Pepita Jiménez fue enterrada en sagrado, gracias a las mentiras que dijeron todos y al certificado de defunción que extendió Malagón, en el que constaba que la poetisa había muerto a consecuencia de un paro cardíaco.
—Hace mucho que estaba enferma —anduvo contando por todas partes.
El entierro fue solemne y concurrido. Asistió lo mejor de Arepa. Ante la tumba abierta, el Padre Inastrillas dijo primores de la difunta.
—Este discurso estuvo mucho más sentido que el que echó Malagón en la velada de don Casimiro —comentó Conchita Parmesano a doña Crescenciana González.
En realidad, ambos discursos decían casi lo mismo, sólo que el Padre Inastrillas le agregó al suyo unos latinajos sacados del oficio de Difuntos, y él se veía más imponente, con sotana y sobrepelliz lleno de encajes, que Malagón con su ropa vieja.
Pepe Cussirat, de luto riguroso, con la mirada baja y una mano en la frente, hizo el papel de novio inconsolable. Las señoritas de Arepa, mirándolo, con ganas de echarle el guante ahora que estaba libre, cuchichearon:
—¡Ay, se ve tan guapo de negro!
Las casadas comentaron:
—Se ve que la sintió muchísimo.
Conchita Parmesano pensó para sus adentros:
—¡Si supieran éstas que la mató con su indiferencia!
En realidad, no tardaron en saberlo, porque una vez enterrada la muerta, la Parmesano no pudo resistir la tentación y empezó a ponerle peros a la versión del paro cardíaco.
—Yo fui quien la encontró muerta y estaba muy rara —decía.
Con el tiempo, Pepita estaba destinada a pasar a la mitología social de Arepa como la primera suicida.
—No escribas versos —advierten las madres a sus hijas versificadoras—, ya ves lo que le pasó a Pepita Jiménez.
Y cuentan una y otra vez la historia de aquella mujer que pasó treinta y cinco años escribiendo versos, ignorada por los hombres y acabó suicidándose por una decepción amorosa.
A consecuencias del incidente entre Tintín y Secundina, ésta, la más tonta de las hermanitas Regalado, fue sometida a un examen médico que practicó el Doctor Malagón, quien, por más que buscó, no encontró adentro de la primera nada que se pareciera a un virgo y, después de dar dictamen a la madre, se lo fue a contar a todo el mundo.
—Esta muchacha tiene años de ejercer —decía Malagón, de sobremesa, en el Casino.
Doña Chonita habló con Ángela, y le dijo que, puesto que sus hijos habían sido hallados infraganti, justo era que se casaran. Ángela se negó rotundamente.
—¿Después de que seduce a mi hijo, todavía quiere casarse con él? —dijo Ángela—. ¡Qué desfachatez!
Desde ese momento, las hermanitas Regalado no volvieron a poner pie en casa de Ángela, ni los Berriozábal en la de los Regalado; cuando las señoras se encontraban, no se saludaban; cuando don Carlitos entraba en el Casino, salía Coco Regalado, diciendo:
— ¡Ya llegó el vejete violador de mujeres!
Por una extraña mecánica cerebral, había llegado a la conclusión de que era don Carlitos (quien nunca se enteró de nada de lo que pasó en el cuarto de su mujer la noche del baile) el que había violado a Secundina, y no ésta a Tintín, como era la realidad. En un principio, parecía que la sociedad portoalegrense iba a dividirse en dos: los que veían a los Berriozábal y los que veían a los Regalado; pero como los Berriozábal tenían más chiste y más dinero que los Regalado, estos últimos acabaron aislándose, sin visitar ni ser visitados por nadie, al grado que Secundina tuvo que casarse, años después, con el vendedor de aceitunas, quien, según el consenso general de la sociedad arepana, era “un patán”.
En el campo de la política, ni la muerte de Pepita Jiménez ni el incidente Tintín Secundina empañaron la gloria del baile dado en honor de Belaunzarán en casa de los Berriozábal, ni impidieron el raprochement de los dos partidos, ni entorpecieron el desarrollo de los acontecimientos.
El primero de agosto, Belaunzarán nombró, como había prometido, tres nuevos diputados: don Carlitos, don Bartolomé, y Barrientos; el día quince de agosto, puntualmente, el Partido Moderado, en sesión plenaria, nombró al Mariscal Belaunzarán Candidato a la Presidencia de la República; el día veinte, la Cámara aprobó la Ley de Ratificación del Patrimonio, por diez votos contra ninguno, y la Ley de Expropiación pasó del archivo de “proyectos pendientes”, al de “rechazados por improcedentes”; por último, el día primero de septiembre, y a sólo dos meses de las elecciones, don Carlitos pidió en la Cámara la creación de la Presidencia Vitalicia, moción que fue aprobada por unanimidad. Con esto, quedaron cumplidas todas las promesas que Belaunzarán y los moderados se habían hecho mutuamente en la comida que tuvieron en la finca de la Chacota.
Después del fracaso del segundo plan y de la muerte de Pepita Jiménez, Cussirat, que no quería recibir más condolencias, se dedicó a los deportes.
Unas mañanas se levantaba al alba y se iba con Paco Ridruejo a cazar liebres. Regresaban ya noche, cargados de animales silvestres ensangrentados, y cenaban opíparamente mariscos y animales domésticos, traídos del Hotel de Inglaterra. Otras, se levantaba a buena hora, desayunaba pescado, se iba a la Ventosa en el Citroen prestado, y daba una vuelta en el Blériot; a veces, iba él sólo, a veces, con Paco Ridruejo y a veces, con Garatuza. Ángela, a pesar de las invitaciones de Cussirat, nunca quiso subir en avión. Por las tardes, montaba a caballo, o pescaba, o iba a visitar a Ángela. Por las noches, antes de dormirse, leía alguna novela de las que había encontrado en la antigua, y pequeñísima, biblioteca de su abuelo.
Con la muerte de Pepita, la conspiración se desintegró. Al ser elegido diputado, Barrientos le dijo a Ángela:
—Lo que planeamos está olvidado. Yo seré como una tumba.
Cuando fue aprobada la Ley de Ratificación del Patrimonio, Anzures le dijo a Ridruejo, usando otra de sus imágenes vacunas:
—Muerta la vaca, se acabó la contienda, no seré yo el que quiera tumbar el tinglado ahora que está bien.
No volvió a poner pie en casa de los Berriozábal, y empezó a asistir al Casino, en donde jugaba tute con González y Redondo.
Deciden matar a Belaunzarán, pasar la noche en la finca de la Quebrada, que es de los Berriozábal y no está lejos de la Ventosa, y al amanecer, irse en el avión a la Corunga y pedir asilo político.
—No tendremos dificultades, porque allí no pueden ver a Belaunzarán —dice Cussirat.
Esa noche, Cussirat preguntó a su mozo si estaba dispuesto a manejar el coche en “una misión peligrosa”, y después irse del país.
—Si me lleva con usted, lo haré con todo gusto, señor —dice Garatuza, que no está contento en Arepa.
La finca de la Quebrada está cerca de Puerto Alegre, entre barrancas verdes. Más que negocios, es para los Berriozábal reliquia de los orígenes de la fortuna de la familia. Allí fue donde don Tomás Berriozábal, que a principios del XIX dejó la trata de negros, por considerarla incosteable y peligrosa, sentó cabeza, y se dedicó a cultivar café, con tan buenos resultados, que sus descendientes olvidaron la etapa negreril de su historia, y lo han recordado, por más de un siglo, como cafetalero.
Pero el tiempo todo lo ablanda. Los Berriozábal, por medio de alianzas matrimoniales ventajosas y otros ardides, fueron adquiriendo propiedades más interesantes y productivas, como la Cumbancha, y dejaron la Quebrada en manos de administradores. Por último, a principios de este siglo, se fueron a vivir a Puerto Alegre, al Paseo Nuevo, atraídos por la luz eléctrica, los excusados ingleses, y la sociedad de personas de categoría. Este hecho marcó, paradójicamente, un regreso a la Quebrada, porque en la actualidad (1926) suelen mandar, con dos o tres días de anticipación, un “propio”, con órdenes al administrador, de que abra y barra la casa principal, sacuda los muebles y mate un par de lechones, porque la familia, con invitados, viene a tirar balazos en el fondo de las barrancas, y a darse un atracón en los corredores, desde donde se dominan las colinas cercanas, la cuadrilla, que está a medio kilómetro y, a lo lejos, como una tenue rayita azul, el mar.
Una semana después de aprobada la Presidencia Vitalicia hubo una de estas cacerías, a la que asistieron don Carlitos, estrenando polainas recién llegadas de Harrod's, Ángela, con una falda de tweed que resultó demasiado gruesa, don Carlitos, con atuendo impecable, a la última moda de Kenya, que remataba en sombrero de ala ancha con toquilla de piel de jaguar, y Paco Ridruejo, con botas prestadas.
Durante dos horas, los peones de la cuadrilla y sus mujeres, han oído con admiración no exenta de miedo, el estruendo gallardo de las descargas en el fondo de la barranca, y llenos de curiosidad, salen de las casas, para ver pasar al patrón, don Carlitos, sofocado y sudoroso, abanicándose con el saracoff, seguido de un mozo que lleva en la mano una liebre muerta.
Ángela, Cussirat y Paco Ridruejo, que tienen otros intereses y han subido por otro sendero, están ya en la casa, abriendo puertas y mirando los cuartos espaciosos y el mobiliario sólido y no muy cómodo, tallado en caoba por manos de esclavos.
—Es un buen escondite —dice Cussirat.
—En la despensa hay conservas para dos semanas, y yo mandaré unas latas y unas botellas de vino —dice Ángela—. Le diré al administrador que habrá huéspedes y que no debe informar a mi marido, porque eso sería como cantarlo en plaza pública.
—Ángela —dice Cussirat, riendo—, es una noche solamente, no vamos a vivir aquí.
Ángela hace el argumento a un lado. No le gusta que sus invitados pasen privaciones. Además, en una cosa tan peligrosa, no se sabe lo que puede pasar.
—Lo que no me gusta —dice Ángela, refiriéndose a Barrientos, Anzures y Malagón—, y me parece injusto, es no avisarles a los demás. Después de todo, ellos también están complicados.
—Si el asunto lo podemos despachar entre Paco, mi mozo y yo, ¿para qué avisarles a los demás?, ¿para qué aumentar el riesgo de una indiscreción?
—Es que si en un principio los invitamos, ahora no podemos pasarlos por alto sin ofenderlos.
Cussirat, para terminar el asunto, adopta aire de autoridad.
—Ángela, yo soy el jefe. Por favor: ni una palabra a nadie.
Se oye la voz de don Carlitos, en el portal, que dice: —¿Qué broma es ésta? ¿Por dónde demonios subieron, que me han dejado atrás?
Ángela, toda sonrisa, va a recibir a su marido en el portal. Los otros la siguen. —¿Tuviste suerte?
—De perros. Cuarenta tiros, para matar una liebre. —Pepe mató un jabalí.
Don Carlitos mira, con envidia, el jabalí ensangrentado que está colgado entre dos postes, en el terrado. Finge enfurecerse.
—¡Ese fue el que se me escapó! ¡Maldita sea! ¡Además de dejarme atrás, me ganan las mejores piezas! Pepe, sinvergüenza, no te vuelvo a invitar.
Los otros tres ríen a fuerzas. Don Carlitos se deja caer en una de las mecedoras que están en el portal, y le dice a su mujer:
—Bueno, Ángela, haz los honores, que nos traigan una sangría y algo para espantar al hambre.
Inclinados sobre el plano extendido, alrededor de la mesa del comedor, Paco Ridruejo y Garatuza reciben las últimas instrucciones de Cussirat.
—Si la pelea de gallos empieza a las ocho y media, el coche de Belaunzarán tiene que pasar por la Rotonda del Trueno, no antes de las ocho y cinco, ni después de las ocho y cuarto. Nosotros nos estacionaremos en este punto a las ocho, fingiendo una descompostura, para no despertar sospechas. Desde allí, los veremos venir tres minutos antes de que lleguen a la Rotonda, lo que nos permitirá cerrar el cofre, arrancar y cerrarles el paso en este lugar. Siempre vienen dos coches, uno con pistoleros, y el otro con Belaunzarán. Martín conduce, Paco se encarga del primer coche y yo del segundo. Después nos vamos a la Quebrada.
Mira a los otros dos con satisfacción artística, y al ver que ellos le tienen confianza, y que no hay preguntas ni nada que discutir, Cussirat envuelve el plano y comenta:
—Es noche de luna llena, y el cielo está despejado, así que podremos despachar el trabajo sin contratiempo.
Paco Ridruejo, con una bomba en la mano, hace mímica de soltar la espoleta, y lanzarla contra un objetivo imaginario.