Las hojas habían empezado a cambiar de color y hacían del viaje a través de West Newton un retrato de oro y herrumbre. Allá en Detroit, el enfrentamiento laboral se había estancado, pues cada uno de los bandos acusaba al otro de falta de comunicación. Las noticias de la televisión eran igualmente deprimentes. En una zona rural de Kentucky, tres hombres habían arrojado pedazos de una lápida desde un puente, habían destrozado el parabrisas de un coche que pasaba y habían matado a una muchacha adolescente que viajaba con su familia en una peregrinación religiosa. En California, el juicio de O. J. Simpson se aproximaba a su desenlace, y todo el país parecía obsesionado. Hasta en los aeropuertos se habían instalado televisores conectados con la CNN para que uno pudiera enterarse de la marcha del caso de O. J. mientras se dirigía a la puerta de embarque.
Yo había intentado varias veces llamar a mi hermano, que estaba en España. Le había dejado mensajes diciéndole que tenía verdaderos deseos de hablar con él, que había estado pensando mucho en él y en mí. Algunas semanas más tarde recibí un breve mensaje en que decía que todo iba bien pero que, sintiéndolo mucho, no tenía ganas de hablar de su enfermedad.
Lo que estaba hundiendo a mi viejo profesor no era hablar de su enfermedad sino la enfermedad misma. Desde mi última visita, una enfermera le había insertado un catéter en el pene por el que salía la orina, que pasaba por un tubo y se recogía en una bolsa que estaba al pie de su sillón. Sus piernas necesitaban atenciones constantes -todavía podía sentir el dolor, aunque no podía moverlas; era otra de las crueles paradojas de la ELA-, y si no tenía los pies suspendidos a una distancia precisa de los bloques de gomaespuma, sentía como sí le estuvieran pinchando con un tenedor. A mitad de una conversación, Morrie tenía que pedir a sus visitas que le levantasen el pie y que se lo movieran sólo dos centímetros, o que le colocasen la cabeza para que encajara mejor en el hueco de las almohadas de colores. ¿Os imagináis lo que es no poder mover la cabeza?
En cada visita parecía que Morrie se iba fusionando más con su sillón, que su columna vertebral adquiría la forma del sillón. Con todo, insistía todas las mañanas en que lo levantaran de la cama y lo llevaran en la silla de ruedas a su despacho, en que lo depositaran allí entre sus libros y sus papeles y con el hibisco del alféizar. De una manera muy suya, encontraba algo de filosófico en aquello.
– Lo resumo en mi último aforismo -me dijo.
– Dímelo.
– Cuando estás en la cama, estás muerto.
Sonrió. Sólo Morrie era capaz de sonreír por una cosa así.
Había recibido llamadas de la gente del programa «Nightline» y del propio Ted Koppel.
– Quieren venir a hacer otro programa conmigo -dijo-. Pero dicen que quieren esperar.
– ¿A qué? ¿A que estés dando el último suspiro?
– Puede ser. En todo caso, no me falta tanto.
– No digas eso.
– Perdona.
– Eso me fastidia: que quieran esperar a que te consumas.
– Te fastidia porque te preocupas por mí.
Sonrió.
»Mitch, es posible que se estén sirviendo de mí para crear un pequeño drama. Está bien. Es posible que yo también me esté sirviendo de ellos. Me ayudan a transmitir mi mensaje a millones de personas. No podría conseguirlo sin ellos ¿verdad? De modo que es un acuerdo.»
Tosió, y la tos se convirtió en un largo gargarismo que terminó con otra flema en un pañuelo de papel arrugado.
– En todo caso -dijo Morrie-, yo les dije que más les valía no esperar demasiado o ya no tendré voz. Cuando esto me llegue a los pulmones, puede resultarme imposible hablar. Ya no puedo hablar mucho tiempo sin tener que descansar. Ya he anulado las citas con muchas personas que querían hablar conmigo. Son muchos, Mitch. Pero estoy demasiado fatigado. Si no puedo ofrecerles la atención adecuada, no puedo ayudarles.
Miré la grabadora sintiéndome culpable, como si le estuviera robando el tiempo precioso de habla que le quedaba.
– ¿Quieres que lo dejemos? -le dije-. ¿Te vas a cansar demasiado?
Morrie cerró los ojos y sacudió la cabeza. Parecía que estaba esperando a que se le pasara un dolor callado.
– No -dijo por fin-. Tú y yo tenemos que seguir. Es nuestra última tesina juntos, ya lo sabes.
– Nuestra última tesina.
– Nos interesa hacerlo bien.
Pensé en la primera tesina que habíamos preparado juntos, en la universidad. Había sido idea de Morrie, por supuesto. Me había dicho que yo tenía la preparación suficiente para preparar una tesina, cosa que yo no me había planteado nunca.
Y aquí estábamos, haciendo lo mismo una vez más. Empezando por una idea. Un moribundo habla a un vivo, le dice lo que debe saber. Esta vez yo tenía menos prisa por terminar.
– Ayer me hicieron una pregunta interesante -dijo ahora. Morrie, mirando por encima de mi hombro un tapiz que estaba a mi espalda, hecho de retazos con mensajes llenos de esperanza que sus amigos le habían cosido cuando cumplió setenta años. Cada retazo del tapiz contenía un mensaje diferente: AGUANTA HASTA LA META; LO MEJOR ESTÁ POR LLEGAR; ¡MORRIE, SIEMPRE EL NÚMERO 1 EN SALUD MENTAL!
– ¿Qué pregunta es ésa? -le pregunté.
– Si me preocupaba que me olvidasen tras mi muerte.
– ¿Y bien? ¿Te preocupa?
– Creo que no me preocupará. Tengo a muchas personas que se han relacionado conmigo de maneras estrechas, íntimas. Y el amor es lo que te hace seguir vivo, aun después de que te hayas ido.
– Parece la letra de una canción: «El amor es lo que te hace seguir vivo».
Morrie se rió entre dientes.
– Puede ser. Pero, Mitch, ¿y todo lo que estamos hablando? ¿No oyes a veces mi voz cuando estás en tu casa? ¿Cuando estás solo? ¿En el avión, quizás? ¿En tu coche, quizás?
– Sí -reconocí.
– Entonces, no me olvidarás cuando me haya ido. Piensa en mi voz, y yo estaré allí.
– Que piense en tu voz.
– Y si quieres llorar un poco, está bien.
Morrie. Había querido hacerme llorar desde que yo era estudiante de primer año.
– Uno de estos días te voy a impresionar -me decía.
– Sí, sí -respondía yo.
– Ya he decidido lo que quiero que escriban en mi lápida -me dijo.
– No quiero hablar de lápidas.
– ¿Por qué? ¿Te ponen nervioso?
Me encogí de hombros.
– Podemos olvidarlo.
– No, no, sigue hablando. ¿Qué has decidido?
Morrie chascó los labios.
– Había pensado en esto: «Maestro Hasta el Fin».
Esperó a que yo lo asimilara.
– Maestro Hasta El Fin.
– ¿Es bueno? -me preguntó.
– Sí -dije yo-. Muy bueno.
Llegó a encantarme el modo en que Morrie se iluminaba cuando yo entraba en la habitación. Lo hacía con muchas personas, ya lo sé, pero tenía el don especial de conseguir que cada visitante sintiera que aquella sonrisa era única.
– Aaaah, es mi amigo -decía cuando me veía, con aquella voz nebulosa y aguda. Y aquello no quedaba en el saludo. Cuando Morrie estaba contigo, estaba contigo de verdad. Te miraba directamente a los ojos y te escuchaba como si fueses la única persona en el mundo. ¿Cuánto mejor se llevarían las personas si su primer encuentro de cada día fuera así, en vez del gruñido de una camarera, de un conductor de autobús o del jefe?
– Creo en estar plenamente presente -dijo Morrie-. Esto significa que debes estar con la persona con la que estás. Ahora que estoy hablando contigo, Mitch, intento centrarme sólo en lo que está pasando entre los dos. No pienso en algo que dijéramos la semana pasada. No pienso en lo que voy a hacer este viernes. No pienso en hacer otro programa con Koppel ni en la medicación que estoy tomando.
»Estoy hablando contigo. Estoy pensando en ti.»
Yo recordaba que nos solía enseñar esta idea en la asignatura de Procesos de Grupos en Brandeis. En aquellos tiempos yo lo había desdeñado, pensando que aquello no era digno del programa de una asignatura universitaria. ¿Aprender a prestar atención? ¿Qué importancia podía tener aquello? Ahora sé que es más importante que casi todo lo que nos enseñaron en la universidad.
Morrie me pidió con un gesto que le diera la mano, y al dársela sentí un arranque de culpabilidad. Allí tenía a un hombre que, si quería, podía dedicar todos los momentos del día a la autocompasión, comprobar con las manos el estado de descomposición de su cuerpo, a contar su respiración. Hay muchas personas con problemas mucho menores que están tan absortas en sí mismas que se les ponen los ojos vidriosos si les hablas durante más de treinta segundos. Ya tienen otra cosa en la cabeza: un amigo al que tienen que llamar, un fax que tienen que enviar, un amante con el que están soñando. Sólo recuperan la atención plena de golpe cuando terminas de hablar, momento en el que dicen «ajá» o «sí, es verdad» e improvisan hasta llegar al momento presente.
– Una parte del problema, Mitch, es la prisa que tiene todo el mundo -dijo Morrie-. Las personas no han encontrado sentido en sus vidas, por eso corren constantemente buscándolo. Piensan en el próximo coche, en la próxima casa, en el próximo trabajo. Y después descubren que esas cosas también están vacías, y siguen corriendo.
– Cuando empiezas a correr, es difícil ir más despacio -dije yo.
– No es tan difícil -dijo él, sacudiendo la cabeza-. ¿Sabes lo que hago yo? Cuando alguien quería pasar por delante de mí en la carretera (cuando yo podía conducir), levantaba la mano…
Intentó hacerlo, pero la mano se levantaba débilmente, sólo un palmo.
»…levantaba la mano, como si fuera a hacer un gesto negativo, pero entonces les saludaba con la mano y sonreía. En vez de hacerles un corte de mangas, les dejas pasar y les sonríes.
»Y ¿sabes una cosa? Muchas veces me devolvían la sonrisa.
»La verdad es que no me hace falta ir con tanta prisa con mi coche. Prefiero dedicar mi energía a la gente.»
Hacía esto mejor que nadie que yo hubiera conocido nunca. Los que se sentaban a su lado veían que se le humedecían los ojos cuando hablaban de algo terrible, o que le chispeaban de placer cuando le contaban un chiste francamente malo. Siempre estaba dispuesto a manifestar abiertamente la emoción que tanto solía faltarnos a los de mi generación de la época del baby boom. Se nos da de maravilla la charla intranscendente: «¿A qué te dedicas?» «¿Dónde vives?» Pero ¿cuántas veces escuchamos actualmente de verdad a una persona -sin intentar venderle algo, ni ligártela, ni ganártela, ni conseguir a cambio algún tipo de reconocimiento social-? Creo que muchas personas que visitaron a Morrie en los últimos meses de su vida no se animaron a venir por la atención que querían prestarle a él sino por la atención que él les prestaba a ellas. A pesar de su dolor y de su deterioro personal, aquel viejecillo les escuchaba como siempre habían querido que les escuchara alguien.
Le dije que era el padre que todos quisieran haber tenido.
– Bueno -dijo él-, tengo alguna experiencia en ese terreno…
La última vez que vio Morrie a su padre fue en un depósito de cadáveres municipal. Charlie Schwartz era un hombre callado al que le gustaba leer el periódico, solo, a la luz de una farola de la avenida Tremont, en el Bronx. Cuando Morrie era pequeño, Charlie salía a dar un paseo todas las noches, después de la cena. Era un ruso pequeño, de tez rojiza y con una buena mata de pelo gris. Morrie y su hermano David se asomaban a la ventana y lo veían apoyado en la farola, y Morrie deseaba que entrase en casa a hablar con ellos, pero rara vez lo hacía. Tampoco los arropaba en la cama ni les daba las buenas noches con un beso.
Morrie juraba siempre que haría aquellas cosas con sus hijos si alguna vez los tenía. Y, años después, cuando los tuvo, las hizo.
Mientras tanto, mientras Morrie criaba a sus hijos, Charlie seguía viviendo en el Bronx. Seguía dándose su paseo. Seguía leyendo el periódico. Una noche, salió a la calle después de cenar. A pocas manzanas de su casa, lo asaltaron dos atracadores.
– Danos el dinero -dijo uno, sacando una pistola.
Charlie, asustado, tiró la cartera y echó a correr. Corrió por las calles, y no dejó de correr hasta que llegó a la escalera de acceso a la casa de un pariente suyo, en cuyo porche se derrumbó.
Tenía un ataque al corazón.
Murió aquella noche.
Llamaron a Morrie para que identificara el cadáver. Viajó a Nueva York en avión y fue al depósito de cadáveres. Lo llevaron al sótano, a la sala refrigerada donde se guardaban los cadáveres.
– ¿Es éste su padre? -le preguntó el empleado.
Morrie contempló el cadáver que estaba tras el vidrio, el cuerpo del hombre que le había reñido, lo había moldeado y le había enseñado a trabajar, que había guardado silencio cuando Morrie quería que hablase, que había dicho a Morrie que se tragase los recuerdos de su madre cuando él quería compartirlos con el mundo.
Asintió con la cabeza y se marchó. Como contaría más tarde, el horror de la sala le absorbió todas sus demás funciones. No lloró hasta varios días más tarde.
Con todo, la muerte de su padre ayudó a Morrie a prepararse para la suya propia. Sabía una cosa: habría muchos abrazos, besos, conversaciones y risas, y no quedaría ningún adiós por decir; tendría todas las cosas que había echado de menos con su padre y con su madre.
Morrie quería estar rodeado de sus seres queridos, conscientes de lo que le estaba pasando, cuando llegase el último momento. Nadie se enteraría por una llamada de teléfono, ni por un telegrama, ni tendría que asomarse a una ventanilla de vidrio en un sótano frío y desconocido.
En la selva tropical de América del Sur hay una tribu llamada desana cuyos miembros consideran que en el mundo hay una cantidad fija de energía que fluye entre todas las criaturas. Por lo tanto, todo nacimiento debe engendrar una muerte, y toda muerte produce un nuevo nacimiento. Así se conserva completa la energía del mundo.
Cuando los desanas van de caza para conseguir alimentos, saben que los animales que maten dejarán un vacío en el pozo espiritual. Pero creen que ese vacío se llenará con las almas de los cazadores desanas cuando mueran. Si no murieran hombres, no nacerían aves ni peces. Esta idea me gusta. A Morrie también le gusta. Parece que cuanto más se acerca a la despedida, más siente que todos somos criaturas de un mismo bosque. Lo que tomamos debemos reponerlo.
– Es simple justicia -dice.