XVII. OTROS PLANES

A las diez de la mañana, Cussirat, en pijama y bata de seda, con una redecilla en la cabeza, aplastándole el cabello, toma el desayuno en la terraza, mirando al patio arbolado. Garatuza, después de llevarse el plato con vagos rastros de filete y papas, le sirve el café, y le da el periódico.

En la primera plana de El Mundo está la foto de Belaunzarán echando, con gran torpeza, la lanzadera en su primer viaje, al inaugurar la primera fábrica de hilados y tejidos que se funda en Arepa, con capital francés. La inauguración fue el día anterior, antes, y esto no lo dice el periódico, de la comida con los ricachones.

Después de cerciorarse de que nada más se ofrece, dejando a su amo absorto en la lectura de tonterías, en el frescor del patio, Garatuza se retira a la cocina y se dispone a desayunar.


El Dion-Button de los Berriozábal se detiene en la calle de Cordobanes, frente a la casa de los Cussirat. El chofer, sudando adentro de la librea, baja del coche, llega al portón, y da dos aldabonazos que retumban en el vestíbulo, y hacen que Garatuza, que está en la cocina comiendo callos, pegue un brinco, se limpie el labio con migajón y baje las escaleras corriendo y desremangándose.

—La señora de Berriozábal quiere ver al señor Cussirat —anuncia el chofer, haciendo una leve reverencia al pronunciar cada nombre.

Garatuza no dice nada, se pone tieso, mira adentro del coche, ve que no están tomándole el pelo, porque Ángela, recatada, de sombrero y arracadas, está en el asiento de atrás, mirándolo. Se guarda el escándalo en sus adentros, y le dice al chofer: —Voy a anunciarla.


Ángela, con vestido de visitar monjas, sentada en la terraza, al lado de Cussirat, da un sorbo a la demi tasse que tiene enfrente, se pone la servilleta sobre la boca un instante, y dice:

—Malagón propone arrojar una bomba para demostrar solidaridad con los mártires. No creo que sea el camino. Creo que el mejor homenaje que podemos rendir a nuestros amigos muertos es llevar a cabo la empresa por la que ellos ofrendaron su vida.

Cussirat se yergue en su asiento, molesto, mira a su visitante, como a una intrusa, y le dice:

—Ángela, ésa es mi misión. Te prometo que sabré cumplirla.

Ángela lo mira de frente y adopta un tono que expresa la gran confianza que le tiene.

—Estoy segura de ello. No he venido a hacerte reproches, sino al contrario: vengo a pedirte que nos guíes.

Cussirat la mira sin comprender.

—¿Que nos guíes?, ¿a quiénes?

Ángela apoya los brazos sobre la mesa y habla con vehemencia precisa:

—He pasado la noche en vela, pensando en lo que ha ocurrido últimamente en Arepa. Está claro que tú no eres el único que piensa que ha llegado el momento de acabar con Belaunzarán.

Cussirat se bate en retirada y se hunde en una meditación fingida. Ángela prosigue:

—Tú ya hiciste un intento, nuestros amigos hicieron otro, ¿no crees que si hubieran estado de acuerdo se hubieran obtenido mejores resultados?

Con un movimiento de impaciencia Cussirat dice: —Si hubiéramos estado de acuerdo, tus amigos no hubieran ido a Palacio.

Ángela equivoca la intención de la frase:

—Precisamente. Tú eres el único hombre en la isla que tiene inteligencia, valentía y decisión suficientes para llevar a cabo esta empresa.

Cussirat baja los ojos, avergonzado.

—Hasta el momento, he fracasado —dice.

Ángela se lanza al ataque:

—Porque lo que hiciste fue irreflexivo: no hubieras salido vivo de Palacio, porque estabas solo. Pero lo que ha ocurrido encierra una gran enseñanza: Dios no quiso que tu intento tuviera éxito, pero la Divina Providencia está con nosotros, porque estás vivo. Ha llegado el momento de reunir a todas las personas que están dispuestas a sacrificarse por su patria, formar un grupo con ellas, adiestrarlas, organizarlas, y llevar a cabo lo emprendido. Tú eres el indicado para comandar este grupo.

—No cuentes conmigo —dice Cussirat.

Ángela lo mira escandalizada.

—¿Por qué?

Cussirat, incómodo, rehuye la mirada de su visitante, y se tarda un momento en contestar:

—Porque es peligroso trabajar en grupo. Puede haber filtraciones, indiscreciones, torpezas. . .

—¡No seas soberbio! ¡No seas egoísta! ¿Qué va a pasar si fracasas? ¿Quién va a continuar tu obra?

¡Déjanos colaborar contigo! ¡Permítenos ayudarte y protegerte! ¡No nos niegues un poco de tu gloria!

Cussirat, avergonzado y molesto, la detiene en seco:

—¡Ángela, por favor!

Ella, frustrada, se calla. Los ojos se le rasan de lágrimas, los labios le tiemblan y tiene la respiración agitada. Su pasión es ridícula, pero imponente. Cussirat se amedrenta, ella lo nota y, de un zarpazo, toma la mano del hombre indefenso, arrinconado en su silla, y le dice:

—¡Por favor, tú! ¡Tú, por favor!

Oprime la mano del otro entre las dos suyas. Cussirat, perplejo, sintiéndose ridículo en su redecilla para el pelo, tratando de salvar su mano y de poner fin a la escena, dice:

—¿Qué propones?

Ella; entre lágrimas, le sonríe, triunfal y agradecida. Él hace un intento, tímido y fallido, de retirar la mano.

—La suerte está con nosotros —dice Ángela, sonriendo, triunfal—. Belaunzarán vendrá a mi casa dentro de un mes.

Cussirat la mira con interés, olvidando, por un momento, su mano.


Pepita Jiménez, ojerosa, con el pelo lamido, tristona y pálida, pero con los labios pintados color cereza, vestida de ala de mosca, parada sobre unos zapatos demasiado largos en el centro del escenario, mueve los brazos desnudos y, haciendo tintinear pulseras, recita, con voz quejumbrosa, los últimos versos de un poema de Paletón.

Corazón amargado

Corazón abandonado

¿A dónde vas?

—¡Ay, es una obra de arte! —comenta Conchita Parmesano, desde la tercera fila, y bate palmas.

Los demás asistentes al ensayo también aplauden.

Cussirat, al lado de Ángela, en el centro de la sala del teatro, hace un movimiento de impaciencia y comenta:

—Esta mujer no sirve.

Ángela lo mira con reproche.

—Es muy valiosa y te quiere muchísimo —le dice.

—Que son dos virtudes que nada tienen que ver con la habilidad de asesinar presidentes. Definitivamente, esta mujer, fuera.

—¡Pepe! —dice Ángela, como queriendo poner fin a los denuestos. En el fondo, la mala opinión que tiene Cussirat de Pepita la halaga, porque sabe que no se aplica a ella misma.

Cussirat, ceñudo, pasea la mirada por el teatro.

—¿Quién es Pereira?

Pepita se ha ido a sentar junto a las Regalado. Las niñas de la Academia suben al foro y, obedeciendo órdenes contradictorias de Bertoletti y la Parmesano, forman el cuadro plástico, después de pasar muchos trabajos. El Padre Inastrillas, abriendo los brazos en cruz, le dice una galantería edificante a la poetisa; don Carlitos, sumido en su butacón, espera, paciente, a que se acabe el ensayo; Malagón, cerca del proscenio, aprovechando la luz de las candilejas, lee su discurso y se rasca la entrepierna; Lady Phipps entra en ese momento del baño, restirándose los fondillos; Pereira está al fondo del teatro, de pie en el pasillo, con los brazos cruzados, mirando, respetuosamente, la confusión que hay en el foro. Ángela lo señala con un movimiento de cabeza. Cussirat se pone de pie, pide permiso a don Carlitos, pasa, sonriendo, junto a Pepita, tropieza con el Padre Inastrillas, camina por el pasillo y llega junto a Pereira, quien, al verlo venir, ha palidecido.

—¿Dónde aprendió usted a tocar el violín? —pregunta Gussirat.

Pereira se sobrecoge.

¿Yo?

Cussirat comprende que ha sido demasiado brusco y decide echarle una mentira para darle confianza:

—Le pregunto, porque lo hace muy bien.

Pereira sonríe, halagado.

—Aquí, en Puerto Alegre. Me enseñó el señor Quiroz, que es director de la orquesta dónele trabajo.

Cussirat, a quien la respuesta no interesa, sino la reacción del interrogado, finge sorpresa.

—¡No me diga! ¡Es formidable! Yo hubiera pensado que había estudiado en el extranjero.

—No, señor, nunca he salido de Arepa.

Al ver a su interrogado tranquilo, Cussirat le pone una mano en el hombro y le dice:

—Venga, tenemos que hablar.

Caminan por el pasillo. Pereira, más halagado todavía, Cussirat, mirando al piso, como pensando cuidadosamente lo que va a decir.

—¿Qué opina usted de la situación política?

Pereira lo mira extrañado.

—Nada, Ingeniero.

Cussirat se detiene y mira al otro de hito en hito, Pereira se intranquiliza.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunta.

—Quiero decir que qué piensa usted de los fusilamientos.

Pereira se tarda un momento en contestar.

—Bueno, pues alguien que sabe, me ha dicho que los fusilamientos fueron muy buenos. Que el ambiente político va a estar más limpio. Dicen, porque yo, en lo personal, no tenía nada que reprocharle a don Casimiro Paletón, que conmigo fue muy bueno. Bueno, no muy bueno, pero tampoco fue malo.

Cussirat sigue mirándolo un momento, después sonríe y dice:

—Es una opinión interesante, hasta luego.

Deja a Pereira confuso y se aleja de él, en dirección al lugar que ocupaba anteriormente. Al sentarse junto a Ángela, le dice:

—Este hombre es un imbécil.

—Es lo que dice mi hijo —contesta Ángela, indiferente.

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