Le llegó su sentencia de muerte en el verano de 1994. Volviendo la vista atrás, Morrie ya supo mucho antes que se le venía encima algo malo. Lo supo el día en que dejó de bailar.
Mi viejo profesor siempre había sido bailarín. No le importaba con qué música. El rock and roll, el jazz de grandes orquestas, el blues: todo le encantaba. Cerraba los ojos y, con una sonrisa beatífica empezaba a moverse siguiendo su propio sentido del ritmo. No siempre era bonito. Pero, por otra parte, no se preocupaba de bailar con una pareja. Morrie bailaba solo.
Solía ir todos los miércoles por la noche a una iglesia que está en la plaza Harvard para asistir a lo que llamaban «Baile Gratis». Allí había luces destellantes y altavoces estruendosos, y Morrie se mezclaba entre el público, compuesto principalmente por estudiantes, con una camiseta blanca y pantalones de chándal negros y con una toalla al cuello, y fuera cual fuese la música que sonaba, aquella música bailaba él. Bailaba el lindy con música de Jimi Hendrix. Se retorcía y giraba, agitaba los brazos como un director de orquesta que hubiera tomado anfetaminas, hasta que le caía el sudor por la espalda. Nadie sabía que era un eminente doctor en Sociología con años de experiencia como catedrático y que había publicado varios libros muy respetados. Lo tomaban, simplemente, por un viejo chiflado.
Una vez llevó una cinta de tangos y consiguió que la pusieran por los altavoces. A continuación, se hizo el amo de la pista de baile, moviéndose velozmente de un lado a otro como un ardiente latin lover. Cuando terminó, todos le aplaudieron. Podría haberse quedado en aquel momento para siempre.
Pero el baile terminó.
Cuando tenía sesenta y tantos años empezó a sufrir asma. Respiraba con dificultad. Un día, iba caminando por la orilla del río Charles y una ráfaga de aire frío lo dejó sin respiración. Lo llevaron urgentemente al hospital y le inyectaron adrenalina.
Algunos años más tarde empezó a costarle trabajo caminar. En la fiesta de cumpleaños de un amigo tropezó inexplicablemente. Otra noche, se cayó por las escaleras de un teatro y sobresaltó a un pequeño grupo del personas.
– ¡Dadle aire! -gritó alguien.
Como por entonces ya había, cumplido los setenta, los presentes susurraron «es la edad», y le ayudaron a levantarse. Pero Morrie, que siempre había mantenido un contacto más estrecho con el interior de su cuerpo que el que mantenemos los demás, supo que lo que iba mal era otra cosa. Aquello era más que la vejez. Estaba cansado constantemente. Le costaba trabajo dormir. Soñaba que se moría.
Empezó a consultar a los médicos. A muchos. Le hicieron análisis de sangre. Le hicieron análisis de orina.
Le metieron una sonda por el trasero y miraron el interior de sus intestinos. Por fin, en vista de que no encontraban nada, un médico solicitó una biopsia muscular, para la que tomaron un trocito del muslo de Morrie. El informe del laboratorio indicaba la existencia de un problema neurológico, y sometieron a Morrie a una nueva serie de pruebas. Para realizar una de estas pruebas se sentó en una silla especial mientras le aplicaban descargas eléctricas (como una especie de silla eléctrica) y estudiaban sus reacciones neurológicas.
– Tenemos que analizar esto más a fondo -dijeron los médicos, observando sus resultados.
– ¿Por qué? -preguntó Morrie-. ¿De qué se trata?
– No estamos seguros. Sus tiempos son lentos.
¿Que sus tiempos eran lentos? ¿Qué significaba aquello?
Por fin, un día caluroso y húmedo de agosto de 1994, Morrie y su esposa, Charlotte, fueron a la consulta del neurólogo y éste les pidió que tomaran asiento antes de darles la noticia: Morrie tenía esclerosis lateral amiotrófica (ELA), la enfermedad de Lou Gehrig, una enfermedad brutal, despiadada, del sistema neurológico.
No tenía tratamiento conocido.
– ¿Cómo la he contraído? -preguntó Morrie.
No lo sabía nadie.
– ¿Es mortal?
– Sí.
– Así que ¿voy a morirme?
– Sí, así es -dijo el médico-. Lo siento mucho.
Pasó casi dos horas con Morrie y con Charlotte, respondiendo con paciencia a sus preguntas. Cuando ya se marchaban, el médico les dio alguna información sobre la ELA, unos folletos pequeños, como si estuvieran abriendo una cuenta corriente en un banco. Cuando salieron a la calle brillaba el sol y la gente se dedicaba a sus asuntos. Una mujer corría a meter monedas en el parquímetro. Otra llevaba bolsas de la compra. Por la mente de Charlotte corría un millón de pensamientos ¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Cómo nos las vamos a arreglar? ¿Cómo pagaremos las facturas?
Mientras tanto, mi viejo profesor estaba perplejo por la normalidad cotidiana que lo rodeaba. ¿No debería detenerse el mundo? ¿Es que no saben lo que me ha pasado?
Pero el mundo no se detuvo, no le prestó ninguna atención, y cuando Morrie tiró débilmente de la portezuela del coche sentía que estaba cayendo en un hoyo,
¿Y ahora, qué?, pensó.
Mientras mi viejo profesor buscaba respuestas, la enfermedad se iba apoderando de él, día a día, semana a semana. Una mañana intentó sacar el coche del garaje, marcha atrás, y apenas fue capaz de pisar el freno. Así dejó de conducir.
Tropezaba constantemente, de modo que se compró un bastón. Así dejó de caminar con libertad.
Seguía acudiendo al YMCA para nadar, según su costumbre, pero descubrió que ya no era capaz de desvestirse solo. Así que contrató a su primer asistente de ayuda a domicilio (un estudiante de Teología llamado Tony), que le ayudaba a entrar y a salir de la piscina, y a ponerse y quitarse el bañador. En el vestuario, los demás nadadores fingían que no lo miraban. Pero lo miraban, de todos modos. Así dejó de tener intimidad.
En el otoño de 1994, Morrie acudió al campus de la Universidad de Brandeis, lleno de cuestas, para impartir su última asignatura universitaria. Podría habérselo ahorrado, por supuesto. La universidad lo habría entendido. «¿Por qué sufrir delante de tanta gente? Quédese en casa. Ponga en orden sus asuntos». Pero a Morrie no se le ocurrió la idea de abandonar.
En vez de ello, entró cojeando en el aula, que había sido su hogar durante más de treinta años. A causa del bastón, tardó bastante tiempo en llegar al sillón. Por fin, se sentó, se quitó las gafas y contempló los rostros jóvenes que le devolvían en silencio su mirada.
– Amigos míos, supongo que todos están aquí para la clase de Psicología Social. Llevo veinte años impartiendo esta asignatura y ésta es la primera vez que puedo decir que corren un riesgo al cursarla, pues padezco una enfermedad mortal. Quizás no viva hasta final del semestre.
»Si esto les parece un problema, y si desean anular su matrícula en esta asignatura, lo comprenderé.»
Sonrió.
Y así dejó de tener su secreto.
La ELA es como una vela encendida: te funde los nervios y te deja el cuerpo como un montón de cera. Suele empezar por las piernas, y va subiendo. Pierdes el control de los músculos de los muslos, de manera que no eres capaz de mantenerte de pie. Pierdes el control de los músculos del tronco, de modo que no eres capaz de mantenerte sentado y erguido. Al final, si sigues vivo, estás respirando por un tubo que te pasa por un agujero de la garganta, mientras tu alma, completamente despierta, está presa en una cáscara flácida, quizás capaz de pestañear, o de chascar la lengua, como un ser de una película de ciencia ficción, el hombre congelado dentro de su propia carne. Esto no tarda en llegar más de cinco años contados desde el día en que contraes la enfermedad.
Los médicos de Morrie calculaban que le quedaban dos años.
Morrie sabía que era menos tiempo.
Pero mi viejo profesor había tomado una decisión profunda, una decisión que había empezado a forjar desde el día en que salió de la consulta del médico con una espada suspendida sobre la cabeza. ¿Voy a consumirme y a desaparecer, o voy a sacar el mejor partido posible del tiempo que me queda?, se había preguntado.
No estaba dispuesto a consumirse. No estaba dispuesto a avergonzarse de morir.
Por el contrario, haría de la muerte su proyecto final, el centro de sus días. Dado que todo el mundo iba a morir, él podría ser muy valioso, ¿no es así? Podía ser materia de investigación. Un libro de texto humano. Estudiadme en mi fallecimiento lento y paciente. Observad lo que me pasa. Aprended conmigo.
Morrie estaba dispuesto a atravesar ese puente definitivo entre la vida y la muerte y a narrar su viaje.
El semestre académico de otoño transcurrió rápidamente. El número de pastillas aumentó. La terapia se convirtió en una rutina regular. Acudían enfermeros a casa de Morrie para trabajar sus piernas, que se
consumían, para mantener activos los músculos, flexionándolas hacia delante y hacia atrás como si estuvieran sacando agua de un pozo con una bomba. Acudían masajistas una vez por semana para intentar aliviar la rigidez constante y pesada que sentía. Consultó a maestros de meditación, y cerraba los ojos y comprimía sus pensamientos hasta que su mundo se reducía a un único aliento que entraba y salía, entraba y salía.
Un día, caminando con su bastón, tropezó con el bordillo de la acera y se cayó en la calzada. El bastón fue sustituido por un andador. Al irse debilitando su cuerpo, los viajes de ida y vuelta al baño llegaron a agotarlo demasiado, de modo que Morrie empezó a orinar en un recipiente grande. Mientras lo hacía, tenía que apoyarse, lo que significaba que alguien tenía que sostener el recipiente mientras Morrie lo llenaba.
Todo aquello nos resultaría embarazoso a casi todos, teniendo en cuenta sobre todo la edad de Morrie. Pero Morrie no era como casi todos nosotros. Cuando lo visitaban algunos compañeros suyos de confianza, les decía:
– Escucha, tengo que mear. ¿Te importaría ayudarme? ¿No te molesta?
Con frecuencia, y con sorpresa por parte de ellos mismos, no les molestaba.
De hecho, recibía una riada creciente de visitantes. Mantenía tertulias sobre la muerte, sobre su verdadero significado, sobre el modo en que las sociedades la han temido siempre sin comprenderla necesariamente. Dijo a sus amigos que si querían ayudarle de verdad, no debían ofrecerle su comprensión sino visitarle, llamarle por teléfono, compartir con él sus problemas, como los habían compartido siempre, pues Morrie había sabido siempre escuchar maravillosamente.
A pesar de todo lo que le estaba pasando, tenía la voz fuerte y atractiva, y su mente vibraba con un millón de pensamientos. Estaba decidido a demostrar que la palabra «moribundo» no era sinónimo de «inútil».
Pasó el día de Año Nuevo. Aunque Morrie no se lo dijo a nadie, sabía que aquél sería el último año de su vida. Por entonces iba en silla de ruedas y luchaba contra el tiempo para decir todas las cosas que quería decir a todas las personas a las que amaba. Cuando un compañero suyo de la Universidad de Brandeis murió repentinamente de un ataque al corazón, Morrie asistió a sus funerales. Volvió a su casa deprimido.
– ¡Qué desperdicio! -decía-. Tantas personas diciendo cosas maravillosas, e Irv no pudo oír nada.
Morrie tuvo una idea mejor. Hizo algunas llamadas. Fijó una fecha. Y una fría tarde de domingo se reunió con él en su casa un pequeño grupo de amigos y de familiares para celebrar unos «funerales en vida». Todos tomaron la palabra y rindieron homenaje a mi viejo profesor. Algunos lloraron. Otros rieron. Una mujer leyó una poesía:
Querido y amado primo…
Tu corazón sin edad
mientras te desplazas por el tiempo, capa sobre capa,
secoya tierna…
Morrie lloraba y reía con ellos. Y Morrie dijo aquel día todas esas cosas que se sienten y que nunca llegamos a decir a los que amamos. Sus «funerales en vida» tuvieron un éxito resonante.
Sólo que Morrie no había muerto todavía.
De hecho, estaba a punto de iniciarse la parte más singular de su vida.