Pereira, haciendo uso de sus derechos de empleado, sentado en una silla de pera y manzana, con el violín descansando al lado, recibe el platazo que le ofrece un criado, que no sabe si tratarlo como al invitado de otras veces, o al músico contratado de esta noche. Se dispone, tranquilo, a engullir langosta, chupar champaña, y observar, desde su lugar en el estrado de la orquesta, a la concurrencia, la que, como rebaño que se acerca al abrevadero, con parsimonia, pero fatalmente, va siendo tragada por la puerta del comedor, tras de la cual se oye el ruido que hacen los platos al chocar con los cubiertos, sumergido en el rumor de mil conversaciones no muy brillantes, pero que a veces tienen la virtud de desternillar a alguno de los invitados. Por la misma puerta emergen, con platos bien servidos, grupos de personas que comprenden que en el comedor hay demasiada aglomeración, que buscan refugio en el espacioso y semidesierto Salón, y toman asiento en las sillas que poco antes estaban reservadas a las viejas y las quedadas.
Cussirat, agitado pero impecable, entra por la puerta del Salón en donde está el teléfono, y va cruzando hacia la del comedor, cuando, al ver a Pereira, cambia de dirección y va hacia él.
Al ver venir a quien tanto admira, Pereira se atraganta.
—¿Ha visto usted a la señorita Jiménez? —pregunta Cussirat, sin hacer caso de la tos de su interrogado.
La ha buscado atrás de cada mata del jardín, en el suelo del Salón de música, entre la multitud que hay en el comedor, en los cuartos de baño, ha entrado en la cocina a interrogar a la servidumbre, ha llamado a su casa, por teléfono, preguntando si ha regresado, ha preguntado a los invitados, todo sin efecto.
—La vi subir por la escalera —dice Pereira—, pero fue hace mucho rato.
Cussirat, olvidando dar las gracias a Pereira por su información, está a punto de subir por la escalera, cuando Ángela, desde la puerta del comedor, lo llama. Se reúne con ella, cruzándose en el camino con don Chéforo Esponda y don Arístides Régulez, que salen del comedor, con sendos platazos, después de haber hablado con Belaunzarán, y comentando:
—¡Es un tipo formidable!
—Tiene una inteligencia tremenda.
Ángela le dice a Cussirat:
—Hemos perdido una oportunidad magnífica. Alrededor de la mesa había tanta gente que nadie se hubiera dado cuenta de quién lo había pinchado. ¿Dónde está Pepita?
—Hace media hora que la busco y no puedo encontrarla.
Ángela, preocupada, se pasa la mano por la cara.
En ese momento, con un ojo en. el plato, y el otro en las nalgas de dos muchachitas que van pasando, sale del comedor Belaunzarán, entre Barrientos, don Bartolomé González, y don Carlitos, vueltos todos sonrisas y dengues, como corresponde a aliados nuevos.
—… creo que sería de beneficio para la Nación —va diciendo González, que nunca, antes, había pensado en la Nación.
—¡Hipócritas! —comenta Ángela, en voz baja.
Belaunzarán, al ver a Ángela, inclina la cabeza, sonríe y dice:
—Todo está delicioso, señora.
Ángela, hipócrita, también inclina la cabeza, y dice:
—Me alegro que le guste la cena, señor Mariscal.
—Una botella de Blanc de Blancs para el señor Mariscal —ordena don Carlitos al Maítre d'hótel, que está en el otro extremo del Salón.
Los cuatro hombres se alejan, hablando de componendas.
—Si Pepita no aparece, tendré que matarlo a balazos —dice Cussirat, mirando la espalda fornida de Belaunzarán, que se ha detenido para hablar con don Ignacio Redondo.
—Pepe, te dije que sangre no quería. Además, te pondrás en un aprieto —dice Ángela.
—Si no lo acabamos hoy, no lo volveremos a ver en meses.
Doña Chonita Regalado y Conchita Parmesano salen del comedor.
—¿Han visto ustedes a mi hija Secundina? —pregunta doña Chonita.
—No. ¿Han visto ustedes a Pepita? —pregunta Cussirat.
—No —contesta doña Chonita.
—Tintín tampoco aparece por ningún lado —dice la Parmesano a Ángela, con aire de inteligencia.
Ángela se preocupa.
— ¡Quién sabe qué estará tramando ese sinvergüenza! —dice, y se va a buscarlo en el jardín.
Doña Chonita y la Parmesano suben por la escalera. Cussirat, en el Salón, mira a Belaunzarán, que en ese momento está probando el champaña, mete la mano en el pecho, y después en la bolsa del smoking, cambiando la pistola de lugar. Con mano en la bolsa, gesto decidido, y paso de autómata, se va acercando a la espalda de su víctima, que ríe de un chiste que le ha contado don Bartolomé.
No llega a su destino. Conchita Parmesano, demudada, baja la escalera, va hasta Cussirat y lo detiene, con una mano en el brazo, y estas palabras:
—Pepita se ha suicidado.
Cussirat se le queda mirando, estúpidamente.
—Sube, está en la recámara de Ángela —dice Conchita y entra en el comedor, buscando a Malagón.
Cussirat echa una última mirada a la espalda de Belaunzarán, da media vuelta y sube por la escalera.
En el hall del primer piso se encuentra a “doña Chonita abofeteando las orejas de la más tonta de sus hijas, y haciendo preguntas inútiles:
—¿Qué hacías tú aquí arriba, y qué hacían tus calzones en manos de ese mocoso?
Cuando ve a Cussirat se calla la boca, y desaparece empujando a su hija, en la alcoba de don Carlitos.
La alcoba de Ángela está en penumbra, iluminada sólo por una veladora. Tintín, con los calzones de Secundina todavía en la mano, mira fascinado el cuerpo despatarrado de Pepita Jiménez, que yace sobre la cama augusta de la dueña de la casa.
En los lugares que tenían al principio de la fiesta, en el vestíbulo de la casa, Ángela, ocultando su preocupación, y don Carlitos, ignorante de que en el primer piso de su casa hay una poetisa muerta, se despiden de Belaunzarán y sus acompañantes. Belaunzarán besa la mano de Ángela, y le dice:
—Fue una noche muy agradable; por muchas razones, pero usted, doña Ángela, fue la principal de ellas.
Ángela sonríe. Por un momento, la vanidad de anfitriona ahoga en ella la humanidad y el celo patriótico, y olvida, no sólo que arriba hay una muerta, sino que la recepción fue, desde un principio, planeada para quitarle la vida a quien, ileso, está frente a ella, dándole las gracias.