Algunas semanas más tarde volé a Londres. Iba a cubrir los campeonatos de Wimbledon, el torneo de tenis más importante del mundo, que es, además, uno de los pocos acontecimientos a los que voy donde el público no abuchea nunca y donde no hay ningún borracho en el aparcamiento. En Inglaterra hacía un tiempo caluroso y nublado, y yo recorría a pie todas las mañanas las calles bordeadas de árboles próximas a las pistas de tenis, pasando junto a adolescentes que hacían cola para adquirir las entradas que quedaban y junto a vendedores ambulantes de fresas con nata. Delante de la puerta había un puesto de periódicos donde se vendían media docena de periódicos a todo color de la prensa amarilla británica, donde se veían fotos de mujeres con los pechos desnudos, fotos de la familia real británica tomadas por paparazzi, horóscopos, información deportiva, sorteos y alguna que otra noticia propiamente dicha. El titular más importante del día se escribía en una pizarra pequeña que se apoyaba en el último paquete de periódicos, y solía decir algo así como ¡DIANA RIÑE CON CHARLES!, O GAZZA DICE AL EQUIPO: ¡QUIERO MILLONES!
La gente arrebataba estos periódicos, devoraba sus cotilleos, y yo había hecho siempre lo mismo en mis visitas anteriores a Inglaterra. Pero ahora, por alguna razón, me daba cuenta de que cada vez que leía alguna cosa estúpida o descerebrada pensaba en Morrie. Me lo imaginaba constantemente en aquella casa con el falso plátano y los suelos de madera, contándose el aliento, aprovechando al máximo cada momento con sus seres queridos, mientras yo dedicaba tantas horas a cosas que no significaban absolutamente nada para mí personalmente: las estrellas de cine, las supermodelos, las últimas declaraciones de Lady Di o de Madonna o de John F. Kennedy hijo. Yo envidiaba extrañamente la calidad del tiempo de Morrie, a la vez que lamentaba que cada vez dispusiera de menos. ¿Por qué nos preocupábamos de tantas cosas que nos distraían? En mi país estaba en pleno apogeo el juicio de O. J. Simpson, y había, personas que renunciaban a todas sus horas del almuerzo para poder verlo y dejaban grabando el resto para poder seguir viéndolo por la noche. No conocían a O. J. Simpson. No conocían a nadie que hubiera intervenido en el caso. Pero renunciaban a días y a semanas enteras de sus vidas, enviciados con el drama de otra persona.
Yo recordaba lo que había dicho Morrie durante nuestra visita: «La cultura que tenemos no hace que las personas se sientan contentas de sí mismas. Y uno ha de tener la fuerza suficiente para decir que si la cultura no funciona, no hay que tragársela».
Morrie, fiel a estas palabras suyas, había desarrollado su cultura propia mucho antes de ponerse enfermo. Tertulias, paseos con amigos, bailar con su música en la iglesia de la plaza Harvard. Había puesto en marcha un proyecto llamado Casa Verde, gracias al cual la gente pobre podía disponer de asistencia de salud mental. Leía libros para encontrar ideas nuevas que exponer en sus clases, visitaba y recibía visitas de sus compañeros, seguía en contacto con sus antiguos alumnos, escribía cartas a amigos lejanos. Dedicaba más tiempo a comer y a contemplar la naturaleza y no desperdiciaba el tiempo delante de la televisión viendo comedias o «películas de la semana». Se había creado una crisálida de actividades humanas (conversación, trato, afecto), y ésta llenaba su vida como un cuenco de sopa que rebosa.
Yo también me había desarrollado mi cultura propia: el trabajo. En Inglaterra trabajaba para cuatro o cinco medios de comunicación, haciendo malabarismos como un payaso. Pasaba ocho horas al día ante el ordenador, introduciendo mis artículos para enviarlos a los Estados Unidos. También realizaba trabajos de televisión, recorriendo con un equipo diversas partes de Londres. Además, enviaba por teléfono crónicas para la radio todas las mañanas y todas las tardes. Aquella carga de trabajo no era anormal. A lo largo de los años, yo había tomado al trabajo por compañero y había dejado de lado todo lo demás.
En Wimbledon, yo comía en la pequeña cabina de madera donde trabajaba y no le daba importancia. Un día especialmente loco, una jauría de periodistas había intentado dar caza a Andre Agassi y a su célebre novia, Brooke Shields, y a mí me había tirado al suelo de un empujón un fotógrafo británico que apenas murmuró «perdón» mientras seguía adelante apresuradamente, con sus enormes objetivos fotográficos de metal colgados del cuello. Recordé otra cosa que me había dicho Morrie:
«Son muchas las personas que van por ahí con una vida carente de sentido. Parece que están medio dormidos, aun cuando están ocupados haciendo cosas que les parecen importantes. Esto se debe a que persiguen cosas equivocadas. La manera en que puedes aportar un sentido a tu vida es dedicarte a amar a los demás, dedicarte a la comunidad que te rodea y dedicarte a crear algo que te proporcione un objetivo y un sentido».
Yo sabía que tenía razón. Pero no hice nada al respecto.
Cuando terminó el torneo, y después de los incontables cafés que me había tomado para superarlo, apagué mi ordenador, recogí mis cosas de mí cabina y volví al apartamento para hacer el equipaje. Era tarde. En la televisión no se veía más que nieve.
Fui en avión a Detroit, llegué a última hora de la tarde, me arrastré hasta mi casa y me eché a dormir. Cuando me desperté, me enteré de una noticia estremecedora: los sindicatos de mi periódico se habían declarado en huelga. El centro de trabajo estaba cerrado. Había piquetes en la entrada principal y manifestantes que cantaban consignas por la calle. Como miembro del sindicato, no tenía otra elección: me había quedado de pronto, y por primera vez en mi vida, sin trabajo, sin nómina, y enfrentado con mi empresa. Los dirigentes sindicales me llamaban a casa y me advertían que no debía mantener contacto alguno con mis antiguos redactores jefes, muchos de los cuales eran amigos míos; me decían que si intentaban llamarme para exponerme su postura yo debía colgar el teléfono.
– ¡Vamos a luchar hasta la victoria! -juraban los dirigentes sindicales, como si fueran soldados.
Yo me sentía confuso y deprimido. Aunque los bajos para la televisión y para la radio eran unos complementos agradables, el periódico había sido mi cordón umbilical, mi oxígeno; cuando veía impresos mis artículos cada mañana, sabía que estaba vivo, al menos en un sentido.
Ahora, lo había perdido. Y a medida que la huelga se iba prolongando (el primer día, el segundo día, el tercer día), recibía llamadas telefónicas preocupadas y oía rumores según los cuales aquello podía prolongarse meses enteros. Todo lo que yo había conocido estaba patas arriba. Cada noche se celebraban acontecimientos deportivos que yo habría ido a cubrir. En vez de ello, quedaba en casa y los veía por televisión. Me ha acostumbrado a creer que los lectores necesitaban, cierto modo, mi columna. Me asombraba ver la facilidad con que salían las cosas adelante sin mí.
Después de una semana en la misma situación o el teléfono y marqué el número de Morrie. Connie lo llevó hasta el teléfono.
– Vienes a visitarme -me dijo, como afirmación más que como pregunta.
– Bien. ¿Puedo ir?
– ¿Qué te parece el martes?
– El martes me viene bien -le dije-. El martes estaría muy bien.
En mi segundo año de universidad me matriculo además en otras dos asignaturas suyas. Fuera del aula, nos reunimos de vez en cuando simplemente para charlar. Yo no había hecho aquello nunca con ningún adulto que no fuera pariente mío, pero me siento cómodo al hacerlo con Morrie, y él da la impresión de estar cómodo al dedicarme su tiempo.
– ¿Dónde nos reuniremos hoy? -me pregunta alegremente cuando entro en su despacho.
En primavera nos sentamos bajo un árbol ante el edificio de Sociología, y en invierno nos sentamos junto a su escritorio, yo con mis sudaderas grises y mis zapatillas Adidas y Morrie con zapatos Rockport y pantalones de pana. Cada vez que charlamos empieza por escuchar mis divagaciones y a continuación intenta transmitir- me alguna especie de lección para la vida. Me advierte que el dinero no es lo más importante, contrariamente a la opinión más generalizada en el campus. Me dice que tengo que ser plenamente humano». Habla de la alienación de la juventud y de la necesidad de mantener una «conexión» con la sociedad que me rodea. Comprendo algunas de estas cosas, otras no. No me importa. Los debates me sirven de excusa para hablar con él, en unas conversaciones paternales que no puedo tener con mi propio padre, al que le gustaría que yo me hiciera abogado.
A Morrie le repugnan los abogados.
– ¿Qué quieres hacer cuando salgas de la universidad? -me pregunta.
– Quiero ser músico -le digo-. Pianista.
– Maravilloso -dice él-. Pero es una vida dura.
– Sí.
– Hay muchos buitres.
– Eso he oído decir.
– Aun así, si lo deseas de verdad, harás realidad tu sueño -me dice.
Siento deseos de abrazarlo, de darle las gracias por haber dicho aquello, pero no soy tan efusivo. En vez de ello, me limito a asentir con la cabeza.
– Apuesto a que tocas el piano con mucho brío -dice él.
Yo me río.
– ¿Con brío?
Él me devuelve la risa.
– Con brío. ¿Qué pasa? ¿Ya no se dice así?