II. VELORIO

Belaunzarán, en mangas de camisa, visita a los gallos de pelea que tiene, enjaulados, en su quinta de la Chacota. Les dice tonterías, como una solterona a sus canarios.

— ¡Qué bonito, qué bonito gallito! ¡Qué bonito piquito tiene mi gallito!

Agustín Cardona, vestido de luto riguroso, entra en la gallera.

—Estoy listo, Manuel —dice.

Belaunzarán se vuelve, se cruza de brazos, estudia a Cardona de pies a cabeza, y suelta la carcajada.

—Pareces la imagen del dolor. Nadie diría que tú arreglaste el trabajito.

Cardona, que no tiene sentido del humor, se ofende.

—Tú me lo ordenaste, Manuel —dice, muy cargado de razones.

—Era indispensable, Agustín —contesta el otro, imitándolo. Va hasta el, le pone el brazo sobre los hombros, lo obliga a darse la vuelta, y conforme van los dos hacia la salida de la gallera, le dice—: ¿te imaginas?, ¿qué hubiéramos hecho si el doctorcito gana las elecciones? Hubiera sido una catástrofe nacional. La vuelta al oscurantismo.


El cuerpo del Doctor Saldaña, empolvado, con un anillo de topacio metido a fuerzas en la mano tiesa, vestido con un jaquet descosido por detrás, reposa entre las abullonaduras de un ataúd ostentoso.

En cada una de las esquinas del ataúd, haciendo una guardia pomposa y soporífica, están Belaunzarán, Cardona, Bonilla y Paletón.

El Salón de la casa de Saldaña es grande, oscuro, y esta lleno de dolientes.

Belaunzarán mete dos dedos regordetes en el bolsillo del chaleco, saca un reloj de oro, mira la hora, y vuelve a guardarlo. Instantáneamente, otros cuatro enlutados vienen a reemplazarlos.

Belaunzarán y Cardona van juntos, caminando hacia la salida, cuando una voz susurrante, pero perfectamente audible, que sale de entre los dolientes, dice:

—¡Asesino!

Cardona sigue su camino, con el corazón galopante; Belaunzarán se detiene y se vuelve al lugar de donde salió la voz. Esta frente a Ángela Berriozábal, guapa, desafiante, bien vestida, diez centímetros mas alta que don Carlitos, el mequetrefe de su marido, que esta a su lado.

Belaunzarán se inclina cortésmente, y dice:

—Buenas noches, doña Ángela.

Ángela, sin responder, sostiene un momento su mirada, después, bruscamente, gira, le da la espalda, echa a caminar y se pierde entre los dolientes.

Belaunzarán, sin inmutarse, se vuelve a don Carlitos, que tiene una sonrisa helada, y la cara roja. Belaunzarán sonríe, también.

—Me despide usted de su esposa, que parece que no me ha visto.

Don Carlitos no cabe en si de agradecimiento.

—¡Con toda seguridad que no lo ha visto, señor Presidente!

Belaunzarán dice:

—Buenas noches —y sale del Salón.

En el vestíbulo, un periodista, lápiz y libreta en mano, lo detiene.

—Señor Mariscal: ¿quiere usted hacer una declaración como motivo de la muerte del Doctor Saldaña?

—El Doctor Saldaña —dice Belaunzarán, buscando elocuencia, con la mirada, en el papel tapiz—, fue un hombre digno e irreprochable. Hay quien tiene la impresión de que fue mi contrincante político. Falso. Nuestra única diferencia estribaba en que el era miembro del Partido Moderado y yo soy miembro del Partido Progresista. Nuestra meta era la misma: el bien de Arepa. Si no apoye su candidatura fue porque, como progresista que soy, debo apoyar al candidato de mi partido, que es el señor Agustín Cardona. La muerte de Saldaña es una perdida irreparable, no solo para sus partidarios, sino para nuestra República. Eso es todo.

Dejando al periodista batallando con las notas en su libreta, Belaunzarán va a la puerta, en donde un mozo le entrega, entre caravanas, el hongo y el bastón.


El Studebaker presidencial, con dos asesinos en el asiento delantero, y Cardona en un rincón del de atrás, esta parado afuera de la casa de Saldaña. Belaunzarán, con hongo en la cabeza y bastón en mano, sube al coche. Antes de cerrar la portezuela, le dice a Cardona, en chunga cruel:

—¡Corres como conejo!

—¿Qué querías que hiciera, Manuel?

—¡Que te quedaras, Agustín! A ti se referían cuando dijeron “asesino”.

El coche arranca; Cardona, bilioso, mira por la ventanilla. Belaunzarán rememora, satisfecho:

—Pero todo salió bien. Decidí cubrirte la retirada. Le hice frente, y la puse en fuga. Esa mujer tiene más huevos que su marido. . . Por no hablar de los presentes.

Cardona, terco, mira por la ventanilla.

Belaunzarán se quita el hongo y el saco; se afloja la corbata.

—Para evitarnos molestias, y este genero de acusaciones, habrá que darle verosimilitud al juicio. Habrá que fusilar a uno o dos de los acusados. Hay que darle órdenes al juez. Mañana te encargas de eso.

Cardona lo mira, contrariado.

—¿Pero como vamos a fusilarlos, Manuel? ¡Si les prometimos protección!

— ¡Sí, pero eso nadie lo sabe, Agustín!


Un público espeso llena la gallera. El sudor rancio de doscientos hombres y su aliento alcohólico se confunde con el humo de los cigarros puros que están fumando. Los rostros son de todos colores; desde el negro azabache de los negros y el verde hepático de los indios guarupas hasta el rojo bermellón de los gallegos. El griterío es ensordecedor.

Los gallos se pican, brincan, aletean, sangran. Alrededor de ellos, tras la palestra, moviéndose en círculos nerviosos, absortos en la pelea, caminan Belaunzarán, con el cuello de celuloide abierto y torcido, sostenido apenas por el botón trasero, la camisa empapada, el rostro encendido, y un gallero pobre, descalzo, remendado, con sombrero de palma.

El gallo de Belaunzarán degüella al otro, que se convierte en un chorro de sangre y un montón de plumas. El griterío aumenta.

Belaunzarán va hasta el lugar en donde esta su gallo, lo levanta del suelo como si fuera de porcelana, lo aprieta contra su pecho, lo mira con orgullo tierno, le quita la navaja con gran destreza, y lo mete en una jaula. Satisfecho, saca un pañuelo de lino blanco y se seca la frente sudorosa y la nuca. Varios corredores de apuestas entran en el ruedo y le entregan sus ganancias. Un ayudante, facineroso y uniformado, se lleva la jaula, Belaunzarán, dinero en mano, se acerca al gallero, que esta recogiendo el pescuezo de su animal predilecto y le entrega unos billetes; el gallero los recibe quitándose el sombrero de palma.

Al ver el gesto magnánimo, la turba aguardentosa, llena de sentimentalismo ramplón, con lagrimas en los ojos, grita:

—¡Viva el Mariscal Belaunzarán!

Y Belaunzarán sale del ruedo en triunfo, como después de sus mejores batallas, y llega hasta donde lo espera Cardona, quien, agrio, lo ayuda a ponerse el saco.

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