XIII. EL DÍA EN QUE DINAMITARON PALACIO

Lo primero que hace Cussirat al llegar a su casa, es llamar a Ángela por teléfono. Por temor a que la telefonista escuche, la conversación es breve:

—Falle —dice el.

—Me alegro —dice ella.

Cussirat cuelga.

Pasa gran parte de la noche en vela. Con ayuda de Garatuza arma la bomba. Saca los explosivos del estuche de golf, las cápsulas detonantes del botiquín, el magnesio de la sombrerera, una de las cabezas del interior de una cámara fotográfica, y otra, de un despertador.

Con pericia de cirujano, sobre la mesa del comedor, con los elementos que va pasándole Garatuza, arma la bomba en el interior de un termo.

Es una bomba sencilla, que puede funcionar de dos maneras, según las necesidades del caso. Tiene una cabeza de relojería y otra de presión. En el primer caso, la cabeza es un reloj despertador, cuyo martillo golpea, a la hora indicada, sobre la cápsula detonante, y la rompe. La sustancia que contiene la cápsula reacciona con el magnesio que la rodea, y produce una pequeña explosión, que sirve de fulminante a la dinamita que esta en el fondo del termo. En el segundo caso, la cabeza es un resorte de espiral, que termina en una aguja; al presionar la cabeza, el resorte se comprime, la aguja rompe la cápsula y se produce el efecto descrito.

A las cuatro de la mañana, la bomba armada y probada, Cussirat la pone, junto con las dos cabezas, en un portafolio; lo cierra, bosteza, y, dejando a Garatuza levantar el campo, se va a su alcoba, en donde lo espera una pijama de seda, llena de alamares, extendida sobre la cama.


La viuda del Coronel Epigmenio Pantoja, que viene a cobrar pensiones atrasadas, un ministro protestante, un vendedor de aceituna española, y un acreedor rejego, esperan, junto con Cussirat, audiencia, en la sala de espera.

Cussirat, elegante y nervioso, con una pistola en el sobaco, y el portafolio lleno de dinamita, fuma English ovals uno tras otro. El ujier caravanea, va y viene, promete, y nadie pasa.

—El señor Presidente, recibirá a la señora, que es la que llego primero, dentro de un momento.

Es la una y media.

A esa hora, como tres buitres, vestidos de negro, solemnes, llenos de esperanzas injustificadas, entran en el Salón los moderados: Bonilla, Paletón, y el señor de la Cadena. Al ver a Cussirat tienen un sobresalto. Después se reponen. Cruzan mirando al frente, con las narices en alto, como navegando en aire fétido, llegan hasta el ujier y le dicen:

—Somos del Partido Moderado. Queremos ver al señor Presidente de la República.

El ujier brinca, se sonroja, sonríe, suda y dice:

—Pasen ustedes.

Y salen juntos, los cuatro, en dirección del despacho particular, sin hacer caso de la viuda, que dice: “¿No que me iba a recibir a mi?”; ni de la imprecación que lanza el acreedor, ni del sonrojo del ministro protestante, ni de la paciencia del vendedor de aceitunas, ni de que Cussirat se ha levantado, y portafolio en mano, va tras de ellos.

En el pasillo, frente a la puerta del despacho particular, el señor de la Cadena le dice a Bonilla:

—Pase usted, Licenciado.

—De ninguna manera —contesta el Licenciado—, que pase nuestro amigo Paletón, que tiene mas facilidad de palabra.

Paletón da un respingo:

— ¿Pero que dice usted, Licenciado? ¡Si usted es un Crisóstomo! Después de usted, toda la vida.

—La mayoría esta de acuerdo, Licenciado —dice el señor de la Cadena, jugando al parlamento—, pase usted.

A Bonilla no le queda mas remedio que irse por delante. Abulta el pecho, y dice:

—Bueno, señores, pues así sea.

Cierra la boca carnosa, que quisiera ser mas chica, con gesto amargo; y, mas fúnebre que nunca, entra en el despacho de Belaunzarán, como en un campo de batalla.

Sin levantarse, antes de saludarlos, desde su escritorio, Belaunzarán le indica al ujier donde debe de poner las sillas en que se van a sentar los recién llegados.

Tras de breve vacilación, el señor de la Cadena y Paletón deciden quien ha de pasar primero, entran, y cierran la puerta.

En el pasillo desierto, Cussirat, como paseando, con una mano en la bolsa y sombrero y portafolio en la otra, pasa frente a la puerta del Despacho Particular, a través de la cual se filtran voces confusas: llega hasta la siguiente, se detiene, pone la mano sobre el picaporte, mira a derecha e izquierda discretamente. Nadie lo ve. Mueve la mano. El picaporte gira y la puerta cede. La entreabre, ve que no hay nadie adentro, ve que no hay nadie afuera, da un paso, y esta en el Salón Verde.


Estudia los gobelinos y los muebles estilo Imperio, en busca del lugar apropiado para ocultar la bomba. Se decide por una consola con plancha de mármol. Pone el portafolio encima, lo abre y saca de él el termo y la cabeza de reloj. Consulta el suyo, que trae en el chaleco: es la una y media; pone el despertador a las dos de la tarde, le da cuerda y esta atornillando la cabeza, cuando se da cuenta de que al fondo del Salón hay otra puerta. Deja termo y cabeza sobre la consola, va hasta la puerta recién descubierta, pega el oído, no se oye nada, la abre y se queda gratamente sorprendido. Entre los mármoles, los azulejos blancos, las toallas presidenciales, esta el excusado ingles del Mariscal Belaunzarán.

La euforia del hallazgo dura un segundo. Después se pone a trabajar. De un brinco llega a la consola, toma el termo, cambia la cabeza, quitando la del reloj y poniendo la de presión. Guarda la primera en el portafolio, entra en el baño, cierra la tapa del excusado, se para en ella, hunde el termo en el deposito del agua, y lo coloca exactamente debajo de la palanca que conecta con la cadena, baja del excusado, sale del baño, y cierra la puerta. En el Salón Verde, recoge sombrero y portafolio, va a la puerta que da al pasillo, la entreabre, ve que el pasillo esta desierto, y tiene un suspiro de alivio.

Regresa a la sala de espera, y le dice al ujier:

—A usted buscaba. Dígale al señor Presidente que no pude esperar mas, que si me necesita, ya sabe donde encontrarme —ha recobrado su tono autoritario.

El ujier, admirado de que alguien trate al Mariscal con tal desparpajo, no atina a contestar. Ve como Cussirat se pone el sombrero, da media vuelta y se va.

—Así deberían ser todos los hombres —comenta la viuda del Coronel, mirando al vendedor de aceitunas.

Cussirat cruza el umbral de Palacio entre dos guarupas de morrión que hacen guardia. Una vez en la calle, libre, respira profundamente, cruza la Plaza Mayor mirando las palomas que hay en el atrio de la Catedral, llega al Café del Vapor, se sienta en una silla de mimbre, y dice al mesero que se acerca:

—Un madrileño.

Cuando el mesero se va, Cussirat fuma perezosamente un English oval mirando los muros de piedra del Palacio Presidencial, en espera de que le traigan el café y de que una explosión horrísona los haga cuartearse.


Belaunzarán, aburrido, inflexible, malencarado, y terrible, dice:

—De ninguna manera.

El Licenciado Bonilla mira a los otros dos moderados en busca de algún signo que le de ánimos, y no lo encuentra. Sin ánimos, pues, reúne sus fuerzas y echa una ultima carga, fútil.

—Nosotros, los moderados, nos atrevimos a proponer que se pospongan las elecciones, pensando que esta disposición sería benéfica para ambos partidos, y basándonos en el artículo 108 de la Constitución Arepana.

—No precede —dice Belaunzarán—. El articulo 108 estipula una petición conjunta, y el Partido Progresista, a pesar de haber cambiado de candidato, no ha hecho petición alguna al respecto, lo que indica que no necesita tiempo extra para hacer su campana electoral. Esta información yo la tengo de primera mano, puesto que soy el candidato y el Presidente del Partido.

—¿Podemos hacer una petición por escrito? —pregunta Bonilla, para guardar apariencias.


—Si quieren ustedes perder el tiempo —contesta Belaunzarán.

Bonilla se pone de pie, y los otros lo imitan.

—En ese caso —concluye Bonilla—, no hay mas que hablar.

—En eso estamos de acuerdo, señor Licenciado —responde Belaunzarán, con una sonrisa.

En un ambiente gélido, los moderados se despiden de Belaunzarán, que no se levanta, con un apretón de manos y haciéndole una ligera cortesía; tienen otra vez la pequeña discusión sobre quien sale primero y, por fin, uno tras otro, salen, Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que cierra la puerta.

Una vez solo, Belaunzarán resopla y echa el puro en la escupidera.

En el Café del Vapor, Cussirat, con un madrileño enfrente ve, con desconsuelo, al Doctor Malagón, que cruza la calle diciendo:

— ¡Hola, esporman!

Y se sienta a su lado.


Belaunzarán hace pipí con atención, inclinado hacia adelante para que la barriga no le impida la visibilidad, con la barbilla hundida en la papada y la papada aplastada contra el pecho; la mirada fija en la punta del pizarrín. Al terminar se abrocha, y después, tira de la cadena, con cierta dificultad. Se extraña al oír, en vez del agua que baja, un crujido, un cristal que se rompe, y una efervescencia. Levanta la mirada y la fija en el deposito. En ese momento, como una revelación divina, ve la explosión. ¡Pum! Un fogonazo. El deposito se abre en dos, y el agua cae sobre Belaunzarán.

Con las reacciones propias de un militar que ha pasado parte de su vida en campana, Belaunzarán brinca, es presa del pánico, huye hacia su despacho, y de un clavado se mete debajo del escritorio. Al poco rato, comprende que el peligro ha pasado, se repone y monta en cólera:

—¡Alarma! —grita, saliendo del escritorio.

Regresa al lugar de la explosión, ve los pedazos del deposito, el chorro de agua que pega contra el espejo y rebota, el piso inundado. Toca el timbre que esta junto al excusado.

En el cuarto de la ropa blanca, suena el timbre furiosamente y se enciende, en el tablero, el foquito que dice: “WC presidencial”.

Sebastián, negro y holgazán, con filipina, despierta alarmado, da un brinco, toma un rollo de papel higiénico y sale corriendo, para auxiliar al patrón.

Belaunzarán regresa al despacho, sereno, dueño de si mismo y de la situación. Descuelga la bocina del tubo acústico, sopla en ella y da ordenes:

—¡Todo el mundo a sus puestos de combate! ¡Hay una bomba en Palacio! ¡Cierren las puertas! ¡Agarren a los tres que van saliendo, y si resisten, fuego contra ellos!

Cuelga el tubo acústico. Entra Sebastián, agitado, y le ofrece el rollo de papel. Belaunzarán, frenético otra vez, exclama:

—¡Traición! ¡Un plomero!

Los guarupas de morrión, cierran las puertas de Palacio. La corneta toca a zafarrancho de combate. La guardia se arma. Se quita la lona que cubre la ametralladora Hodchkiss que nunca se ha disparado.

Los moderados, solemnes, sin comprender lo que ocurre, ignorantes de lo que les espera, extrañados por las voces de mando, el ir y venir de los soldados y los cornetazos, van cruzando el patio para llegar al vestíbulo, en donde esta un pelotón en posición de firmes. El oficial de guardia, al verlos llegar, le dice al sargento:

—Sargento, ¡arreste a esos tres!

El oficial de guardia va al tubo acústico y mientras se comunica con el despacho particular, el sargento grita:

—¡Flanco derecho! ¡Armas al hombro! ¡Pasoredoblado! ¡Cuarto de conversión a la izquierda! Formación por escuadras! ¡Doble distancia al frente! ¡Alto!

Los moderados están copados en medio de dos filas de soldados.

—¿Que significa esto? —pregunta Bonilla.


Todos los parroquianos del Café del Vapor están mirando las puertas cerradas de Palacio, y oyendo las voces de mando y el zafarrancho de combate.

—¿Que pasara allí adentro? —le pregunta a Malagón don Gustavo Anzures, que esta en la mesa vecina.

Malagón hunde un terrón de azúcar en el café, lo saca, se lo mete en la boca y, áulico, contesta:

—¿Que ha de pasar? ¡Que Larrondo se levanto en armas y va a deponer los poderes! Ya estaba yo enterado.

Don Gustavo para las cejas y se va por las mesas, corriendo la voz:

—¡Que agarraron al Gordo en su madriguera y lo van a tronar!

—Todo esto se tramo en la Embajada Americana —le explica Malagón a Cussirat, que esta aplastando un cigarrillo en un plato, con mucho cuidado.

Duchamps, el reportero de El Mundo, deja el café y la amistad de sus amigos, y se va a Palacio, con la libreta de notas preparada y las piernas temblonas.

En la cima de la escalera veneciana, rodeado de achichincles solícitos y aterrados, dueño de la situación, Belaunzarán da ordenes perentorias:

—Cerrojos. Todas las puertas de Palacio con candados. Las llaves las tiene usted y yo —le dice al Intendente, que le responde con zalemas y actos de contrición. Se vuelve al Coronel Larrondo, Jefe de la Guardia Presidencial—: De ahora en adelante, todo el que entre en Palacio, al Cuarto de Guardia y esculcarlo de pies a cabeza.

—Muy bien, señor Presidente —contesta Larrondo, el presunto pronunciado, cuadrándose con tremenda marcialidad.

En ese momento, van subiendo por la escalera los tres moderados, lívidos, despeinados, la ropa en desorden, después de haber sido maltratados y despojados de todo lo que tengan de valor. Una fuerte escolta los acompaña.

—Los culpables, señor —anuncia el oficial.

Con la misma precisión que ha dado las ordenes anteriores, Belaunzarán da la siguiente:

—Que los interrogue Galvazo para ver quienes son sus cómplices, y al paredón.

—Tropa: Media vuelta a la derecha. . . ¡Derecha! —grita el teniente.

Entre las nucas sudorosas de la escolta que baja la escalera corno un gigantesco gusano verde, se ve la cara descompuesta de Bonilla, que dice:

— ¡Piedad! ¡Somos inocentes!

En el Café del Vapor, se ha formado un corrillo alrededor de la mesa de Malagón y Cussirat.

—La artillería esta en el complot —dice Malagón, en su salsa, conjeturando—, porque esta mañana vi a los del Primero de Campana maniobrando una pieza y poniéndola con la boca hacia el Cuartel de Zapadores.

—Impondrán la Ley Marcial y no podremos ir de farra— dice Coco Regalado, que acaba de llegar.

Los desocupados del Café del Vapor, de traje blanco, camisa a rayas, cuello de celuloide, corbata inglesa, carrete importado, mancuernillas en los puños y cadena de oro alrededor de la barriga, se ríen de dientes afuera, del chascarrillo de Coco Regalado, chupan el puro, y piensa, cada cual, en las ventajas que le vendrían si de veras agarraran al Gordo en su madriguera y lo tronaran.

En ese momento, el furgón de los muertos se detiene frente a la puerta de Palacio. Entre una muchedumbre de mendigos y vendedores de fritangas, rodeados por la escolta majadera, a empujones, los tres moderados suben al furgón.

Los señores decentes no se atreven a cruzar la Plaza, y mandan a uno de los meseros a investigar.

Duchamps regresa al Café con la boca repleta de noticias:

—Alguien puso una bomba en Palacio. No paso nada. El Gordo anda de un lado al otro dando gritos. Agarraron a los culpables y los llevan a la Jefatura para darles tormento.

Dicho esto, se va corriendo a la redacción de El Mundo, a escribir la noticia de la edición especial.

— ¡Mierda!, por que no traman mejor las cosas? —dice Anzures, malhumorado.

—¿Y a ti, Pepe, que te parece tu tierra? —le pregunta Coco Regalado a Cussirat—. No le falta vida, ¿verdad?

Cussirat abre la boca para contestar, y en eso se queda. El Reloj de la Catedral da las dos, y cuando apenas acaba de sonar el ultimo campanazo, como un eco, el relojito despertador, que está dentro del portafolio, olvidado en la silla que está al lado de Cussirat, empieza a sonar, furioso y ahogado.

Confusión, sobresalto, los pelos se erizan debajo de los carretes. La mano de Cussirat, automática, viaja en dirección al portafolio, se detiene a medio camino y se retira, prudentemente, a descansar sobre el pantalón del dueño.

Don Gustavo Anzures toma el portafolio y lo abre. Malagón, que no quiere ser menos, ni quedarse atrás, mete la mano y saca el relojito. Se vuelve al corrillo y, sabio, explica:

—¡Es un reloj despertador!

—¿De quién es el portafolio? —pregunta Anzures.

Coco Regalado, repuesto del sobresalto, tiene ánimos para decir el gran chiste del día:

— ¡Alarma, que ha llegado el momento de fusilar pendejos!

Nadie se ríe.

—¿De quién es el portafolio? —repite Anzures.

Nadie contesta, algunos señores regresan a sus mesas, hay quien pide un café; Cussirat abre la cigarrera, y de ella extrae el último English oval, que enciende con mano temblorosa, deteniéndolo entre los labios tiesos.

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