La orientación

Cuando enfilé con el coche alquilado la calle de Morrie en West Newton, un pueblo tranquilo de las afueras de Boston, llevaba una taza de café en una mano y sujetaba un teléfono móvil entre la oreja y el hombro. Estaba hablando con un productor de televisión, de un trabajo que estábamos preparando. Miraba alternativamente el reloj digital, mi vuelo de vuelta salía pocas horas después, y los números de los buzones de aquella calle residencial bordeada de árboles. Llevaba encendida la radio del coche, en el canal de todo noticias. Así funcionaba yo, haciendo cinco cosas al mismo tiempo.

– Rebobina la cinta -dije al productor-. Déjame oír esa parte otra vez.

– Muy bien -dijo él-. Tardará un momento.

De pronto, estaba ante la casa. Pisé el freno, derramando café en mi regazo. Cuando se detuvo el coche, percibí una imagen pasajera de un gran falso plátano y de tres figuras que estaban sentadas cerca del árbol en el camino de acceso a la casa, un hombre joven y una mujer de mediana edad entre los cuales estaba un anciano pequeño en una silla de ruedas.

Morrie.

Cuando vi a mi viejo profesor, me quedé de piedra.

– ¿Oye? -me dijo el productor al oído-. ¿Se ha cortado?…

Llevaba dieciséis años sin verlo. Tenía el pelo más ralo, casi blanco, y tenía la cara demacrada. De pronto, me sentí poco preparado para esta reunión (para empezar, estaba enganchado al teléfono), y confié en que no hubiera advertido mi llegada de modo que yo pudiera dar varias vueltas más a la manzana con el coche, terminar mi asunto, prepararme mentalmente. Pero Morrie, aquella versión nueva, consumida, de un hombre al que yo había conocido tan bien en cierta época, sonreía al coche con las manos cruzadas sobre su regazo, esperando a que yo saliera.

– ¿Oye? -volvió a decir el productor-. ¿Estás ahí?

Por todo el tiempo que habíamos pasado juntos, por toda la amabilidad y toda la paciencia que Morrie había tenido conmigo cuando yo era joven, yo debería haber soltado el teléfono y debería haber saltado del coche, debería haber corrido hasta él, debería haberlo saludado con un abrazo y un beso.

En vez de ello, apagué el motor y me agaché en el asiento como si estuviera buscando algo.

– Sí, sí, estoy aquí -susurré, y seguí con mi conversación con el productor de televisión hasta que terminamos.

Hice lo que había aprendido a hacer mejor: me ocupé de mi trabajo, incluso mientras mi catedrático, que se estaba muriendo, me esperaba en el jardín de su casa. No estoy orgulloso de ello, pero eso fue lo que hice.


Ahora, cinco minutos más tarde, Morrie me estaba abrazando, rozándome la mejilla con su pelo ralo. Le había dicho que estaba buscando mis llaves, que por eso había tardado tanto tiempo en salir del coche, y lo apreté más fuerte, como si pudiera aplastar mi pequeña mentira. Aunque hacía calor al sol de la primavera, llevaba puesta una cazadora y tenía las piernas cubiertas con una manta. Olía levemente a rancio, como huelen a veces las personas que están tomando medicación. Mientras apretaba fuertemente mi rostro con el suyo, yo le oía respirar trabajosamente junto a mi oído.

– Mi viejo amigo -susurró-, has vuelto, por fin.

Se apoyaba contra mí, meciéndose, sin soltarme, levantando las manos para tomarme los codos mientras yo me inclinaba sobre él. A mí me sorprendió este afecto, después de tantos años, pero la verdad era que los muros de piedra que había levantado entre mi presente y mi pasado me habían hecho olvidar lo unidos que llegamos a estar. Recordé el día de la graduación, el maletín, sus lágrimas a mi partida, y tragué saliva porque sabía, muy dentro de mí, que yo ya no era el buen estudiante, portador de presentes, que él recordaba.

Mi única esperanza era poder engañarlo durante unas pocas horas.

Una vez dentro de la casa nos sentamos ante una mesa de comedor de nogal, cerca de una ventana por la que se veía la casa del vecino. Morrie se revolvía en su silla de ruedas intentando ponerse cómodo. Como tenía por costumbre, quiso darme de comer, y yo accedí. Uno de los asistentes, una mujer italiana gruesa llamada Connie, cortó pan y tomates y sacó recipientes con ensalada de pollo, hummus y tabouli.

También sacó unas píldoras. Morrie las miró y suspiró. Tenía los ojos más hundidos de lo que yo los recordaba, y tenía los pómulos más pronunciados. Aquello le daba un aspecto más severo, más envejecido; hasta que sonreía, naturalmente, y las mejillas flácidas se corrían como cortinas.

– Mitch -dijo en voz baja-, sabes que me estoy muriendo.

– Me he enterado.

– Está bien.

Morrie se tragó las pastillas, dejó el vaso de papel, inspiró hondo y dijo lo que tenía que decir.

– ¿Quieres que te cuente cómo es?

– ¿Cómo es? ¿Morirse?

– Sí -me dijo.

Aunque yo no era consciente de ello, acababa de empezar nuestra última asignatura.



Es mi primer año de universitario. Morrie es más viejo que la mayoría de los profesores y yo soy más joven que la mayoría de los estudiantes, pues terminé el instituto con un año de adelanto. Para compensar mi juventud en el campus, llevo sudaderas viejas de color gris, practico el boxeo en un gimnasio de la localidad y llevo en la boca un cigarrillo apagado, a pesar de que no fumo. Conduzco un Mercury Cougar destartalado, con las ventanillas bajadas y con la música alta. Busco mi identidad haciéndome el duro; pero lo que me atrae es la suavidad de Morrie, y como él no me trata como si fuera un chico que intenta ser más de lo que es, yo me tranquilizo.

Termino aquella primera asignatura con él y me matriculo en otra. Es generoso con las calificaciones; no le importan mucho las notas. Cuentan que un año, durante la Guerra del Vietnam, dio sobresalientes a todos sus alumnos varones para ayudarles a mantener las prórrogas por estudios.

Empiezo a llamar a Morrie «Entrenador», como solía llamar a mi entrenador de atletismo en el instituto. A Morrie le gusta el mote.

– Entrenador-dice-. Está bien: seré tu entrenador. Y tú puedes ser mi jugador. Puedes jugar a todos los juegos encantadores de la vida para los que yo ya estoy demasiado viejo.

A veces comemos juntos en la cafetería. Morrie, para mi gran consuelo, es todavía una calamidad mayor que yo comiendo. Habla en vez de masticar, se ríe con la boca llena, comunica un pensamiento apasionado a través de un bocado de ensalada de huevo, mientras le salen disparados de los dientes los fragmentos amarillos. Me mata de risa. Durante todo el tiempo que lo he conocido, he tenido dos deseos irresistibles: abrazarlo y darle una servilleta.


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