En el vestíbulo de la casa de los Berriozábal, Ángela y don Carlitos saludan a los González del Rolls, que acaban de llegar. Después de besos en las mejillas y apretones de manos, don Bartolomé, exhalando Vetiver, y doña Crescenciana, sobre cuyo pecho las perlas y las berrugas sientan como en escaparate, se toman del brazo.
—Nos vemos al ratito —le dice doña Crescenciana a Ángela, despidiéndose de ella con movimiento de dedos.
—Con esta fiesta tan morrocotuda —le dice don Bartolomé a don Carlitos—, vas a ganarte una exención de impuestos.
Don Carlitos, halagado, le guiña el ojo al otro, y le recuerda:
—La tarjeta, no se te olvide.
Los González, gordos y satisfechos, emprenden la marcha hacia el Salón principal, con su tarjeta de visita por delante, tomados del brazo y dándose un nalgazo a cada tres pasos.
El chofer de los Berriozábal, disfrazado de ujier, con librea recién comprada y cadenas, está en las puerta del Salón. Toma la tarjeta de manos de don Bartolomé, se vuelve al interior del Salón, y pega un grito:
—¡El excelentísimo señor don Bartolomé González y Arcocha, y su excelentísima esposa, doña Crescenciana Céspedes!
La fiesta está en sus comienzos y el Salón medio vacío. Desde el umbral, los González saludan a sus amigos como si tuvieran meses de no verlos, acabaran de llegar de Europa y estuvieran todavía en la cubierta del trasatlántico. Después, se separan, y él, que tiene trapiches, va a reunirse con don Baldomero Regalado, mayorista en ultramarinos, don Ignacio Redondo, dueño de almacenes, don Chéforo Esponda, dueño del Botín Rojo, y don Arístides Regules, que trafica en banano y copra. Ella, en cambio, se va a las sillas de alrededor, y se sienta entre doña Segunda Redondo, que bosteza, y doña Chonita Regalado, quien desde su lugar les echa un ojo agrio a sus hijitas, las que, del otro lado del círculo y vestidas de tules, se ríen de algo que acaba de decirles Tintín Berriozábal, a quien por primera vez se le ha permitido bajar a una fiesta.
El maestro Quiroz, con cara de muerto fresco, mueve los brazos con parsimonia, al compás del Vals Triste, hasta que la orquesta está “a punto”, y luego, tomando la viola, empieza a tocar su parte. Pereira, con un smoking viejo de don Carlitos y zapatos descosidos, absorto en la música, no tiene ojos para ver a los invitados, que se van juntando, y hace que su violín se queje con precisión.
Cussirat, ausente, en medio de un grupo de amigos que lo festejan, mira con aprehensión a Pepita Jiménez, que está sentada, con desgano, en una silla, oyendo la cháchara de la Parmesano.
Barrientos y Anzures, con oporto en la mano, se abren paso entre los calaveras y, con gran misterio y en voz baja, le preguntan:
—¿Tienes alguna orden que darnos?
Cussirat, tratando de mostrar confianza, les pide:
—Estar alerta, y esperar.
Malagón, mientras tanto, que se ha metido en el comedor sin ser visto, pasea la mirada entre las langostas, los robalos, las galantinas y los jamones mechados, y se come un bocadillo de paté, que se le atraganta, al retumbar por la casa el grito del ujier:
— ¡El excelentísimo Señor Presidente de la República, Mariscal de campo, don Manuel Belaunzarán y Rojas!
La orquesta toca el Himno Arepano. Con la boca llena, y limpiándose los labios con el dedo, Malagón, de puntas, va a la puerta, la entreabre, y ve a Belaunzarán, Cardona, Borunda y Mesa, a quienes sientan mal los trajes de etiqueta, entrando en el Salón, al lado de los anfitriones.
Ángela, con gran desparpajo, como si se hubiera pasado la vida en la corte, va caminando por el Salón, conduciendo a Belaunzarán, y presentándolo con la crema y nata de sus invitados, quienes, después de un momento de desconcierto, causado por la total ignorancia del protocolo, acaban haciendo cola para estrechar, entre sonrisas y cortesías, la mano del personaje a quien detestan.
Pereira, desde su atril, mira la operación con gran respeto. Cussirat sale a la terraza, y sacando una pistola minúscula expulsa la carga y vuelve a cargarla. Se sobresalta al ver que se abre la puerta y salen de la casa dos figuras, que tarda un momento en identificar como las de don Ignacio Redondo y don Bartolomé González.
—Dicen que tiene un sentido del humor formidable —comenta don Ignacio.
Don Bartolomé distingue a Cussirat.
—¡Alto allí! ¿Quién vive?
—Gente de paz —contesta Cussirat, guardándose la pistola.
—¡Pepe Cussirat! ¿Y qué haces tú aquí? ¿Ya te presentaron a Belaunzarán?
—Ya lo conozco —dice Cussirat.
Don Ignacio y don Bartolomé se acercan a él sedantes y conciliadores, creyendo, ambos, con razón, haber descubierto un dejo de rencor en sus palabras.
— ¡Vamos, hombre, éste es el momento de olvidar rencillas! —dice don Bartolomé.
—Por el bien de la Patria —dice Redondo, que es extranjero.
—Anda, muchacho, ve a saludarlo, que tu familia es de las más antiguas, y le darás un gustazo enorme —dice González.
—No tan antigua como la de él —dice Cussirat, y haciendo alarde de darwinismo, agrega—: esos andaban aquí desde que eran monos.
Los viejos ríen incómodos. Redondo compone la cosa:
—No digas eso, que Belaunzarán es nombre vizcaíno.
Cussirat, por huir del par de mequetrefes, se deja conducir a la puerta, cruza el Salón de música, desierto y en penumbra, y llega al Salón principal en el momento en que la orquesta empieza a tocar un vals, y Belaunzarán, con galantería aprendida en burdel, se acerca a la dueña de la casa haciendo una reverencia, le ofrece el brazo, y ante las miradas vidriosas de los invitados, la conduce al centro del Salón, en donde echándole un brazo por el talle, empieza a dar brinquitos. Ella, que es una bailadora admirable, lo sigue a la perfección.
Los jóvenes bailan, los viejos se van a la mesa de los vinos, las viejas, a las sillas, y Pepita Jiménez, que no es ninguna de las tres cosas, se apoya primero en el quicio de una puerta, y después, se deja caer en una silla forrada de brocado.
Cussirat se desespera. Cruza el Salón hacia la mesa de los vinos y allí encuentra a Anzures, más sonrosado que nunca, sonriendo bajo el bigote impecable, encantado con la fiesta.
—La cosa va saliendo bien —comenta.
—Mejor saldría si el Gordo bailara con quien debe —contesta Cussirat—. Mozo, un oporto.
Al ver la insatisfacción del jefe, Anzures pone cara de cuaresma. Cussirat se vuelve a mirar el baile. Ángela, dando vueltas en brazos de Belaunzarán, lo mira, con intermitencias. Él, le hace un gesto, con la mirada y un dedo, que señala a Pepita Jiménez y significa, “metérsela por los ojos”. Ella asiente. Don Carlitos se acerca a Cussirat.
—¿Qué te parece, Pepe? Tú, que has visto, y sabes. ¿No es una gran fiesta?
—Una de las mejores y, desde luego, la mejor que se ha dado en Arepa —contesta Cussirat, dejando a un lado, por un momento, su mal humor.
—¿Te parece? ¿De veras crees eso? —pregunta don Carlitos encantado.
—Se lo juro.
Don Carlitos, tranquilizado en lo social, recuerda viejas mañas de alcahuete:
—¿Y tú, sinvergüenza, qué haces aquí? Emborrachándote, y ese primor de muchacha, ese ángel, allí sentado —señala a Pepita—. Vente, badulaque, ahora mismo te pongo donde te mereces. O, mejor dicho, donde no te mereces: en el mero cielo.
Le quita la copa y, a empujones, lo lleva hasta donde está Pepita Jiménez; haciendo las cosas de tal modo, que Cussirat no tiene más remedio que invitarla a bailar. En el momento en que se toman y dan un paso, se acaba la pieza. Pepita lo mira, arrobada. Cussirat, aprovechando la ocasión, la lleva hasta donde están Ángela y Belaunzarán.
—Mariscal —dice Cussirat—, no había tenido el gusto de saludarlo.
Ambos se estrechan la mano, tiesos, pero amables:
—¿Cómo está, Ingeniero?
—Quiero presentarle a la señorita Jiménez, mi novia. Es gran admiradora de usted.
Belaunzarán, galante, besa la mano de Pepita. Ángela remata:
—Es una poetisa admirable.
Pepita, casi desmayándose de cortedad, sonríe. Belaunzarán la mira, sin saber qué se les dice a las poetisas. Ángela, comprendiendo la situación, le pregunta:
—¿A usted no le interesa la poesía, Mariscal?
Belaunzarán, franco, contesta:
—Rara vez tengo tiempo de leerla. Pero me han dicho que es muy interesante.
Ángela, indicando a Pepita con la mano, dice:
—Pues aquí tiene usted a nuestra gran autoridad. Ella puede hablar sobre poesía durante horas.
La orquesta empieza a tocar un fox trot. Belaunzarán se inclina ante Pepita, y dice:
—Tendré mucho gusto en platicar con usted, en otra ocasión —se dirige después a Cussirat—. Ha sido un placer, Ingeniero —y, por último, a Ángela—. Señora, si me concede usted el honor. . .
Y, tomándola en sus brazos, se aleja, bailando fox trot. Cussirat, haciendo de tripas corazón, toma a Pepita, y baila con ella. Pepita, que es de las que “sienten la música”, mueve los pies con ritmo único, que nada tiene que ver con el de su compañero, mira a Cussirat, encantada, y le dice:
—Dijiste que era tu novia. ¡Gracias!
Cussirat deja de bailar, suelta a su compañera, le pone enfrente la palma extendida, y le dice:
—Dame el alfiler.
Pepita, comprendiendo que lo ha exasperado, saca de su escote el alfiler, y se lo entrega con compunción trágica. Cussirat se lo guarda en la bolsa, toma a Pepita otra vez, y baila con ella, conduciéndola, discretamente, a la orilla de la pista. Pepita, mustia, le dice: —¿Ya te enojaste conmigo? ¿Qué vas a hacer con el alfiler?
—Dárselo a Ángela. Si Belaunzarán quiere bailar con ella toda la noche, será ella quien tenga que hacer el trabajo.
Han llegado al final de la pista. Cussirat lleva a Pepita a la silla más próxima, le hace seña de que se siente, y cuando ella obedece, él se aleja sin cumplimientos, dejándola, abandonada, entre sillas vacías. Cussirat se acerca al chofer ujier que, desocupado, mira el baile desde la puerta, con orgullo de artista, como si sólo los gritos que ha dado hubieran hecho posible la fiesta.
—Cuando termine la pieza —le ordena—, dígale a la señora que hay un recado urgente para ella, aquí, en la puerta.
—Muy bien, señor —dice el chofer. El chofer empieza a rodear la pista, preparándose para estar cerca de Ángela cuando termine la música. Cussirat, desde la puerta, ve cómo, al terminar la pieza, el chofer se abre paso entre las parejas para llegar al lugar en donde están Ángela y Belaunzarán, quienes, a su vez, se desplazan hacia donde está sentada Pepita Jiménez. Después, ve, con angustia, que los tres hablan, que el chofer llega y le dice algo a Ángela, quien se disculpa de los otros, se separa de ellos, viene hacia la puerta y que, cuando la orquesta empiézala tocar un bolero, Belaunzarán baila con Pepita. Ángela llega junto a Cussirat, encantada.
—¡Lo logramos! —le dice.
Cussirat está furioso consigo mismo.
—¡Soy un imbécil! ¡Acabo de quitarle a Pepita el alfiler, para dártelo a ti!
Ángela lo mira con horror, y dice la frase más fuerte de su vida:
—¡Maldita sea! —después, se repone, y agrega—:
Bueno. Todo se puede arreglar. Dámelo. Yo se lo pasaré en el siguiente entreacto.
Cussirat le entrega el alfiler a Ángela, y ella emprende el camino en dirección a Pepita, esquivando, con maestría notable, a la gente que se le acerca para felicitarla, para pedirle una pieza, etc. Cuando termina el bolero, Ángela llega junto a Pepita, que está con Belaunzarán y, pretendiendo hacerle una caricia a ella, le pasa un brazo por los hombros, y con la otra mano, toma la de Pepita, y le da el alfiler, al tiempo que pregunta a Belaunzarán:
—¿Qué le parece nuestra poetisa?
Belaunzarán se inclina, retorciéndose los bigotes.
—Encantadora. Usted no lo creerá, señora, pero me ha ilustrado.
Mientras Ángela habla, Belaunzarán, rapidísimo, mueve los ojos a su alrededor, encuentra a Cardona, que está en la orilla de la pista, montando guardia, atento a cualquier necesidad de su patrón, y le hace seña de que se acerque. Ángela, mientras tanto, ha estado diciendo:
—Debemos invitarlo un día a una de nuestras veladas literarias de los miércoles. Estoy segura de que le interesarán, Mariscal. ¿No crees, Pepita?
Pepita, poniendo el fistol en su escote, dice:
—Cuando menos, haremos lo posible por interesarlo.
En ese momento, la orquesta da el primer acorde de un tango. Ángela dice:
—Los dejo.
Pero antes de que se pueda retirar, llega Cardona, y con caravana tiesa y voz agria, le dice a Pepita:
—¿Me concede usted esta pieza?
Pepita se desconcierta, y responde:
—Estoy bailando con el Mariscal;
Belaunzarán, escurriendo galantería, le dice a Pepita:
—Me acusan de déspota, pero no de egoísta. No sería justo privar al pobre Cardona del placer de bailar con usted —y luego, dirigiéndose a Ángela, le dice—: Señora, ¿me hace usted el favor de consolarme? —y le ofrece el brazo.
Ángela, desolada, acepta, y cae en brazos de Belaunzarán, que la empuja por la pista, con pericia, al compás de un tango. Pepita y Cardona bailan también, sin ganas, sin ritmo, mirándose a las caras con sonrisas heladas.
Cussirat, con los labios tensos, lívido, se pone una mano en la frente. Desde el otro lado de la pista, Barrientos, suspira aliviado, al ver que el peligro ha pasado. Paco Ridruejo y Anzures, sigilosos y optimistas, se acercan a Cussirat.
— ¡Todo salió a pedir de boca! —dice Paco Ridruejo.
—¡No chistó! —dice Anzures, y agrega, dirigiéndose a Malagón, que se acerca, con la cara llena de extrañeza—: ¡Bien decía usted que un alfilerazo cualquiera lo perdona!
—Yo creí que el efecto era más rápido —dice Malagón—. ¿Me habré equivocado de sustancia?
Cussirat, impaciente, les da la noticia:
—No ha pasado nada todavía.
Los tres hombres lo miran, asombrados:
—¿Pero no bailó con él? —pregunta Ridruejo.
—Claro que sí —dice Anzures—, yo los vi.
—De nada sirvió —dice Cussirat—. No tenía el alfiler.
—¿Cómo que no lo tenía? —dice Malagón—. Si yo se lo di.
—Pero yo se lo quité —dice Cussirat.
—¡Mierda! —dice Malagón.
—¿Dónde está el alfiler, entonces? —pregunta Ridruejo.
—Lo tiene Pepita.
—¿No que no lo tenía? —pregunta Anzures, exasperado.
—Se lo mandé con Ángela —explica Cussirat sintiéndose imbécil.
— ¡Mierda! —vuelve a decir Malagón.
—Estamos como el que vendió la vaca —dice Anzures, acudiendo, en su furia, a un símil campirano.
—¿Qué pasó? —pregunta Barrientos, que llega en esos momentos junto al grupo.
Paco Ridruejo procura explicarle, con paciencia, pero sin éxito.
Cussirat, con la mirada perdida entre las parejas que bailan, reflexiona. Los otros cuatro se miran unos a otros, desencantados, desconcertados y alarmados, ante la perspectiva de tener que intervenir directamente en el asesinato.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Paco Ridruejo.
—Pues quitarle el alfiler a Pepita y dárselo a Ángela —dice Anzures, lleno de autoridad impaciente—, porque el Gordo no vuelve a bailar con la flaca.
Los otros miran con incomodidad a Cussirat, creyendo que va a ofenderse porque le dijeron flaca a su novia. Pero no se enoja, dice:
—Todo el plan está mal concebido. Nos dejamos influir por lo que una tonta leyó en una novela. ¿Por qué tiene que ser bailando? Entre pieza y pieza puede uno acercarse a Belaunzarán, darle un alfilerazo y salir corriendo.
Los otros cuatro lo miran, aterrados. —Yo, desde luego, eso no lo hago, porque soy un apátrida —dice Malagón.
—Ni yo, porque estoy malo del pie —dice Barrientos.
—Ni yo —dice Anzures, mirando a Cussirat con reproche—, porque ya ha habido muchas torpezas. El que las cometió debe responsabilizarse. Paco Ridruejo no dice nada. Cussirat, molesto con Anzures, le dice: —No se asuste, don Gustavo, que nadie le está pidiendo a usted que lo haga. Lo haré yo.
Dicho esto, dejando a los otros sumergidos en un cuchicheo acalorado, sosteniendo copas inútiles, Cussirat empieza a caminar hacia el lugar en donde Cardona, con una cortesía helada, deja a Pepita en una silla.
Ella lo mira acercarse, compungida. —Dame el alfiler —dice Cussirat, por segunda vez. Pepita se pone las manos sobre el pecho, protegiendo el escote, y suplica con voz heroica:
—No, Pepe. Esta es mi misión, déjame cumplirla. Al verla tan decidida, y comprendiendo que no puede forcejear con ella en medio Salón, Cussirat cambia de plan.
—No esperes que te saque a bailar, acércate y pínchalo.
Pepita se pone de pie, con las manos todavía sobre el pecho y, después de echarle a Cussirat una mirada de entrega total, empieza a caminar entre las parejas que llenan la pista, como borrego que va al matadero. No ha caminado tres metros, cuando la orquesta empieza a tocar un vals. Pepita se queda parada, entre las parejas turbulentas, como se quedaría alguien que fuera cruzando un río, brincando de piedra en piedra, y a medio camino lo sorprendiera una avenida. Cussirat la rescata, viniendo hasta ella, tomándola del talle, y haciéndola dar vueltas.
Cussirat, con la mirada fija en la espalda paquidérmica de Belaunzarán, conduce a Pepita, con maestría innegable, y en giros vertiginosos, hacia un punto en donde las trayectorias de los dos planetas, Belaunzarán y Ángela, y Cussirat y Pepita, deben converger. Cuando la colisión está a punto de ocurrir, le ordena a Pepita:
—¡Ahora, entiérraselo!
Se da cuenta, con horror, de que Pepita ha estado bailando en brazos de su amado, no moviéndose, en círculos, hacia su destino, o hacia el cumplimiento de su misión. Cuando Pepita se da cuenta de que Belaunzarán está cerca, es porque ya está lejos, encantado, dando vueltas, baile y baile con la anfitriona. Cussirat, lívido de rabia, mirándola a los ojos, dice:
—¡Imbécil!
Pepita gime, llora, se desprende, con repulsión magnífica, de su compañero, y desconcertando parejas, haciéndolas chocar unas con otras a empujones, se abre paso, y sale corriendo de la pista.
Cussirat la sigue, furioso, pero la pierde. La ve desaparecer en el Salón de música. Va tras ella, esquiva los rostros, llenos de cordialidad grotesca, de doña Chonita Regalado y de doña Crescenciana González, que quieren hablar con él, entra en el Salón de música, y sale a la terraza que está desierta.
Mira a su alrededor. El jardín está tenuemente iluminado por unos farolitos de papel, que Ángela, en un momento chinesco, decidió colgar de los árboles.
Ve algo que se mueve. Entra en la selva artificial gritando: “¡Pepita!”, y se sobresalta cuando la floresta cobra vida, al ponerse en fuga, como animales espantados, varias parejas que estaban haciendo el amor. Cussirat se pierde en los confines lóbregos del jardín, gritando: “¡Pepita!”.