El decimocuarto martes

Nos decimos adiós

Sentía frío y humedad mientras subía los escalones de la entrada de la casa de Morrie. Observaba los pequeños detalles, las cosas en las que no me había fijado a pesar de todas las veces que había ido de visita. El perfil de la colina. La fachada de piedra de la casa. Las plantas de palisandro, los arbustos bajos. Yo caminaba despacio, sin prisas, pisando hojas muertas mojadas que se aplastaban bajo mis pies.

Charlotte me había llamado el día anterior para decirme que Morrie «no estaba bien». Era su manera de decir que habían llegado los últimos días. Morrie había anulado todas sus citas y había pasado una buena parte de su tiempo durmiendo, lo que no era propio de él. Nunca le había gustado dormir, por lo menos cuando había gente con la que podía hablar.

– Quiere que vengas a visitarle -dijo Charlotte-; pero, Mitch…

– ¿Sí?

– Está muy débil.

Los escalones del porche. El vidrio de la puerta principal. Yo absorbía aquellas cosas de una manera lenta, observadora, como si las viera por primera vez. Sentía la grabadora en la bolsa que llevaba al hombro, y abrí la cremallera para asegurarme de que llevaba cintas. No sé por qué lo hice. Siempre llevaba cintas.

Abrió la puerta Connie. Aunque normalmente era optimista, tenía un aire tenso en el rostro. Me saludó en voz baja.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

– No muy bien.

Se mordió el labio inferior.

»No me gusta pensar en ello. Es un hombre muy bondadoso, ¿sabe?

Yo lo sabía.

»Es una pena.»

Charlotte vino por el pasillo y me abrazó. Dijo que Morrie seguía dormido, aunque eran las diez de la mañana. Pasamos a la cocina. Le ayudé a ordenar las cosas, observando todos los frascos de pastillas que estaban alineados en la mesa, un pequeño ejército de soldaditos marrones de plástico con gorros blancos. Mi viejo profesor estaba tomando morfina para aliviarse la respiración.

Metí en la nevera la comida que había traído: sopa, tartas de verdura, ensalada de atún. Me disculpé ante Charlotte por haberla traído. Morrie llevaba meses enteros sin masticar comida como aquella, y los dos lo sabíamos, pero se había convertido en una pequeña tradición. A veces, cuando estás perdiendo a alguien, te aferras a la tradición que puedes.

Esperé en el cuarto de estar, donde Morrie y Ted Koppel habían mantenido su primera entrevista. Leí el periódico que estaba sobre la mesa. Dos niños de Minnesota se habían pegado un tiro mutuamente jugando con las pistolas de sus padres. Habían encontrado un niño recién nacido enterrado en un cubo de basura en un callejón de Los Ángeles.

Dejé el periódico y me quedé mirando la chimenea vacía. Me puse a dar golpecitos suaves con el zapato en el suelo de madera. Por fin, oí que se abría y se cerraba una puerta y sentí a continuación los pasos de Charlotte que venían hacia mí.

– Bueno -dijo en voz baja-. Está preparado para ti.

Me levanté y me dirigí a nuestro lugar familiar, y entonces vi a una mujer desconocida que estaba sentada al final del pasillo en una silla plegable, con los ojos en un libro, con las piernas cerradas. Era una enfermera de hospital, del servicio de vigilancia de veinticuatro horas.

El despacho de Morrie estaba vacío. Yo me quedé confuso. Después volví titubeando al dormitorio, y allí estaba él, acostado, bajo la sábana. Sólo lo había visto así en otra ocasión, cuando estaba recibiendo el masaje, y empezó a sonarme de nuevo en la cabeza el eco de su aforismo: «cuando estás en la cama, estás muerto».

Entré con una sonrisa forzada. Llevaba puesta una chaqueta amarilla como de pijama, y lo cubría una manta hasta el pecho. La masa de su cuerpo estaba tan consumida que casi me pareció que le faltaba algo. Era tan pequeño como un niño.

Morrie tenía la boca abierta y tenía la piel pálida y contraída sobre los pómulos. Cuando volvió los ojos hacia mí, intentó hablar, pero sólo oí un suave gruñido.

– Aquí está -dije, haciendo acopio de toda la emoción que pude encontrar en mi caja vacía.

Él espiró, cerró los ojos, y después sonrió, haciendo un esfuerzo que parecía cansarlo.

– Mi… querido amigo -dijo por fin.

– Soy tu amigo -dije.

– Hoy no estoy… muy bien…

– Mañana estarás mejor.

Volvió a espirar y asintió con la cabeza forzadamente. Luchaba con algo bajo las sábanas, y me di cuenta de que intentaba llevar las manos hasta el borde.

– Cógeme -dijo.

Retiré la manta y le cogí los dedos. Desaparecieron entre los míos. Me incliné hacia él, hasta estar a pocos centímetros de su cara. Era la primera vez que lo veía sin afeitar; la corta barba blanca parecía fuera de lugar, como si alguien le hubiera esparcido cuidadosamente sal por las mejillas y por la barbilla. ¿Cómo era posible que hubiera nueva vida en su barba cuando todo el resto de él la iba perdiendo?

– Morrie -dije suavemente.

– Entrenador -me corrigió.

– Entrenador -dije yo. Sentí un escalofrío. Hablaba a fragmentos cortos, inspiraba aire, espiraba palabras. Tenía la voz delgada y ronca. Olía a ungüento.

– Eres… un alma buena.

Un alma buena.

– Me has conmovido… -susurró. Llevó mis manos a su corazón-. Aquí.

Sentí que tenía un nudo en la garganta.

– Entrenador…

– ¿Eh?

– No sé despedirme.

Me dio palmadas débiles en la mano, manteniéndola en su pecho.

– Así… es como decimos… adiós…

Inspiraba y espiraba suavemente. Yo sentía la subida y la bajada de su caja torácica. Después, me miró fijamente.

– Te… quiero -dijo con voz ronca.

– Yo también te quiero, Entrenador.

– Sé que me quieres… sé… otra cosa…

– ¿Qué otra cosa sabes?

– Que siempre… me has querido…

Entrecerró los ojos y después se echó a llorar, haciendo gestos con el rostro como un niño recién nacido que todavía no sabe cómo funcionan sus conductos lacrimales. Lo estreché durante varios minutos. Le froté la piel flácida. Le acaricié el pelo. Le puse la palma de la mano sobre el rostro y sentí los huesos próximos a la carne y las lágrimas húmedas y minúsculas, como si salieran de un cuentagotas.

Cuando su respiración se normalizó relativamente, me aclaré la garganta y le dije que sabía que estaba cansado, de modo que volvería el martes siguiente y esperaba que estuviera un poco más atento, muchas gracias. Dio un resoplido leve, que era lo más aproximado a una risa que podía hacer. De todos modos, era un sonido triste.

Tomé la bolsa de la grabadora, que no había llegado a abrir. ¿Por qué había traído aquello siquiera? Sabía que no volveríamos a usarlo. Me incliné sobre él y lo besé estrechamente, con mi rostro contra el suyo, barba contra barba, piel contra piel, manteniéndolo así, más tiempo de lo normal, por si aquello le proporcionaba aunque fuera una fracción de segundo de placer.

– ¿De acuerdo, entonces? -dije, retirándome.

Parpadeé para apañar las lágrimas, y él chascó los labios y levantó las cejas al ver mi cara. Prefiero pensar que fue un momento pasajero de satisfacción para mi querido y viejo profesor: por fin me había hecho llorar.

– De acuerdo, entonces -susurró.

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