El aula

El sol entraba a raudales por la ventana del comedor, iluminando el suelo de madera. Llevábamos casi dos horas hablando. El teléfono sonó una vez más y Morrie pidió a su asistente, Connie, que lo cogiera. Ella iba apuntando en la pequeña agenda negra de Morrie los nombres de las personas que llamaban. Amigos. Maestros de meditación. Una tertulia. Uno que quería hacerle fotos para una revista. Estaba claro que yo no era el único interesado en visitar a mi viejo profesor (su aparición en el programa «Nightline» le había dado cierta fama), pero me impresionaba, quizás incluso me daba cierta envidia, ver cuántos amigos parecía tener Morrie. Pensé en los «amiguetes» que giraban a mi alrededor en la universidad. ¿Dónde habían ido a parar?

– Sabes, Mitch, ahora que me estoy muriendo me he vuelto mucho más interesante para la gente.

– Siempre fuiste interesante.

– Ja -dijo Morrie con una sonrisa-. Qué amable eres.

"No, no lo soy", pensé.

– Esto es lo que hay -dijo-. La gente me ve como si fuera un puente. No estoy tan vivo como antes, pero todavía no estoy muerto. Estoy algo así como… en medio.

Tosió, y recuperó de nuevo su sonrisa.

– Estoy haciendo el último gran viaje, y la gente quiere que les diga qué equipaje deben preparar.

Volvió a sonar el teléfono.

– ¿Puedes hablar, Morrie? -preguntó Connie.

– Ahora estoy charlando con mi viejo amigo -anunció-. Que vuelvan a llamar.

Yo no sabría decir por qué me recibió con tanto calor. Me parecía muy poco al estudiante prometedor que se había despedido de él hacía dieciséis años. De no haber sido por el programa «Nightline», Morrie podría haberse muerto sin volver a verme. Yo no tenía ninguna buena excusa al respecto, sino la que parece tener todo el mundo en estos tiempos. Me había dejado arrastrar demasiado por el canto de sirena de mi propia vida. Estaba ocupado.

¿Qué me ha pasado?, me pregunté a mí mismo. La voz aguda, acre, de Morrie me hizo recordar mis años de universitario, cuando yo pensaba que la gente rica era mala, que la camisa y la corbata eran ropas carcelarias y que la vida sin libertad para ponerse en pie e ir adelante -sobre una moto, con el viento en la cara, paseando por las calles de París, adentrándose en las montañas del Tíbet- no era en absoluto una buena vida. ¿Qué me ha pasado?

Habían pasado los ochenta. Habían pasado los noventa. Había pasado la muerte, la enfermedad, engordar y quedarme calvo. Había cambiado muchos sueños por unos ingresos mayores, y ni siquiera me había dado cuenta de lo que hacía.

A pesar de lo cual, allí estaba Morrie hablando con la capacidad de asombro de nuestros años de universidad, como si yo no hubiera hecho más que tomarme unas largas vacaciones.

– ¿Has encontrado a alguien con quien compartir tu corazón? -me preguntó.

«¿Estás aportando algo a tu comunidad?

«¿Estás en paz contigo mismo?

«¿Estás procurando ser tan humano como te sea posible?

Yo estaba violento, intentando dar a entender que me había enfrentado a fondo a estas cuestiones. ¿Qué me ha pasado? Hubo un tiempo en que me prometí a mí mismo que no trabajaría nunca por dinero, que me afiliaría al Cuerpo de la Paz, que viviría en sitios hermosos e inspiradores.

Por el contrario, llevaba ya diez años viviendo en Detroit, trabajando en un mismo sitio, siendo cliente de un mismo banco, acudiendo a un mismo peluquero. Tenía treinta y siete años; era más eficiente que en la universidad, atado como estaba a los ordenadores, a los módem y a los teléfonos móviles. Escribía artículos sobre deportistas ricos, a la mayoría de los cuales la gente como yo no les importaba lo más mínimo. Yo ya no era más joven que mis compañeros, ni tampoco andaba por ahí con sudaderas ni cigarrillos apagados en la boca. No mantenía largas discusiones sobre el sentido de la vida mientras comía sándwiches de ensalada de huevo.

Tenía ocupados mis días, pero seguía insatisfecho durante buena parte del tiempo.

¿Qué me ha pasado?

– Entrenador -dije, de pronto, recordando el mote. Morrie sonrió abiertamente.

– Ése soy yo. Todavía soy tu entrenador.

Se rió y siguió comiendo, una comida que había empezado hacía cuarenta minutos. Yo observaba que movía las manos con cautela, como si estuviera aprendiendo a servirse de ellas por primera vez. No era capaz de hacer fuerza con el cuchillo. Le temblaban los dedos. Cada bocado era una batalla; masticaba mucho la comida antes de tragar, y a veces se le derramaba por las comisuras de los labios, de modo que debía dejar lo que tenía en las manos para limpiarse la cara con una servilleta. Tenía la piel moteada de manchas desde la muñeca hasta los nudillos, y la tenía flácida, como la piel que cuelga de un hueso de pollo con el que se ha hecho caldo.

Pasamos un rato sin hacer nada más que comer así, un viejo enfermo y un hombre más joven sano, absorbiendo ambos el silencio de la habitación. Yo hubiera dicho que se trataba de un silencio incómodo, pero parecía que el único que estaba incómodo era yo.

– Morirse no es más que una de las cosas que nos entristecen, Mitch -dijo Morrie de pronto-. Vivir infelices es otra cosa. Muchos de los que vienen a visitarme son infelices.

– ¿Por qué?

– Bueno, para empezar, la cultura que tenemos no hace que las personas se sientan contentas consigo mismas. Estamos enseñando cosas equivocadas. Y uno ha de tener la fuerza suficiente para decir que si la cultura no funciona, no hay que tragársela. Uno tiene que crearse la suya. La mayoría de las personas no son capaces de hacerlo. Son más infelices que yo, aun en la situación en que me encuentro ahora.

«Aunque me esté muriendo, estoy rodeado de almas llenas de amor y de cariño. ¿Cuántas personas pueden decir lo mismo?

Me asombró su falta absoluta de autocompasión. Morrie, que ya no podía bailar, ni nadar, ni bañarse ni caminar; Morrie, que ya no podía salir a abrir la puerta de su propia casa, ni secarse después de ducharse, ni siquiera darse la vuelta en la cama. ¿Cómo podía aceptarlo todo de aquella manera? Lo vi luchar con el tenedor, intentando pinchar un trozo de tomate, fracasar en los dos primeros intentos: una escena patética, pero yo no podía negar que el hecho de estar sentado en su presencia me proporcionaba una serenidad casi mágica, la misma brisa calma que me tranquilizaba en los tiempos de la universidad.

Eché una mirada a mi reloj, la fuerza de la costumbre; se hacía tarde, y pensé en cambiar la reserva del avión de vuelta. Entonces, Morrie hizo una cosa cuyo recuerdo me persigue hasta hoy.

– ¿Sabes cómo voy a morirme? -me dijo.

Yo levanté las cejas.

– Voy a ahogarme. Sí. Mis pulmones no son capaces de afrontar la enfermedad, debido a mi asma. Esta ELA me va subiendo por el cuerpo. Ya se ha apoderado de mis piernas. Pronto se apoderará de mis brazos y de mis manos. Y cuando me llegue a los pulmones…

Se encogió de hombros,

«… estoy hundido.

Yo no tenía idea de qué podía decir, de modo que dije:

– Bueno, sabes, quiero decir que… nunca se sabe.

Morrie cerró los ojos.

– Yo lo sé, Mitch. No debes tener miedo a mi muerte. He llevado una buena vida, y todos sabemos lo que va a pasar. Me quedan tal vez cuatro o cinco meses.

– Vamos -dije, nervioso-. Nadie puede saber…

– Yo sí puedo -dijo con voz suave-. Hasta hay una pequeña prueba. Me la enseñó un médico.

– ¿Una prueba?

– Inspira varias veces.

Hice lo que me decía.

– Ahora, inspira una vez más, pero esta vez, mientras espiras, cuenta en voz alta todos los números que puedas antes de volver a respirar.

Yo espiré contando rápidamente.

– Uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho…

Llegué hasta el setenta antes de perder el aliento.

– Muy bien -dijo Morrie-. Tienes los pulmones sanos. Ahora bien. Mira cómo lo hago yo.

Inspiró, y después empezó a contar con su voz suave y temblorosa.

– Uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once-doce-trece-catorce-quince-dieciséis-diecisiete-dieciocho…

Lo dejó, jadeando por falta de aire.

– La primera vez que el médico me pidió que hiciera esto, yo llegaba al veintitrés. Ahora llego al dieciocho.

Cerró los ojos, sacudió la cabeza.

– Tengo el depósito casi vacío.

Me di golpecitos nerviosos en los muslos. Ya era suficiente para una tarde.

– Vuelve a ver a tu viejo profesor -me dijo Morrie cuando le di un abrazo de despedida.

Yo se lo prometí, e intenté no acordarme de la última vez que le había prometido aquello mismo.



Voy a la librería del campus a adquirir los libros de la lista de lecturas de Morrie. Compro unos libros cuya existencia no conocía siquiera, con títulos tales como Juventud: identidad y crisis, Yo y tú, El yo dividido.

Antes de llegar a la universidad yo no sabía que las relaciones humanas pudieran ser objeto de estudio erudito. No me lo creí hasta que conocí a Morrie.

Pero su pasión por los libros es genuina y contagiosa. Empezamos a hablar en serio a veces, después de la clase, cuando el aula se queda vacía. Me hace preguntas acerca de mi vida y después saca citas de Erich Fromm, de Martin Buber, de Erik Erikson. Se remite con frecuencia a las palabras de estos autores, introduciendo sus propios consejos como notas a pie de página, aunque es evidente que él había pensado las mismas cosas por su cuenta. Es en esas ocasiones cuando me doy cuenta de que es, verdaderamente, un profesor, y no un tío. Una tarde me quejo de la confusión propia de mi edad, de la oposición entre lo que se espera de mí y lo que quiero yo mismo.

– ¿Te he hablado de la tensión de los opuestos? -me pregunta.

– ¿La tensión de los opuestos?

– La vida es una serie de tirones hacia atrás y hacia adelante. Quieres hacer una cosa pero estás obligado hacer otra diferente. Algo te hace daño, pero tú sabes que no debería hacértelo. Das por supuestas ciertas cosas, aunque sabes que no deberías dar nada por supuesto.

»Es una tensión de opuestos, como una goma elástica estirada. Y la mayoría de nosotros vive en un punto intermedio.

– Algo parecido a un combate de lucha libre -le digo.

– Un combate de lucha libre -dice, riéndose-. Sí: la vida podría describirse así.

– ¿Qué bando gana, entonces? -le pregunto.

– ¿Que qué bando gana?

Me sonríe, con sus ojos llenos de arrugas, con sí dientes torcidos.

– Gana el amor. El amor gana siempre.


Загрузка...