Hablamos del matrimonio
Llevé a un visitante para que conociera a Morrie. Mi mujer.
Él me lo había pedido desde mi primera visita. «¿Cuándo voy a conocer a Janine?» «¿Cuándo vas a traerla?» Yo siempre le había dado excusas, hasta que, hacía unos días, había llamado por teléfono a su casa para preguntar cómo estaba.
Morrie tardó cierto tiempo en ponerse al aparato. Y cuando se puso, oí los manejos torpes mientras alguien le sujetaba el auricular al oído. Ya no era capaz de sujetar por sí mismo un auricular.
– Holaaaaaa -dijo, jadeante.
– ¿Te va bien, Entrenador?
Le oí suspirar.
– Mitch… tu entrenador… no está pasando un día muy bueno…
Dormía cada vez peor. Ya necesitaba oxígeno casi todas las noches, y sus ataques de tos estaban siendo temibles. La tos podía llegar a durarle una hora, y no sabía nunca si sería capaz de dejar de toser. Siempre decía que se moriría cuando la enfermedad le llegase a los pulmones. Me estremecí al darme cuenta de lo cerca que estaba la muerte.
– Te veré el martes -le dije-. Ese día lo pasarás mejor.
– Mitch.
– ¿Sí?
– ¿Está tu mujer contigo?
Estaba sentada a mi lado.
»Dile que se ponga. Quiero oír su voz.»
Ahora bien, estoy casado con una mujer que está dotada de una amabilidad intuitiva muy superior a la mía. Aunque no había conocido nunca a Morrie, tomó el teléfono (yo en su lugar habría sacudido la cabeza y habría susurrado: «¡No estoy! ¡No estoy!»), y al cabo de un momento estaba conectando con mi viejo profesor como si se conocieran desde la universidad. Yo lo percibía a pesar de que lo único que oía era:
– Ajá… Mitch me lo dijo… ay, gracias…
Cuando colgó, me dijo:
– Voy contigo a la próxima visita.
Y no hubo más que hablar.
Ahora estábamos sentados en su despacho, alrededor de su sillón reclinable. El propio Morrie reconocía que era un ligón inofensivo, y aunque tenía que interrumpirse frecuentemente para toser, o para utilizar el inodoro, parecía que encontraba nuevas reservas de energía ahora que Janine estaba en la habitación. Contempló fotos de nuestra boda que había traído Janine.
– ¿Eres de Detroit? -le preguntó Morrie.
– Sí -dijo Janine.
– Yo di clases en Detroit durante un año, a finales de los cuarenta. Recuerdo una anécdota graciosa al respecto.
Hizo una pausa para sonarse la nariz. Cuando vi que manejaba el pañuelo de papel con dificultad, yo lo sujeté en su sitio y él se sonó débilmente con él. Lo apreté ligeramente contra sus fosas nasales y después se lo retiré, como hace una madre con un niño que va en un asiento infantil en el coche.
– Gracias, Mitch. Éste es mi ayudante -dijo, mirando a Janine.
Janine sonrió.
»A lo que íbamos. Mi anécdota. En la universidad éramos varios sociólogos, y solíamos jugar al póquer con otros miembros del claustro, entre los cuales había un tipo que era cirujano. Una noche, después de la partida, me dijo: «Morrie, quiero verte trabajar». Le dije que de acuerdo. Así que vino a una de mis clases y me vio dar clase.
«Cuando terminó la clase, me dijo: «Muy bien. Ahora, ¿qué te parecería verme trabajar a mí? Esta noche tengo una operación.» Yo quería devolverle el favor, de modo que dije que bueno.
»Me llevó al hospital. Me dijo: «Lávate las manos, ponte una mascarilla y una bata». Y cuando me quise dar cuenta, estaba a su lado ante la mesa de operaciones. En la mesa estaba una mujer, la paciente, desnuda de cintura para abajo. ¡Y tomó un cuchillo e hizo, zip, como si tal cosa! Bueno…
Morrie levantó un dedo y lo hizo girar.
»… Empecé a hacer así. Casi me desmayo. Con toda la sangre. Ag. La enfermera que estaba a mi lado me dijo: «¿Qué le pasa, doctor?» Y yo dije: «¡Qué doctor ni qué narices! ¡Sáquenme de aquí!»
Nos reímos, y Morrie también se rió, con toda la fuerza que le permitía su respiración limitada. Era la primera vez que había, contado una anécdota así en varias semanas, que yo recordase. Pensé que era raro que una vez estuviera a punto de desmayarse por ver la enfermedad de otra persona y que ahora fuera tan capaz de soportar la suya propia.
Connie llamó a la puerta y dijo que el almuerzo de Morrie estaba preparado. No era la sopa de zanahoria, las tartas de verdura ni la pasta griega que yo había traído aquella mañana de Pan y Circo. Aunque ya procuraba comprar la comida más blanda, Morrie tampoco tenía fuerzas para masticarla y tragarla. Ahora comía principalmente suplementos dietéticos líquidos, a los que se añadía si acaso una galleta integral que se dejaba empapar hasta que estaba blanda y fácil de digerir. Charlotte ya reducía a puré casi todo con la batidora. Morrie absorbía los alimentos con una pajita. Yo seguía haciendo la compra todas las semanas y me presentaba ante él con las bolsas para enseñárselas, pero lo hacía para ver su expresión más que por otra cosa. Cuando abría la nevera veía una inundación de recipientes. Supongo que yo albergaba la esperanza de que un día volviésemos a comer juntos un almuerzo de verdad y de poder ver la manera calamitosa en que él hablaba mientras comía, dejando alegremente que se le cayera la comida de la boca. Era una esperanza necia.
– Así que… Janine -dijo Morrie.
Ella sonrió.
– Eres encantadora. Dame la mano.
Ella se la dio.
– Mitch dice que eres cantante profesional.
– Sí -dijo Janine.
– Dice que eres magnífica.
– Oh, no -dijo ella, riéndose-. Son cosas que dice él.
Morrie levantó las cejas.
– ¿Quieres cantarme algo?
Pues bien, yo he oído a la gente pedir esto mismo a Janine casi desde que la conozco. Cuando la gente se entera de que alguien se gana la vida cantando, siempre le dicen: «Cántanos algo». Janine, que es muy vergonzosa acerca de su talento y que tiene exigencias de perfeccionista en cuanto al entorno, no cantaba nunca. Se disculpaba con educación. Y eso esperaba yo que hiciera ahora.
Y entonces empezó a cantar:
Sólo con pensar en ti
Me olvido de hacer
Las cosas corrientes que todos tienen que hacer…
Era una canción de jazz de los años 30, compuesta por Ray Noble, y Janine la cantó con dulzura, mirando fijamente a Morrie. A mí volvió a maravillarme, una vez más, la capacidad que tenía él para hacer que salieran a relucir las emociones de las personas que normalmente se las guardaban. Morrie cerró los ojos para absorber las notas. Mientras la voz cariñosa de mi mujer llenaba la habitación, le apareció en el rostro una sonrisa creciente. Y aunque tenía el cuerpo tan rígido como un saco de arena, casi se le veía bailar por dentro.
Veo tu rostro en cada flor,
Tus ojos en las estrellas del cielo,
Es sólo pensar en ti,
Sólo con pensar en ti,
mi amor…
Cuando terminó, Morrie abrió los ojos y las lágrimas le rodaron por las mejillas. En todos los años que he oído cantar a mi mujer, no la he oído nunca como la oyó él en aquel momento.
El matrimonio. Casi todos mis conocidos tenían algún problema con él. A algunos les daba problemas entrar en él, a otros les daba problemas salir. Parecía que los miembros de mi generación luchaban con el compromiso, como si se tratase de un caimán de una marisma tenebrosa. Yo me había acostumbrado a asistir a bodas, a felicitar a la pareja y a sentir sólo una leve sorpresa pocos años más tarde cuando me encontraba con el novio comiendo en un restaurante con una mujer más joven a la que me presentaba como amiga suya. «Estoy separado de fulanita, ¿sabes?» me decía.
¿Por qué tenemos estos problemas? Se lo pregunté a Morrie. Después de esperar siete años hasta que pedí a Janine que se casara conmigo, me preguntaba si las personas de mi edad estábamos siendo, sencillamente, más prudentes que las de antes, o si éramos sencillamente más egoístas.
– Bueno, tu generación me da lástima -dijo Morrie-. En esta cultura, es muy importante encontrar una relación de amor con otra persona, porque una buena parte de la cultura no nos aporta eso mismo. Pero los pobres chicos de hoy son demasiado egoístas para participar en una verdadera relación de amor, o bien se lanzan al matrimonio apresuradamente y se divorcian seis meses más tarde. No saben lo que quieren de un compañero. No saben quiénes son ellos mismos, y así ¿cómo van a saber con quién se casan?
Suspiró. Morrie había, dado consejos a muchos enamorados infelices en sus años de profesor.
»Es triste, porque tener una persona amada es muy importante. Te das cuenta de eso sobre todo cuando estás pasando una época como yo, cuando no estás muy bien. Los amigos son estupendos, pero los amigos no van a estar aquí por la noche cuando estás tosiendo y no puedes dormir y alguien tiene que pasarse la noche en vela a tu lado, animarte, intentar serte útil.»
Charlotte y Morrie, que se habían conocido de estudiantes, llevaban casados cuarenta y cuatro años. Yo los veía juntos ahora, cuando ella le recordaba que tenía que tomarse las medicinas, o entraba a acariciarle el cuello, o le hablaba de uno de sus hijos. Trabajaban en equipo, y con frecuencia no necesitaban más que una mirada callada para comprender lo que pensaba el otro. Charlotte era una persona reservada, a diferencia de Morrie, pero yo sabía cuánto la respetaba él, pues a veces, cuando hablábamos, decía: «A Charlotte no le gustaría que yo contase eso», y ponía fin a la conversación. Eran las únicas ocasiones en que Morrie se callaba algo.
– Una cosa he aprendido acerca del matrimonio -dijo después-. Te pone a prueba. Descubres quién eres, quién es la otra persona, y de qué manera te adaptas o no te adaptas.
– ¿Existe alguna regla para determinar si un matrimonio va a funcionar?
Morrie sonrió.
– Las cosas no son tan sencillas, Mitch.
– Ya lo sé.
– Con todo -dijo-, existen algunas reglas acerca del amor y del matrimonio que sé que son verdaderas. Si no respetáis a la otra persona, vais a tener muchos problemas. Si no sabéis transigir, vais a tener muchos problemas. Si no sabéis hablar abiertamente de lo que pasa entre vosotros, vais a tener muchos problemas. Y si no tenéis un catálogo común de valores en la vida, vais a tener muchos problemas. Vuestros valores deben ser semejantes.
»Y ¿sabes, Mitch, cuál es el mayor de esos valores?
– ¿Cuál?
– Vuestra fe en la importancia de vuestro matrimonio.
Se sorbió la nariz y cerró los ojos un momento.
»Personalmente -dijo con un suspiro, con los ojos todavía cerrados-, creo que el matrimonio es una tarea muy importante, y que si no lo pruebas te estás perdiendo una barbaridad de cosas.»
Puso fin al tema citando la poesía en que creía como en una oración: «Amaos los unos a los otros o pereceréis».
– Bien, una pregunta -digo a Morrie. Sujeta con los dedos huesudos sus gafas sobre el pecho, que le sube y le baja con cada respiración trabajosa.
– ¿Cuál es la pregunta? -dice.
– ¿Recuerdas el libro de Job?
– ¿De la Biblia?
– Eso es. Job es un buen hombre, pero Dios le hace sufrir. Para poner a prueba su fe.
– Lo recuerdo.
– Lo despoja de todo lo que tiene, de su casa, de su dinero, de su familia…
– De su salud.
– Lo pone enfermo.
– Para poner a prueba su fe.
– Eso es. Para poner a prueba su fe. Entonces, me pregunto…
– ¿Qué te preguntas?
– ¿Qué opinas de eso?
Morrie tose violentamente. Le tiemblan las manos mientras él las deja caer junto a sus costados.
– Creo que a Dios se le fue la mano -dice, sonriendo.