«Péguele más fuerte.»
Doy una palmada en la espalda de Morrie.
– Más fuerte.
Le doy otra palmada.
– Cerca de los hombros… ahora abajo.
Morrie, vestido con pantalón de pijama, estaba tendido en la cama sobre su costado, con la cabeza apoyada firmemente en la almohada, con la boca abierta. La fisioterapeuta me estaba enseñando a aflojar a golpes el veneno que tenía en los pulmones, cosa que por entonces había que hacer regularmente, para impedir que se endureciera, para que siguiera respirando.
– Siempre… supe… que querías… pegarme… -dijo Morrie, jadeando.
– Sí -le respondo, devolviéndole la broma mientras golpeo con el puño la piel de alabastro de su espalda-. ¡Ésta, por el notable que me pusiste en tercer curso! ¡Zas!
Todos nos reímos, con la risa nerviosa que sobreviene cuando el diablo está al alcance del oído. Aquella escenita habría sido encantadora si no fuera lo que sabíamos todos, la gimnasia final antes de la muerte. La enfermedad de Morrie ya estaba peligrosamente próxima a su punto de rendición, sus pulmones. Había predicho que se moriría ahogado, y yo no podía imaginarme una manera más terrible de morirse. A veces cerraba los ojos e intentaba absorber el aire por la boca y por la nariz, y parecía que estuviera intentando izar un ancla.
Al aire libre hacía un tiempo como para salir con chaqueta, principios de octubre; las hojas secas estaban recogidas en montones en los prados de West Newton. La fisioterapeuta de Morrie había llegado hacía un rato, y yo solía retirarme cuando él tenía que reunirse con enfermeras o con especialistas. Pero con el transcurso de las semanas, al agotarse nuestro tiempo, cada vez me producía menos incomodidad la vergüenza de lo físico. Quería estar allí. Quería observarlo todo. Aquello no se ajustaba a mi manera de ser, pero la verdad es que tampoco se ajustaban muchas otras cosas que habían pasado en aquellos últimos meses en casa de Morrie.
De modo que vi a la fisioterapeuta trabajar con Morrie en la cama, golpearle las costillas por la espalda, preguntarle si sentía que se le aflojaba la congestión por dentro. Y cuando ella se tomó un descanso, me preguntó si quería probar. Dije que sí. Morrie, con la cara hundida en la almohada, esbozó una sonrisa.
– No muy fuerte -dijo-. Soy un viejo.
Le golpeé la espalda y los costados, desplazándome según las instrucciones de la fisioterapeuta. Me desagradaba la idea de que Morrie estuviera en la cama en cualquier circunstancia -me resonaba en los oídos su último aforismo, «cuando estás en la cama, estás muerto»-, y acurrucado sobre su costado, era tan pequeño, estaba tan consumido, que tenía un cuerpo de niño más que de hombre. Veía la palidez de su piel, las pocas canas sueltas, el modo en que le colgaban los brazos, sueltos e impotentes. Pensé cuánto tiempo dedicamos a intentar dar forma a nuestros cuerpos, levantando pesas, haciendo flexiones, y al final la naturaleza nos lo quita todo en cualquier caso. Sentía bajo mis dedos la carne flácida que rodeaba los huesos de Morrie, y lo golpeaba con fuerza, tal como me decían. La verdad es que le estaba dando puñetazos en la espalda cuando preferiría estar dando puñetazos en la pared.
– Mitch -dijo Morrie, jadeando, con una voz que saltaba como un martillo pilón cuando yo le daba un puñetazo.
– ¿Qué?
– ¿Cuándo… te he… puesto yo… un notable?
Morrie creía en la bondad innata de las personas. Pero también veía en qué podían convertirse.
– Las personas sólo son malas cuando se ven amenazadas -me dijo más tarde, aquel mismo día-, y eso es lo que hace nuestra cultura. Eso es lo que hace nuestra economía. Hasta las personas que tienen puestos de trabajo en nuestra economía se sienten amenazadas porque temen perderlos. Y cuando uno se siente amenazado, empieza a preocuparse únicamente de sí mismo. Empieza a hacer del dinero un dios. Todo forma parte de esta cultura.
Suspiró.
»Y, por eso, yo no me la trago.»
Yo asentí con la cabeza y le apreté la mano. Ya nos cogíamos de la mano con regularidad. Era otro cambio para mí. Ya hacía normalmente cosas que antes me habrían dado vergüenza o repugnancia. La bolsa del catéter, conectada al tubo que le salía de dentro y llena de residuos líquidos de color verde, estaba junto a mi pie, cerca de la pata de su sillón. Algunos meses atrás, aquello podía haberme dado asco; ahora no tenía importancia. Lo mismo pasaba con el olor de la habitación después de que Morrie utilizara el inodoro. Ya no se podía permitir el lujo de moverse de un lugar a otro, de cerrar la puerta del baño al entrar y de pulverizar con ambientador al salir. Tenía su cama, tenía su sillón, y aquella era su vida. Si mi vida estuviera condensada en un dedal como aquel, dudo que fuera capaz de hacer que oliera mejor.
– He aquí lo que quiero decir cuando hablo de construir tu propia pequeña subcultura -dijo Morrie-. No quiero decir que pases por alto todas las reglas de tu comunidad. Yo no voy por ahí desnudo, por ejemplo. No me salto los semáforos en rojo. Puedo obedecer las cosas pequeñas. Pero las cosas grandes, cómo pensamos, lo que valoramos, ésas debes elegirlas tú mismo. No puedes dejar que nadie, ni que ninguna sociedad, las determine por ti.
»Tomemos como ejemplo mi estado. Las cosas que se supone deben avergonzarme ahora.- no ser capaz de andar, no ser capaz de limpiarme el culo, despertarme algunas mañanas con ganas de llorar, no tienen en sí mismas nada de vergonzoso ni de deshonroso.
»Lo mismo pasa con las mujeres que no son lo bastante delgadas, o con los hombres que no son lo bastante ricos. No es más que lo que nuestra cultura quiere hacernos creer. No te lo creas.»
Pregunté a Morrie por qué no se había ido a vivir a otra parte cuando era más joven.
– ¿A dónde?
– No lo sé. A América del Sur. A Nueva Guinea. A un sitio que no sea tan egoísta como los Estados Unidos.
– Cada sociedad tiene problemas propios -dijo Morrie, levantando las cejas, haciendo el gesto más aproximado que podía al de fruncir el ceño-. Creo que huir no es la manera. Tienes que trabajar para crearte tu propia cultura.
»Mira, vivas donde vivas, el defecto mayor que tenemos los seres humanos es que somos cortos de vista. No vemos lo que podríamos ser. Deberíamos estar viendo nuestras posibilidades, dando de nosotros al máximo hasta llegar a ser todo lo que podemos. Pero si estás rodeado de personas que dicen: «Quiero lo mío ya», al final hay unos pocos que lo tienen todo y unos militares que impiden que los pobres se levanten y se apoderen de ello.»
Morrie miró por encima de mi hombro a la ventana del fondo. A veces se oía el ruido de un camión que pasaba o el azote del viento. Contempló durante un momento las casas de sus vecinos, y después siguió hablando.
– El problema, Mitch, es que no creemos que somos tan semejantes como somos en realidad. Los blancos y los negros, los católicos y los protestantes, los hombres y las mujeres. Si nos viésemos más semejantes, podríamos estar muy deseosos de unirnos a una gran familia humana de este mundo, y de ocuparnos de esa familia del mismo modo que nos ocupamos de la nuestra.
»Pero, créeme, cuando te estás muriendo ves que es verdad. Todos tenemos el mismo principio, el nacimiento, y todos tenemos el mismo final, la muerte. Entonces, ¿cuán diferentes podemos ser?
»Invierte en la familia humana. Invierte en las personas. Construye una pequeña comunidad con los que amas y con los que te aman.»
Me apretó suavemente la mano. Yo le devolví un apretón más fuerte. Y, como en esos juegos de feria en los que das un golpe con un mazo y ves subir un disco por un poste, casi pude ver cómo subía el calor de mi cuerpo por el pecho de Morrie y por su cuello hasta llegar a sus mejillas y a sus ojos. Sonrió.
– Al principio de la vida, cuando somos niños recién nacidos, necesitamos de los demás para sobrevivir, ¿verdad? Y al final de la vida, cuando te pones como yo, necesitas de los demás para sobrevivir, ¿verdad?
Su voz se redujo a un susurro.
»Pero he aquí el secreto.- entre las dos cosas, también necesitamos de los demás.»
Aquel mismo día, más tarde, Connie y yo nos fuimos al dormitorio a ver la lectura del veredicto del juicio de O. J. Simpson. Fue una escena tensa. Todos los personajes principales se volvieron hacia el jurado: Simpson, con su traje azul, rodeado de su pequeño ejército de abogados; los denunciantes, que querían meterlo entre rejas, a pocos metros de su espalda. Cuando el presidente del jurado leyó el veredicto, «Inocente», Connie chilló.
– ¡Ay, Dios mío!
Vimos a Simpson abrazar a sus abogados. Escuchamos a los comentaristas que intentaban explicar lo que quería decir todo aquello. Vimos a multitudes de negros que lo celebraban en las calles adyacentes al tribunal, y a multitudes de blancos atónitos sentados en restaurantes. La decisión se recibía como si fuera trascendental, a pesar de que todos los días se producen asesinatos. Connie salió al pasillo. Había visto suficiente.
Oí cerrarse la puerta del despacho de Morrie. Me quedé mirando fijamente el televisor. El mundo entero está viendo esto, me dije a mí mismo. Después oí en la otra habitación el ruido que hacían al levantar a Morrie de su silla, y sonreí. Mientras el «Juicio del Siglo» llegaba a su conclusión dramática, mi viejo profesor estaba sentado en el retrete.
Es el año 1979, durante un partido de baloncesto en el gimnasio de Brandeis. El equipo marcha bien y el público estudiantil empieza a corear-, «¡Somos los número uno! ¡Somos los número uno!» Morrie está sentado allí cerca. La frase le extraña. En un momento dado, entre los gritos de «¡Somos los número uno!», se levanta y grita: «¿Qué tiene de malo ser los número dos?».
Los estudiantes lo miran. Dejan de corear. Él se sienta, sonriente y con aire triunfal.