El duodécimo martes

Hablamos del perdón

«Antes de morir, perdónate a ti mismo. A continuación, perdona a los demás.»

Esto sucedía pocos días después de la entrevista de «Nightline». El cielo estaba lluvioso y oscuro, y Morrie estaba cubierto con una manta. Yo estaba sentado junto al extremo de su sillón, sujetándole los pies desnudos. Estaban retorcidos y llenos de callos, y tenía las uñas de los dedos amarillas. Yo tenía un pequeño bote de pomada y tomé un poco en las manos y me puse a aplicarle un masaje en los tobillos.

Era otra de las cosas que había visto hacer a sus asistentes durante meses enteros, y ahora, en un intento de agarrarme a lo que pudiera de él, me había brindado a hacerlo yo. La enfermedad había dejado a Morrie incapaz de mover siquiera los dedos de los pies, pero todavía podía sentir el dolor, y los masajes contribuían a aliviárselo. Además, por supuesto, a Morrie le gustaba que lo cogieran y lo tocaran. Y por entonces yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que estuviera en mi mano para hacerlo feliz.

– Mitch -dijo, volviendo al tema del perdón-, no tiene sentido guardarse la venganza ni la terquedad. Son cosas -suspiró-, son cosas que lamento mucho en mi vida. El orgullo. La vanidad. ¿Por qué hacemos lo que hacemos?

Mi pregunta había versado acerca de la importancia del perdón. Yo había visto esas películas en que el patriarca de la familia está en su lecho de muerte y llama a su lado al hijo que había repudiado para poder hacer las paces con él antes de morir. Me pregunté si Morrie tenía dentro algo así, una necesidad repentina de decir «lo siento» antes de morir.

Morrie asintió con la cabeza.

– ¿Ves esa escultura? -dijo, indicándome con la cabeza un busto que estaba colocado en un lugar alto, en una estantería de la pared del fondo de su despacho. En realidad, yo no me había fijado nunca en ella. Era el rostro, fundido en bronce, de un hombre de poco más de cuarenta años, con corbata y con un mechón de pelo que le caía sobre la frente.

– Ese soy yo -dijo Morrie-. Un amigo mío lo esculpió hace cosa de treinta años. Se llamaba Norman. Pasábamos mucho tiempo juntos. Íbamos a nadar. Hacíamos excursiones a Nueva York. Me invitó a su casa de Cambridge, y esculpió ese busto mío en su sótano. Tardó varias semanas en esculpirlo, pero quería hacerlo bien.

Estudié el rostro. Era raro ver a un Morrie en tres dimensiones, tan sano, tan joven, que nos contemplaba mientras hablábamos. Aun en bronce tenía un aspecto juguetón, y pensé que su amigo había esculpido también un poco de espíritu.

– Bueno, y ahora llega la parte triste de la historia -dijo Morrie-. Norman y su mujer se trasladaron a Chicago. Un poco después, Charlotte, mi mujer, tuvo que someterse a una operación bastante grave. Norman y su mujer no se pusieron en contacto con nosotros. Yo sé que se habían enterado. Charlotte y yo estábamos muy dolidos porque no nos llamaron nunca para interesarse por su estado. De modo que dejamos de tratarnos con ellos.

»Al cabo de los años me encontré con Norman varias veces y él siempre quería reconciliarse, pero yo no lo acepté. Su explicación no me satisfacía. Yo tenía orgullo. Me lo quitaba de encima.»

Se le quebró la voz.

– Mitch… hace pocos años… él murió de cáncer. Me siento muy triste. No llegué a verlo. No lo perdoné. Ahora me duele tanto…

Estaba llorando otra vez, un llanto suave y callado, y como tenía la espalda inclinada hacia atrás, las lágrimas le caían por los lados de la cara sin llegar a sus labios.

– Lo siento -dije yo.

– No lo sientas -susurró-. Las lágrimas no importan.

Seguí aplicando pomada a los dedos de sus pies sin vida. Él pasó varios minutos llorando, a solas con sus recuerdos.

– No sólo tenemos que perdonar a los demás, Mitch -susurró por fin-. También tenemos que perdonarnos a nosotros mismos.

– ¿A nosotros mismos?

– Sí. Todas las cosas que no hicimos. Todas las cosas que deberíamos haber hecho. No te puedes quedar atascado en el arrepentimiento por lo que debería haber pasado. Eso no te sirve de nada cuando llegas al punto donde estoy yo.

»Yo deseaba siempre haber hecho más en mi trabajo; deseaba haber escrito más libros. Solía azotarme a mí mismo por ello. Ahora veo que eso no servía de nada. Debes hacer las paces. Debes hacer las paces contigo mismo y con todos los que te rodean.»

Me incliné sobre él y le sequé las lágrimas con un pañuelo de papel. Morrie parpadeó varias veces. Se le oía la respiración, como un leve ronquido.

– Perdónate a ti mismo. Perdona a los demás. No esperes, Mitch. No todos pueden contar con tanto tiempo como yo. No todos tienen tanta suerte.

Tiré la servilleta a la papelera y volví a sus pies. ¿Suerte? Apreté su carne endurecida con el pulgar y él ni siquiera lo sintió.

– Es la tensión de los opuestos, Mitch. ¿Lo recuerdas? ¿Lo de las cosas que tiran en sentidos diferentes?

– Lo recuerdo.

– Lamento que se me agote el tiempo, pero valoro la oportunidad que me da para arreglar las cosas.

Pasamos un rato allí sentados, en silencio, mientras la lluvia salpicaba las ventanas. El hibisco que estaba detrás de su cabeza seguía aguantando, pequeño pero firme.

– Mitch -susurró Morrie.

– ¿Qué?

Yo hacía girar los dedos de sus pies entre mis dedos, absorto en la tarea.

– Mírame.

Levanté la vista y vi en sus ojos una mirada muy intensa.

»No sé por qué volviste a mí. Pero quiero decirte una cosa…»

Hizo una pausa, y se le quebró la voz.

»Si pudiera haber tenido otro hijo, me hubiera gustado que fueses tú.»

Bajé la vista, amasando la carne moribunda de sus pies entre mis dedos. Durante un momento sentí miedo, como si al aceptar sus palabras estuviera traicionando de algún modo a mi propio padre. Pero cuando levanté la vista vi que Morrie sonreía entre sus lágrimas y supe que en un momento así no había traiciones.

Lo único que me daba miedo era decir adiós.



– He elegido un sitio para que me entierren.

– ¿Dónde es?

– No está lejos de aquí. En una colina, bajo un árbol, con vistas a un estanque. Muy apacible. Un buen lugar para pensar.

– ¿Piensas pensar allí?

– Pienso estar muerto allí.

Él se ríe entre dientes. Yo me río entre dientes.

– ¿Me visitarás?

– ¿Visitarte?

– Simplemente, ven a charlar. Que sea martes. Siempre vienes los martes.

– Somos personas de los martes.

– Eso es. Personas de los martes. ¿Vendrás a charlar, entonces?

Se ha debilitado mucho en poco tiempo.

– Mírame -dice.

– Ya te miro.

– ¿Vendrás a mi tumba a contarme tus problemas?

– ¿Mis problemas?

– Sí.

– ¿Y tú me darás soluciones?

– Te daré lo que pueda. ¿Acaso no te lo doy siempre?

Me imagino su tumba, en la colina, con vistas a un estanque, alguna parcela pequeña de dos metros setenta donde lo depositarán, lo cubrirán de tierra, le pondrán una piedra encima. ¿Dentro de pocas semanas, quizás? ¿Acaso dentro de pocos días? Me veo allí sentado, solo, con los brazos sobre las rodillas, mirando al vacío.

– No será lo mismo, sin poderte oír hablar-le digo.

– Ah, hablar…

Cierra los ojos y sonríe.

– Te diré lo que haremos. Cuando yo esté muerto, tú hablarás. Y yo te escucharé.


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