Pasé ante los laureles silvestres y el falso plátano y subí los escalones de piedra azul de la puerta principal de la casa de Morrie. El canalón blanco colgaba como una tapadera sobre la puerta. Llamé al timbre y no salió a recibirme Connie sino Charlotte, la esposa de Morrie, una hermosa mujer de pelo gris que hablaba con voz melodiosa. No solía estar en casa cuando iba yo (seguía trabajando en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, tal como quería Morrie), y aquella mañana me sorprendió verla.
– Morrie lo está pasando mal hoy -me dijo. Fijó la vista durante un momento por encima de mi hombro, y después se dirigió a la cocina.
– Lo siento -dije yo.
– No, no, se alegrará de verte -dijo ella en seguida-. Estoy segura…
Se interrumpió a mitad de la frase, volviendo ligeramente la cabeza, escuchando algo. Después siguió diciendo:
– Estoy segura… de que se sentirá mejor cuando sepa que estás aquí.
Tomé las bolsas del supermercado, «mis víveres habituales», dije en broma, y ella pareció sonreír e inquietarse a la vez.
– Ya hay mucha comida. No se ha comido nada de lo que trajiste la última vez.
Aquello me cogió de sorpresa.
– ¿No se ha comido nada? -pregunté.
Ella abrió la nevera y vi los recipientes de ensalada de pollo, fideos, verduras, calabacines rellenos, todo lo que había traído yo para Morrie. Abrió el congelador y había más cosas todavía.
– Morrie no se puede comer la mayor parte de esta comida. Es demasiado dura para que pueda ingerirla. Ahora tiene que comer cosas blandas y líquidos.
– Pero no me había dicho nada -dije yo.
Charlotte sonrió.
– No quiere herir tus sentimientos.
– No habría herido mis sentimientos. Lo único que quería yo era ayudarle de alguna manera. Lo que quiero decir es que lo único que quería era traerle algo…
– Ya le estás trayendo algo. Espera tus visitas con ilusión. Habla de que tiene que realizar contigo este proyecto, de que tiene que concentrarse y dedicarle tiempo. Creo que le está dando una buena orientación…
Volvió a dirigirme aquella mirada distante, de conectar con algo desde otra parte. Yo sabía que Morrie estaba pasando malas noches, que no dormía, y eso quería decir que con frecuencia Charlotte tampoco dormía en toda la noche. A veces, Morrie se quedaba despierto en la cama tosiendo durante horas enteras: tardaba todo ese tiempo en despejarse las flemas de la garganta. Ahora había enfermeras que se quedaban en casa toda la noche y muchos visitantes a lo largo del día, antiguos alumnos, compañeros del claustro académico, maestros de meditación, que entraban y salían de la casa. Algunos días, Morrie tenía media docena de visitantes, y a menudo estaban en la casa cuando Charlotte volvía del trabajo. Ella lo llevaba con paciencia, aunque toda aquella gente de fuera consumía minutos preciosos que ella podía pasar con Morrie.
– … una orientación -siguió diciendo-. Sí. Eso es bueno, ya lo sabes.
– Así lo espero -dije yo.
Le ayudé a meter en la nevera toda la comida nueva. En la encimera de la cocina había todo tipo de notas, mensajes, informaciones, instrucciones médicas. En la mesa había más frascos de pastillas que nunca -Selestone para el asma, Ativan para ayudarle a dormir, Naproxen para las infecciones-, además de un preparado de leche en polvo y de laxantes. Oímos que se abría una puerta al fondo del pasillo.
– Quizás esté disponible ahora… voy a verlo.
Charlotte volvió a mirar mi comida y yo me sentí avergonzado de pronto. Tantos recuerdos de cosas de las que Morrie no disfrutaría jamás.
Los pequeños horrores de su enfermedad iban en aumento, y cuando me senté por fin con Morrie, éste estaba tosiendo más de lo habitual, con una tos seca y purulenta que le sacudía el pecho y que le hacía mover bruscamente la cabeza hacia delante. Después de un acceso violento, dejó de toser, cerró los ojos y respiró. Yo me quedé sentado en silencio, pues pensaba que se estaría recuperando del esfuerzo.
– ¿Está la cinta en marcha? -dijo de pronto, con los ojos cerrados todavía.
– Sí, sí -dije apresuradamente, pulsando los botones de play y record.
– Lo que estoy haciendo ahora -dijo, con los ojos cerrados todavía-, es desligarme de la vivencia.
– ¿Desligarte?
– Sí. Desligarme. Y esto es importante; no sólo para una persona como yo, que me estoy muriendo, sino para una persona como tú, que estás perfectamente sano. Aprende a desligarte.
Abrió los ojos. Suspiró.
– ¿Sabes lo que dicen los budistas? «No te aferres a las cosas, porque todo es impermanente».
– Pero, espera un momento -dije yo-. ¿No estás hablando siempre de vivir la vida? ¿Todas las emociones buenas, todas las malas?
– Sí.
– Pues bien, ¿cómo puedes hacer eso si estás desligado?
– Ah. Estás pensando, Mitch. Pero el desapego no significa que no dejes que la vivencia penetre en ti. Al contrario: dejas que penetre en ti plenamente. Así es como eres capaz de dejarla.
– No te sigo.
– Toma el caso de cualquier emoción: el amor a una mujer, o el dolor por la pérdida de un ser querido, o lo que estoy pasando yo, el miedo y el dolor de una enfermedad mortal. Sí contienes las emociones, si no te permites a ti mismo llevarlas hasta el final, nunca podrás llegar a estar desligado; estarás demasiado ocupado con tu miedo. Tienes miedo al dolor, tienes miedo a la pérdida de un ser querido. Tienes miedo a la vulnerabilidad que trae aparejado el amor.
»Pero si te sumerjes en estas emociones, permitiéndote a ti mismo tirarte de cabeza a ellas, hasta el final, por encima de tu cabeza incluso, las vives de una manera plena y completa. Sabes lo que es el dolor. Sabes lo que es el amor. Sabes lo que es la pérdida de un ser querido. Y sólo entonces puedes decir: «Está bien. He vivido esa emoción. Reconozco esa emoción. Ahora necesito desligarme de esa emoción por un momento».
Morrie hizo una pausa y me observó, tal vez para asegurarse de que yo entendía bien aquello.
– Sé que crees que sólo estamos hablando de la muerte -dijo-, pero es lo que yo te repito: cuando aprendes a morir, aprendes a vivir.
Morrie me habló de sus momentos más temibles, cuando sentía el pecho bloqueado con ataques de tos o cuando no sabía si volvería a respirar. Eran momentos horribles, decía, y sus primeras emociones eran el horror, el miedo, la angustia. Pero cuando llegó a reconocer la sensación de esas emociones, su textura, su humedad, el escalofrío por la espalda, el sofoco que te recorre el cerebro, entonces fue capaz de decirse: «Está bien. Esto es miedo. Apártate de él. Apártate».
Pensé en la frecuencia con que era necesario esto en la vida diaria. En cómo nos sentimos solos, a veces hasta el borde de las lágrimas, pero no dejamos salir esas lágrimas porque no debemos llorar. O en cómo sentimos un arrebato de amor por nuestra pareja, pero no decimos nada porque nos paraliza el miedo a las consecuencias que pudieran tener esas palabras sobre la relación de pareja.
El planteamiento de Morrie era exactamente el contrarío. Abre el grifo. Lávate con la emoción. No te hará daño. Sólo puede ayudarte. Si dejas entrar el miedo, si te lo pones como una camisa habitual, entonces podrás decirte a ti mismo: «Bueno, no es más que miedo, no tengo que dejar que me controle. Lo veo por lo que es».
Lo mismo pasa con la soledad: te dejas llevar, dejas salir las lágrimas, la sientes por completo, pero al final eres capaz de decir: «Bueno, éste ha sido mi momento con la soledad. No tengo miedo a sentirme solo, pero ahora voy a dejar de lado esa soledad y sé que hay otras emociones en el mundo, y voy a vivirlas también».
– Deslígate -volvió a decir Morrie.
Cerró los ojos, y tosió.
Y volvió a toser.
Y volvió a toser, más fuerte.
De pronto, estaba casi ahogándose, parecía que la congestión de sus pulmones se burlaba de él, saltando hasta medía altura, volviendo a caer después, robándole el aliento. Se ahogaba, después tosía violentamente y sacudía las manos ante sí, con los ojos cerrados, sacudiendo las manos, casi parecía un poseso, y yo sentí que la frente se me inundaba de sudor. Tiré de él instintivamente hacia delante y le di palmadas en la espalda, y él se llevó un pañuelo de papel a la boca y escupió un esputo de flema.
La tos cesó, y Morrie volvió a recostarse entre las almohadas de goma- espuma y absorbió aire.
– ¿Estás bien? ¿Está todo bien? -pregunté yo, intentando ocultar mi miedo.
– Estoy… bien -susurró Morrie, levantando un dedo tembloroso-. Espera… un momento, nada más.
Nos quedamos en silencio hasta que volvió a respirar normalmente. Yo sentía el sudor en mi cuero cabelludo. Me pidió que cerrase la ventana, pues la brisa le daba frío. No le dije que en el exterior hacía una temperatura de veintiséis grados.
Por último, con un susurro, dijo:
– Ya sé cómo quiero morir.
Yo esperé en silencio.
– Quiero morir serenamente. En paz. No como lo que acaba de pasar.
»Y aquí es donde entra en juego el desapego. Si me muero en pleno ataque de tos, como el que acabo de tener, tengo que ser capaz de desligarme del horror, tengo que decir: «éste es mi momento».
»No quiero dejar el mundo en un estado de miedo. Quiero saber lo que está pasando, aceptarlo, ir a un lugar en paz y soltarme. ¿Me entiendes?»
Asentí con la cabeza.
– No te sueltes todavía -añadí en seguida.
Morrie sonrió de manera forzada.
– No. Todavía no. Todavía nos queda trabajo que hacer.
¿Crees en la reencarnación? -le pregunto.
– Quizás.
– ¿En qué forma te gustaría volver?
– Si pudiera elegir, en forma de gacela.
– ¿De gacela?
– Sí. Tan elegante. Tan veloz.
– ¿De gacela?
Morrie me sonríe.
– ¿Te parece raro?
Observo su cuerpo encogido, sus ropas sueltas, sus pies envueltos en calcetines, apoyados rígidamente sobre almohadones de gomaespuma, incapaz de moverse, como un preso con grillos en los pies. Me imagino una gacela que corre por el desierto.
– No -le digo-. No me parece raro en absoluto.