo una cicatriz con forma de cruz, semejante a la del asno que llevó a Jesús a Jerusalén. La única cicatriz de la que estoy orgulloso. -Rowley entornó los ojos-. ¿Queréis verla?

Adelia le sonrió.

– Tal vez en otro momento.

La doctora se reprochó ser una mujer fácil, seducida hasta el enamoramiento por el relato de un soldado. Ultramar, valentía, cruzadas, una fantasía romántica. Debía recuperar la compostura.

– Muy bien, en otro momento -concedió Rowley. Bebió de su cerveza y se sentó-. ¿Dónde estaba? Oh, sí. En ese momento íbamos hacia Alejandría. Debíamos evitar que Nur al Din construyera sus embarcaciones en los puertos de la costa de Egipto. Los sarracenos no habían comenzado la guerra naval, pero lo harían algún día. Y como dice el proverbio árabe, es mejor oír las flatulencias de los camellos que los rezos de los hombres. De modo que allí estábamos, luchando en medio del Sinaí. Arena, calor y el viento que los musulmanes denominan jamsin azotaban nuestros ojos. Arqueros escitas a caballo atacaban desde todos los ángulos. Malditos centauros, las flechas caían sobre nosotros como una plaga de langostas. Hombres y caballos terminaban como erizos. La sed. Y en medio de todo aquello, Guiscard enfermó gravemente. En toda su vida apenas si había enfermado y de pronto se sintió aterrorizado por la idea de su finitud. No quería morir en tierra extranjera. «Llevadme a casa. Prometedme que me llevaréis hasta Anjou», imploró. Se lo prometí.

En nombre de su amo enfermo, Rowley había tenido que rogar de rodillas al rey de Jerusalén que le concediera autorización para regresar a Francia.

– A decir verdad, me alegré. Estaba hastiado de tanta muerte. Me preguntaba constantemente si Jesucristo había venido a la tierra para eso. Y la idea del niño que en la tumba esperaba su espada empezaba a quitarme el sueño. Aun así… -Sir Rowley terminó su cerveza y luego meneó la cabeza, cansado-. Aun así, al decir adiós me sentí culpable, un traidor. Os lo juro, jamás habría partido antes de ganar la guerra si Guiscard no me hubiera elegido para llevarlo de vuelta a casa.

No, pensó Adelia. No lo habría hecho. Pero ¿por qué se disculpaba? Estaba vivo, y también los hombres a los que habría podido matar si hubiera permanecido allí. ¿Por qué le avergonzaba más haber abandonado una guerra como aquélla que haberla continuado? Tal vez fuera la bestia que habita en todos los hombres, y por todos los cielos, se dijo. «Mi emoción se debe sin duda a la mala bestia que hay en mí».

– Comencé a organizar el viaje de regreso. Sabía que no sería fácil. Estábamos en medio del Desierto Blanco, en un lugar llamado Bahariya, un asentamiento grande por ser un oasis, pero me sorprendería que Dios alguna vez hubiera oído hablar de él. Intenté volver hacia el oeste, para dar con el Nilo y navegar en dirección a Alejandría, que todavía no había caído en manos enemigas. Desde allí podríamos cruzar a Italia. Pero además de la caballería escita, de los asesinos escondidos detrás de cada maldito arbusto y los pozos envenenados, estaban nuestros propios bandoleros cristianos en busca del botín, y a lo largo de los años Guiscard había adquirido tantas reliquias, joyas y sedas que nos veíamos obligados a viajar con una caravana de mulas de dos yardas de largo, que no hacía más que incitar al saqueo. Por eso llevábamos rehenes.

Adelia sacudió la jarra.

– ¿Rehenes?

– Por supuesto. -Rowley estaba irritado-. Allí es algo normal. Como comprenderéis, no buscábamos exigir un rescate, como se hace en Occidente. En Ultramar, los rehenes son un resguardo. Eran una garantía, un contrato, una forma viviente de buena voluntad, una promesa de que el acuerdo sería respetado; formaban parte del intercambio diplomático y cultural entre razas. Princesas de los francos, de sólo cuatro años de edad, eran retenidas para garantizar una alianza entre sus padres, cristianos, y los captores moros. Los hijos de grandes sultanes vivían en los hogares de los francos, en ocasiones durante años, como garantía de que la conducta de su familia sería la correcta. Los rehenes evitan derramar sangre. Son un buen recurso. Es como estar en una ciudad sitiada y tratar de llegar a un acuerdo con quienes imponen el sitio. Se necesitan rehenes para garantizar que los bastardos no entren en la ciudad violando y matando, y que aquellos que se rinden no adopten represalias. En el caso de que alguien deba pagar un rescate y no reúna inmediatamente la suma exigida, tiene la posibilidad de ofrecer rehenes como garantía por la parte que adeuda. Los rehenes se utilizan para casi todo. Cuando el emperador Nicéforo quiso que un poeta árabe fuera a su corte, entregó rehenes al califa Harun al Rashid, a cuyo servicio estaba el poeta, como garantía de que el hombre sería reintegrado al califa según lo pactado. Es algo semejante a empeñar bienes.

Adelia meneaba la cabeza, asombrada.

– ¿Y funciona?

– A la perfección. -Rowley meditó sobre lo que había dicho-. Bueno, casi siempre. Nunca advertí que un rehén saliera mal parado, aunque me han contado que los primeros cruzados fueron bastante rudos. -Picot estaba ansioso por tranquilizar a Adelia-. Es un método excelente. Preserva la paz, facilita el entendimiento entre bandos. Sin ir más lejos, esos baños moriscos… Nosotros, hombres de Occidente, jamás habríamos sabido de ellos si algún rehén de noble cuna no hubiera exigido a su regreso que los instalaran.

Adelia se preguntaba cómo funcionaba esa reciprocidad. ¿Qué enseñaban a cambio los caballeros europeos -de cuya higiene no tenía un alto concepto- a sus captores?

Se estaba desviando del tema central. El relato era minucioso. Rowley no quería que terminara, y ella tampoco, parecía terrible.

– De modo que tomé rehenes. -Adelia observó los dedos crispados de sir Rowley, aferrados a la túnica-. Había enviado un emisario a Al Hakim Biamrallah de Farafra, el hombre que tenía bajo su control la mayor parte de la ruta que debíamos recorrer. Hakim era fatimí, pertenecía a la rama chií del islam. Sus hombres se estaban pasando a nuestro lado, en contra de Nur al Din, que no era fatimí. -La miró por encima del hombro-. Os advertí que era complicado. El emisario había llevado obsequios y había pedido rehenes para garantizar la seguridad de Guiscard, sus hombres y sus bestias de carga en su recorrido hacia el Nilo. Allí íbamos a liberarlos. Los hombres de Hakim recogerían a los rehenes en ese lugar.

– Entiendo -asintió Adelia, muy suavemente.

– Un viejo zorro astuto, Hakim. -Lo dijo con admiración; era el reconocimiento de un zorro a otro-. Pese a su larguísima barba blanca, tenía esposas a montones. Ya nos habíamos encontrado varias veces, habíamos cazado juntos. Me gustaba.

Adelia seguía mirando las manos de Rowley, que asían la túnica como un halcón la muñeca de su amo. Le gustaban esas manos.

– ¿Y él aceptó?

– Oh, sí. Aceptó. El emisario regresó sin los obsequios y con los rehenes. Eran dos muchachos. Ubayd, el sobrino de Hakim, y Jaafar, uno de sus hijos. Ubayd tenía alrededor de doce años. Jaafar… Jaafar tenía ocho, era el favorito de su padre. -El recaudador de impuestos hizo una pausa y continuó, abstraído-. Chicos agradables, bien educados, como todos los niños sarracenos. Les entusiasmaba ser rehenes en nombre de su tío y de su padre. Se sentían importantes. Para ellos era una aventura. -Las grandes manos se curvaron, mostrando los huesos de los nudillos-. Una aventura -repitió.

El portón del jardín del alguacil chirrió y entraron dos hombres con picos. Pasaron delante de sir Rowley y Adelia saludando con el sombrero, y siguieron por el sendero rumbo a un cerezo, donde comenzaron a cavar.

Sin hacer comentarios, el hombre y la mujer que estaban sentados en el banco de hierba giraron la cabeza para mirarlos como si se tratara de sombras distantes que nada tenían que ver con ellos; como si la acción transcurriera en un lugar totalmente distinto.

– Me tranquilizó descubrir que Hakim no sólo había enviado conductores de mulas y camellos para ayudarlos a transportar los bienes de Guiscard, sino también un par de guerreros para custodiarlos. Para entonces, nuestro grupo de caballeros había mermado. James Selkirk y D'Aix habían sido asesinados en Antioquía. Gerard de Nantes había muerto en una gresca en una taberna. Los únicos supervivientes del grupo original éramos Guiscard, Conrad de Vries y yo. Guiscard, demasiado débil para montar a caballo, viajaba en un palanquín que avanzaba al paso de los esclavos que lo cargaban, por lo que el viaje a través del árido paisaje se hizo arduo y lento. La salud de Guiscard fue empeorando, hasta que no pudimos seguir adelante. Estábamos a mitad de camino, era tan complicado regresar como continuar. Pero uno de los hombres de Hakim conocía un oasis a una milla del camino. Llevamos a Guiscard hasta allí y montamos nuestras tiendas. Era un lugar diminuto, con algunas palmeras de dátiles. Estaba vacío, pero milagrosamente su fuente tenía agua dulce. Allí murió Guiscard.

– Lo lamento -dijo Adelia. El abatimiento del hombre que tenía a su lado era casi palpable.

– También lo lamenté yo, y mucho. -Rowley levantó la cabeza-. Mas no había tiempo para sentarse a llorar. Vos, mejor que nadie, sabéis lo que ocurre con los cuerpos, y cómo el calor lo acelera. Para cuando llegáramos al Nilo el cuerpo ya se habría… Por otra parte, Guiscard pertenecía a la Casa de Anjou, era tío de Enrique Plantagenet, no un vagabundo que pudiera ser sepultado en una tumba anónima cavada en arena egipcia. Sus seres queridos necesitarían que una parte de él regresara para poder realizar los ritos funerarios. Además, yo le había prometido llevarlo de regreso a casa. Fue entonces -reconoció Rowley- cuando cometí el error que me acompañará hasta la muerte. Que Dios me perdone. Dividí a nuestro grupo. Para llegar más rápido, decidí dejar a los dos jóvenes rehenes en el lugar donde se encontraban, mientras que De Vries y yo, con un par de sirvientes, volvíamos rápidamente a Bahariya llevando el cadáver, con la esperanza de encontrar un embalsamador. Después de todo, estábamos en Egipto, y Herodoto había descrito con prolijos detalles el método con que los egipcios conservaban a sus muertos.

– ¿Habéis leído a Herodoto?

– Acotaciones sobre Egipto, muy ilustrativas.

Pobre Rowley, pensaba Adelia. Brincando por el desierto con un guía de mil años de antigüedad.

Sir Rowley continuó.

– Los muchachos estaban de acuerdo. Los dos guerreros de Hakim cuidarían de ellos, tenían muchos sirvientes y esclavos. Les entregué el espléndido pájaro de Guiscard para que lo hicieran volar mientras estábamos ausentes. Ellos también eran aficionados a los halcones. Agua, alimento, tiendas, cobijo por la noche. Hice todo lo que pude. Envié a uno de los sirvientes árabes para que pusiera al tanto a Hakim de lo ocurrido y le dijera dónde estaban los chicos, por si algo me sucedía. -Una lista de excusas que se habría dado a sí mismo miles de veces-. Pensé que sólo De Vries y yo correríamos riesgos. Los muchachos estaban a buen recaudo. -Picot se volvió hacia ella, como si quisiera sacudirla-. Era su maldito país.

– Sí -confirmó Adelia.

Desde el fondo del jardín, donde los hombres cavaban la tumba de Simón, se oía el repetitivo ruido del pico y la pala. Parecían estar a tres mil millas del crisol de arena caliente donde, en ese momento, ella apenas podía respirar.

– Construimos un arnés para llevar el palanquín con el cadáver de Guiscard entre dos animales de carga, y acompañados sólo por dos arrieros, cabalgamos tan rápido como fue posible. Resultó que no había embalsamador en Bahariya, pero encontré un viejo hechicero que extrajo el corazón y me lo entregó en un frasco donde se conservaría y luego hirvió el resto del cuerpo para recuperar el esqueleto.

Ese procedimiento era más lento de lo que Rowley habría esperado, pero por fin, con los huesos de Guiscard en una alforja y el corazón conservado en un frasco cerrado, él y De Vries habían partido de vuelta hacia el oasis. Lo alcanzaron ocho días después de haberlo abandonado.

– Divisamos los buitres desde tres millas antes de llegar. El campamento había sido asaltado. Todos los sirvientes estaban muertos. Los guerreros de Hakim se defendieron con coraje antes de ser destrozados. Se veían tres cadáveres pertenecientes a los asaltantes. Las tiendas habían desaparecido, los esclavos, los objetos, los animales. En el terrible silencio del desierto, oímos que alguien gimoteaba en la copa de una de las palmeras. Era Ubayd, el mayor de los muchachos. Estaba vivo y no tenía heridas visibles. Los habían atacado durante la noche, y en la oscuridad él y uno de los esclavos habían logrado trepar a un árbol y esconderse entre el follaje. El chico había pasado allí tres días y dos noches. De Vries tuvo que subir y desengancharle las manos para bajarlo. Lo había visto todo. No podía moverse. A Jaafar, el niño de ocho años, no pudimos encontrarlo. Todavía estábamos revisando el lugar, tratando de buscarlo, cuando Hakim llegó con sus hombres. Había recibido mi mensaje junto con la noticia de que un grupo de asaltantes vagaba por el lugar. Inmediatamente montó su caballo y salió como un viento del infierno hacia el oasis. -Rowley dejó caer su cabeza, avergonzado por retribuir bien con mal-. Hakim no me culpó. No dijo una palabra, ni siquiera después, cuando encontramos… lo que encontramos. Ubayd le explicó, le dijo al anciano que yo no tenía la culpa, pero todos estos años he sabido quién fue el culpable. Jamás debí dejarlos, debí llevarme a los muchachos conmigo. Eran mi responsabilidad. Eran mis rehenes. -Los dedos de Adelia cubrieron sus manos crispadas. Él no lo advirtió-. Cuando, por fin, Ubayd estuvo en condiciones de relatar los hechos, nos explicó que la banda estaba formada por veinte o veinticinco hombres. Mientras veía la masacre había oído distintos idiomas. «Principalmente el de los francos», dijo. Y había oído los gritos de su pequeño primo, pidiendo ayuda a Alá. Los seguimos. Nos llevaban treinta y seis horas de ventaja, pero con semejante botín no podrían ir muy rápido. Al segundo día vimos las huellas de un caballo que se había apartado de los demás y se había dirigido al sur. Hakim había enviado a algunos de sus hombres tras la banda de asaltantes. Yo seguí las huellas del jinete solitario. Miré hacia atrás, no sé por qué lo hice. El hombre podía haberse desviado por una docena de motivos. Pero creímos saber cuál era. Lo intuimos al ver a los buitres volando en círculo sobre un objeto que estaba detrás de las dunas. Un pequeño cuerpo desnudo estaba arqueado en la arena, como un signo de interrogación. -Rowley tenía los ojos cerrados-. Ningún ser humano debería ver o describir lo que le habían hecho a ese niño.

«Yo lo hice», pensó Adelia. «Y os enfadasteis mientras los estudiaba en la celda de Santa Berta. Los describí y lo lamento. Cuánto lo lamento por vos».

– El niño y yo habíamos jugado al ajedrez durante el viaje. Era inteligente, me ganó ocho de cada diez partidas.

Envolvieron el cuerpo en la capa de Rowley y lo llevaron al palacio de Hakim, donde fue enterrado esa noche entre los gemidos de las mujeres.

Luego comenzó la verdadera cacería. Una persecución extraña, conducida por un cabecilla musulmán y un caballero cristiano, bordeando los campos de batalla donde la media luna y la cruz estaban en guerra.

– El demonio moraba en ese desierto -reflexionó Rowley-. Nos envió tormentas de arena que borraron las huellas, los lugares donde hacíamos un alto para descansar no tenían agua y estaban devastados por los cruzados o los moros, pero nada podía detenernos, y finalmente, encontramos a los bandoleros. Ubayd los había descrito correctamente, era un grupo variopinto. En su mayoría desertores, fugitivos, las escoria de las cárceles de la cristiandad. Nuestro asesino había sido su capitán y al llevarse al niño también había tomado la mayor parte de las joyas; sus hombres debían apelar a sus propios recursos, que no eran muchos. Apenas opusieron resistencia. En su mayoría estaban atontados por el hachís; otros peleaban entre sí por lo que quedaba del botín. Antes de que murieran, le preguntamos a cada uno de ellos adonde había ido su jefe, quién era, de qué lugar venía. Ninguno sabía demasiado acerca del hombre a quien habían seguido. Un cabecilla violento, un hombre afortunado, fue lo que dijeron. Afortunado. Para una escoria como aquélla el lugar de origen nada significa. Para ellos era sólo un franco más, lo que significaba que podía haber vivido en cualquier lugar desde Escocia hasta el Báltico. Sus descripciones tampoco eran mucho mejores; alto, de mediana estatura, moreno, rubio. Lo que decían no servía de mucho. Cada uno de esos hombres tenía su propia idea acerca de su jefe. Uno de ellos dijo que de la cabeza le salían cuernos.

– ¿Dijeron su nombre?

– Lo llamaban Rakshasa. Es el nombre de un demonio. Los moros asustan a los niños con él. Según me contó Hakim, los rakshasi venían del Lejano Oriente, India supongo. Los hindúes los lanzaron sobre los musulmanes en una antigua batalla. Asumen distintas apariencias y atacan a las personas durante la noche.

Adelia se inclinó hacia atrás y cogió un tallo de lavanda. Lo frotó entre sus dedos y miró el jardín que la rodeaba tratando de fundirse con el verdor inglés.

– Es inteligente -admitió el recaudador de impuestos, y luego se corrigió-. En realidad, más que inteligencia, tiene instinto, puede oler el peligro en el aire, como una rata. Sabía que lo estábamos buscando, sé que lo sabía. Estábamos seguros de que se dirigía hacia la parte alta del Nilo y lo hubiéramos atrapado, Hakim había dado aviso a las tribus fatimíes, si no hubiese virado hacia el noreste, de regreso a Palestina.

Recuperaron su rastro en Gaza, donde descubrieron que había zarpado del puerto de Teda en un barco con destino a Chipre.

– ¿Cómo? -preguntó Adelia-. ¿Cómo encontraron el rastro?

– Las joyas. Se había llevado la mayor parte de las joyas de Guiscard. Se vio obligado a venderlas una por una para mantenerse lejos de nosotros. Cada vez que lo hacía, las tribus de Hakim nos daban aviso. También nos habían dado su descripción, un hombre alto, casi tanto como yo. -En Gaza, sir Rowley perdió a sus compañeros-. De Vries quiso quedarse en Tierra Santa. Jaafar había sido mi rehén, él no había tomado la decisión que había provocado su muerte y no tenía por qué sentirse obligado a continuar. En cuanto a Hakim… un buen hombre. Quiso acompañarme, pero le dije que era ya anciano y que de todos modos no podría pasar desapercibido en la Chipre cristiana, sería como una hurí entre un grupo de monjes. Bueno, no se lo dije así, aunque ésa era la idea. Me arrodillé ante él y juré por mi Señor, por la Trinidad y por la Virgen María que perseguiría a Rakshasa hasta la tumba si fuera necesario, le cortaría la cabeza a ese bastardo y se la enviaría. Y con la ayuda de Dios, eso haré.

El recaudador de impuestos se dejó caer de rodillas, se quitó el sombrero y se santiguó.

Adelia estaba sentada, paralizada, confundida por la repulsión y el enorme consuelo que encontraba en ese hombre. Algo de la soledad a la que había sido arrojada por la muerte de Simón había desaparecido. Pero él no era otro Simón. Se había mantenido fiel a su promesa, tal vez se había apoyado en ella al interrogar a los asaltantes. «Interrogar» era sin duda un eufemismo para referirse a la tortura hasta la muerte, algo que Simón no habría deseado ni hubiera podido hacer. Por Jesús -cuyo atributo era la misericordia-, ese hombre había jurado venganza y rogaba por ella en ese momento.

Pero cuando Adelia cubrió su mano crispada, las lágrimas de sir Rowley humedecieron sus dedos y, por un momento, alguien que -como su difunto amigo- podía sufrir por un niño de otra raza y religión había llenado el espacio que Simón dejara vacío.

Adelia recuperó la compostura. El recaudador se levantó, seguiría el relato deambulando por el jardín.

Del mismo modo que sir Rowley la había transportado a través de las tierras desiertas de Ultramar, estaba dispuesta a acompañarla mientras, cargando las reliquias del muerto, refería su persecución de Rakshasa por Europa.

De Gaza a Chipre. De Chipre a Rodas; había zarpado en el barco siguiente, pero una tormenta separó al cazador de su presa y Rowley no volvió a encontrar rastros de él hasta Creta. De allí a Siracusa, y siguiendo la costa de Apulia, a Salerno…

– ¿Vivíais entonces allí? -preguntó Rowley.

– Sí, allí estaba.

A Nápoles, a Marsella, y por tierra a través de Francia.

Ningún hombre había hecho una travesía tan curiosa en un país cristiano, le dijo, porque los cristianos no tuvieron un papel importante. Quienes lo ayudaron fueron los despreciados: árabes y judíos, orfebres, fabricantes de baratijas, prestamistas y dueños de tiendas de empeño, gente que trabajaba en recónditos callejones donde hombres y mujeres cristianos enviaban a sus sirvientes con objetos para reparar. Moradores de los guetos, la clase de personas a quien un asesino perseguido y desesperado, con una joya para vender, estaba obligado a acudir para conseguir dinero.

– No era la Francia que conocía, era como estar en un país completamente distinto. Me sentía como un ciego a merced de que ellos me indicaran el rumbo. «¿Por qué perseguís a ese hombre?», me preguntaban. Y yo les respondía: «Mató a un niño». Eso bastaba. Sí, el primo, la tía, la cuñada o el hijo habían oído que en el pueblo vecino un extranjero tenía una chuchería para vender, y a un precio irrisorio porque debía venderlo rápido. -Rowley hizo una pausa-. ¿Os habéis dado cuenta de que todos, los judíos y árabes de la cristiandad parecen conocerse entre sí?

– Es preciso que así sea -confirmó Adelia. Rowley se encogió de hombros.

– De cualquier modo, nunca permanecía en un lugar el tiempo suficiente para alcanzarlo. Cuando llegaba al pueblo vecino, había escapado hacia el norte. Siempre hacia el norte. Sabía que se dirigía a algún lugar en particular. -Había otras escalas horrendas en el camino-. Había cometido otro crimen en Rodas antes de que yo llegara. Una niña cristiana fue encontrada en una viña. Toda la isla estaba enfervorizada.

En Marsella causó otra muerte; aquella vez la víctima había sido un niño mendigo secuestrado junto al camino. Su cadáver apareció tan mutilado que incluso las autoridades, que no solían preocuparse por el destino de los vagabundos, habían ofrecido una recompensa a quien encontrara al asesino.

En Montpellier, otro niño, de sólo cuatro años.

– «Por sus frutos los conoceréis», dice la Biblia. Yo lo conocía. Él iba sembrando mi mapa de cuerpos de niños, como si no pudiera pasar más de tres meses sin saciarse. Cuando le perdía el rastro, sólo tenía que esperar el grito de un padre resonando de una ciudad a otra. Entonces montaba a caballo para seguirlo.

También había encontrado a las mujeres que Rakshasa iba dejando como estela.

– Atrae a las mujeres. Sólo el Señor sabe por qué. No las trata bien. Todas las criaturas golpeadas a las que interrogaba se negaban a colaborar con mi búsqueda. Aparentemente esperaban y deseaban que volviera. No importaba, para entonces yo estaba siguiendo al pájaro que llevaba consigo.

– ¿Un pájaro?

– Un miná. En una jaula. Supe que lo había comprado en un zoco de Gaza. Podría deciros incluso cuánto pagó por él. Pero por qué lo llevaba consigo… tal vez fuera su único amigo. -En el rostro de Rowley se dibujó una sonrisa-. Eso le distinguía, gracias a Dios. Más de una vez recibí noticias acerca de un hombre alto que llevaba un pájaro enjaulado en su montura. Y por fin, averigüé adonde se dirigía. Se aproximaban al valle del Loira.

Sir Rowley se había desviado porque en Angers estaba el hogar de los huesos que transportaba.

– ¿Debía perseguir a Rakshasa, como había jurado? ¿O cumplir mi promesa a Guiscard y permitir que descansara en su última morada? -Estaba en Tours cuando el dilema lo llevó a la catedral para rezar pidiendo consejo-. Y allí Dios Todopoderoso, en su maravilla y gracia, y viendo que mi causa era justa, me tendió su mano. -Porque cuando Rowley salía de la catedral por el pórtico oeste, parpadeando hacia la luz del sol, oyó el graznido de un pájaro que llegaba desde un callejón. La jaula estaba colgaba en la ventana de una casa-. Lo miré, y él a mí. Dijo buenos días en inglés. Pensé: «El Señor me ha guiado hasta este callejón por algún motivo, veamos si es la mascota de Rakshasa». Entonces llamé a la puerta y una mujer me abrió. Pregunté por su esposo. Dijo que había salido, pero yo podía percibir que estaba allí y que era él. La mujer era similar a las otras, desaliñada y asustada. Desenvainé mi espada y traté de abrirme paso pero me golpeaba mientras trataba de subir la escalera, colgada de mi brazo como un gato, no dejaba de chillar. Desde la habitación de arriba oí los gritos de él y luego un golpe muy fuerte. Había saltado por la ventana. Bajé, pero la mujer me impidió el paso y cuando llegué al callejón ya se había marchado. -Rowley se pasaba las manos por el cabello espeso y rizado, desesperado, mientras describía la infructuosa persecución que había tenido lugar a continuación-. Por fin regresé a la casa. La mujer no estaba, pero en la habitación de arriba encontré la jaula, con el pájaro revoloteando en su interior, en el lugar donde había caído cuando él saltó. La levanté y el ave me dijo dónde lo encontraría.

– ¿Cómo? ¿Os lo dijo?

– Bueno, no me dijo en qué casa vivía. Me miró con sus ojos vivaces, rodeados de pliegues, y dijo que yo era un lindo niño, un niño inteligente, lo habitual. Si bien eran banalidades, me impresionó oírlo porque sabía que era la voz de Rakshasa. Él lo había adiestrado. No había nada llamativo en lo que decía, sino en cómo lo decía. El acento. Hablaba con el deje de Cambridgeshire. El pájaro había copiado el habla de su amo. Rakshasa era un hombre de este condado. -El recaudador de impuestos se santiguó en señal de agradecimiento al Dios que había sido bondadoso con él-. Dejé que el pájaro recitara su repertorio. Tenía tiempo suficiente para llevar a Guiscard hasta Angers. Sabía hacia dónde se había dirigido Rakshasa. Volvía a su lugar de origen, para establecerse con lo que le quedaba de las joyas de Guiscard. Eso hizo, y esta vez no se me escapará. -Rowley miró a Adelia-. Todavía tengo la jaula.

– ¿Qué pasó con el pájaro?

– Le retorcí el pescuezo.

Los hombres que cavaban la tumba habían partido sin que Adelia y Rowley lo advirtieran. Habían terminado su trabajo. La larga sombra que el muro proyectaba en el final del jardín había alcanzado el banco de hierba.

Adelia tembló con el aire helado del anochecer. En ese momento se dio cuenta de que llevaba un rato sintiendo frío. Aún le quedaban muchas cosas por saber, pero no se vio con ánimo de continuar. Tampoco él.

– Debo ocuparme de los preparativos -declaró Rowley.


Otros lo habían hecho por él.

Un alguacil, un árabe, un recaudador de impuestos, un prior agustino, dos mujeres y un perro permanecieron en la entrada del jardín, de pie en el peldaño más alto, mientras Simón de Nápoles, en su ataúd de sauce, precedido por hombres con antorchas y seguido por todos los hombres judíos del castillo, era enterrado debajo del cerezo silvestre, en el otro extremo del jardín. No los invitaron a acercarse más. Bajo una luna casi llena, las siluetas del cortejo fúnebre se veían muy oscuras, y los capullos del cerezo muy blancos, como una ráfaga de nieve suspendida en el aire.

El alguacil se mostraba inquieto. Mansur puso sus manos en los hombros de Adelia y ella se recostó sobre él. Aunque no comprendía las palabras, escuchaba la sucesión de notas graves que emitía el rabino al recitar el Salmo 91.

Acostumbrados a que el castillo fuera un lugar ruidoso, todos ignoraron las voces que se alzaban junto a la puerta principal, las de aquellos a quienes el padre Alcuin había hecho llegar su descontento.

Después de escuchar al sacerdote, Agnes había abandonado su choza para dirigirse a la ciudad, mientras Roger de Acton trataba de persuadir a los guardias de que el entierro secreto de un judío en el terreno del castillo era una profanación.

Bajo el cerezo, los hombres del cortejo fúnebre percibieron sus protestas. Sus oídos estaban habituados a los conflictos.

– «El male rachamim… -la voz del rabino Gotsce no decayó- sho chaim bahmro…». Señor, pleno de maternal compasión, concede el absoluto y perfecto descanso bajo tus alas protectoras, en el firmamento radiante, espacioso, sagrado y puro, a nuestro hermano Simón y a las almas de todos los hombres de nuestro pueblo dentro o fuera de las tierras por donde pasó Abraham, nuestro antecesor…

«Palabras», pensó Adelia. Un pájaro inocente puede repetir las palabras de un asesino. Otras palabras pueden pronunciarse en homenaje a una de sus víctimas y ser un bálsamo para el alma.

Los hombres arrojaron puñados de tierra sobre el ataúd. La procesión cruzó el jardín para salir por el arco y, aunque Adelia no era judía y para ellos era sólo una mujer, todos la bendijeron al pasar junto a ella, que seguía de pie en el peldaño más alto.

«Hamakom y'nachem etchem b'toch sh'ar availai tziyon ee yerushalayim». Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén.

El rabino se detuvo e hizo una reverencia al alguacil.

– Os agradecemos vuestra bondad, señor, y esperamos que no os cause problemas.

Luego, todos desaparecieron.

– Bien -intervino el alguacil Baldwin alisándose la ropa-. Debemos volver al trabajo, sir Rowley. Si es verdad que el demonio les encuentra ocupación a las manos ociosas, no descubrirá ninguna aquí esta noche.

Adelia le expresó su gratitud.

– ¿Podré visitar la tumba mañana?

– Supongo que sí. Y traed con vos al doctor. Todas estas preocupaciones me han producido una fístula que me incomoda al sentarme. -El alguacil miró hacia la entrada-. ¿Qué es ese tumulto, Rowley?

Eran unos diez hombres armados con distintos pertrechos domésticos -horquetas de sus jardines, cuchillos de cocina- con Roger de Acton a la cabeza, todos ellos poseídos por una rabia mucho tiempo reprimida. Corrían hacia el jardín gritando tantos insultos que apenas podía distinguirse «asesino de niños» de «judío».

Acton se dirigía hacia los peldaños, blandiendo en una mano una antorcha y en la otra una horqueta.

– El judío debe desaparecer del foso que han cavado, porque el Señor nos ha salvado de su inmundicia. Hemos venido a arrojarlo fuera de nuestras posesiones. Oh, temblad ante el nombre del Señor, traidores -gritaba, mientras escupía saliva. Detrás de él, un hombre blandía un temible cuchillo de carnicero. Los otros hombres se dispersaron en su búsqueda-. Encontrad la tumba, hermanos, para que podamos descargar nuestra furia sobre su cadáver. Porque se os ha prometido que aquel que castigue a los infieles no será castigado.

– No -espetó Adelia-. Han venido a desenterrarlo. Han venido a desenterrar a Simón. No.

– Mujerzuela. -Mientras Acton subía los peldaños apuntaba con la horqueta a la doctora-. Vos y vuestra lujuria habéis acompañado al asesino de niños, pero ya no toleraremos esa vergüenza.

Uno de los hombres estaba junto al cerezo, gritando y gesticulando hacia los demás.

– Aquí, es aquí.

Adelia esquivó a Acton, bajó los escalones y comenzó a correr hacia la sepultura. No sabía qué haría al llegar. Sólo podía pensar en que tenía que detener ese horror.

Sir Rowley Picot corrió tras ella y Mansur los siguió. Roger de Acton les pisaba los talones y los otros intrusos trataban de interceptarlos. Todos se confundieron en una maraña de choques, aullidos, puñetazos, puñaladas, pisotones. Adelia cayó bajo el tumulto.

Semejante violencia la desconcertaba. No tanto por la intención de castigar, sino por la irracionalidad salvaje de los hombres.

Una bota le rompió la nariz. Se cubrió la cabeza, sobre ella el mundo se fragmentaba en trozos dentados.

Desde algún lugar una voz firme e imperiosa dominó la situación: la voz del prior.

Poco a poco los fragmentos fueron cayendo. Después nada. Más tarde logró ponerse de pie y ver siluetas que se apartaban del lugar donde Rowley Picot yacía con un cuchillo de carnicero clavado en la ingle. La sangre manaba profusamente a su alrededor.

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