IX. TENTACION PASAJERA

— Espero que comprendas, Pepe, lo que esto significa —le dice don Carlitos a Cussirat, antes de llegar a Palacio—. Para los dos. Para ti y para mi.

Se arregla el fistol de la corbata. Cussirat no contesta. Va mirando por la ventanilla del Dion-Button las calles mal iluminadas, los perros flacos, los charcos perpetuos. Mirándolos y reconociéndolos.

—Es un honor ser candidato del Partido Moderado —prosigue don Carlitos—, no lo niego. Pero si el Mariscal te manda llamar, no es para saludarte. Te aseguro que va a echarte una proposición bien gorda. Te quiere comprar. Y en estos casos, Pepe, oye la voz de la experiencia, la voz de un hombre que ha sufrido mucho, y que te dice: “mas vale pájaro en mano, que ciento volando”. A no ser que un milagro ocurra, las elecciones las tienes perdidas. En cambio, si aceptas la proposición del Mariscal, cualquiera que sea, sales ganando tu, y salgo ganando yo, por haberte traído. Es un favor que le hago al Mariscal y que yo me encargare de que no se le olvide. Si no aceptas la proposición, cualquiera que sea, tu te quedas a la deriva, de candidato de un partido agonizante, y yo quedo mal.

—¿Por que queda mal, don Carlitos? Usted cumple con traerme.

—Porque así es la política, muchacho. Yo soy tu padrino, y soy responsable de lo que tu hagas.


Las escaleras de Palacio son de mármol, imitación de las de algún caserón veneciano. Don Carlitos y Cussirat, vestidos de oscuro, cuello duro, sombrero en mano, suben por ellas conducidos por un ujier.

—Ya veras —dice don Carlitos—, es muy campechano.

Cussirat, en vez de contestar, bosteza, poniéndose una mano sobre la boca. La voz de Belaunzarán lo desconcierta y lo hace tropezar.

—¡Bienvenidos!

Belaunzarán esta parado al final de la escalera, sonriente, agarrándose las solapas de un traje gris, impecable, que le da a su cuerpo el contorno de un torpedo. Don Carlitos, triunfal, pega un brinco y da un gritito antes de hacer la presentación.

—Mi Mariscal, es un honor traerle aquí a este pollo sinvergüenza. El Ingeniero Cussirat, el señor Presidente de la República, don Manuel Belaunzarán.

Belaunzarán estrecha la mano de Cussirat con la sencillez propia de los que están en el candelero. El otro le corresponde de la misma manera, porque sabe que Belaunzarán usara charreteras, pero nació en un petate.

—Nos conocemos de oídos —explica Belaunzarán a don Carlitos, sonriéndole a Cussirat, para darle a entender que los dos son celebridades.

—Mucho gusto —dice Cussirat.

Don Carlitos, que quiere subrayar lo apoteótico de la presentación que acaba de hacer exclama:

—¡Ustedes dos me hacen sentirme un pobre diablo!

Belaunzarán mira a don Carlitos, condescendiente, dándole, en mente, la razón y, levantando la mano en dirección a un corredor, les dice a sus visitantes:

—Pasen por aquí.

El ujier comprende que sus servicios están de mas; mientras los otros tres se alejan por el corredor, entre bronces fin de siglo, el baja por la escalera, llega a su cuchitril, se sienta frente a su mesa, y se duerme instantáneamente.

El Presidente y sus visitantes se han instalado en el despacho particular del tirano; Belaunzarán en un sillón alto, en donde la panza no le estorba a las piernas; don Carlitos y Cussirat en los extremos de un sofá chaparro, de cuero marroquí. Belaunzarán dice un discursillo preparado, pero corto, que hace abstracción de la candidatura de Cussirat, y versa sobre la importancia que tiene la llegada de un avión a Arepa.

—Este hecho abre nuevos caminos al progreso —dice.

Mientras Belaunzarán habla, don Carlitos pone atención lela, y Cussirat, medio ausente, recorre el cuarto con la mirada. Ve a la luz de la lámpara con colguijes de cuentas, el gran escritorio, propio de un Pantagruel del cerebro, en donde no se ha hecho mas que firmar edictos, leyes inicuas y sentencias de muerte; colgado de la pared, al dueño, con la Bandera Nacional al pecho y, sobre una repisa, el busto del mismo, encuerado, hercúleo y rejuvenecido, en mármol italiano.

Belaunzarán sigue con su cuento, y llega al punto: —El momento ha llegado de emprender la creación de una Fuerza Aérea Arepana.

Los ojos de Cussirat dejan de moverse, y se fijan en el que habla. Don Carlitos se yergue, con el corazón paralizado y los ojos brillantes.

Viendo al toro preparado, Belaunzarán se perfila para dar la estocada.

—Quiero que usted se encargue de todo —le dice a Cussirat—. Lo nombro Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, con grado de Vicealmirante del Aire. Se va a Europa, por cuenta del Gobierno, y compra seis aviones de caza, los que mejor le parezcan. Don Carlitos no puede contenerse, y dice:

—¡Pepe, te dije que te convenía venir!

Belaunzarán se pone de pie, cruza las manos a su espalda, da unos pasitos, se detiene, se vuelve a Cussirat, y le pregunta:

—¿Que le parece?

Cussirat esta extrañado.

—¿Cual es el objeto?

—¿De formar una Fuerza Aérea? —Belaunzarán cambia de postura, echa los brazos adelante y los cruza sobre el pecho, para explicar lo evidente—. Ingeniero, su viaje lo demuestra, no solo que en avión se puede llegar a Arepa, sino que de Arepa se puede llegar a muchas partes en avión. Con una escuadrilla estaríamos en situación de reivindicar nuestros derechos territoriales.

—¿Se refiere usted a la isla de la Huanábana? —pregunta Cussirat.

—Y la Corunga —contesta Belaunzarán.

—¡Y las islas Golondrinas! —agrega don Carlitos—, que en tiempos de los españoles eran jurisdicción de la Regencia de Santa Cruz de Arepa.

Cussirat no contesta inmediatamente dejando abierta la posibilidad de que el argumento le parezca una estupidez.

—Pero una Fuerza Aérea —dice, por fin, Cussirat— cuesta mucho dinero, ¿no sería un descalabro económico para el país?

—Todo esta calculado —dice Belaunzarán—. Formar una Fuerza Aérea es mas barato que comprar un crucero, y es mas espectacular. Por otra parte, es un factor de prestigio, que tarde o temprano redundara en beneficio nuestro.

Cussirat, pensativo, se hunde en el cuero marroquí; Belaunzarán enciende un puro; don Carlitos no cabe en si de alegría.

—¡Que buenas noticias! —dice.

Y Belaunzarán:

—En su viaje a Europa, Ingeniero, usted mismo contrataría seis pilotos.

—Con dos bastaría —advierte Cussirat—. Me ayudarían a adiestrar pilotos Arepanos.

Belaunzarán, que va rumbo al baño, se para en seco.

—Eso nunca —abre la puerta del baño, puro en boca, y conforme desabrocha un botón de la bragueta, dice entre dientes—. En el caso de una revolución, no quiero que seis calaverones vengan a bombardearme la casa.

Al terminar la frase, la puerta se cierra. Don Carlitos y Cussirat están a solas.

—¡Que oportunidad, muchacho! —dice don Carlitos—. ¡No la desaproveches!

—¡Pero si yo vine aquí a otra cosa! ¡Vine a ser candidato presidencial!

—¡Que candidato presidencial, ni que ojo de hacha!

¡No seas frívolo! Piensa: ¡Comandante en Jefe! ¡Vicealmirante del Aire! ¡Vas a ser el hombre mas importante de Arepa!

El ruido del agua del excusado le ahoga el entusiasmo, y lo obliga a guardar silencio y a pensar en otra cosa. La puerta se abre. Belaunzarán entra, abrochándose la bragueta y preguntando:

—Bueno, ¿que me dice?, ¿acepta?

Cussirat, que esta fumando un English oval, inhala antes de contestar. Don Carlitos, impaciente, lo hace por el:

—Claro que acepta!

Cussirat suelta el humo perezosamente:

—Necesito tiempo para pensarlo.

—¿Cuanto tiempo? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? —lo acosa Belaunzarán, lleno de dinamismo.

—Dos días —dice Cussirat.

Belaunzarán hace un mohín de impaciencia, pero se resigna pronto.

—Bueno, se los concede. Venga a verme aquí, pasado mañana a esta misma hora.

Cussirat y don Carlitos bajan por la escalera desierta. Don Carlitos, cargante, aguijonea a Cussirat:

—Dime que si, Pepe. Dime que si vas a decirle que si.

Cussirat se detiene un momento en la escalera, mira, benévolo, a los ojos expectantes del otro, sonríe melancólico y dice:

—Voy a decirle que. . .

La distinción y la belleza de su rostro se quiebran por un momento, al meter la lengua entre labio y dientes y hacer el sonido de un pedo monumental; al tiempo que, con destreza que nadie hubiera sospechado, mueve ambos brazos y las manos en una seña soez. El animo de don Carlitos pasa del escandallo a la postración. Hunde el pecho, suelta los hombros, baja los ojos, las cejas se le van de lado, la boca se le entreabre. Cussirat recobra la compostura y sigue bajando la escalera.

—Vamos al Casino —dice.

El vejete lo sigue, alicaído. Y mas alicaído iría si supiera que desde el antepecho, entre los querubines y la penumbra, Belaunzarán, que lo ha visto todo, los contempla apretando la mandíbula y alzando una ceja. Cuando se pierden de vista da media vuelta y echa a andar, meditabundo, cruzando las manos a la espalda, por el pasillo oscuro. Lo que comienza como un paseo filosófico, se convierte en una embestida feroz, cuando Belaunzarán se da cuenta cabal de la afrenta de que ha sido objeto.

Deja atrás el Salón de Acuerdos, el Salón Chino, el Despacho Particular, y el Salón Verde, se detiene ante la ultima puerta del pasillo, y la abre con violencia.

Desde el butacón en donde ha estado leyendo El Mundo y dormitando, Cardona alza los ojos y se estremece. Belaunzarán entra, como un elefante enloquecido, dando un portazo.

—¡Se acabo! ¡No habrá Fuerza Aérea! ¡Con este petimetre no se puede tratar! ¡Le propongo nombrarlo Vicealmirante del Aire, me contesta que necesita tiempo para pensarlo, dos días! Se los concede, y unos minutos después, cuando va bajando la escalera, le dice al tercerón que lo trajo, que me va a contestar. . . prrrt! —emite el pedo ficticio y tuerce las manos en replica exacta de la seña que hizo Cussirat. Cardona se ruboriza. Belaunzarán prosigue:

—¡Si prrrt es su respuesta, prrrt le voy a dar!

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