— ¡Hay que hacer algo! —dice Ángela, con El Mundo todavía entre las manos.
Barrientos, Anzures y Malagón, que acaban de traerle el periódico, fúnebres, están de pie frente a ella en la sala de música.
—A eso vinimos, Ángela —explica Barrientos—. Carlos debe intervenir. Él es amigo personal de Belaunzarán.
Ángela se pone de pie.
—De nada serviría —dice—. Carlos cree que es amigo de Belaunzarán, pero, en realidad, no ha hecho más que jugar dominó con él dos veces.
Va al teléfono que hay en el hall y pide comunicación con Lady Phipps.
—La Embajada Inglesa podrá hacerlo mejor, estoy segura —explica a sus amigos, antes de dejarlos.
Malagón se mesa la melena, y la caspa le cae sobre los hombros del traje a cuadros.
— ¡Y yo, sentado en la mesa del café, bromeando! ¡Cómo iba yo a pensar que mi gran amigo Paletón estaba en semejantes aprietos!
Va de un lado a otro de la sala. Barrientos se sirve una copa del cognac que saca de un armario. Anzures va a la ventana y se queda mirando los pavorreales en el atardecer.
—En el fondo, se lo merecen, por hacer las cosas tan mal. Si la bomba hubiera explotado, estarían velando al Gordo, y nosotros de fiesta.
En el hall, Ángela cuelga el teléfono en el momento en que entra Cussirat.
Pepe —le dice Ángela—, dime la verdad: ¿fuiste tu?
Cussirat finge no comprender.
—¿Fui yo qué cosa?
—Quien puso la bomba en Palacio.
Con seriedad digna, Cussirat responde:
—Ángela, si yo fuera el culpable, me entregaría.
Ángela se excusa:
—Sí, claro. Ni por un momento pensé que dejaras a otros en el atolladero si tú fueras quien puso la bomba.
—De esa manera —agrega Cussirat con un dejo de ironía—, nos fusilarían a los cuatro.
Ambos entran juntos en el Salón.
—Lord Phipps está en Palacio tratando de arreglar las cosas —anuncia Ángela.
Barrientos, cojeando, se sienta en un canapé, desde donde reflexiona en voz alta, incrédulo, mientras se calienta el cognac que tiene en la mano.
—Lo que no me explico es cómo, después de quince años de hablar de civismo, se les pudo ocurrir una cosa tan descabellada a esos tres hombres.
—¡Tan torpes! —concluye Anzures, dando la espalda a la ventana.
Ángela le reprocha:
—¡Gustavo, no hables así! ¡Su vida está en peligro!
—¿Qué podemos hacer? —pregunta Cussirat.
—Se puede formar una comisión —dice Barrientos, sin entusiasmo—, juntar firmas, pedir clemencia. . . pero eso lleva tiempo. Y no lo tenemos. Esto lleva toda la traza de juicio sumario. Lo único que puede salvarlos es una intervención personal de alguien que tenga influencia sobre esta bestia.
—¿Por qué no interviene usted? —le pregunta Cussirat.
—Yo no soy más que el Director del Banco de Arepa. Estamos peleados a muerte. ¿Por qué no interviene usted? —le pregunta, a su vez, Barrientos a Cussirat.
—Porque antier no me quiso recibir. Me dejó plantado, haciendo antesala.
—Carlos es la solución —dice Barrientos.
—¡No, qué Carlos! —dice Malagón, dejando de pasear—. ¡Hay que lanzar otra bomba!
—¿Con qué objeto? —pregunta Anzures.
—Que se vea que no estamos de acuerdo —dice Malagón.
—¿Quién va a lanzarla? —pregunta Barrientos.
—Yo la lanzaría, de mil amores —dice Malagón, pero advierte—, si no fuera un exiliado político.
—Un momento —dice Anzures—. Si alguien tiene valor para poner una bomba, debe tenerlo para afrontar las consecuencias. Si nosotros intervenimos, es por humanidad, no por obligación.
—Gustavo —dice Ángela—, debes tener en cuenta que lo que hicieron estos hombres lo hemos pensado muchos, sin atrevernos.
Hay un silencio. Un mozo entra.
—Lady Phipps al teléfono, señora.
Ángela sale, rápidamente, llena de esperanzas.
Barrientos se levanta trabajosamente y va a servirse otra copa, Malagón sigue sus paseos, Anzures vuelve a mirar por el ventanal, Cussirat se sienta. Ángela entra, desolada. Todos la miran.
—Han confesado su culpabilidad. La Embajada Inglesa no puede intervenir. Están perdidos.
Todos se abaten.
—No queda más que esperar a Carlos —dice Barrientos.
Esperan a don Carlitos jugando tute. Cussirat gana tres partidas al hilo.
Cuando don Carlitos llega, viene desencajado. Se para a medio Salón, y con lágrimas en los ojos, y abriendo los brazos, dice:
—¡Han sido condenados! ¡Los van a fusilar!
Todos lo miran consternados.
—Tienes que intervenir —le dice Barrientos.
Don Carlitos, en el colmo del abatimiento, contesta.
—Ya traté de hacerlo. De nada sirvió. No me recibieron. Ángela, ¿te das cuenta de lo que esto significa? Sin diputados moderados en la Cámara, la Ley de Expropiación se nos viene encima, la Cumbancha se nos va. . . estamos perdidos.
Dicho esto, tragándose un sollozo, caminando con paso inseguro, pero levantando la cabeza con dignidad, como si fuera él el fusilado, don Carlitos sale.
Después de un momento de silencio, Ángela exclama:
—¡Qué vergüenza! ¡Tres vidas en peligro y este hombre pensando en su hacienda de la Cumbancha!
Se pone de pie y sale tras de su marido. Cussirat baraja y reparte las cartas.
Ángela llega al hall del primer piso con agitación de gasas, jadeante. Camina hasta la alcoba de su marido, abre la puerta y lo ve, sentado en la cama, con un pie desnudo, el calcetín en la mano, y la mirada fija en el fondo del zapato que se ha quitado.
Ángela se suaviza. Entra en el cuarto y va hacia la cama. Él la mira y cree que viene a consolarlo. Cuando ella está cerca, él se echa a llorar, apoyando la cara contra la barriga de su mujer, quien, después de dudarlo, le acaricia levemente la cabeza.
Gaspar, el gato de Pereira, sentado en la mesa del comedor, posa somnoliento para su dueño, que está haciéndole un retrato, a lápiz, sobre un bloc de dibujo.
En la sala, Rosita Galvazo, en refajo, se mira en el espejo. Esperanza da la última puntada al percal floreado con que trata de cubrir las carnes rotundas de su amiga y cliente. Doña Soledad, en una mecedora, le da de comer al canario recién nacido que tiene en el puño, sobre el regazo, metiéndole por el pico abierto un palillo de dientes mojado en una sopa inmunda: dice una frase célebre:
—En mis tiempos, las cosas no eran así —y luego, dirigiéndose al canario, le dice—: Come tonto, que tu madre no está aquí. ¿Cuándo se iba a ver, a las seis de la tarde, a un hombre, sentado en el comedor, retratando a un gato? Los de antes se emborrachaban, pero traían dinero a casa.
Rosita, absorta en sus redondeces, comenta:
—¡Cada día estoy más gorda! Suerte que a Galvazo le gusto así.
Esperanza, con la boca llena de alfileres, se pone de pie, extiende el vestido, que es vasto, y dice, entre dientes:
—Nomás está hilvanado.
—¡Qué chulo! ¡Qué elegante! ¡Qué distinguido! —comenta doña Soledad, picándole, por distracción, un ojo al canario.
Rosita se enfunda en el vestido, que Esperanza trata de hacerle pasar por las nalgas.
Galvazo, satisfecho, con bultos de comestible entre las manos, rebosante de buen humor, entra en la casa y se mete de rondón en la sala. Las mujeres, entre risitas coquetas, gritan:
—¡Jesús, los moros!
—¡Cierre los ojos, picarón!
—¡Fuera, intruso!
Galvazo, el Terror de la Jefatura, cierra los ojos, haciéndose el delicado, como si nunca hubiera visto a su mujer en calzones, y deja que entre Esperanza y Rosita le den la vuelta y lo empujen hasta la puerta, diciendo:
—¡Al comedor, hombrón, que aquí no tienes nada que hacer!
Doña Soledad, echando atrás la cabeza y la mecedora, empuñando todavía el canario, suelta la carcajada gozando del momento equívoco y pudibundo.
Galvazo irrumpe en el comedor, despertando a Gaspar y secando la vena creativa del dueño. Mientras Gaspar baja de la mesa y huye a la cocina, y Pereira cubre el dibujo con una hoja en blanco, Galvazo deja los bultos sobre la mesa y dice:
—¡Un día pesadísimo, pero fructífero!
—¿Qué hiciste?
—¡Nada menos que acabar con la oposición!
—¿Cuál oposición?
—Tu patrón, don Casimiro.
Pereira se alarma.
—¿Don Casimiro? ¿Qué pasó?
—Trató de asesinar al señor Presidente. Él, y otros dos. Fallaron, afortunadamente. Los agarraron y me los llevaron. No querían confesar, los muy cobardes. Agarré a don Casimiro, “hínqueseme allí”, le dije. Le di un tirón en donde tú ya sabes. ¡Santo remedio! Confesaron los tres. Mañana los fusilan.
Pereira está demudado.
—¿A don Casimiro lo fusilan? ¡Van a cerrar el Instituto! ¿De qué voy a vivir?
—De la guitarrita que tocas.
—Pero eso no deja.
—Mira, no seas egoísta. Piensa en lo que este hecho significa para el país: se acabó la oposición moderada, el ambiente político va a quedar más limpio que una camisa acabada de lavar. Ahora sí vamos a vivir en paz.
Pereira, incapaz de concentrarse en las ventajas que trae consigo la desaparición de los moderados, se pasa, desolado, la mano por los cabellos. Galvazo trata de consolarlo:
—No te preocupes, que tienes amigos pudientes que te van a ayudar.
Le pasa el brazo por los hombros. Pereira lo mira, preocupado, pero agradecido por la amistad que le demuestra. Galvazo, viendo que la preocupación de su amigo disminuye, retira el brazo, abre los paquetes que están en la mesa, y dice:
—Ahora vamos a pensar en comer.
Separa una lata y se la muestra a Pereira, que la observa con melancolía y le dice:
—¿Sabes lo que es esto? Paté de foie gras. La cosa más deliciosa que puedas comerte. Lo agarramos en un contrabando. ¿Tienes pan?
Al día siguiente, Bonilla, Paletón, y el señor de la Cadena, se levantaron a buena hora, hicieron sus necesidades ante guardia de vista, se rasuraron con navaja prestada, se confesaron con el Padre Inastrillas, caminaron por los pasillos de la Jefatura entre un pelotón de la Policía Montada y se pararon en el patio de servicio, dando la espalda al muro de prácticas, mirando cómo los montados se hincaban, cortaban cartucho, apuntaban y disparaban. Murieron rayando el sol.
A la ejecución asistieron Jiménez, envuelto en un capote prusiano que lo hacía sudar a chorros, Galvazo, desveladón, un Ministro de la Suprema Corte, que fue quien dio fe, Cardona, en representación de la presidencia, con órdenes de asegurarse de que quedaran bien muertos los culpables, el Padre Inastrillas, que echó la bendición, y varios periodistas y fotógrafos.
El tiro de gracia estuvo a cargo del teniente Ibarra, personaje oscuro, que no volverá a aparecer en esta historia, ni en ninguna otra, porque murió esa misma noche de congestión alcohólica.