III. POR UN ENTIERRO

El día siguiente será histórico para la República Arepana. Los hacendados, los comerciantes, los profesionales, los artesanos, y los criados de casa buena, entierran al Doctor Saldaña, y con el, sus esperanzas de moderación. Los campesinos, los Pescadores, los cargadores, los vendedores de fritangas, y los pordioseros, llegan a Palacio, con gran griterío y bailando la conga, y piden, cantando, que Belaunzarán acepte, por quinta vez, y en contra de lo previsto en la Constitución, la candidatura a la presidencia.

Pero lo mas importante pasa en la Cámara. La sesión se abre a las nueve, con asistencia total de los diez diputados, y con un minuto de silencio, en serial de duelo por la muerte del Candidato de la Oposición. A las diez y media, el Diputado Bonilla pide permiso, en nombre de los moderados, para retirarse y asistir al entierro del Doctor Saldaña. El Presidente de Debates concede el permiso, con la advertencia de que, como es costumbre en estos casos, el resto de la asamblea sigue teniendo poderes plenarios. Como los moderados son gente puntillosa que no se pierde un entierro, y como en el orden del día no hay más que asuntos sin interés, Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, de luto riguroso y caras largas, se retiran del foro. Cuando ellos están apenas abordando el automóvil que ha de conducirlos al entierro, el Diputado Borunda pide que, por causa de fuerza mayor, se cambie el orden del día y se pase a discutir el artículo 14, referente al régimen electoral. Se aprueba la petición, y a las once y cinco, cuando los moderados están llegando a casa del muerto, la Cámara aprueba, en pleno, por siete votos contra cero, la eliminación del párrafo que dice: “podrá permanecer en el poder durante cuatro periodos como máximo y no podrá reelegirse por quinta vez”.


El Instituto Krauss, casa máxima de estudios y baluarte del saber arepano, tiene su sede en un edificio de piedra, ennegrecida y mohosa, que fue convento. En los pasillos del claustro, por donde pasearon monjas chismorreando o rezando el rosario, pasean ahora adolescentes hijos de millonarios, en pantalones cortos, picándose las narices y preparándose para entrar en Harvard o La Sorbona.

Salvador Pereira, maestro de dibujo por necesidad, y violinista aficionado, entra en un Salón de clase, portafolio en mano. Veinte estudiantes despatarrados lo miran con insolencia.

Pereira abre el portafolio sobre el escritorio y saca de el unas escuadras de madera.

—En la clase de hoy —explica—, vamos a aprender el uso de las escuadras.

Tintín Berriozabal, el alumno más guapo y holgazán de toda la escuela, se levanta y toma la palabra, sin esperar a que se la concedan.

—Maestro, ¿usted es patriota?

Pereira mira a Tintín, desconcertado, antes de contestar:

—Por supuesto.

—Entonces, no deberíamos tener clase. Hoy entierran al Doctor Saldaña.

Se oye un coro plañidero que dice:

—¡Si, maestro, déjenos ir!

Pereira golpea con las escuadras sobre el escritorio, pidiendo silencio. Cuando lo obtiene, dice:

—Estamos en clase de dibujo constructivo. No nos interesan los acontecimientos políticos. Hoy vamos a aprender el uso de las escuadras.

Se oye otro coro, que dice:

—¡Maestro, no sea malo, déjenos ir!

Pereira golpea con las escuadras y dice, entre la batahola:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!


En silencio, con la carroza adelante, los caballos enlutados, y el cochero de sombrero alto, el cortejo fúnebre del Doctor Saldaña avanza, lenta y majestuosamente, hacia el panteón.

Detrás de la carroza, de traje negro, caminan los ricos de Arepa; tras de los ricos vienen sus coches, con sus mujeres adentro, y tras de los coches, los partidarios pobretones del Doctor Saldaña.

En el Dion-Button de siete asientos de los Berriozabal, Ángela, la viuda de Saldaña y doña Conchita Parmesano, enlutadas y sudorosas, con ojeras de desvelo, toman, en vasitos niquelados, café que sacan de un termo, y no dicen nada.


Fausto Almeida, subido en una barda, vestido de blanco mugroso, con el pelo seboso cayéndole sobre la frente mulata, se desgañita gritando:

—Durante veinte años el Mariscal Belaunzarán ha velado por los derechos del pobre. Durante veinte años ha conducido a este país por los senderos del progreso. Pidámosle que no nos abandone. Pidámosle que acepte la candidatura por quinta vez.

Una muchedumbre de desocupados grita entusiasmada. Almeida pega un brinco y baja de la barda, echa a caminar hacia el Palacio Presidencial, y la plebe lo sigue, moviéndose al ritmo de congas y bodoleques, atabales y rungas.


El profesor Pereira, apoyando las escuadras en el pizarrón, traza paralelas con gran pericia. A su espalda todo es desorden. La clase entera, menos Pepino Iglesias, el cegatón, que esta en un pupitre de primera fila, dormido tras los cristales de sus anteojazos, esta asomada a la ventana, esperando al cortejo fúnebre. Pereira se da la vuelta, monta en cólera, golpea sobre el escritorio, despertando a Pepino, y grita:

—He dicho que esta es una clase de dibujo: ¡a sus lugares!

Los alumnos, tomándose su tiempo, vuelven a sus lugares, y Pereira a sus escuadras.

La puerta se abre y entra don Casimiro Paletón, Director del Instituto. La clase entera se pone de pie, ruidosamente, porque las hebillas de los cinturones se atoran en las tapas de los pupitres.

Don Casimiro Paletón mira a Pereira, severo.

—Profesor Pereira: ¿qué espera usted?, ¿en qué esta usted pensando?, este es día de duelo nacional. Deje ir a los muchachos para que puedan acompañar al cortejo fúnebre del Doctor Saldaña, que no tarda en pasar frente al Instituto.

—Muy bien, señor Director —dice Pereira, corrido. Paletón se vuelve a los muchachos:

—Muchachos: nunca olviden este día. La muerte del Doctor Saldaña es la catástrofe más grande que ha ocurrido en Arepa.

Dicho esto, se retira precipitadamente, conmovido hasta las lágrimas por su propia elocuencia.

Cuando se cierra la puerta, la alegría de los muchachos estalla: gritan, ríen, golpean las papeleras, sacan sus libros y se van corriendo. Dejan solo a Pereira, que torciendo la boca con disgusto, guarda las escuadras en su portafolio.


El cortejo fúnebre de Saldaña partió de su casa en el Paseo Nuevo, bajo por el Espolón hasta Cordobanes, torció a la izquierda, camino por la Manga de Clavo, y allí, al pasar frente al Instituto Krauss, se tope con la manifestación Belaunzaranista que empezó como acto de apoyo en los Llanos del Cigarral, espanto las moscas del Muladar de San Antonio, se hizo fuerte en el Mercado de Pescaderos, se apretujo entre las callejas de la ciudad vieja y acabo, frente al Palacio, convertida en un llamado a la dictadura.

Al encontrarse frente al Instituto Krauss el cortejo y la manifestación se detienen; los caballos están nerviosos, el cochero, inseguro, los ricos temerosos de que la turba gritona los llene de escupitajos. Los pobres, por su parte, al ver frente a ellos la carroza negra con el muerto adentro, se detienen también, se miran consternados, y se callan la boca y los instrumentos. Durante un momento nadie se mueve en la calle llena de gente. No se oyen más que los cascos de los caballos golpeando en el adoquín carcomido. Pereira asoma a una ventana del Instituto Krauss y mira a sus pies aquellas dos corrientes inmóviles. El sol cae como plomo, no hay una brizna de aire, las moscas reanudan sus cacerías microscópicas.

Al final vence la superstición. Los pobres se quitan los sombreros de palma, el cochero fustiga a los caballos y los hace avanzar, los pobres se separan y abren paso a la carroza, los ricos aprietan filas y echan a andar, convencidos de que van a pegárseles las liendres, los automóviles elegantes se ponen en marcha, con pedorrera espectacular.

El Doctor Saldaña, cabeza de sus huestes de medio pelo, cruza, como Moisés, un pestilente y dividido Mar Rojo para llegar al cementerio.

Cuando el cortejo ha pasado, la turba se cubre, los tamborileros tocan, la gente grita y avanza dando brinquitos y cantando:

Que te digo que no paro

Belaunzarán.

En el Salón Verde del Palacio, con araña, gobelinos y muebles estilo Imperio, adquiridos por un Capitán General megalómano de tiempos isabelinos (de los españoles), están sentados Mr. Humbert H. Humbert, Sir John Phipps y M. Coullon, embajadores de los Estados Unidos, su Majestad Británica y Francia, respectivamente, fumando los Partagás que acaba de ofrecerles el Jefe del Protocolo.

En el Salón de Audiencias, Belaunzarán recibe a los diputados, que vienen a darle la noticia de la ley que acaban de modificar. Borunda es el portavoz:

— Señor Presidente, usted esta en libertad de aceptar la candidatura.

El Mariscal, haciendo la remolona, levanta las palmas de las manos con modestia:

—Pero yo ya estoy muy cansado, muchachos.

Cardona, que ve desvanecerse sus esperanzas, pone cara de vinagre.

Afuera se oye el canto de la plebe. Chucho Sardanápalo, Ministro del Bienestar Publico, y el Intendente de Palacio, entran a pedirle a Belaunzarán:

—Salga al balcón, señor Presidente, la gente lo esta pidiendo.

En la Plaza Mayor, el populacho organizado canta con ritmo mulato:

Belaunzarán

no te noj vayas

Belaunzarán

Ay, no no no

no te noj vayas

Belaunzarán

Belaunzarán, desde el balcón, llora lágrimas de emoción, y agradece la fiesta. Al agradecer la fiesta dice que si con la cabeza, y al verlo, el publico estalla en jubilo, y sigue la juerga.

Belaunzarán se retira del balcón. En el Salón de Audiencias, entre los diputados y los ministros, esta Cardona, agrio como siempre, con los hombros caídos como nunca. Belaunzarán entra en el Salón, cruza hasta Cardona y lo abraza. Le dice, con la voz engolada por la emoción:

—Perdóname, Agustín, pero no puedo negarles nada. Otra vez será.

Belaunzarán se separa de Cardona, lo deja mirando la alfombra, y a los demás, a Cardona, con lastima, y sale por la puerta que da al pasillo que conduce a su despacho particular.

En su despacho, Belaunzarán se transforma. La emoción y la parsimonia lo dejan, aprieta el paso, rodea el magno escritorio, libra un sillón, pasa junto a su estatua, y abre la puerta del baño, desabrochándose el botón de la bragueta.

En el Salón Verde, los embajadores se aburren mirando al vacio. El ruido del excusado los saca de su ensimismamiento. Paran la oreja, se enderezan, y al abrirse una puerta, tuercen el pescuezo para ver quien entra.

Belaunzarán, dejando a sus espaldas la catarata artificial que ha provocado, y que sigue fluyendo, esta en el umbral, abrochándose la bragueta y sonriendo cortésmente:

—Señores, estoy para servirlos.

Dicho esto, se sienta en un sillón ligeramente más alto que los que ocupan los embajadores.

Mr. Humbert H. Humbert, regordete y marrullero, simpático a fuerzas, entre sonrisas y vocales ambiguas, toma la palabra:

—Mis colegas aquí presentes y yo, venimos a expresarle que nuestros respectivos gobiernos verán con muy buenos ojos que usted siga en el poder, por considerarlo un estadista como no hay otro.

—Muchas gracias —dice Belaunzarán.

Sir John Phipps, viejo y seco, que no entiende español y es sordo, sonríe amablemente a Belaunzarán, y mueve la cabeza afirmativamente, deseando, en su fuero interne, que lo que ha dicho Humbert H. Humbert sea lo que el quisiera haber dicho. M. Coullon, redondo y cabezón, con la cara llena de reproches, no hace gesto alguno y pone la mirada en los lebreles del gobelino que tiene enfrente. En sus veinte años de embajador en tierras de indios, no ha logrado entenderse con nadie, por considerar que, puesto que el Francés es la lengua diplomática, no hay razón para usar ningún otro idioma.

—En cuanto a la Ley de Expropiación y el Programa Agrícola, que tiene usted en proyecto, querido Mariscal —continua Humbert, mas sonriente que nunca—, estamos de acuerdo en que no lesionara los intereses de ningún extranjero, ni será obstáculo para que Arepa cumpla con los compromisos que ha contraído con nuestros gobiernos, ¿no es así?

—Así es, mister Jombert—dice Belaunzarán, sonriendo ligeramente, y echando una miradita en los ojos de cada uno de sus visitantes, para demostrarles sinceridad.

Los anglosajones sonríen a Belaunzarán benévolamente. Coullon gruñe, en francés:

—¡Bien!

Загрузка...