VI. HIGH LIFE

Ángela, aporreando el enorme piano Bossendorffer que su marido compro en un remate, el Doctor Malagón, moviendo la melena canosa, medio levantándose de la silla para tocar mas alto, desafinado y haciendo florituras en el violín, Pereira, tocando su parte con gran timidez, el viejo Quiroz, fúnebre, a la viola, y Lady Phipps, con el cello entre las piernas abiertas, enseñando los calzones y levantando el mentón fornido, tocan, encarnizadamente, un quinteto del gran Lecumberri.

Don Casimiro Paletón, esperando a que llegue el momento de leer la Oda a la Democracia, que acaba de componer, Conchita Parmesano, sopeando galletas inglesas en vino de jerez, el Padre Inastrillas, dormitando, Pepita Jiménez, transida de emoción estética, Barrientos, que hace cinco años anda tras los favores de la anfitriona, y no le quita los ojos de encima, las dos hermanitas Regalado, aburridas, don Gustavo Anzures que va allí por no ir al Casino, sentados en los sillones vieneses, forman el publico.

La pieza acaba en un acorde sublime y desafinado. Los oyentes prorrumpen en aplausos y “bravos”.

—¡Que conciertazo! —dice doña Conchita, sacudiéndose las migajas.

—¡Que sería de nosotros sin usted, doña Ángela! —dice el Padre Inastrillas, despertando—. ¡Esta isla sería un desierto!

Barrientos, cojeando y retorciéndose los bigotes, se acerca a Ángela y, mirándola a los ojos le dice:

—¡Magnifico!


Malagón, con sus ademanes de Catalán apasionado, le dice a Pereira, salivando:

—No me siguió usted. El segundo movimiento no se toca así. Cuando yo hago taraliralirali, usted debería hacer tiraliralirala, y no tarilalarilalali, como hizo, porque entonces yo no puedo hacer taralalitaralala, que es lo que viene después. ¿Me explico?


—Si, Doctor, procurare hacerlo mejor la próxima vez.

—Esta música —dice Pepita Jiménez, tomando la copa con nieve de naranja que le ofrece un mozo—, es tan maravillosa que me deprime.

—I say! —comenta Lady Phipps, poniendo el cello a un lado, y cerrando las piernas.

El viejo Quiroz guarda la viola en su estuche sin decir pio.

—Están ustedes a la altura de las mejores orquestas —dice don Casimiro Paletón, echando sus barbas en remojo.

Don Carlitos entra al Salón, vestido a la inglesa y lleno de buen humor.

—¿Llego tarde? —pregunta.

—¡No sabe usted de lo que se ha perdido! —dice don Gustavo Anzures.

—Estas a tiempo para oír la oda que va a leernos don Casimiro —dice Ángela.

—¡Me alegro! ¡Me alegro! —exclama don Carlitos, resignado.

—Es una improvisación —advierte modestamente Paletón.

—Me retrase porque estuve jugando domino con Belaunzarán —explica don Carlitos a don Gustavo Anzures, discretamente—. Entre si son peras o son manzanas, hay que estar bien con todos. Le pedí que no me expropie la hacienda de la Cumbancha.

—Interceda por mi, don Carlitos. Acuérdese de que yo también soy propietario —le ruega Anzures—. Yo se lo agradeceré.

—Espere. Ahora es demasiado pronto. Hay que estar bien colocado para dar el salto. Pero, en cuanto haya un momento propicio, cuente conmigo.

Ángela se acerca a Pereira, y le dice, con discreta benevolencia:

—Le tengo un traje.

Pereira, agobiado por el agradecimiento, le dice:

—¡Gracias, señora!

—Nomás que don Casimiro lea su oda, se lo doy.

Recuérdemelo.

—Como no, señora.

Ángela, mirando los zapatos descosidos de Pereira, le pregunta:

—¿De que numero calza?

En ese momento, un mozo se acerca y le entrega a Ángela el cablegrama que trae en una bandeja. Silencio general. Expectación. Ángela se pone una mano sobre el pecho, como para evitar que se le salga el corazón.

—¿Que puede ser? —pregunta, mirando el sobre con fascinación.

—Pues ábrelo, niña, y ve que dice adentro —dice don Carlitos, acercándose, lleno de curiosidad—. ¡Pronto, que nos tienes sobre ascuas!

Ángela abre el telegrama y lo lee. Su rostro se ilumina. Levanta los ojos y le dice a la concurrencia:

—¡Buenas noticias para todos! Es de Pepe Cussirat. Dice: “Acepto coma en principio coma la postulación punto llego en avión punto Cussirat”.

Mientras Ángela aprieta el cablegrama contra su pecho, se oyen las exclamaciones de entusiasmo de varios de los presentes.

—¡Bravo! —dice Barrientos.


—¡Este muchacho es de oro! —dice don Carlitos.

—Mi oda no se llamara “a la Democracia”, sino “a Cussirat”. Aunque cabe apuntar que este cablegrama debió ir dirigido al Partido Moderado en su domicilio oficial, que es el Casino de Arepa.

Don Carlitos explica:

—Con Pepe siempre nos ligo una amistad muy intima. Es muy natural que haya querido que nosotros fuéramos los primeros en saber su decisión.

Se oye, primero, el ruido de una copa que se rompe, después, un golpe sordo, como de un fardo que cae. La nieve de naranja que estaba tomando Pepita Jiménez mancha la alfombra persa, al lado del cuerpo exánime de la poetisa.

Mientras el Doctor Malagón la examina, Conchita Parmesano le da palmaditas en una mano yerta, y le explica al Padre Inastrillas, que esta a su lado, listo para suministrar los Santos Oleos:

—Pepe Cussirat fue su novio. Lo ha esperado quince años. Es natural que se desmaye, la pobrecita.

Pepita Jiménez abre los ojos, y pregunta:

—¿Dónde estoy?

Malagón la da de alta.

—Fue la emoción, una copita de cognac y se le pasara.

El susto pasa. Don Carlitos sale del Salón, gritando:

—¡Un cognac!

Alguien comenta: “¡que susto nos has dado, muchacha!”

Pereira toca el brazo de Ángela, que acerca un pañuelo perfumado a las narices de Pepita, y le dice:

—Calzo del veintiséis.


Esa noche, Pereira entra en la sala oscura de la casa de su suegra, llevando en el brazo el estuche del violín, el portafolio con la música, el traje a rayas y los zapatos de dos colores. Con precipitación, en la oscuridad, se quita la ropa y los zapatos. Queda en calzones. Lleno de alegría, se pone los zapatos de dos colores. Cuando esta abrochando las cintas, se da cuenta de que alguien solloza en el cuarto de junto. Se levanta, y en calzones y zapatos, entra en su alcoba. A la luz del quinqué encendido, ve a Esperanza, en la cama, llorando. —¿Por que lloras?

—Porque ya no me quieres.

Pereira cierra la puerta, y camina hasta donde esta su mujer, diciendo, con vehemencia:

—¡Si te quiero! ¡Si te quiero!

Toma la sabana y, con cierta violencia y gesto grandioso, descubre a su mujer. Esta desnuda. Se monta sobre ella con los zapatos puestos.

—¡Si te quiero! —le dice.

Y ella le contesta:

—Ten cuidado, que me duele el hígado.

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