XVI. PARA CONVENCER A ÁNGELA

—Primero, el Padre Inastrillas hará la presentación —le dice Ángela, en su boudoir, a Pepita Jiménez—; después, tú lees los fragmentos; luego, viene el discurso de Malagón, que ya tiene preparado y es muy interesante; cuando termine el discurso, entreacto, y en la segunda parte del programa, la Oda a la Democracia, que tienes que ensayar bien, por ser de las obras más emocionantes de Casimiro y la última que escribió. Al final, el cuadro plástico que está poniendo Conchita con las niñas de la Academia, que espero que salga bien. Con Gustavo no podemos contar. Se negó rotundamente a participar en la velada. Tiene miedo. Es una lástima, porque tiene tan buena voz. . . ¿Qué tienes?

Pepita, lánguida y demacrada, no ha puesto atención. Está llorando. Ángela, comprensiva, toma la mano de Pepita.

—¿Es por Pepe que lloras? —le pregunta.

Pepita llora más. Cuando se le acaba el llanto, le empieza el hipo. Ángela espera, pacientemente, la respuesta.

—Ángela, qué dolor. Es cortés, pero no cariñoso. No me ha dicho nada de lo que yo quiero oír. Casi no me mira, y cuando lo hace, parece como si ya no se acordara. . . de. . . todo aquello.

Ángela se levanta de la silla Luis XVI, va al tocador, toma un chocolate, se lo come y le ofrece la caja a Pepita, mientras hace esta reflexión:

—Desgraciadamente, Pepita, no mandamos en los espíritus de los demás. Estas cosas, cuando ocurren, que es muy triste que ocurran, hay que aceptarlas y seguir adelante.

—Pero yo tengo treinta y cinco años, Ángela. A este hombre le di mi juventud.

—Porque quisiste. No se lo reproches.

—¡Sus cartas eran tan cariñosas!

—¿Pero cuánto tiempo hace que dejó de escribirte?

Pepita baja la mirada y traga el chocolate antes de contestar:

—Doce años.

—¿Ves? Tú no lo olvidaste, pero no puedes exigirle a un hombre lo mismo. Estás siendo injusta con él.

Pepita alza la mirada y la fija en el rostro de Ángela.

—¿Crees que no hay esperanzas?

Ángela, incómoda, decide ser franca.

—Por lo visto, ninguna.

Pepita, ante la confirmación de sus sospechas, reflexiona:

—Yo estaba resignada. Era feliz. Pero ahora, su presencia. . . me ha causado mucho daño.

Pepita vuelve a llorar, y Ángela a tomarle la mano. Después, en vista de que el llanto no acaba, se pone de pie, con ligera impaciencia, y dice:

—Bueno. Es hora de irnos a la junta.

Ángela, Pepita, la Parmesano, Malagón y el Padre Inastrillas, tienen cita con Bertoletti, el director del Teatro de la Ópera de Puerto Alegre, para ver lo del decorado. Pepita deja de llorar.

—Límpiate esa cara —ordena Ángela.

Pepita Jiménez entra en el baño. Ángela, a solas, se mira en el espejo y se toca la piel de la mejilla.


Don Carlitos, peripuesto, como un mosco bien vestido, sube la escalera dando brinquitos, lleno de decisión, de esperanzas, de ideas que él cree geniales, que acaban de ocurrírsele en el bar del Casino con ayuda de Barrientos y de don Bartolomé González; sabedor de los riesgos que corre, del peligro que existe de que Ángela lo mande a freír espárragos cuando le pida una fiesta para Belaunzarán, preparado a mentir.

En este estado de ánimo llega al hall del primer piso. Va a la puerta del boudoir de su mujer, se detiene un momento, preparando la frase con que va a empezar su petición, y llama con golpe coqueto.

—¡Adelante!

Don Carlitos entra. Al ver a Ángela y a Pepita listas para salir a la calle, de sombrero y collares, se desconcierta.

—Vienes borracho —dice Ángela.

—Falso. Tomé una copita nada más.

—Vamos a una junta en el teatro —dice Ángela, calándose un guante, dando por terminada la entrevista.

A don Carlitos le importa un pepino el destino de su mujer. Al ver su plan en peligro, decide tomar la ofensiva:

—Angelita, vengo a pedirte un favor.

—No tengo tiempo de hacer favores —dice Ángela—, voy de salida.

—Ni yo tengo tiempo de esperar a que regreses —contesta don Carlitos, y agrega, dirigiéndose a la Jiménez—: Niña, tápate los oídos, que ésta y yo tenemos que hablar a solas un minuto.

Ángela, ante lo inevitable, le pide a Pepita:

—Espérame abajo.

Cuando Pepita ha salido, don Carlitos se acerca a su mujer y le dice, como en secreto:

— ¡Todavía hay esperanzas!

—¿De qué? —pregunta la otra.

—De salvar la Cumbancha. Pero necesito que tú me ayudes. Para ser franco, necesito que tú me salves.

Ángela, severa, le pregunta a su marido:

—¿Qué estás tramando?

Don Carlitos, fingiendo estar encantado, como quien da la mejor noticia del siglo, dice:

—¡Belaunzarán quiere ser socio del Casino!

Da un paso atrás, para ver mejor el efecto que estas palabras producen en su mujer. Ella no se inmuta.

—¿Y a mí qué me importa? —pregunta.

Don Carlitos no se desanima. Vuelve a la carga con la segunda parte de la mentira:

—Espera a que oigas esto: la Mesa Directiva se ha juntado para discutir la solicitud, y la ha rechazado.

—¡Bien hecho! —dice Ángela.

Don Carlitos levanta una mano para poner freno a la aprobación justiciera de su mujer, y prosigue:

—No cantes victoria, que todavía no has oído el final. Belaunzarán ha sido rechazado, no por asesino, como le dices tú, ni por mulato, como le dicen otros —se retira otra vez, como apuntando para dar el golpe de gracia—. Su solicitud fue rechazada porque no cumple con una formalidad indispensable: no va acompañada de la carta de un socio fundador que la avale. Belaunzarán me ha hecho el honor, fíjate bien: de pedirme que sea yo quien lo recomiende, ¿entiendes?

Ángela lo mira como a poca cosa, y le dice, con desaliento:

—Sí entiendo, tú lo vas a recomendar.

Don Carlitos se acerca a su mujer.

—¡Claro! No sólo lo voy a recomendar: ¡voy a presentarlo en sociedad! —toma la mano enguantada de su mujer entre las suyas, y agrega—: ¡Si tú estás de acuerdo!

Ángela lo mira con desconfianza asombrada.

—¿Qué quieres decir?

—El día trece de julio es el aniversario de la Batalla de Rebenco. Le hacemos un baile aquí en la casa, invitamos a la crema y nata de Arepa, y no hay Dios que nos quite la Cumbancha.

Ángela está boquiabierta.

—¿Aquí, en la casa? ¿Belaunzarán en la casa?

Don Carlitos se angustia:

—¡Dime que sí, Angelita! ¡Haz un sacrificio! ¡Al fin y al cabo es una sola noche! ¡Dime que sí!

Trata de besar el guante de Ángela, pero ella retira la mano con movimiento violento.

—¡Estás loco!

Se va a la puerta. Don Carlitos, desesperado, se arrodilla.

—¡Ángela, te lo pido de rodillas!

Ángela sale del cuarto, ni siquiera se vuelve para mirarlo y verlo hincado, con los brazos en cruz, casi babeante. Cuando ve todo perdido, don Carlitos se pone de pie, con mucho más trabajo del que le costó hincarse. Después, se va a su cuarto y se sienta, durante horas, en un sillón, mirando al vacío.

Entre su casa y el teatro, Ángela no abre la boca, va furiosa, mirando el camino. En el teatro, mientras la Parmesano y Bertoletti discuten el decorado, se le ocurre una idea. Regresa a su casa de buen humor, sube al cuarto de su marido, entra sin anunciarse, lo encuentra todavía sentado en el sillón, deprimido, y le da la sorpresa:

—Cambié de opinión. Sí vamos a hacerle la fiesta a Belaunzarán.

Don Carlitos casi se muere del gusto.

—Gracias, Ángela, gracias —dice, besando las manos a su mujer.

Ella lo mira en silencio, como si estuviera divirtiéndose con su alegría. El, agradecido e inocente, sigue besando las manos de su mujer, sin sospechar siquiera las negras ideas que le flotan a ella en el cerebro.

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