XXVII. LA NAVARRA SE VA

Pero los que pone Ángela sobre el escritorio del Coronel Jiménez no son mil, sino quince mil, y además, le dice:

—Estos son para pedirle clemencia, Coronel. Cuando tenga yo constancia de que mi amigo está a salvo, le entregaré otro tanto.

—Señora —dice Jiménez tomando los billetes, y guardándolos en el cajón del escritorio—, yo soy un hombre de honor.

Ángela, que sabe que está tratando con una sabandija, le sonríe y le dice:

—No es que dude de usted, Coronel. Es que no tengo el dinero ahora, y para conseguirlo necesito tres días. Pero yo también soy una mujer de honor, Coronel. ¿O va usted a poner en duda mi palabra?

Ante la imposibilidad de cobrar adelantado, Jiménez opta por la galantería, con la esperanza de que algún día le paguen, aunque sea en especie:

—Señora, cuente usted con que su amigo podrá subir al barco sin tropiezo.

Ángela se pone de pie. Jiménez, con precipitación, porque el movimiento de su visitante lo tomó por sorpresa, la imita. Ángela le tiende la mano.

—Cuando la Navarra llegue a La Guaira, Coronel, si todo sale como hemos quedado, yo recibiré un cable, y usted el resto de su dinero.

Jiménez estrecha la mano de Ángela y la acompaña a la puerta., después de luchar con una silla que se interpone en su camino.

Cuando ella se ha ido, Jiménez corre al teléfono y se comunica con la presidencia.

—Señor Presidente, mi Mariscal, tengo noticias. . . Mis agentes han descubierto que el Ingeniero Cussirat tratará de abordar la Navarra, pasado mañana, a las ocho y media de la noche. ¿Qué ordena usted?

Belaunzarán, en su despacho particular, teléfono en mano, mirando su propia estatua, medita, y dice:

—No vamos a hacer nada, Jiménez. El país este ya no aguanta más mártires. Déjelo irse. Quite usted la guardia a esa hora.

—Muy bien, señor —dice Jiménez, al otro extremo de la línea, y cuelga el teléfono, con las cejas alzadas por el asombro, y una sonrisa en los labios. Después, junta las manos, en el colmo de la alegría—. ¡Otros quince mil pesos! —exclama.

Y, en un derroche de expresión, baila una danza grotesca.


A las cinco de la tarde del día siguiente, la Navarra entra, haciendo agua, en la bahía de Puerto Alegre, con un cargamento de vinos, pedidos por Belaunzarán, en la escotilla, destinados a los festejos que se harán con motivo de la futura inauguración presidencial.


En los Almacenes Redondo, don Ignacio, el dueño, atiende personalmente a doña Ángela, que está comprando algo que causará la murmuración eterna de Puerto Alegre: ropa de caballero que no es del tamaño de la que usa don Carlitos. Dos trajes ligeros, un smoking, un impermeable, una gorra de viaje, doce camisas de popelina inglesa, y seis corbatas que ella misma escoge cuidadosamente.

A todo esto agrega ella un libro, La historia de dos ciudades, en una edición expurgada del Apostolado de la Prensa, y manda todo con el chofer, en una valija de piel, a la Navarra, con órdenes de dejarlo en el Camarote A, que es el mejor del barco.

—¿No será esa ropa para Cussirat? —le pregunta Redondo a doña Segunda, esa noche.

Al día siguiente va a la jefatura a denunciar su descubrimiento, con la esperanza de ahorrarse los mil pesos que ha ofrecido de recompensa. Pero no le hacen caso y lo despiden con cajas destempladas, como si estuviera diciendo sandeces.

Se pasará el resto de su vida tratando de explicarse este fenómeno, sin descubrir quién es el amante de Ángela.

En la Punta del Caimán, Pereira y Cussirat se despiden. En el mar, a pocos metros, están la lancha y el negro que han de llevar a Cussirat al otro lado de la bahía, en donde está fondeado la Navarra. Cussirat abraza a Pereira y le dice: —Pereira, con nada podría pagarle lo que ha hecho por mí, pero si me acepta un poco de dinero, que es todo lo que puedo darle, me quitaría un peso de encima.

Saca la cartera, y dinero de ella, pero el otro lo rechaza.

—Ni un centavo, Ingeniero. Y váyase tranquilo, que para mí, bastante pago fue la satisfacción de servirle de algo.

—Yo quisiera regalarle alguna cosa, algo que le gustara, pero no tengo nada —dice Cussirat, pero, de pronto, recuerda—. O no, sí tengo. Saca la pistola.

—Tengo esta pistola. A mí ya no va a servirme de nada. ¿Quiere usted guardarla como recuerdo?

Pereira, fascinado, mira el arma, y la toma entre sus manos, como algo precioso. Cussirat lo mira, contento.

—Sí le gusta, ¿verdad?

Pereira dice que sí con la cabeza y mira al otro, agradecido. Cussirat abre los brazos:

—Déme un abrazo, Pereira, que probablemente no volveremos a vernos.

Los dos hombres se abrazan, conmovidos. Después, Pereira acompaña a Cussirat a la orilla del acantilado, y lo ve saltar en la lancha con agilidad.

El negro empieza a remar. La lancha se aleja. Cussirat, de pie, mira hacia la orilla, alza una mano, como última despedida, y después, da la vuelta, y se sienta, mirando al frente.

Cuando Cussirat le da la espalda, Pereira mira la pistola que tiene en la mano, la guarda en su bolsa, y vuelve a mirar la silueta de la lancha que se aleja, navegando en la mar tranquila, y se pierde en la noche.


Ángela, desde su ventana, ve las luces de la Navarra deslizarse en la negrura. Después, cierra la ventana, y se toca la frente, pensativa, satisfecha, y triste al mismo tiempo.


El día siguiente encuentra a la Navarra navegando alegremente en la mar picada.

En la cubierta, Cussirat, con la gorra de viaje y el sobretodo que compró Ángela en los Almacenes Redondo, reclinado en una silla plegable, lee La historia de dos ciudades.

Una figura femenina aparece en cubierta, camina con cierta dificultad por el vaivén, llega a la barandilla, y se inclina apoyada en ella, mirando el mar.

Cussirat deja la lectura para mirar a la mujer. Discretamente, cierra el libro, se levanta, y camina hacia la barandilla, se apoya en ella, mirando el mar, y de reojo, el rostro de la desconocida. No está mal.

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