El quinto martes

Hablamos de la familia

Era la primera semana de septiembre, la semana de la vuelta a las clases, y tras treinta y cinco otoños consecutivos a mi viejo profesor no lo esperaba una clase en un campus universitario. Boston estaba abarrotado de estudiantes que aparcaban en doble fila en las calles secundarias, que descargaban sus equipajes. Y Morrie estaba allí, en su despacho. Parecía fuera de lugar, como los jugadores de fútbol americano que se retiran por fin y que tienen que enfrentarse a aquel primer domingo en su casa, viendo la televisión y pensando yo podría hacer eso aún. A lo largo de mis relaciones con esos jugadores he aprendido que es mejor dejarlos en paz cuando empieza la temporada otra vez. No hay que decirles nada. Pero, por otra parte, no me hacía falta recordar a Morrie que se le acababa el tiempo.

Para grabar nuestras conversaciones, habíamos descartado los micrófonos de mano, porque a Morrie le costaba demasiado trabajo sujetar nada durante tanto tiempo, a favor de los micrófonos miniatura que suelen utilizar los presentadores de televisión. Estos micrófonos se pueden sujetar en el cuello o en la solapa de la ropa. Naturalmente, como Morrie sólo llevaba camisas de algodón blando que le caían sueltas sobre su cuerpo que se encogía cada vez más, el micrófono se hundía y se agitaba y yo tenía que acercarme a ajustarlo con frecuencia. Aquello parecía gustarle a Morrie, pues así yo me acercaba a él, al alcance de sus brazos, y su necesidad de afecto físico era más fuerte que nunca. Cuando yo me inclinaba sobre él, oía su respiración trabajosa y su tos débil, y chascaba suavemente los labios antes de tragar.

– Bueno, amigo mío -dijo-, ¿de qué hablamos hoy?

– ¿Qué te parece si hablamos de la familia?

– De la familia.

Reflexionó un momento.

– Bueno, ya ves a la mía, a mi alrededor.

Indicó con la cabeza las fotos de las estanterías, en las que se veía a Morrie de niño con su abuela; a Morrie de joven con su hermano, David; a Morrie con su mujer, Charlotte; a Morrie con sus dos hijos, Rob, que era periodista en Tokio, y Jon, que era informático en Boston.

– Creo que, a la luz de lo que hemos estado hablando todas estas semanas, la familia resulta más importante todavía -dijo.

»La verdad es que la gente de hoy no tiene cimientos, no tiene una base segura, si no es la familia. Me ha quedado muy claro desde que estoy enfermo. Si no tienes el apoyo, el amor, el cariño y la dedicación que te ofrece una familia, no tienes gran cosa. El amor tiene una importancia suprema. Como dijo nuestro gran poeta Auden, «amaos los unos a los otros o pereceréis». Yo lo anoté.

– «Amaos los unos a los otros o pereceréis.» ¿Lo dijo Auden?.

– «Amaos los unos a los otros o pereceréis.» -dijo Morrie- Es bueno ¿verdad? Y es muy cierto. Sin amor, somos pájaros con las alas rotas.

»Supon que yo estuviera divorciado, o que viviera solo, o que no tuviera hijos. Esta enfermedad, lo que estoy pasando, sería mucho más duro. No estoy seguro de que pudiera soportarlo. Claro que vendría gente a visitarme: amigos, compañeros, pero no es lo mismo que tener a alguien que no se va a marchar. No es lo mismo que tener a alguien que sabes que te tiene el ojo encima, que te está observando todo el tiempo.»

»Esto es parte de lo que es una familia, no es sólo amor, sino también hacer saber a los demás que hay alguien que está velando por ellos. Es lo que yo echaba tanto en falta cuando murió mi madre, lo que yo llamo «la seguridad espiritual» de uno: saber que tu familia estará allí, velando por ti. Nada en el mundo te dará eso. Ni el dinero. Ni la fama.

Me echó una mirada.

– Ni el trabajo -añadió.

La creación de una familia era una de las cuestiones que aparecían en mi pequeña lista: una de las cosas que uno quiere hacer bien antes de que sea demasiado tarde. Hablé a Morrie del dilema de mi generación a la hora de decidir tener hijos o no, cómo solíamos pensar que nos ataban, que nos convertían en esas cosas llamadas «padres» que no queríamos ser. Reconocí que yo mismo compartía algunos de estos sentimientos.

Pero cuando miraba a Morrie me preguntaba si, estando en su lugar, a punto de morir, y si no tuviera familia, ni hijos, ¿no sería insoportable el vacío? Él había criado a sus dos hijos enseñándolos a amar y a querer, y, como el propio Morrie, ellos no sentían timidez a la hora de expresar su afecto. Si él lo hubiera deseado, ellos habrían dejado todo lo que tuvieran entre manos para pasar junto a su padre cada minuto de sus últimos meses. Pero él no quería aquello.

– No interrumpáis vuestras vidas -les dijo-. De lo contrario, esta enfermedad nos habrá estropeado la vida a los tres en vez de a uno.

De este modo, aun muriéndose, manifestaba su respeto por los mundos de sus hijos. No es de extrañar que cuando se sentaban a su lado se produjera una catarata de afecto; se intercambiaban muchos besos y ellos se agachaban junto a la cama cogiéndole de la mano.

– Cuando alguien me pregunta si debe tener hijos o no, yo no digo nunca lo que debe hacer -decía ahora Morrie, contemplando una foto de su hijo mayor-. Le digo, sencillamente: «No hay experiencia igual a tener hijos». Eso es todo. No se puede sustituir por nada. No se puede hacer con un amigo. No se puede hacer con una amante. Si quieres tener la experiencia de ser completamente responsable de otro ser humano y de aprender a amar y a estrechar lazos de la manera más profunda, entonces debes tener hijos.

– Entonces, ¿volverías a tenerlos? -le pregunté.

Eché una mirada a la foto. Rob estaba besando a Morrie en la frente, y Morrie se reía con los ojos cerrados.

– ¿Que si volvería a tenerlos? -me dijo, con aire de sorpresa-. Mitch, no me habría perdido esa experiencia por nada. Aunque…

Tragó saliva y dejó la foto en su regazo.

– …aunque hay que pagar un precio doloroso -dijo. -Porque los vas a dejar. -Porque los voy a dejar pronto.

Frunció los labios, cerró los ojos, y yo vi caer la primera lágrima por su mejilla.

– Y ahora -susurró-, habla tú.

– ¿Yo?

– De tu familia. Conozco a tus padres. Los conocí hace años, el día de la graduación. También tienes una hermana, ¿verdad?

– Sí -dije.

– Mayor, ¿verdad?

– Mayor.

– Y un hermano, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

– ¿Menor?

– Menor.

– Como yo -dijo Morrie-. También tengo un hermano menor.

– Como tú -dije yo.

– Asistió también a tu graduación, ¿verdad?

Parpadeé, y vi mentalmente a todos nosotros allí reunidos, dieciséis años atrás, el sol cálido, las togas azules, entrecerrando los ojos mientras nos estrechábamos con los brazos y posábamos para hacernos fotos de Instamatic, y alguien decía: «A la una, a las dos, a las treeees…»

– ¿Qué pasa? -dijo Morrie advirtiendo mi silencio repentino-. ¿En qué estás pensando?

– En nada -dije yo, cambiando de tema.

La verdad es que yo tengo, en efecto, un hermano, un hermano rubio, de ojos castaños, dos años menor que yo, tan diferente de mí y de mi hermana, que tiene el pelo oscuro, que solíamos hacerle rabiar diciéndole que unos desconocidos lo habían dejado en la puerta de la casa cuando era recién nacido.

– Y un día volverán por ti -le decíamos. Él lloraba cuando le decíamos esto, pero se lo decíamos igual.

Se crió como se crían muchos hijos más pequeños, mimado, adorado, y atormentado interiormente. Soñaba con ser actor o cantante; volvía a reproducir, sentado a la mesa cuando cenábamos, las películas que había visto en la televisión, representando todos los papeles, mientras su sonrisa luminosa casi se le saltaba de los labios. Yo era el buen estudiante, él era el malo; yo era obediente, él transgredía las reglas; yo me abstenía de las drogas y del alcohol, él probaba todo lo que se podía meter en el cuerpo. Poco después de terminar los estudios secundarios se fue a vivir a Europa, pues prefería el estilo de vida más informal que había encontrado allí. Pero siguió siendo el favorito de la familia. Cuando visitaba la casa familiar, yo me solía sentir rígido y conservador en su presencia alocada y divertida.

Con todo lo diferentes que éramos, yo razonaba que nuestros destinos nos lanzarían en direcciones opuestas cuando llegásemos a la edad adulta. Y tenía razón en todos los sentidos menos en uno. A partir del día en que murió mi tío, yo creí que sufriría una muerte semejante, una enfermedad temprana que acabaría conmigo. Por eso yo trabajaba a un ritmo febril y me preparaba para el cáncer. Sentía su aliento. Sabía que se me venía encima. Lo esperaba como el condenado a muerte espera al verdugo.

Y yo tenía razón. Llegó.

Pero a mí me respetó.

Atacó a mi hermano.

Era el mismo tipo de cáncer de mi tío. De páncreas. Un tipo poco frecuente. Y así, el más joven de nuestra familia, con su pelo rubio y sus ojos castaños, tuvo que someterse a la quimioterapia y a las radiaciones. Se le cayó el pelo; la cara se le quedó tan consumida como la de un esqueleto. Tenía que haberme tocado a mí, pensaba yo. Pero mi hermano no era yo y no era mi tío. Era un luchador, y lo había sido desde sus primeros años, cuando luchábamos en el sótano y llegaba a morderme atravesando mi zapato con los dientes hasta que yo daba un grito de dolor y lo soltaba.

De modo que él plantó cara. Luchó contra la enfermedad en España, donde vivía, con la ayuda de un fármaco experimental que no estaba disponible en los Estados Unidos, ni lo está todavía. Recorrió toda Europa en avión para someterse a tratamientos. Después de cinco años de tratamientos, parecía que aquel fármaco iba expulsando al cáncer y lo hacía remitir.

Ésta era la buena noticia. La mala noticia era que mi hermano no me quería tener a su lado; ni a mí, ni a ninguno de la familia. Por mucho que intentábamos llamarle y visitarle, él nos mantenía a distancia, insistiendo en que su lucha debía realizarla por su cuenta. Pasaban meses enteros sin que oyésemos una sola palabra suya. Los mensajes que dejábamos en su contestador automático quedaban sin respuesta. A mí me desgarraba el sentimiento de culpabilidad, pues pensaba que debería estar haciendo algo por él, y me consumía la ira por su negativa a concedernos el derecho a hacerlo.

Así pues, una vez más, me sumergí en el trabajo. Trabajaba porque el trabajo lo podía controlar. Trabajaba porque trabajar era razonable y responsable. Y cada vez que llamaba al apartamento de mi hermano en España y me respondía el contestador automático, con la voz de mi hermano hablando en español, un indicio más de cuánto nos habíamos distanciado, yo colgaba y trabajaba un poco más.

Quizás fuera éste uno de los motivos por los que me sentía atraído por Morrie. Él me dejaba estar donde mi hermano no quería dejarme estar.

Volviendo la vista atrás, quizás Morrie lo supiera todo desde el principio.



Es un invierno de mi infancia, en una cuesta cubierta de nieve de nuestro barrio de las afueras. Mi hermano y yo vamos en el trineo, él arriba, yo debajo. Siento su barbilla en mi hombro y sus pies en mis corvas.

El trineo se desliza con estrépito sobre las placas de hielo. Cogemos velocidad según vamos bajando la cuesta.

– ¡UN COCHE! -chilla alguien.

Lo vemos venir calle abajo, a nuestra izquierda. Gritamos e intentamos apartarnos gobernando el trineo, pero los patines no se mueven. El conductor hace sonar la bocina y pisa el freno, y nosotros hacemos lo que hacen todos los niños: nos tiramos. Rodamos como troncos, con nuestros anoraks con capucha, por la nieve húmeda y fría, pensando que lo primero que nos tocará será la goma dura de la rueda de un coche. Vamos chillando, «AAAAAAH», y tenemos hormigueos de miedo, dando vueltas y más vueltas, viendo el mundo del revés, del derecho, del revés.

Y al final, nada. Dejamos de rodar y recobramos el aliento y nos limpiamos de la cara la nieve que gotea. El conductor gira al final de la calle, haciéndonos un gesto sacudiendo el dedo. Estamos a salvo. Nuestro trineo ha chocado en silencio con un montón de nieve y nuestros amigos nos dan palmaditas y nos dicen: «guay», y «podíais haberos matado».

Sonrío a mi hermano y nos sentimos unidos por un orgullo infantil. Pensamos que no ha sido tan difícil, y estamos dispuestos a enfrentarnos de nuevo a la muerte.


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