El divorcio y lo que vino después

Éste es un capítulo que no quiero escribir. Pero tiene que formar parte de Miedo a los cincuenta, porque el divorcio es la ceremonia con la que mi generación alcanza la mayoría de edad, un rito que imprime carácter y que hace que todo lo que pase después parezca soportable.

Sin duda tiene que ver con lo mucho que vivimos, Todas aquellas mujeres que murieron al dar a luz no llegaron a tener más de un marido, y todos aquellos hombres -si no murieron de viruela o fiebres o gota o un naufragio o por el ron- se volvieron a casar otra vez, sin culpabilidad y sin tener que pasar pensión alimenticia.

Nos casamos como si nuestras vidas fueran las suyas, pero a los treinta años, o a los cuarenta o a los cincuenta, cuando ellas habrían estado muertas, encontramos que somos unas personas distintas. Nuestros valores han cambiado: nuestros placeres parecen más dulces, nuestros pesares más intensos, pero también menos neuróticos. Ahora queremos vidas diferentes con amores diferentes. Acumulamos parejas como los que vivían en el siglo XVIII acumulaban las tumbas de sus familiares. Nunca se supuso que íbamos a vivir tanto.

A los treinta y ocho años, con una hija pequeña y un nuevo libro que se vendía mucho, habiendo dado rienda suelta a la mujer del siglo XVIII que había en mí misma, consideré que lo podía hacer todo. Jon, que tenía treinta y dos, se sentía inseguro con respecto a su carrera, postergado por la niña.

– En esta casa yo siempre soy el tercero -decía-. Primero la niña, luego el libro, ¿dónde encajo yo?

¿Dónde, en realidad? El no podía dar de comer a la niña ni mantenernos. No publicaba libros que se vendieran bien. Debo de haber sido desdeñosa con respecto a su inutilidad, pero eso era lo que pasaba. Era un momento para cuidarle y animarle, pero yo tenía una hija y una fecha de entrega que cumplir y, a pesar de toda mi decisión, no lo podía hacer todo. Los dos estábamos tan entregados a las exigencias de la niña que teníamos poco tiempo para ayudarnos el uno al otro. De modo que empezamos a hacer las cosas hirientes que hacen las personas desesperadas, sintiéndonos los dos agobiados e incomprendidos y solos.

Teníamos más que nunca un motivo para estar juntos y nos estábamos separando más que nunca. Cuando Molly tuvo tres años, habíamos acumulado los suficientes agravios uno contra el otro para sentirnos justificados. La niña era el testigo inocente de todo esto.

Yo me había sentido orgullosa de ser la que ganaba el pan de la casa; ahora lo lamentaba. La presión era excesiva. Jon se había sentido orgulloso de ser uno que contribuía; ahora se sentía desanimado, o a veces lo parecía. Un hijo te echa en la cara todas las funciones paternas que conoces desde la infancia. Yo quería estar «al cuidado de», signifique eso lo que signifique. Él quería estar «libre» para volar lejos.

En una fiesta con motivo de mi treinta y ocho cumpleaños (cuando Molly tenía un año), la tensión y el agotamiento me llevaron a jugar a la ruleta rusa con mi vida. Había bebidas mexicanas, así que tomé docenas de margaritas y ya estaba dando tumbos cuando llegó un «amigo» y me ofreció «unas pastillitas azules» como regalo de cumpleaños. Tomé dos y perdí el sentido de inmediato.

Lo demás sólo puedo reconstruirlo a base de rumores.

El pulso me cayó en picado y me quedé helada. Estuve inmóvil en el suelo del cuarto de baño y después en la cama. Un médico amigo me hizo caminar y me obligó a tomar café y vitamina C. Vomité, tomé más café, y volví a vomitar. Una noche de sueños enmarañados, e imágenes del Sahara en mi garganta.

Cuando por fin desperté por la mañana, los invitados se habían ido. Estaba humillada y enferma. Me había olvidado de mi propio cumpleaños. El fin del mundo se perfilaba como una hilera de botellas de tequila vacías. La vergüenza era inmensa.

Increíblemente, la niña estaba bien. De repente me di cuenta de lo que le podría haber pasado y tuve un ataque de pánico diferido. Tenía problemas más profundos de lo que era consciente. El placer por «tenerlo todo» se había convertido en un agotamiento por «tenerlo todo». Estaba muy cansada. La tensión por querer darle a la niña lo que necesitaba, darle a Jon lo que necesitaba, y darme a mí misma lo que necesitaba, me había llevado a este precipicio. Mi adicción protestaba, queriendo que la alimentasen. Mi adicción se vuelve hacia la comida, la bebida o el trabajo con el mismo entusiasmo. Justo cuando empiezo a entenderla, cambia de marcha.

La adicción es también parte de lo que no quiero contar, y no sólo porque muchos la han contado y presumido de encontrar «la Respuesta». En parte debido a ellos, he llegado a valorar la fuerza de no utilizar palabras para todo.

El alma sólo puede estar en silencio. El encararse a sí misma, no se puede hacer en público. Y anunciar la propia recuperación es un modo seguro de perderla. Hay un antiguo dicho de brujería: «Fuerza compartida es fuerza perdida.» En cuestiones de adicción, esto es especialmente cierto.

La adicción es la enfermedad de nuestro tiempo. Es astuta y poderosa. Procede de nuestra hambre espiritual crónica y se nutre de nuestro interés por tener y gastar, y por noticias y cotilleos ajenos a nosotros mismos. Lo único que necesitamos es lo que pasa en nuestro interior. Centrarse en lo que cuentan los demás sólo es una distracción de las necesidades del propio espíritu. La adicción se incrementa con nuestra represión crónica de la vida interior. Creemos que no existe lo espiritual porque hemos dejado un espacio insuficiente para que se manifieste en nuestra propia vida. Una tautología de la realización de las propias ambiciones.

También concedemos a nuestros matrimonios demasiado poco espacio para el placer. El resultado es que huimos de ellos, buscándonos a nosotros mismos. Creemos que hemos perdido nuestra alma. Y la hemos perdido. Pero probablemente la pudiéramos encontrar juntos, si al menos supiéramos cómo.

El arrepentimiento es la píldora más amarga de todas. No es extraño que Dante haya hecho de él uno de los principales castigos del infierno. Ahora me arrepiento por mi fracaso para hacer que funcionara el matrimonio, aunque estuviera más allá de mis fuerzas.

El verano en que Molly iba a cumplir tres años, huí de Jon a Europa, esperando que me siguiera. Fui a la casa de campo de mi traductora en La Mayenne. Pero Jon no vino. En vez de eso, emprendió su propia odisea, en dirección oeste. Discutimos amargamente por teléfono de La Mayenne a San Francisco. Durante una de esas peleas, sin querer hacerlo, yo dije muy enfadada:

– Largo.

Y lo hizo. Regresé a casa ante el naufragio de un hogar hecho trizas, con Jon mudándose.

Yo había recuperado la sensatez y quería que él volviera. El no quiso oír nada de eso. Quería que le dieran la patada. Eso le daría permiso para ser «libre». Había estado sumido en una profunda depresión casi desde el nacimiento de la niña. Se sentía fuera de lugar, abandonado, no querido. Ahora, sin duda, lo puedo entender. Pero entonces, las cargas sobre mí eran demasiado grandes. No tenía sitio para las relaciones afectuosas excepto con Molly (y Fanny). Ni siquiera sentía afecto por mí misma.

La cosa siguió así durante unos meses. Jon volvía a casa, se marchaba, volvía a casa, se marchaba, acumulando ofensas, y conoció a su siguiente mujer.

Habíamos matado la confianza entre nosotros. Después de eso, todo se hizo imposible.

Los aspectos legales del divorcio se terminaron demasiado pronto. Yo no pedí nada. Él no pidió nada. Nos separamos uno del otro como si no hubiera una hija entre nosotros. Todavía tenemos cuestiones sin resolver. Y como las tenemos, Molly las tiene también.

¿Qué pasa cuando tu pareja y mejor amigo se convierte en tu enemigo? Chillas y cuelgas el teléfono en plena noche, te lanzas hacia los coches, hacia los hombres, bebes demasiado, pones demandas, te ponen demandas, malgastas el dinero; y te reconcomes.

No es posible evitarlo, aunque todo parezca tan inútil al final. A diferencia de la infancia, la cosa sólo termina en el vacío. Como pasa con la guerra, eres simplemente feliz por salir viva.

No tengo ni idea de cómo superé esos días de ciega amargura. Anduve dando tumbos por ellos con un tremendo dolor de cabeza.

Recuerdo ir a dar clases en la Breadloaf Writer's Conference, y que me concedieran el honor de vivir y escribir en la granja blanca de madera de Robert Frost, y sólo sentir desesperación. Me arrastraba hasta las clases (dejando a Molly con el espíritu de Frost y una au pair inglesa). Me volvía a arrastrar de vuelta. Yo parecía creer que el alcohol ayudaría, y me encontraba en el sitio perfecto para beber, porque en aquella época una se podía doctorar en alcohol en Breadloaf. En las reuniones de la facultad se trataba exclusivamente de cómo calificar las botellas. La montaña entera necesitaba pasar por el dique seco. Incluso los árboles tenían el cerebro empapado en alcohol. Se doblaban y vacilaban. Los arces se estaban poniendo rojos de vergüenza. Había alcohol en los departamentos de literatura, alcohol en la residencia, alcohol en la sala de estar de la facultad. El cielo quedaba estriado de alcohol al atardecer. El ciclo era fijo: alcohol hasta la inconsciencia (como solía decir mi padre del negocio del espectáculo de los años treinta), dormir y café para levantarse. Había que mantener a raya aquellos malos pensamientos a toda costa. Pero ¿entonces qué te queda? La inconsciencia.

Yo llamaba a Jon desde cabinas telefónicas de todo Vermont, a la espera de un respiro, pero no tenía lugar ninguno. Lloraba hasta que los ojos se me ponían rojos. Luego volvía a llorar.

La mayoría de las personas estaban en Breadloaf para alejarse de sus cónyuges. Yo quería volver con el mío. Había la borrachera habitual y el encamarse con la noble excusa de la literatura. Había el caos habitual disfrazado de deseo.

La revista Time estaba al acecho para hacer un artículo de portada sobre John Irving, que iba a publicar la novela que seguía a Garp. John Gardner conducía temerariamente la motocicleta que le mataría. Hilma y Meg Wolitzer-aquel talentoso conjunto de madre e hija- fueron infaliblemente amables conmigo durante mi dolorosa confusión.

Me llegó el rumor de que Time iba a publicar un cotilleo sobre mi matrimonio roto. Me eché encima de un periodista que estaba al acecho, confirmando involuntariamente el rumor.

Inicié un coqueteo inofensivo con un agradable escritor casado. Una noche fuimos a un hotel y los dos quedamos aliviados de que él fuera impotente. El estaba pensando en su mujer, que en aquel mismo momento cruzaba Vermont a toda velocidad para cogerle con las manos en la masa. Yo pensaba en Jon.

El escritor no dejaba de buscar más allá del cuerpo fantasma de su mujer para tocarme. Yo no dejaba de buscar más allá del cuerpo fantasma de Jon para tocarle. Al cabo de un rato, renunciamos a nuestras abortadas tentativas sexuales, una vez que hubimos dado muestras de que el otro nos resultaba atractivo. Nos hicimos amigos.

El sexo sigue siendo un dilema. Por mucho que lo necesitemos, no podemos hacerlo sin sentir nada. Los sentimientos siempre se interponen, maldita sea.

Después de Breadloaf, las cosas empeoraron.

El vacío en casa era terrible.

Estaba sola de nuevo a los treinta y nueve años, pero esta vez con una hija y todo un nuevo conjunto de circunstancias a las que acostumbrarme. Los ritos del citarse con alguien eran diferentes. El mundo del sexo había vuelto a cambiar. Ahora parecía que se esperaba que follaras con todo el mundo y no pensaras en nada.

Cuando era soltera a los diecisiete años, quería casarme y dejar fuera toda distracción sexual. Cuando era soltera a los veintidós, había tenido un año o dos de libertad, luego me entró el miedo y me casé con Allan. A los treinta, fui directamente de ese matrimonio a la siguiente aventura romántica con Jon. Pero ahora, a los treinta y nueve, si lo decidía, podía vivir mis fantasías. Sin embargo, la perspectiva, de pronto, parecía poco prometedora. Sólo a los casados les parecen soluciones las fantasías.

En Greenwich vivía una amiga casada que era la suma sacerdotisa del adulterio. Era el perfecto ejemplo de la mujer sureña, trasladada al Norte. Su marido era un frío cirujano que se dedicaba a la medicina deportiva. No estaba nunca en casa. Aparentemente ella siempre estaba en casa. Parecía que pasaba el día dedicada a los muebles antiguos, restaurando antiguos edredones y manteniendo una casa creativa a la Martha Stewart, la mujer que ganó su libertad glorificando la esclavitud del hogar.

En realidad, la mujer del cirujano pasaba muchos días entre semana, de once a cuatro, en una habitación de hotel de Stamford con una variedad de galanes a los que doblaba en edad. Era especialista en mantener el adulterio ordenado y aparte, como debe ser cuando constituye un «estilo de vida» propio. Era rubia, pero iba en coche a Stamford llevando puesta una peluca sal y pimienta. Siempre adquiría ella su champán de marca preferido. Caviar Beluga, pan integral de centeno, alcaparras de preparación casera, chalotes y cebollas cultivados en casa, embutidos. Las servilletas eran de lino, las flores recién cortadas de su jardín. Ms. Stewart lo habría aprobado.

Contaba con un fichero de currículos especiales de amigos que habían enviudado o se habían divorciado recientemente. Los calificaba de A a E según sus habilidades en la cama, y calificaba esas habilidades según la primera letra del término que empleaba para ellas: «C», «F». «M», «P»; lo que significaba cunnilingusjoileteo, manoseo y poscoito.

Eso decía algo acerca de sus prioridades.

Yo me hice con siete de esos currículos con fotografías incorporadas (de la cabeza, no de la polla) y claras descripciones del hombre y su cuerpo, y advertencias de no recibirle nunca en la propia casa. Se sugerían los preservativos, pero en 1982 todavía eran optativos.

Con dos de esos tipos estuve un par de meses liada. Uno era un camionero, el otro un pinchadiscos. En Parachutes amp; Kisses le llamaba Pinchapolla, haciendo una broma, como de costumbre, con mi propio dolor. Pero me resultó difícil librarme de los dos.

Los hombres dicen que sólo quieren sexo, pero cuando las mujeres sólo les dan eso, resulta que quieren más. Posesión. Matrimonio. Bienes compartidos.

Cuando una quiere sexo sin intercambiar los números de teléfono, muchas veces se enfadan y no quieren que la cosa quede así. A veces se desaniman.

Hay otro motivo por el que a hombres y mujeres nunca les irá bien: el poder. Una mujer que sólo quiera sexo tiene todo el poder, y muchos hombres prefieren que se les ponga blanda antes de que les domine una mujer. Se parece demasiado a su Mamá. Los hombres que suponen una excepción a esta regla muchas veces se vuelven completamente dependientes y casi incapaces de sonarse la propia nariz. Al final, una les manda que hagan las maletas porque dan mucho más trabajo que los niños pequeños. O los perros.

La cuestión de los papeles que se juegan es una historia distinta. A un hombre le puede gustar jugar al pequeño meón, al pequeño mendigo, al chico malo, con una mujer a la que paga para que sea dominadora. Los hombres aceptan ese tipo de tratos. El juego del poder está claro. Pero ser dominado por una mujer con la que comparte la vida es inquietante. Cuando la cuestión de los papeles que se juegan se vuelve realidad, empiezan los problemas.

¿Se trata de una regla absoluta? Las reglas no son absolutas. Pero es una situación bastante frecuente como para que merezca la pena apuntarla.

Muchos hombres prefieren mujeres enérgicas, pero ellos deben mantener al menos alguna parcela de control. Sin eso, el sexo es imposible y sus ojos se desvían.

En cuanto madre soltera que se gana el pan, yo iba a aprender todas las cosas que mi adolescencia en los años cincuenta me había dejado sin enseñar. Fue el periodo más crítico de mi vida, los años en que me cambiaron todas las células del cuerpo y el cerebro y me convertí en la dueña, por no decir dominadora, de mi destino.

Pero antes de que consiguiera ahondar en mí misma después del divorcio, el cuerpo tenía que librarse de sus toxinas. Los años de dependencia de padres, de abuelos, de hombres, se manifestaron en un dolor de cabeza colosal que iba a durar seis meses. No me lo quitaba nada: ni la aspirina, ni la codeína, ni el Tofranil, ni el Nardil, ni el alcohol, ni la marihuana, ni los hombres.

Para acostarme con hombres que no me gustaban bastante estaba la marihuana. Para salir con amigos que no eran amigos, estaba el alcohol. Para las mañanas estaba la aspirina. Para las noches estaban el válium y la codeína. Mi cabeza se rebelaba. Me latía como un pulsar en el espacio. En eso consistía el mensaje cósmico. En cuanto lo dejaba de escuchar, hacía que me resonaran unos tambores invisibles en el cráneo.

El cuerpo es más listo que quien lo habita. El cuerpo es el alma. Ignoramos sus dolores, sus malestares, sus erupciones, porque le tenemos miedo a la verdad.

El cuerpo es el mensajero de Dios.

Conocí a un joven estudiante de medicina con un apéndice espléndido y una nevera llena de hongos mágicos. Con él me sumergí en los días intensos que nunca había tenido cuando estudiaba. Las ensaladas eran negras y con hongos, amargas en la lengua. Pero traían el olvido. Me había perdido los años sesenta. Aquél era un modo de recuperar mi juventud.

Pero el estudiante de medicina, por muy amable que fuera, no me podía curar el dolor de cabeza. Era algo más grande que yo. Era la nariz de Gogol, un dolor de cabeza metafísico. Era el dolor de cabeza de mi destino. Era el dolor de cabeza en que se había convertido mi vida.

El dolor de cabeza era una señal del bloqueo del propio conocimiento. ¿Dónde estaba ahora el doctor Mitscherlich? Demasiado lejos como para ayudarme. Enfermo en Alemania. Pronto moriría.

La cabeza me estallaba; ¿es que quería nacer alguien? ¿Se estaba preparando Atenea para surgir? ¿O era Pandora? ¿Me iba a convertir en una mujer guerrera, o sólo en la que cargaba con una caja llena de enfermedades? Puede que en las mujeres la depresión sea una pasión no reconocida por el renacer. Hay algo que hace fuerza para salir. No es el hijo; sólo puede ser la madre.

La maternidad incrementa todos nuestros antiguos miedos de que nos abandonen. Cuando la maternidad lleva al divorcio, se demuestra que el abandono no es únicamente un miedo, sino la verdad más profunda que conocemos. Al hundirme en las cavernas primigenias de mí misma, encontré a una niña llorando. No era mi hija. Era yo.

De ese modo empezó la odisea: un ciclo de siete años de muerte, resurrección y nacimiento. El último ciclo de siete años había producido a Molly. El siguiente me produjo a mí.

A los treinta y nueve años, aprendí a cambiar un neumático, a quitar la nieve con una pala, a reunir leña. Aprendí a cumplir un plazo fijado sin un hombre en el que apoyarme. Me obsesioné con el fuego. Si al menos tenía encendida siempre la chimenea, sabía que todo estaría perfectamente. (Prometeo debe de haber sido mujer. Recuperé mi modo de ser antiguo: inventaba el fuego todos los días, me arrancaban el hígado todas las noches.)

Antes de marcharse, Jon había echado a Lula. La echó porque sabía que mi trabajo dependía de ella. Dos escritores en una casa resulta muy poco cómodo. Cuando uno es hombre y el otro mujer, la niñera, lo mismo que la niña, se convierte en un instrumento.

Las niñeras iban y venían. No les gustaba estar encalladas en la región más que a mí. No les importaba si yo terminaba un libro o no. Habían venido a Norteamérica a encontrar marido o conseguir un título o un permiso de residencia o drogarse; en cualquier caso, las jóvenes. Las de más edad eran tan raras como si las acabaran de soltar de un manicomio, o estaban deprimidas de modo crónico. Las demás te dejaban si no querías pagarlas en metálico.

W. H. Auden escribió una vez que, en su utopía, todas las estatuas públicas serían de famosos cocineros muertos en lugar de condottieri. En mi utopía, las estatuas públicas serían de mujeres que llevaron una vida pública y una privada con idéntico celo: Harriet Beecher Stowe, Margaret Mead, Hillary Rodham Clinton. (Zoé Baird es la Juana de Arco de todas ellas. Se ocupó de cuidar a sus hijos, pero de modo erróneo. La auténtica maravilla es que encontrara tiempo para ello.)

Yo me había convertido en mi padre y en mi madre. Y los dos guerreaban entre sí dentro de mi cabeza.

Todo esto es lo habitual: simplemente la experiencia normal de mi generación flagelada. Atrapadas entre nuestras madres (que se quedaban en casa) y la generación siguiente (que dio por supuesto el derecho a realizarse), sufrimos todos los cambios de la historia de las mujeres dentro de nuestros cráneos. Considerábamos equivocado todo lo que hacíamos. Y todo lo que hacíamos era intensamente criticado. Ése fue el destino de nuestra generación.

La capacidad de una mujer para realizarse depende de la infancia y de los cuidados infantiles. En Norteamérica, donde no nos gusta que una clase inferior haga las «tareas femeninas», las propias mujeres se han convertido en una clase inferior. Por amor. Nadie duda que el amor es real. Lo es el amor que sentimos por nuestros hijos. Pero se espera que sea algo invisible y que nunca lo mencionemos. Alfred North Whitehead, que después de todo no era mujer, dijo que la verdad de una sociedad es lo que no se puede mencionar. Y el trabajo de las mujeres todavía no se puede mencionar. Puede que a las mujeres que escriban se las odie porque la abstracción hace posible la opresión y nos negamos a ser abstractas. ¿Cómo lo podríamos ser? Nuestras búsquedas son concretas: comida, calor, hijos, una habitación propia. Estos elementos básicos son raros, incluso para las privilegiadas. No queda lejos de un milagro el que una mujer con un hijo termine un libro.

Nuestra vida -desde el hijo a la mesa de trabajo- es la vida de la mayoría de la humanidad: sin tener nunca el tiempo suficiente para pensar, el agotamiento eterno. La élite masculina, con las mujeres esclavizadas para que atiendan las necesidades corporales, raramente considera que nuestras dificultades sean «reales». «Real» es el déficit público, las guerras del petróleo en Oriente Medio, o cuánta de la leche de nuestros hijos puede llevarse el Pentágono.

En eso consiste la auténtica división del mundo actual: entre los que dicen despreocupadamente «Tercer Mundo» creyéndose parte del «Primero», y los que saben que son del «Tercer Mundo», vivan donde vivan.

Las mujeres son «Tercer Mundo» en todas partes. En mi país, donde la mayoría de las mujeres no se consideran parte de lo que importa, son de tercera clase, atrapadas en el mito de que son de «primera».

Antes de tener a mi hija yo también estaba atrapada en ese mito. Sólo después del nacimiento de Molly me enteré de lo que era el mito. Sólo entonces me fundí con mi madre.

Después de Lula, hubo varías niñeras con las que no quería dejar sola a mi hija, y luego apareció Mary Poppins, alias Bridget-de-Brighton. Bridget-de-Brighton tenía tetas grandes, el pelo negro, los labios rojos y una cara con una forma hermosa. Pronto se enamoró del electricista que estaba realizando la instalación de mi estudio. Poco después, se marcharon a New Hampshire con el pack de seis latas de cerveza de él, la camioneta de él, las herramientas de él, las recetas de quiche con tomate, tarta de limón y flan de ella, y el deseo de ella de cuidar (ya que no a mí) de un hombre. Su novio tenía celos de Molly, quería una niñera para él.

¿Cómo, si no, pudieron esos dos jóvenes bastante responsables haber dejado a mi niñita sentada en la bañera y bajar la escalera para cargar la camioneta? Con ese sexto sentido materno que vive en las suprarrenales, salí corriendo de mi estudio y encontré a mi hija haciendo gorgoritos en su baño. ¿Y si me la hubiese encontrado debajo del agua? Cuando la niñera y el electricista se marcharon, atropellaron a mi querido Poochkin, mi primer hijo. Aullando como alma que lleva el diablo, el perro murió en la mesa de operaciones del veterinario. No sabía muy bien si quien había muerto era él o yo.

Poochkin se había ido, pero Molly, como suele pasar, fue creciendo. Me acostumbré a escribir de sol a sol durante los fines de semana que ella pasaba con su padre. Modifiqué mi horario de concentración a base de una intensa voluntad. (Igual que George Sand, igual que todas las mujeres que escriben, yo escribía la noche entera y al amanecer caía agotada en el sofá.) Casi no dormía. Pero ¿cómo dormir cuando el espectro de tu bichan lloriquea a la puerta durante largas noches lluviosas? Buffy se había ido con Jon; Poochkin murió bajo las ruedas de la camioneta del novio de la niñera (sería reemplazado -aunque, claro, nunca reemplazado de verdad- por Emily Dog-genson, una bichan campeona, y Poochini, un cariñoso cachorro de su carnada). Por supuesto que no se puede reemplazar a los perros, como no se puede reemplazar a las personas, cada uno tiene su propio y particular olor personal. No me extraña que mis pérdidas más profundas siempre vengan precedidas por las de perros. Los incluyo en poemas.


Los mejores amigos

Los hacemos

a imagen de nuestros miedos

para que lloren a la puerta,

en las despedidas, o sencillamente

para pedirnos comida en la mesa,

y mirarnos con esos grandes

ojos compungidos,

y quedarse a nuestro lado

cuando se marchan nuestros hijos,

y dormir encima de nuestras camas

las noches más oscuras,

y encogerse ante el trueno

como en nuestros propios

miedos

infantiles.

Hacemos que tengan ojos tristes,

sean cariñosos, leales, tengan miedo

de una vida sin nosotros.

Alimentamos su dependencia

y pena.

Los conservamos como testigos de nuestro miedo.

Los queremos

como a los no reconocidos huéspedes

de nuestro propio terror

a la tumba: el abandono.

Agárrame la pata

pues estoy muriendo.

Duerme encima de mi ataúd;

espérame,

ojos tristes

en mitad del camino

que bordea la tapia del cementerio.

Oigo tus ladridos,

oigo tus aullidos de lamento;

que todos los perros a los que alguna vez he querido

carguen con mi ataúd, aúllen al cielo sin luna,

y se tumben durmiendo conmigo

cuando muera,

Y entonces la Diosa Madre -extrañamente ausente durante un tiempo- regresó, se ablandó y me mandó a Margaret.

Apareció, me enteré más tarde, porque su hija, que tiene poderes psíquicos, había visto un anuncio en el Bridgeport Post.

– Creo que es para tif mamá -dijo.

– ¿Una niñera? -dijo Margaret-. Yo nunca he sido niñera.

– Pero criaste a cuatro hijos, mamá, y te gusta leer.

Al parecer, la agencia había puesto un anuncio encabezado por «Famosa escritora». Las vibraciones fueron buenas. Kim, la hija de Margaret, nos presagió cierta luz para los años siguientes. Molly fue creciendo. Yo escribía. No moriría ningún perro.

Cuando conocí a Margaret comprendí que la cosa iba en serio y me sentí afortunada. Tenía unos ojos azul claro que se encontraron al instante con los míos. Viuda desde hacía casi un año, después de atender a «mi Bob» durante una larga enfermedad, Margaret necesitaba un hijo al que cuidar tanto como yo necesitaba a Margaret. Su marido se había puesto enfermo en cuanto se jubiló. Siguieron dos años muy duros, luego su prolongada agonía.

Deprimida y sola en Florida, Margaret sentía un dolor profundo cuando yo la conocí. Iba a las reuniones de alcohólicos anónimos para aprender a no hacer enfadar a Dios.

En cuanto mujer de un camionero que hacía largos viajes conduciendo un camión de dieciocho ruedas, estaba acostumbrada a ocuparse de todo y a tomar decisiones rápidas. Se le había muerto un hijo y conservaba otros cuatro. Había cedido a su vida como yo no había hecho. Vino para enseñarme cómo.

Cuando conocí a Margaret, era rechoncha: una mujer baja con aquellos intensos ojos azules y el pelo grisáceo. Estuvo viviendo una década con Molly y conmigo. Molly tenía cinco años cuando apareció, quince cuando Margaret al fin se jubiló. (Entre medias hubo otra jubilación anticipada, que no duró.)

Margaret no era una sirvienta, a menos que fuera sierva de Dios. Necesitaba que la necesitaran. Para imponerse a la muerte, necesitaba hacer que las cosas crecieran.

– Nunca haría esto por nadie, excepto por usted -decía siempre.

Era mi maestra, la guardiana del respeto por mí misma, además de la niñera de Molly. Me introdujo en la meditación diaria, en el cuidado de mi propia alma, en el vivir cada día. Vivir con Margaret era como tener una segunda oportunidad en la infancia. Yo había tenido una neurótica infancia judía. Ahora estaba aprendiendo otra cosa.

La madre de una niña pequeña también necesita una madre. Molly, Margaret y yo reconstruimos la tribu primitiva. Nuestra casa de Connecticut podría haber sido las cuevas de Lascaux. Margaret me proporcionaba las cinco horas al día sin interrupción que necesitaba para escribir. También me ayudó a mantener el corazón inflamado.

El suyo fue el regalo más preciado que he recibido, después del nacimiento de Molly y de la leche especial que me consiguieron mis padres. Mis padres me dieron la vida. Molly dio significado a esa vida. Margaret me ayudó a mantener viva esa vida.

Espero haberle dado tanto a ella como ella me dio a mí. Sin ella, la maternidad se hubiera tragado todos mis escritos.

Molly, Margaret y yo viajamos por todo el mundo. Mimamos, y luego les dimos la patada, a numerosos hombres. Margaret les daba de comer a mis pretendientes sopa de gallina, informándoles infaliblemente de que yo estaba «en la ducha» cuando llamaban mientras yo estaba en la cama con otro; y estaba con Molly cuando no estaba yo. Me enseñó que la maternidad es una responsabilidad compartida. Me enseñó también cómo prestar atención a mi hija. Cuando Molly reclamaba mi presencia, Margaret se retiraba a un papel de ama de casa muy efectiva.

En los primeros años de la adolescencia, Molly tuvo la suerte de contar con dos madres contra las que rebelarse. A las dos nos hizo las gracias suficientes. Y nos enfadó. Todas las chicas necesitan por lo menos dos madres para alzarse contra ellas.

¡Cuánto ha rebajado nuestro mundo la vida de las mujeres! La campesina egipcia que araba el limo de aluvión del Nilo por lo menos contaba con hermanas y sobrinas que la ayudaran. Podía ser pobre y analfabeta, pero raramente estaba tan sola como nosotras en nuestros elegantes cuartos de baño. Pienso en la mujer norteamericana «privilegiada» en un cuarto de baño palaciego con un niño pequeño entre las piernas mientras está sentada en la taza. Tiene aparatos de sobra, pero nunca el par de manos extra que más necesita. Puede que las mujeres norteamericanas tengan los mejores cuartos de baño. Pero muchas veces no tienen a nadie con quien compartir a sus hijos.

Las mujeres norteamericanas leen las páginas de «estilo» de los periódicos, que en realidad son una glorificación del consumo. Nos enseñan cómo ocultarnos bajo maquillaje para que nos quieran. Y nosotras nos ocultamos voluntariamente, pensando que así nos hacemos más libres. El maquillaje no es más facultativo para nosotras que el velo para las mujeres árabes: es nuestra versión occidental del chador.

A los treinta y nueve años, tenía una hija de tres, todas las responsabilidades de un hombre, y todos los inconvenientes de una mujer. Me ganaba la vida contando eso, y se supone que las mujeres hacen lo contrario. De pronto entendía cosas sobre la discriminación contra las mujeres de las que había estado protegida en mi vida anterior. Sin ayuda para mantener a la niña, no tenía más elección que seguir escribiendo -era el único modo de ganarme la vida que conocía-, aunque la escritura siempre me ha puesto en medio de un fuego cruzado entre los sexos. Quería una vida tranquila, pero no tenía la menor idea de cómo conseguir tenerla. Vivía la experiencia típica de mi generación, y a un nivel de privilegio que la mayor parte de mi generación dista mucho de tener. Privilegiada o no, resultaba tremendamente fatigoso. Me habían educado para ocupar un lugar en un mundo que ya no existía.

Si tuviera que vivir como un hombre, pensaba, afirmaría mi derecho a los placeres del hombre: concubinas núbiles.

Mi cuadragésimo cumpleaños era inminente y estaba buscando el regalo definitivo. ¿No me lo merecía por todos mis esfuerzos? ¿Por mantener vivos el fuego y a mi hija?


Imagínese, si se quiere, a un tipo de veinticinco años con ojos azules. Mide uno ochenta y cinco, tiene una nariz perfecta, dientes de nácar, una sonrisa deslumbrante, un pecho moreno, brazos, bíceps y pantorrillas musculosos. Y por si esto no fuera bastante, también adoraba la poesía, tenía inclinaciones literarias, y una polla que también tenía inclinaciones literarias. Se curvaba hacia arriba como una bruñida cimitarra.

¿Cómo le conocí? No por medio de una carta insertada en un periódico en la que solicitaba hombres con apéndices largos (aunque mis lectores me las mandan con regularidad), sino en un gimnasio, a través de un amigo. Estaba sudando en uno de los aparatos, un modo de conocerse muy de los años ochenta.

Will Wadsworth Oates III era la rama que florece de un árbol familiar podrido. Vino a tomar el té una noche de invierno y nunca se marchó, a no ser para comprar más chocolatinas.

«Horizontalmente hablando», como Lorenz Hart escribió de Pal Joey, «es como mejor está.» Pero verticalmente también estaba bien. Sabía llevar puesto un esmoquin. Tenía una educación familiar que le hacía saber qué tenedor usar. Nunca confundiría el contenido de un lavamanos con el consomé. También resultaba guapo con sombrero, señal del mujeriego, o de un actor. Navegaba, nadaba, cantaba, y se desnudaba en segundos. Era también muy agradable. Mis amigos gay le adoraban. Mi amigas suspiraban y le llamaban gigoló a espaldas mías. (Pero era un gigoló intelectual, como suena.) Era bibliófilo, romántico, héroe picaresco. Le gustaban los libros difíciles y las mujeres fáciles.

El amor se alimenta de la semejanza o de la semejanza imaginada. Cuando el amor fracasa, nos enfadamos. ¿Por qué? Porque nos hemos engañado con respecto a nuestro gemelo.

¿Cómo iba a saber yo que Will (Oatsie, como le llamaban sus viejos amigos) hacía proposiciones a la mayoría de mis amigas y les daba sablazos a mis amigos pidiéndoles dinero «prestado»?

Yo creía que sabía las reglas: le conseguí una tarjeta de crédito. Entonces no sabía que el límite era demasiado elevado.

Le compré ropa a la última, le di un coche (pero, como era práctica, me negué a ponerlo a su nombre). En verano lo llevaba al Cipriani, en Venecia, como si fuera una starlet. Cuando se tiraba a la piscina, le admiraban las señoras y también los caballeros. Tenía tantas ganas de gustar, que conseguía que todos se enamorasen de él. Y se comportó así toda su vida.

Pero las chicas judías y las armas no mezclan bien, y Will tenía pistolas cargadas en mi casa. Cuando lo descubrí -con cinco años de retraso-, lo eché. Puede que ya estuviera preparada para ello. Al principio creí que las pistolas no estaban cargadas («igual que en una armería, cariño») porque me juró que mantenía las municiones aparte.

Cuando ahora le recuerdo, en mi mente se funde con el Chéri de Colette. Creo verle probándose mis perlas en la cama. Tenía el tono guasón de un gigoló nato, y todas las mujeres liberadas necesitan un gigoló de vez en cuando. La connotación del término traiciona nuestra desaprobación del propio placer. Pero vivir para las sensaciones y el placer no siempre es algo malo. Will era mi Baco: hermoso, andrógino, lleno de jugos.

Nos molesta el gigoló porque se le paga por el amor, pero no nos molesta el mercenario al que le pagan por matar. Nuestras estatuas son de los condottieri no de los cavalieri serventi. Nuestro mundo sería mejor si la cosa fuera al revés.

Los hombres gay lo hacen mucho mejor que las mujeres. Puede que entiendan mejor la cuestión. A veces adoptan a sus amantes, reconociendo esa relación como una especie de juego de papeles padre-hijo. Pero al final incluso ellos se hartan. Entonces echan a los hijoputas.

Will era en esencia amable, aunque el chulo que había en él se imponía a veces. Adoraba las representaciones, tanto en la vida diaria como en el escenario. Will levantaba pesas en el césped cuando Jon venía a recoger a Molly. Esperaba que pareciera que era lo suficientemente peligroso para protegerme. Yo estaba conmovida.

Me presionaba para que me casase con él y yo lo retrasaba. No sólo era que me gustaba estar legalmente libre, sino que nunca me podría casar con Will. Podía cambiar de vida cualquier día, sin la intervención de los abogados. De modo que no decía ni que sí ni que no. Y él se enfadó.

Siempre creí que a Molly le caía bien. Más tarde ella me dijo que le tenía miedo. Me estremezco al recordar las armas escondidas. Will siempre jurando que las armas estaban bien ocultas. Pero ¿cómo podía estar seguro de eso cuando su situación natural era estar muy pasado? Deben de habernos protegido los ángeles. Margaret debe de haber estado revoloteando con ellos.

Cuando las cosas empezaron a irnos crónicamente mal, me di cuenta de lo mucho que estábamos bebiendo. Una barbaridad. Llevé a Will a Alcohólicos Anónimos, creyendo que quien necesitaba descolgarse era él. Otra grandiosa decepción. Como muchos adictos, necesitaba a Will para encararme conmigo misma.

Empezamos a ir juntos a las reuniones. Al principio me daban mucho miedo y lloraba durante todas ellas. No sabía por qué. Odiaba su lenguaje y el modo en que llamaban a las fases del programa. Luego empecé a ver que Alcohólicos Anónimos era el único sitio del mundo donde se me recibía bien sin juzgarme. Me enamoré de Alcohólicos Anónimos: una alternativa al implacable modo de ser que caracteriza al resto de nuestra sociedad. Los de Alcohólicos Anónimos son amables por principio. Saben que tienen que ayudar a los otros para ayudarse a sí mismos.

Will estuvo un año sin beber. Yo dos. Ese sabor de la sobriedad me puso en marcha, y también nos separó. Yo empecé mi marcha por la larga y ventosa carretera de la rendición. Todavía sigo obstinada y con miedo, pero por lo menos sé que sigo.

Cuando Will estaba a punto de irse, encontré un bulto en mi pecho izquierdo. Mientras esperaba el resultado de la biopsia, Will y yo nos reconciliamos brevemente a través del miedo mortal. El día en que se demostró que el bulto era benigno, se marchó. El bulto duró algún tiempo, luego desapareció como si nunca hubiera existido.

Pensaba en él constantemente. A veces, todavía pienso. Incluso todavía me puedo llegar a correr soñando con Will. Cuando estoy sola en la habitación de un hotel o me instalo en una casa alquilada de cualquier parte del mundo, Will llega inmediatamente.

He oído a mucha gente decir que todavía está enamorada de sus antiguos amantes en una sinapsis u otra. Eso mismo es cierto para mí. La memoria nubla el amor, como siempre pasa, pero debajo de la niebla del olvido, permanece el amor. Yo todavía los quiero a todos: Ton, Will, Michael, Allan. Incluso los quiero más que cuando estábamos juntos, porque ahora tengo más empatía. Es probable que ellos no deseen que les quiera, pero mi cariño en cualquier caso está ahí. No me puedo desprender de él. Vuelve en mis sueños.

Creí que iba a patinar sobre el divorcio como sobre hielo duro y liso. Nada más lejos de ello: fue como hundirme. Hundirme en aguas negras, en tinta, pero sin ser capaz de escribir con ella (no tenía pluma ni papel), sin ser capaz de leer, sin ser capaz de respirar, sin ser capaz de ponerme en pie en el sucio fondo. Algunos incidentes apuntan por entre la negrura, trayendo otra vez la tristeza de todo aquello.

Una mañana despierto en la cama de agua de Connecticut con Will. Suena el timbre. Se trata de un empleado del juzgado propio de Dickens, con la cara roja y un mechón de pelo rubio, que trae una citación.

Yo titubeo, envolviendo mi desnudez en una toalla húmeda.

– Perdone -dice él, con la gélida educación de la policía secreta de la Zembla de Nabokov.

– ¿Es usted, mistress Yong?

– Así es.

– Esto es para usted.

Y me entrega un sobre grueso, luego se da rápidamente la vuelta y se aleja.

Desgarro el sobre en la puerta, estremeciéndome. Nunca me habían entregado una citación judicial. Nunca había visto algo así. Parece decir que si me alejo de Fairfield County, seré perseguida «con todo el peso de la ley» y perderé la custodia de Molly («el resultado de esa unión») a menos que siga «domiciliada» en una de las cuatro ciudades siguientes: Westport, Weston, Fairfield o Redding.

Una demanda muy confusa, posiblemente inconstitucional e imposible de ganar, pero una espada en el corazón. Después de todo, ya me había considerado desde siempre una «mala madre» porque debía trabajar para mantenerla. En cierto modo ya había aceptado la falta de una pensión por la niña, las crueldades aisladas (como que descolgara el teléfono para que yo no pudiera saber de mi hija de dos años), pero esto era el sabotaje definitivo: me quitarían a mi hija por culpa de mis libros rebeldes. Esta traición me hizo mucho daño. (En aquel tiempo no tenía modo de saber que las demandas por la custodia de los hijos se han convertido en el castigo cruel y habitual de las de mi generación que se atreven a afrontar la maternidad y una carrera al mismo tiempo.)

Dos años y varios cientos de dólares después, Jon y yo estamos sentados en el despacho de los asistentes sociales del sótano del juzgado de Stamford. Los asistentes sociales, uno hombre, el otro mujer, nos preguntan en la jerga de los asistentes sociales:

– ¿Cuáles son los puntos en que están en desacuerdo?

Mi abogada había conseguido que Molly se quedara fuera del caso, me había proporcionado certificados psicológicos que atestiguaban su salud mental, y había sobreseído el proceso por la custodia y emprendido un proceso de «mediación», una terapia que a nadie conviene de verdad excepto al juez. En la «mediación», la persona sana se rinde y la que está loca tiene que Tomar la decisión, habitualmente a gritos.

Habíamos pasado dos horas en el sótano del juzgado, que estaba lleno de padres negros del gueto, mujeres latinas maltratadas y otros tan pobres que ni siquiera se podían pagar el divorcio.

Al pedírsenos que delimitáramos nuestro problema, encontramos que ni siquiera lo podíamos formular. Finalmente, Jon suelta:

– Mi ex mujer quiere que nuestra hija vaya al colegio Ethical Culture…, y yo creo que debería ir a Dalton.

– Bueno…, estaría mejor en el Ethical porque es… -digo yo, vacilando.

Los asistentes sociales nos miran como si los dos nos hubiéramos tirado un pedo.

– Seguramente podremos resolverlo -dice la mujer, con voz de risa.

Y se establece un «compromiso». Yo mandaría a Molly a Dalton (el antiguo colegio de Jon) y él retiraría la demanda. Comparo la inquietud de Molly por la demanda con el mandarla a un colegio que me parecía equivocado, y me decido por el menor de los dos males. Jon se encoge de hombros y retira la demanda. Está harto de todo. Y lo mismo yo.

Un año después, estoy a punto de publicar Molly's Book of Divorce, un libro infantil ilustrado sobre una niña que va y viene entre la casa de su padre y de su madre. El libro es irónico, pero también es un regalo del día de San Valentín para los niños y los padres que han pasado por un divorcio. Lo escribí como una historia para contar a la hora de irse a dormir y ayudar a que Molly soportara una vida en la que siempre dejaba calcetines, ropa interior y ositos de peluche en la otra casa. También lo escribí para mí misma. Termina con una fiesta en la que los padres divorciados y sus nuevas parejas se besan y arreglan las cosas. Un deseo no realizado. El libro está en imprenta, cuando de repente la carta de un abogado lo detiene todo.

El abogado de Jon amenaza con que, a menos que se cambie el nombre de la niña, utilizará todos los medios a su alcance para conseguir la prohibición del libro.

El padre de Alicia en el País de las Maravillas nunca hizo algo así, ni lo hizo el padre de Christopher Robin (claro que el autor era él), pero es inútil acudir a los tribunales para demostrar que los libros de niños se titulan tradicionalmente con el nombre de un niño real. Al editor ya le dominaba el pánico. Fui convocada a su oficina y me mandó plegarme a la exigencia.

Para evitar la demanda, cambio el nombre de la niña por el de Megan y la imprenta vuelve a ponerse en marcha. Me cobran las páginas inutilizadas. Tienen lugar reuniones interminables con los abogados para tranquilizar al editor, pero en cierto modo se han perdido las ganas. La prensa sensacionalista se ha enterado de la historia y monta el lío habitual a cuenta de ella. Todas las reseñas del libro hablan de «el escándalo» y no del libro. ¿Qué escándalo?

No hubo demanda, sólo la carta de un abogado, palabras duras y reuniones interminables. Pero el libro queda afectado. El editor pierde interés por el libro. Y los padres que pudieran haberlo encontrado adecuado para sus hijos, nunca lo encuentran en las librerías. Pero, como con respecto a un niño con un defecto, me negué a darme por vencida. Decidida a presentar el libro de otra forma, dispuse sus elementos para un programa de televisión: Loretta Swit como la madre, Keri Houlihan como la niña. Alan Katz hizo el programa piloto. El programa era tremendo. Pero nunca llegó a rodarse la serie.

– El divorcio es deprimente -dicen los ejecutivos de la cadena.

– Loretta es demasiado vieja -dicen los ejecutivos de la cadena (los cuales, seis meses antes, insistieron en que interpretara el papel). Lo cierto es que hacía una interpretación maravillosa, apoderándose valientemente de algunos de mis manierismos, como hacen las buenas actrices. Con su única combinación de entereza y dulzura, podría haber servido de inspiración a las madres que cuidan solas a sus hijos. Pero la serie la rodaron mujeres y la montaron hombres, como de costumbre. Entre el «Loretta es demasiado vieja» y «el divorcio es deprimente», la serie nació muerta. Cuando la emitieron como un episodio aislado, recibió mejores críticas que la mayoría de mis libros. Luego se perdió en el limbo de los vídeos.

La mitad de las familias norteamericanas están divorciadas en 1986, pero no en las comedias de situación de la televisión. «Divorcio» todavía es una palabra fea en las cadenas de televisión. Unos años después, todos se precipitan a hacer ese tipo de programas.

– Debes de haber sido profética -me dicen ahora los ejecutivos de las televisiones-. Ibas con años de adelanto sobre tu época.

Megan no está a la venta. Los psicólogos infantiles lo descubren y compran en las librerías de segunda mano como ayuda para aconsejar a los niños en pleno divorcio.

Les mando los ejemplares que me quedan. Pero por lo general el libro no se encuentra: otra víctima del divorcio.

Después de ese sabotaje, perdí un poco los nervios y demandé a Jon por acoso, acusándole de no permitirme ganarme la vida y de interrumpir mi trabajo. El acoso es bastante real, pero la ley no está hecha para eso, ni para reparar un corazón destrozado. Esta absurda demanda nueva dura y cuesta mucho, interrumpiendo todavía más mi trabajo.

Finalmente, decido que no puedo seguir tan enrabietada con el padre de Molly para seguir con la demanda. Todavía siento ternura por él. Sueño con que algún día seamos amigos. Y quiero continuar con mi vida.

Jon y yo nos hemos molestado uno al otro, nos hemos hecho daño, hecho daño a nuestra hija. Ahora Molly está empezando primero en Dalton. Es hora de aprender a ser padres, si no ya amigos. Estoy instalada, al menos los días de entre semana, en un hermoso apartamento que da al East River, en Manhattan. Hemos puesto cierta distancia entre nosotros y nuestro dolor. La herida ha empezado a cicatrizar. Constantemente se reabre debido a la hija que compartimos. Pero, poco a poco, estamos aprendiendo a compartirla. Los fines de semana Jon y yo nos vemos en Connecticut, Mantengo la casa de Connecticut para que Molly esté cerca de su padre. Además la casa es mi refugio para escribir.

Mi nuevo apartamento demostró que estaba situado en uno de esos edificios antediluvianos donde incluso a los judíos se les anima a que les crezca el prepucio para pasar por blancos, anglosajones y protestantes. Saben que se encuentran allí porque se lo consienten, ya que el edificio anteriormente era «restringido», de modo que ahora lo defienden de otros judíos.

Como en el Maidstone Club, en los Hampton, donde los padres fundadores nunca pensaron abrirlo a los «maricas, gente del mundo del espectáculo, o judíos», los habitantes de este mal ventilado edificio ahora se encuentran rodeados de esa gente.

Me vendieron el apartamento, aunque yo era la personificación de todo aquello de lo que habían huido durante toda su vida. Cuando Will se instala -con su Harley, cazadora de cuero negro, muñequeras con remaches y acento de colegio privado-, me convierto en la Juana de Arco de Grade Square.

En el edificio se murmura que «hacemos rechinar el somier por la noche», que Will fuma -o vende- droga en Cari Schurz Park, y que la niña pelirroja de cinco años y la amable niñera de pelo blanco realizan ritos paganos en honor del Dios Cornudo, justo allí mismo, en la East End Avenue.

La junta de vecinos decide de pronto mandar una comisión a inspeccionar mi apartamento. ¿Tenemos o no tenemos bastante moqueta? Esa es la cuestión.

Se forma el Comité de Inspección de Somieres. Este augusto cuerpo -compuesto por un judío con el prepucio reconstruido (abogado), un blanco anglosajón y protestante, alcohólico sin recuperar (también abogado), una mujer perfectamente peinada y vestida de Chanel con un bolso de piel de cordero con unas «C» entrelazadas (decoradora casada con un abogado)- examina solemnemente mi apartamento. Las moquetas de un gris malva hacen juego con el río. En las paredes hay espejos que lo reflejan. La cama de agua está disimulada con una colcha Amish y una cabecera de latón para que parezca un acogedor letto matrimonióle de una pensión familiar de Nueva Inglaterra.

Contengo la respiración cuando el comité entra en el dormitorio. Todos los centímetros de la casa tienen moqueta excepto el pequeño foyer con espejos. La cama de agua es, naturalmente, ilegal, algo que sé. Pero afortunadamente mis inspectores generales son demasiado mojigatos para tocar la superficie de la cama. Después de haberse excitado tanto, se marchan, un tanto sorprendidos de que aparentemente me atenga a las normas.

Ahora se inicia una campaña de acoso. Hay llamadas a las tres de la mañana sin que nadie diga nada, y anónimos escritos con rotulador que meten por debajo de la puerta. En una ocasión, a Molly la increpan en el ascensor por mis supuestos pecados.

Will y yo consultamos con unos abogados. No nos dicen nada y quieren cobrar mucho. Prometen establecer negociaciones con la junta de vecinos. Tengo un súbito fogonazo: ¡se trata de otro problema que no puede resolver la ley! Y, en cualquier caso, ¿qué estoy haciendo en semejante edificio? Soy del West Side, que es donde me crié. Resulta que el apartamento donde viví de pequeña está en venta. Un agente inmobiliario llama, preguntando si lo quiero ver. Lo veo, y me entero del precio. ¿Dos millones de dólares? Cuando mis padres vivían allí, el alquiler era 200 dólares al mes. Thomas Wolfe tenía razón: nunca se puede volver a casa.

Will, Molly, Margaret y yo alquilamos un apartamento en Venecia durante tres meses aquel verano y ponemos tranquilamente en venta el apartamento de Gracie Square. Una tarde, Will y yo estamos tumbados en la cama, viendo al agua del canal hacer sus mágicas ondulaciones en el techo, cuando mi contable llama dando la noticia de que alguien quiere comprar el apartamento de Nueva York.

– ¡Véndalo! -digo yo. Will y yo damos saltos de alegría, luego bailamos por la habitación, riendo.


¡Maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos, unios! ¡ No tenéis nada que perder a no ser vuestras propiedades inmobiliarias! (Y en todo caso, ¿quién quiere en estos días propiedades inmobiliarias?) Las madres solteras con amantes jóvenes no pueden vivir en los edificios «buenos» de Nueva York. Mi error fue querer vivir en un edificio «bueno». Mejor me aferro a los que son como yo.

Conque vendemos las Torres Prepucio y nos ponemos a buscar una casa de piedra. Ni un edificio de apartamentos del East Side más.

Encontramos una casa estrecha en la calle 94, entre Park y Lexington, en la que viven un agradable psiquiatra, su saltarina mujer y tres niños muy listos. Esperan trasladarse a París. Encima de la cama hay un cartel: «La salud mental es nuestra más preciada riqueza.» Encuentro que es un presagio excelente, de modo que compro la casa de inmediato.

Necesita de todo: tejado nuevo, cocina nueva, lavadora, caldera, baños. Hago lo que siempre hago con las casas: gasto hasta que se termina el dinero, luego vuelvo a trabajar para terminar el libro.

Antes o después abandono las reformas gritando que necesito dinero en efectivo. Tres de los cuatros pisos son acogedores, aunque el jardín y el piso bajo siguen sin terminar. Por entonces, las paredes están cubiertas con papel pintado de William Morris de la misma cosecha victoriana que la casa; las cajas de las escaleras son púrpura y los candelabros venecianos. Mi padre dice que parece una casa de putas.

– ¿Cómo te diste cuenta? -pregunto yo.

Adiós Torres Prepucio. Nadie puede decirme con quién vivir en mi propia casa de piedra. Pero la casa no resulta demasiado práctica. Como los dueños siempre han sido médicos, el sótano está lleno de viejo instrumental, radiografías de cajas torácicas, pelvis, cráneos. Antiguos pacientes, hablando diversos dialectos españoles, todavía aparecen en mitad de la noche en busca de ayuda. Hasta de día es oscura la casa, y, por motivos de seguridad, todos los miembros de mi comuna -excepto Poochini, el bichon (sucesor de Poochkin)- estamos obligados a llevar activadores del sistema de alarma cuando sacamos la basura o abrimos la puerta.

La casa resolvió nuestros problemas de alojamiento durante un tiempo. También le dio algo que hacer a Will y a mí algo de lo que estarle agradecida. Pero me volvió a dominar el antiguo dolor de cabeza. Los espíritus de los inquilinos anteriores y de sus pacientes seguían por allí. Tuve los peores sueños posibles en aquella casa, sueños que debían de pertenecer a los pacientes de uno de los antiguos dueños. O si no, los sueños llegaban desde épocas anteriores.

¿Estaba enterrado en el hueco de la escalera el cuerpo de Rupert Brewery (para quien se levantó la casa)? ¿Había asesinado aquí algún esposo ultrajado a su esposa infiel? Contraté a una curandera psíquica (que tenía fama de que había ayudado a Margaret Mead en su último año) para que me exorcizara la casa. Prometió que haría eso, pero sólo si antes me hacía paciente suya. Yo iba a su «estudio» de la York Avenue, me tumbaba en una mesa, y ella le hablaba a mi inestable glándula tiroides, me palpaba mi sano hígado y describía las visitas astrales que le hacía a mi casa a las cinco de mañana. («Voy a primera hora de la mañana. ¿No me ve?») Luego le pagaba en metálico.

La mujer siempre insistía en cuánto odiaba los exorcismos (limpiezas, los llamaba ella), en el gran dolor de cabeza que le provocaban. Pero debió de obrar maravillas, porque vendí la casa ganando mucho dinero en la operación justo cuando el precio de los inmuebles se hundía.

De modo que me mudé otra vez. Cuando conocí a Ken, él estaba viviendo en un edificio especializado en «maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos». Compramos un apartamento mayor en aquel edificio y nos instalamos. Yo estaba encantada de encontrarme en un piso veintisiete después de años de oscuridad. Y estaba encantada de estar entre los míos. El edificio también era un albergue de perros y gatos. Al parecer, a los «maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos» les gustan los animales.

Molly se cambió al colegio The Day, donde las madres no llevaban el diamante Krupp el día de la fiesta y a los chicos no los iban a buscar en limusinas. (Muchos de los alumnos de los colegios privados de Nueva York iban a clase en limusinas en los años ochenta, antes de que a sus padres los mandaran a la cárcel.)

Yo siempre estaba en aprietos o sin dinero, pero de algún modo me las arreglé para pagar las facturas y cuidar de mi hija. Incluso aprendí a ser una madre decente. Finalmente Jon y yo dejamos de demandarnos uno al otro e iniciamos conversaciones. A veces incluso recordábamos los viejos tiempos y por qué nos amábamos uno al otro. Y a Molly se le iluminaba la cara como con un millar de velas.

No puedo esperar ser yo la que cuente su parte en la historia, aunque sé que no me resultará fácil. Hasta que Molly se haga cargo de ella, la historia real seguirá sin contar. Le toca a ella contarla, no a mí.

En el divorcio todo es a la vez vulgar y único. Dos escritores -enfrentándose a la fama, el rechazo, los problemas de dinero, y su propio dolor- tratan de educar a una hija. La hija que educan resulta que es como los dos, aunque como ella misma por encima de todo: tremendamente divertida, cínica, maestra en los juegos de palabras. Tenía que serlo para sobrevivir a sus padres.

Mi generación está sembrada de divorcios. Volviendo la vista atrás, muchas veces nos preguntamos por qué. ¿Qué ganamos con no seguir juntos que les venga bien a nuestros hijos? ¿Ganamos algo, en definitiva?

Éramos la generación que iba a vivir para siempre. Y hemos cumplido cincuenta años como todos los demás. No vamos a derrotar al malach hamovis, después de todo.

A veces parece que tanto nuestros hijos como nuestros padres eran más listos que nosotros. Nos encontramos entre el idealismo de los años treinta de nuestros padres y el cinismo de los años ochenta de nuestros hijos. En algún punto profundamente escondido de nosotros mismos, todavía creemos que lo único que necesitamos es amor, amor, amor. En algún punto profundo de nosotros mismos nos preguntamos cómo se nos ha puesto blanco el pelo. ¿Cómo demonios nos las arreglamos para ser mayores?

La maravilla es que nuestros hijos se hayan hecho mayores, a pesar de todo lo que hicimos para destrozarlos.

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