Se admite que la maternidad forma parte de la naturaleza: intemporal, inmutable, una especie de Roca Firme de la mujer. La verdad es que no hay nada más mudable que la maternidad, afectada por las convenciones y pretensiones de la sociedad en la que aparece. Todo lo relativo a la maternidad cambia con nuestras ideologías: darle el pecho y ponerle pañales, niñeras y crianza de niños, anestesia o evitar la anestesia, unión madre-recién nacido o separación madre-recién nacido, dar a luz de pie, sentada o tumbada, sola o con familiares, comadrona o tocólogo. Probablemente no haya cosa alguna en el nacimiento a la que no pueda cambiar la cultura, ¡excepto el hecho de que sólo lo puede hacer una mujer! Hasta los sentimientos que se supone que debe tener la madre pueden cambiar.
Cómo odiamos las madres oír eso. Probablemente preferiríamos creer que el parto y todo lo que le rodea lo lleva a cabo la propia Diosa Madre y que en absoluto cambia de momento histórico en momento histórico. El ritual hormonal puede que sea el mismo, la ontogenia del feto la misma (mientras ésta reproduce la filogenia, según nuestros profesores de biología del instituto); pero el modo en que respondemos a los dolores del parto, al parto mismo, a la salida de la leche ante los lloros del niño, es infinitamente mudable.
Nuestros flageladores eran tan esclavos de las teorías sobre la maternidad como nosotras de las relativas al sexo, la feminidad, el éxito, el dinero, el idealismo, los hombres y todo lo demás de nuestras vidas crónicamente bipolares.
Crecimos entre imágenes de madres a lo Betty Crocker que demostraban cocinando que eran mujeres. (¿El mito de Ceres reciclado para los años cincuenta?) Las revistas que leíamos en las salas de espera de los médicos nos aseguraban que dejar con alguien a los niños e ir a trabajar, retrasaría su desarrollo psicológico y no nos dejaría mentalmente en paz. Los médicos varones nos daban órdenes y nosotras pocas veces sospechábamos (ni de hecho ellos tampoco) que había todo un plan político detrás de sus palabras.
Durante los cursos de doctorado, casada por primera vez, el médico de mis padres me advirtió de que, a los veintidós años, entraba en los mejores años para tener hijos.
– Será mejor que no esperes demasiado -advirtió-. A los treinta, serás una primeriza de cierta edad.
Primeriza de cierta edad. Qué término tan aterrador. ¿De cierta edad a los treinta años? (¡Hace doscientos años, las mujeres que daban a luz en su mayoría estaban muertas a los treinta años!) La reproducción difícilmente requiere que vivamos hasta los cincuenta años, mucho menos los treinta o cuarenta años de más que todas imaginamos que se nos deben.
No tenía en absoluto la intención de escuchar a aquel médico (mi hermana mayor era la madre tierra, yo era la artista), pero el miedo que sembró produjo cierto fruto todos los meses. Siempre que sangraba, veía un recién nacido en miniatura en el flujo. Podría ser el último que tuviera. Lloré todos los óvulos, les escribí poemas, sintiéndome abyecta y al tiempo aliviada.
Todos mis esfuerzos por aprender a escribir y asistir a los cursos de posgrado se realizaron como bajo la insinuación de una amenaza. A lo mejor, por usar tan confiadamente un diafragma, estaba condenando mi vida al vacío y la desesperación. Mi repulsión física contra los recién nacidos era entonces tan grande que, al ver a una antigua compañera de Barnard empujando un antiguo cochecito de niño de mimbre por la West End Avenue, sentí náuseas. O bien anhelaba tanto el quedarme en estado que me había vuelto alérgica a mis propios anhelos, o bien estaba decidida a no perder nunca el control. Odiaba y le tenía pena a la compañera de la universidad que había sucumbido a la debilidad femenina y le hacía mimos a lo que había en el cochecito. Nunca podrá hacer nada en la vida, pensé desdeñosamente.
Mis heroínas eran Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Isabel I: reinas sin hijos de la literatura y el poder. Tenía claro que la renuncia a la debilidad femenina de la sucia maternidad era el precio de la excelencia intelectual. Mi diafragma era lo que mantenía la llama de mi cerebro, de mi independencia.
Si las opciones que tenía eran Betty Crocker o Isabel I, no tenía duda de cuál elegir. La maternidad era una trampa, lo había sido para mi madre, mi abuela, para las mujeres a lo largo de la historia. Incluso antes de que se publicara El grupo, de Mary MacCarthy, yo había estado en la clínica Margaret Sanger en busca de mi diafragma. Era un ritual de iniciación que se hacía en primer curso de Barnard. Lo único inseguro parecía ser si antes había que ir o no a Woolworth a por un anillo de compromiso. Elegí la opción de llevar unos guantes blancos de niña, como si me fueran a confirmar.
Cuando mi primer marido se volvió esquizofrénico, me felicité por mi decisión de no quedar en estado.
Pero el terror al embarazo raramente me dejaba descansar. Todos lo meses era el pozo y el péndulo. Anotaba mis períodos en una agenda y enloquecía si se retrasaba un día. Control, control, control. Era el único modo de que una mujer fuera responsable.
Allan y yo nunca habíamos hablado de los niños antes de casarnos. Y después de casarnos nunca hablamos de nada. Pero en cuanto llegamos a Alemania, empecé a creer que él era una criatura del espacio exterior. Yo nunca conseguía abrir brechas en la pared que nos separaba, de modo que nunca podía imaginar el tener un hijo con él. No conseguía concebirlo, de modo que no conseguía concebir: una cosa que algunas mujeres sólo pueden hacer con ciertos hombres y no con otros. No creo que ni siquiera lo intentásemos hasta el final, cuando me di cuenta de que me iba a marchar y, en un ataque de culpabilidad, quise enredarme en una trampa. Por entonces yo ya estaba al otro lado de la puerta.
Pero Jon siempre pareció carne de mi carne. Estábamos destinados a tener a Molly. La vi cernerse sobre la niebla de Los Angeles la noche que nos conocimos en casa de sus padres y hablamos la noche entera en Mulholland Drive.
– Decídete, mamá -decía ella-. ¡Allá voy!
– Espera un poco… seas quien seas -dijimos nosotros.
Tres años después, la recibimos encantados.
¿Cómo se las arregló alguien con tanto miedo a perder el control a quedar embarazada?
Cuando nos trasladamos a Connecticut, compramos una casa con cinco dormitorios y nos instalamos con nuestro ficus de Nueva York y con nuestro perro bichon frisé, adquirido en Lexington Avenue, cerca de Bloomingdales, antes de convertirnos en unos conversos del cuidado a los animales. O antes de que me convirtiera yo.
Me convertí en una enamorada de los animales por osmosis (o lavado de cerebro) debido a nuestra amistad con June Havoc. Sí, todavía está viva, la querida Baby June, hermana de Gypsy Rose Lee, la de la perfecta nariz noruega (modificada en Hollywood en los años cuarenta), que vivía en la perfecta casa de Connecticut de Miss Havisham, con un auténtico zoológico de perros tuertos, cojos y lisiados, gatos con tres patas, asnos artríticos, cerdos con diabetes y cisnes con las alas rotas.
Les llama «los niños», y debido a ellos llama a su casa el Hogar de los Actores Viejos, y los cuida con tal devoción que de hecho pueden ponerse sobre las patas traseras y empezar a recitar Hamlet en cualquier momento. June, a la que habíamos conocido en uno de aquellos cruceros «gratuitos» (que resulta que no son tan gratuitos, pues los aficionados te persiguen por cubierta con manuscritos de los sobrinos, y ancianos que están traduciendo a Omar Kayam al urdu o rehaciendo los libros de Oz en estrofas interminables, y en consecuencia necesitan «un buen agente en Nueva York», te acosan en la discoteca a las tres de la madrugada para hablar del «ambiente editorial de Nueva York»).
June estaba a bordo, junto con otros invitados nuevos o famosos ligeramente pasados de moda.
Jon y yo le confiamos que habíamos estado buscando casa por todos los Estados Unidos aquel año del bicentenario -desde el lago Tahoe a Wyoming, Santa Fe, Islamorada, Key West, las Berkshires-, y estábamos tan hartos que nos encontrábamos a punto de volver a California, esta vez a Big Sur, o Napa, o incluso a Berkeley.
¡A June se le iluminaron los ojos!
– Venid a Weston -dijo-. Os encontraré casa.
Y lo hizo. Y nos ayudó a poblarla. Debido a June, yo siempre estaba yendo a los albergues de animales cercanos cuando nos llegaba el aviso de que se acercaba el Día de la Eutanasia. June y yo íbamos a la televisión local (cuando había programas) para anunciar a los adorables animales condenados, y cuando no había programas en televisión, habitualmente nos llevábamos nosotras a los animales abandonados.
En una de esas excursiones, Jon y yo nos enamoramos de Buffy; o más bien, Buffy se enamoró de Jon. La gran perra sin raza, que se parecía un poco a Sandy, el perro de Annie la Huerfanita, le seguía por todas partes en aquel Auschwitz canino y, cuando se negó a llevársela, se puso a aullar como un coyote a la luna llena.
– Querido -dijo June-, te prometo que nunca lo lamentarás. Si te hartas de ella, me la llevaré al Hogar de Actores Viejos, lo prometo.
Total, que nos llevamos a Buffy a casa.
La perra incluso parecía un perro de Auschwitz: piel y huesos cubiertos por un sarnoso pelo rojo, grandes ojos pardos que parecían tener toda la miseria humana desde el comienzo de los tiempos reflejada en sus profundidades caninas, una tendencia a derribar los cubos de basura y comer su contenido, y eso por no mencionar las lombrices de una largura increíble que vivían en sus intestinos y la resultante diarrea incontrolable.
Después de que le mordiera la mano cuando le examinaba los dientes, el primer veterinario al que fuimos dijo:
– Nunca será un buen animal de compañía. Deberían librarse de ella.
Esto nos hizo más decididos. Llevamos a Buffy de regreso a casa, le eliminamos las lombrices y la fumigamos, le dimos un baño antipulgas, le lavamos el pelo con champú a la camomila, y empezamos a darle de comer filetes, cápsulas de vitamina E, arroz y zanahorias. Todavía nos gruñía, se escondía en los rincones de la casa, y trataba de rebuscar en el cubo de basura del camino de entrada. Pero poco a poco se tranquilizó.
En un par de meses parecía la Sandy de Annie -después de que a ésta la adoptara Daddy Warbucks y tuviera un espectáculo de éxito duradero en Broadway-, un chucho rojo y grande con patas largas y un mechón de pelo rojizo en su encantadora cabeza alargada. Le cambiamos el nombre por el de Virginia Woolf (para que hiciera juego con Poochkin, alias Aleksandr Pushkin, el bichon), pero seguimos utilizando el nombre que le habían puesto en la perrera. Buffy, Buffoon, Scruffoon, Ms Woolf eran sus apodos. Se convirtió en una perra modelo después de que la adiestrara muy bien una persona más resuelta que yo, consiguiendo que se pusiera sobre las patas de atrás, ladrara a los desconocidos y nunca «cometiera errores» dentro (lo que era más de lo que podíamos decir de Poochkin, que señalaba su territorio fuera o dentro y se masturbaba contra los cojines del sofá hasta que los dejaba tiesos).
Al principio no se llevaban bien, pero ahora cada uno imitaba las posturas del otro o se sentaban como sujeta-libros a los dos lados de la puerta. A Buffy le gustaba más Jon, y a Poochkin yo. Cada uno de nosotros tenía un acompañante canino en el estudio. Pero Buffy era una perra de alma profunda. La habían abandonado, a fin de cuentas, y la salvamos nosotros de la muerte. Tanto los perros como las personas son más amables después de tocar fondo.
Si me las puedo arreglar con esta perra -pensaba yo- no hay nada que no pueda hacer. Incluso tener un niño, aunque sea escritora.
Pero dudaba, temiendo aún el eterno Waterloo de las mujeres. En el verano en que yo tenía treinta y cinco años, me entretenía con los gatos abandonados de los aparcamientos de los supermercados, lloraba al ver a perros muertos por coches, escribía poemas sobre la inteligencia e intuición de los perros.
Mirando un día a Buffoon, pensé que un recién nacido nunca tendría mayores problemas. Y había que verla ahora: el perfecto animal de compañía. Lo que yo no sabía era que la analogía entre perros y niños sólo dura un año o así. Después los niños son unas criaturitas tercas que se empeñan en hacer su santa voluntad, hasta más o menos la edad de doce años, cuando se convierten en dybuks o íncubos, dependiendo de la persuasión religiosa de uno.
Pero de hecho W Buffoon, Scruffoon, Spitoom, la muy distinguida Ms Woolf, quien me decidió a tener un niño. Era otro tipo de rendición. Una vez que un perro te entra en el corazón, no es difícil abrírselo a un niño.
Poochkin había sido mi acompañante en los paseos, mi musa, mi protección en las calles de Nueva York, mi hijo, mi amante. Pero Poochkin fue desde el principio un cachorro de hichon sano, perfecto. Se suponía que a Buffy había que quererla por todos los problemas que había tenido. Supongo que yo sabía que los problemas eran parte de la maternidad, y que si una es capaz de querer demasiado a un perro, puede hacer lo mismo con un bebé o un hombre. (Esto podría ser un libro de mucho éxito: Mujeres que cuidan a perros y los quieren demasiado)
¡Unbebé! ¡Unbebé! Nos pusimos a pensar en nombres. Plantamos un huerto y compramos un todoterreno (que no es el coche ideal para el embarazo pero, a pesar de todo, es familiar).
Molly fue tan hija de Buffy como mía. La devoción de Buffy y de Jon estaban establecidas. La mía oscilaba. Sabía que se admite que las mujeres son capaces de hacer la partenogénesis y no volver la vista atrás. Pero yo necesitaba la seguridad de un hombre y un perro. ¿Podría adiestrar a Buffy para que fuera como Nana en Peter Pan? Eso era fundamental. Mentalmente yo viajaba por Wiltshire, Londres, Costa de Marfil, el Caribe; corporalmente, me estaba preparando para tener un bebé.
Siempre he tenido ganas de escribir un libro que recogiera la quintaesencia de la rareza de la vida de un escritor: vivir una vida extravagante e imaginaria en el propio estudio, en los cuadernos de notas, en los montones de libros, mientras se desarrolla alrededor otra vida cotidiana. El modo en que se enlazan esas líneas entre sí son parte del relato. ¿Cómo se puede escribir esto una mañana…
Había cinco Delincuentes, encabezados por un Chico de Diez años, que babeaba y se movía como un Tonto, y gritaba sin parar:
– ¡Maldita trujal ¡Me ha Embrujado!
En el centro del Círculo dos hombres sujetaban a la hermosa Doncella del Aquelarre al frío Suelo, mientras los otros la violaban por turnos, con la mayor Brutalidad que podían reunir; y menos, parecía, por el Placer que una bestia irracional podría encontrar en un Acto de Pasión tan salvaje, que por demostrar su Brutalidad a sus Rudos Hermanos. Puede que la violaran unas diez o doce veces; y aunque al principio ella gimió y se resistió, al cabo de un tiempo pareció que se quedaba quieta, con los Ojos vidriosos mirando fijamente al Cielo, murmurando con la boca:
– Santa Madre de Dios, ten Piedad.
Después de eso, el Bruto que entonces la estaba atormentando con su hinchado Órgano rojo, quedó dominado por la piedad y, sacando su feo Aparato de su pobre Conejo tan maltratado (del que ahora salía una sangre oscura), se lo introdujo en la boca, diciendo:
– Esto te enseñará a rezar al Demonio.
Y hundió su Órgano tan profundamente en la Garganta de ella que se puso roja y se asfixió y pareció a Punto de Morir. Después de eso, el Bruto se retiró y cada uno de los Hombres se la introdujeron en la Boca, hasta que la boca le sangró tan terriblemente como sus pobres Labios. Cuando yo creía que había visto lo peor y no podía resistir el seguir mirando, uno de los más feos del Grupo, un Golfo con nariz de Fresa y los ojos pequeños de un Cerdo, sacó su Cimitarra de su funda e, ignorando los Gritos de Piedad de ella y los Ruegos de los otros miembros del Aquelarre, hizo un corte en la Carne de su frente, y hundió tanto la Cimitarra que la Cara entera de ella se llenó de sangre, y pronto abrió los Brazos y expiró…
…y sentarse luego a almorzar con la familia? Se puede.
Y al exotismo de la escritura en cierto modo lo impulsa la cotidianidad de la vida diaria.
Pero ¿qué pasa con esos momentos de la vida diaria en que una parece sangrar en el libro, cuando una no sabe si es Erica o Fanny, cuando no sabe si la embarazada es Fanny o una misma?
Este libro, este embarazo, estaban destinados a alimentarse uno al otro, cada uno de ellos cebado y transformado por el destino del otro.
Yo había llevado a Fanny, de ser la Cenicienta de una gran familia de Wiltshire, a que la violara su padrastro, a que huyera «en busca de fortuna», a encontrarse con un aquelarre de brujas que adoraban a la Diosa-Madre, a unirse a una banda de ladrones como la de Robin Hood que se llamaban «Los alegres», a que en Londres la obligaran a ganarse la vida como puta en un burdel, cuando de pronto el libro quedó interrumpido por un viaje a París para promocionar mi segunda novela, Cómo salvar la propia vida, o, como la titularon en francés, ha Planche de salut.
Jon y yo nos alojamos en un pequeño hotel cerca de St.-Sulpice. Caímos exhaustos en la cama una noche, agotados por el viaje y llenos de buen vino, los dos con ganas de dormir, pero en lugar de eso nos acercamos el uno al otro, e hicimos el amor interminablemente, como si estuviéramos en trance.
Después, yo quedé despierta y él se durmió. Notaba el seno como lleno de luz. Parecía que había un enorme planeta rojo que brillaba dentro de mí. Sentía ese latido cinco centímetros debajo del ombligo que hace que una se sienta como una cinta de Moebius que introduce el cosmos al interior.
Por la mañana, me sacaban unas fotos para una revista de papel cuché con los leones rampantes de una fuente detrás, cuando la traductora me preguntó por qué tenía aquella expresión de picardía en los ojos.
– La noche pasada hicimos un bebé -dije yo, sorprendentemente, sin estar ni siquiera segura de que fuera verdad.
– ¿Y qué pasa con el libro siguiente? -me preguntó, creyéndome.
– ¿Qué pasa? -dije yo, alegre, con esa euforia absoluta que de hecho presagia el embarazo.
Hortense Chabrier era una pelirroja menuda que fumaba sin parar y que adoptó el papel de protectora literaria mía. Tenía dos hijos y participaba en un ménage á trois muy civilizado con mi otro traductor francés, Georges Belmont. Yo había conocido a Georges y Hortense por medio de Henry Miller. Henry y Georges eran antiguos y grandes amigos de los años treinta, y Hortense era una brillante y joven editora que trabajaba para Robert Laffont. Henry había descubierto Miedo a volar y se la había mandado, sólo para descubrir que había sido rechazada por Laffont con la excusa: «La mujeres francesas no necesitan psicoanalistas.» (Probablemente porque cuentan con franceses.)
Georges y Hortense retomaron el asunto de Miedo a volar, tradujeron el libro como he complexe d'Icare, y descubrieron que a las mujeres francesas les gustaba igual que a las norteamericanas, y por las mismas razones. En el proceso, nos hicimos grandes amigos.
La alegría de mi primer día de embarazo se convirtió luego en pánico.
Yo había aceptado lo de si/o (el bebé o el libro) y sentía ataques de duda sobre como podría equilibrar las cosas.
Felizmente el bebé no tuvo dudas, ni las tuvo Jon, ni las tuvo Buddy ni Poochkin. Por la noche dormían conmigo en un amoroso montón, y por la mañana yo subía al ático para continuar con más aventuras de Fanny, que, asombrosamente, también se había enterado de que estaba embarazada.
La expectativa de un bebé, para una Mujer que no tiene Dote, Marido, ni Relaciones amorosas, origina, por encima de todo, una inmensa capacidad para el Trabajo duro.
Las Damas con hijos, que languidecen en la Campiña entre sus Maridos que persiguen a las Putas y el Juego en la Ciudad, de hecho pueden estar malditas con todas las Molestias de la Carne de Mujer; pero las Damas que deben trabajar para llevarse el pan a la boca están demasiado atareadas para padecer los Ataques de la Melancolía, del Letargo o la Migraña, la Ciática o los Vómitos. La propia Ociosidad provoca la Melancolía, pero un Trabajo duro cura todos esos Malestares mejor que el Físico más caro.
Mi trabajo era duro, duro para mi Cuerpo y más duro todavía para mi Mente, pues no es Cosa fácil irse a la Cama con Caballeros para los que una no es más que Miedo y Deseo. Imagínese a una Chica, todavía enamorada del Amor, viéndose obligada a retozar entre las Sábanas con Ancianos cadavéricos, Actores patizambos, Libreros picados de viruela, y jóvenes Aprendices de Tenderos todavía con granos en sus Mejillas adolescentes.
Todas las sensaciones del embarazo -terror, confianza, bendición- fueron transferidas a Fanny y traducidas en términos del siglo XVIII.
Consideré la posibilidad de interrumpir el embarazo y no hice nada. Fanny iba a ver a una boticaria fuera de la ley, Mrs. Skynner, con idea de abortar el bebé, pero no pudo reunir el valor. Me preguntaba cómo podría ganarme la vida si no terminaba este libro. Fanny, por otra parte, pensaba en convertirse en una mantenida, a espaldas de su patrón, que resultaba ser su propio padrastro, lord Bellards, y el padre de la bebé. Mi propia hija dormía a salvo de todo daño en su cuna blanca de mimbre. La hija de Fanny, por otra parte, era secuestrada por una malvada nodriza y su madre tenía que correr hasta el mar para salvarla. Cada impulso tumultuoso del comienzo de la maternidad se trasladaba en otra vuelta al argumento del libro. De ese modo hacen los escritores libros a partir de su propia carne.
– ¿Vamos a la tienda de productos alimenticios sanos? -te pregunta tu pareja. Y te arrancan de una ruidosa calle de Londres (con canales llenos de aguas residuales, cabezas de pescado, fruta podrida y animales muertos).
– ¡Bajo en un momento! -gritas tú a los de abajo. Y escribes que hay unas cuantas cabezas de pescado más y unos gatos muertos en el siglo XVIII antes de correr a comprar cuajada en el siglo XX.
Una especie de vida, lo llamó Graham Green, y nadie ha mejorado todavía la frase. Pero también es más rica que la mayor parte de las vidas porque siempre se vive en dos sitios, dos siglos, dos continuos temporales a la vez.
Imagínese que se está a caballo sobre el cosmos, agarrándose a las colas de los cometas, sabiendo que el tiempo no existe. Ésa es la vida del escritor. Es la relación más pura con el universo que puede tener un mortal. También es una especie de oración.
Una novela en la que esos dos niveles de la vida se vuelvan uno, en la que el libro que emerja resulte que determina la vida emergente, sería estremecedora si estuviera escrita en el nivel más profundo. Pero la mayoría de los escritores utilizan la noción sueño/realidad superficialmente. Muchos libros empiezan en la «realidad» y se aventuran en el espejo del mundo de la fantasía, sólo para regresar a la «realidad» al final. Habitualmente el «mundo real» se utiliza como marco o trampolín. A veces los personajes traen objetos cotidianos del mundo soñado para demostrar dónde han estado: la suela de cuero gastada de las Doce Princesas, el pañuelo de niño dejado en la fuente del Royal Doulton en Vuelve Mary Poppins. Como nuestra experiencia diaria de la vida es estar soñando la mitad del tiempo y despiertos la otra mitad, es natural que inventemos narraciones que incorporen nuestra confusión sobre lo que es el mundo. A lo mejor sólo parece que estamos dormidos aquí mientras estamos despiertos en otra parte. ¿Es posible fundir vidas opuestas en una personalidad aparentemente completa? Estas cuestiones nos fascinan porque nuestras vidas siempre están divididas entre fantasía y realidad. Un escritor es sencillamente alguien que hace uso de esa fisura como abono de narraciones.
Embarazada de Molly, me sentía más feliz de lo que me había sentido en ningún otro momento de mi vida. Yo era una que se estaba convirtiendo en dos, o dos que se estaban convirtiendo en una. Mi estado de ánimo era afable. Me sentía radiante, decidida, llena de vida. Y escribía sin ninguna de las dudas que me habían paralizado en el pasado. Tenía una integración perfecta de mente y cuerpo. Mi musa estaba en mi interior, me centraba. Mi mente podía vagar. Mi cuerpo sabía que lo podía hacer sin interferencias.
Eso era lo más curioso del embarazo. No tenía que controlarme, podía dejarme ir. Un poder elevado me regía. Era un estado maravilloso para alguien que siempre creyó que tenía que controlarlo todo.
Cuando llevaba tres meses en estado, Jon y yo nos casamos en secreto en nuestra casa de Connecticut. Evitamos a nuestros padres, nuestros amigos y los medios de comunicación, porque yo había escrito un articulo en Vogue diciendo que no creía en el matrimonio. ¿Cómo me podía retractar? Además, consideraba que mi vida había sido demasiado pública.
Howard y Bette nos pincharon durante meses para que nos casáramos. Mis padres se hicieron los indiferentes. Justo antes de que naciera Molly, cedimos y les contamos a nuestros padres que la niña era legal.
Yo, a quien le había aterrado el embarazo, estaba asombrada de encontrarme encantada con él. Yo, que había condenado el matrimonio, estaba asombrada de encontrarme feliz. Poseía una calma que apenas reconocía como mía. Puede que perteneciera al bebé. El embarazo era una transformación tan mágica que comprendí por qué mi hermana mayor tenía seis hijos, mi madre tres, y mi hermana menor dos. En mi familia abunda la maternidad. Yo soy la aberración.
El embarazo me pareció tan fácil que todos, desde mi tocólogo a quien me enseñaba los ejercicios físicos para el parto, estuvieron de acuerdo:
– Ese bebé nacerá bien.
Ejercicios de yoga cabeza abajo en el sexto mes y flexiones hacia delante en el séptimo habían convencido al mundo (Jon y nuestro mutuo profesor de yoga) de que el alumbramiento sería feliz. Una gira durante el sexto mes me convenció a mí. Sólo un entrevistador se atrevió a preguntar si estaba embarazada bajo mi vestido amplio.
– Es usted el primero que lo pregunta -dije yo-. Los otros probablemente se limitaron a pensar que estaba gorda.
Mantuve bastante energía hasta el octavo mes; y hasta entonces, arrastrando una tripa como el huevo de un dinosaurio, me creía que resultaba espléndida. El narcisismo del embarazo me llevó a posar para unas fotos en un romance con mi propia tripa. Demi Moore probablemente estaba en la escuela primaria, y en 1978 nadie las hubiera publicado en la portada de una revista, pero es indudable que yo habría posado para una de esas publicaciones de haber podido. Siempre que podía, llevaba puestos vestidos transparentes que dejaban ver mi tripa.
Recuerdo a Jerzy Kosinski acariciándola en un cóctel.
– Daría lo que fuera por experimentar alguna vez un embarazo -dijo.
Pero la bebé no «nació bien». Debía de hacerlo el 1 de agosto, pero se quedó allí dentro, presionándome la vejiga, hasta mucho más avanzado el mes. Antes del 18 no decidió moverse. Yo estaba leyendo un libro del siglo XVIII sobre masques y ridottos en la biblioteca Pequot cuando de pronto noté que estaba empapada. Tranquilamente devolví los libros y conduje hasta casa.
Jon y yo telefoneamos al médico y esperamos a que empezaran las contracciones.
No pasó nada.
Fui a la cocina y preparé un sandwich con un filete inmenso y tomates cultivados en casa. Nada más devorarlo entero, empezaron las contracciones.
Las llamadas cada cinco minutos de los futuros abuelos eran más molestas que las contracciones. Howard insistía en que fuera al hospital. ¡Después de todo era su nieto! Fuimos, por no discutir. Yo había llamado a mi preparador para el parto, y metido en la maleta ejemplares de Inmaculada Decepción y Hojas de hierba. Estaba decidida a tener la bebé de modo natural, significara lo que significase eso.
Como con cada acontecimiento de mi vida, iba a dar a luz en un momento intensamente politizado. Entonces la anestesia se consideraba inadecuada y antifeminista. Sólo las lloronas tenían problemas. ¡Ninguna madre amazona sucumbiría a los espasmos! De modo que pasé por nueve horas enteras de dolor hasta que me quedé sin fuerzas, y cuando el médico sugirió una cesárea, me enfrenté a él, citando textos feministas. Sólo la reducción de la frecuencia de los latidos del corazón de la bebé me hizo cambiar de idea.
Fanny hubiera muerto. La bebé habría quedado marcada por el fórceps, sin miembros, o malograda. Perdida en un sueño del siglo XVIII, yo no podía saber que un nudo en un coxis dañado (debido a un antiguo accidente montando a caballo) hubiera impedido la llegada de mi hija al mundo y que la única opción era una cesárea.
– ¡No me mates, llevo mediado el mejor libro de mi carrera! -le grité a David Weinstein, mi querido tocólogo, cuando me metieron en el ascensor camino de la sala de operaciones. Rescatada por un angélico asistente con una bata verde de saltamontes (y alas invisibles), nos apresuramos fuera del ascensor-con el médico derribando la basura y yo desvariando- en dirección a la sala de operaciones.
A Jonathan no le dejaron entrar. Y por poco, tampoco a mí. Había un círculo sagrado de médicos varones. Me aplicaron anestesia local y se me entumecieron las piernas. Notaba que cortaban, pero nada de dolor.
Alazaron un bulto ensangrentado para que lo viera.
– ¿Es la placenta? -pregunté.
– Es tu hija -dijo David, poniéndome a una criaturita cubierta de sangre color mineral de hierro en los brazos. La habían envuelto a toda prisa en una manta rosa y movía los párpados con sangre coagulada. Sus ojos de un azul submarino se encontraron con los míos.
– Bienvenida, pequeña desconocida -dije, llorando y limpiándole la cara con las lágrimas.
Nacida como consecuencia de la unión repentina de dos amantes predestinados sobre una nube de contaminación de un desfiladero californiano, había hecho todo el camino hasta nosotros avanzando pacientemente con unos pies que nunca tocaban el suelo (como dijo Colette de su hija). Era mía y no lo era al mismo tiempo. Era la cosa más hermosa que había visto nunca y la más aterradora. Dios se había dejado caer dentro de mi vida con la cara de Molly. O si no, un rehén de Dios. A partir de entonces, mi vida ya no me pertenecía sólo a mí.
Agotada, muy alegre, esperé a que me la trajeran a la habitación. Una bebé recién lavada, con los mismos ojos negros, y un mechón pelirrojo en la cabeza, llegó en una caja transparente como un regalo del día de San Valentín. Me la llevé al pecho, preguntando si se debería hacer así. La cosa funcionó. Chupó. Yo no podía dejar de mirarla como si fuera una aparición que se desvanecería tan rápidamente como había llegado.
Luego me derrumbé. Un día o una noche de sueños químicos y luego volví a despertar ante la cara rosa y los ojos negros y el mechón castaño. ¿Cuál era nuestro destino, el suyo y el mío? ¿Qué milagro la había creado? ¿Cómo podía ser tan vulgar y tan extraordinario un milagro semejante? El nacimiento de Molly hizo creyente a esta agnóstica.
¡Qué Milagro es un Recién Nacido! Arrancado del Vacío, con apenas nueve Meses de vida, sin embargo llega con sus dedos de Manos y Pies totalmente formados, sus Labios delicados como Pétalos de Rosa, sus Ojos insondablemente azules como el Mar (y casi ciega), su Lengua de un color más rosa que el interior de una Concha, y encogiéndose y retorciéndose como un Gusano en el jardín en una Primavera lluviosa.
Han pasado casi tres Décadas desde que te advertí, mi propia Relinda, pero nunca olvidaré mis Sentimientos mientras deleito mis Ojos nublados con tu Cara recién salida del cascarón. Los Dolores de los Esfuerzos puede que se desvanezcan (¡ah, que se desvanezcan!), pero la Maravilla de ese Milagro -el más vulgar Milagro- del Recién Nacido es ¡un cuento contado y vuelto a contar siempre que la Raza de la mujer sobreviva.
Esas fueron las líneas que escribí para Fanny cuando la experiencia estaba fresca en mi mente.
Guardé todos los papeles del hospital (la lista de nombres), todas las fotografías (incluido el sonograma a las diez semanas), los dos brazaletes de identificación (el suyo y el mío). Con estos recuerdos hice libros para ella: libros por cada día de recién nacida, libros por cada cumpleaños de niña, y un libro especial por su paso a la adolescencia a los trece años. Yo era escritora antes que madre, y la escritora era quien estaba más formada. La maternidad es un gusto adquirido. Una aprende a humillarse de rodillas. Hacerse escritora sobre la maternidad es la parte más fácil.
Conque la llevamos a casa, pero al principio mis bebés caninos no estaban nada encantados de tener hermanos. Buffy aulló cuando la di de mamar por primera vez, y Poochkin dejó cagadas de escándalo en los rincones de todas las habitaciones.
Vino una niñera horripilante de una agencia de Greenwich y se dedicó a hacer lo que mejor hacen las niñeras: conseguir que los padres se sientan idiotas. Comía por dos, como si fuera un ama de cría. Escondía a la bebé en su habitación y me la traía cada unas cuantas horas sólo para soltar la frase clásica de una niñera:
– Señora Fast, su leche no es lo bastante alimenticia.
El día que tenía libre la niñera, yo llevaba la cuna con ruedecitas junto a mi cama y le hacía mimos a mi bebé todo el día y toda la noche, cuando no estaba dándole de mamar enloquecida o fotografiándola igual de locamente. Sus ojos me hechizaban. Su primera sonrisa hizo que Jon y yo bailáramos un vals por la habitación con la bebé entre nosotros. Estábamos tontos con ella, como si fuéramos los primeros padres de la historia.
Pero yo también estaba decidida a terminar mi novela a tiempo. Todas las mañanas subía a mi estudio del tercer piso, tratando de cumplir con la fecha fijada. Los editores me habían adelantado el tipo de dinero que habitualmente no ganan las mujeres. Nunca se me ocurrió tomar un día libre. Simplemente tripliqué mi trabajo y aceleré. A la bebé la alimentaba la noche entera y al libro el día entero. Producía más páginas, no menos. A lo mejor tenía miedo de que mi talento se evaporase con la maternidad. Ponía diariamente a prueba esta hipótesis.
Como otras miembros de la generación flagelada, tenía muchas cosas que demostrar: a mí misma, a mi madre, a todos los hombres que decían que no era posible hacerlo. Necesitaba demostrar que mi madre se equivocaba. Las mujeres lo podían hacer todo.
– Hemos conseguido el derecho a estar agotadas eternamente -solía bromear yo.
Pero ¿no era eso mejor que el que no me permitieran publicar libros?
¿Lamento mi comportamiento? ¿Cómo lo puedo hacer? Estaba poniendo a prueba mi vida. El derecho de las mujeres a crear vida y arte al tiempo todavía se cuestionaba en todas partes. En muchos sentidos, todavía se cuestiona.
Nunca se me ocurrió tomarme «un permiso por tener familia». Me sentía con tanta suerte por ser mujer y que se me permitiera trabajar, que no tenía intención de detenerme.
Cuando Molly estaba en la cuna, a veces la llevaba a mi estudio para que durmiera en el suelo, debajo de la mesa de trabajo, mientras yo escribía. Pero pronto tuvo demasiado tamaño y hambre para hacer eso. La «Liga de La Leche» en cierto modo no se toma la molestia de decirte que a los bebés crecidos les gusta comer cada hora o así. Molly trataba de sentarse, miraba a su alrededor, agarraba cosas, monologaba. La niñera se marchó y Lula ocupó su puesto. Lula era el sueño de niñera que tiene todo el mundo.
Lula era una antigua agente de apuestas que había pecado y amado a muchos pecadores antes de encontrar a Cristo, pero cuando yo la conocí ya era una mujer temerosa de Dios, cuyo pastor de la iglesia era el centro de su vida -me ponía cintas magnetofónicas con sus sermones-, y tenía una gran habilidad para preparar tartas de batata, manos de cerdo, judías verdes; y para cuidar bebés. Le cantaba a Molly, la acunaba, la untaba de vaselina para evitar la gripe («A los resfriados no les gusta la grasa», decía Lula), y la llevaba a la iglesia en Harlem «para que la bendijeran». Mi madre se enteró y no le gustó. Pero yo imaginé que nunca la bendecirían lo suficiente.
– La nena da palmaditas y alaba a Dios -decía Lula-. La nena dice: «Aleluya».
– Ya lo sé, Lula, ya lo sé -decía yo-, pero mi madre se preocupa.
– ¿Y de qué se preocupa? -preguntaba Lula.
– De que no necesite nada -decía yo.
– Ustedes, los judíos, están locos -decía Lula.
– Como usted diga -me mostraba de acuerdo yo.
Lula podía mandar jaquecas «de vuelta al infierno», curar resfriados con zumo de limón y Vick, y rezar para que los libros subieran en las listas de los más vendidos. Con Lula cerca, nunca tenía miedo. Si el Vick no curaba, lo haría Cristo.
Vino Lula y terminé la novela. Para cuando se publicó, Molly tenía dos años.
Una de las ventajas de escribir una novela sobre el siglo XVIII mientras se tiene un bebé fue la gratitud que me hizo sentir por estar simplemente viva. Si yo hubiera sido Fanny de verdad y ella hubiera tenido mi historial tocológico, habría estado muerta, y Molly también. Por mucho que la ciencia haya hecho cosas para destruir el mundo, es indudable que salvó la vida de muchas mujeres y sus hijos. La naturaleza no es amable con nosotras cuando nos dejan que nos las arreglemos solas. Ahora sobrevivimos al parto y encaramos el dilema de cumplir cincuenta años. Mary Wollstonecraft nunca recorrió ese sendero.
Ansiosas de cada vez más vida, raramente apreciamos lo que tenemos. Muchas de mis amigas se han convertido en madres con cuarenta años y pico, y sus hijos son hermosos y listos. Hemos extendido los límites de la vida, y sin embargo nos atrevemos a enfadarnos por hacernos mayores.
Parece un gran desagradecimiento. Pero las que hemos nacido después de la II Guerra Mundial somos una maldita panda de desagradecidas. Nada nos puso límites. De modo que somos muy dadas a derrochar y quejarnos, y poco a estar agradecidas. Y cuando descubrimos que la vida tiene límites, tratamos de destrozarnos con la ira antes de aprenderlo importante que es la rendición. Somos hijas de alcohólicos anónimos, la generación competente. Tienen que lanzarnos al fondo una y otra vez antes de que entendamos que la vida trata de la rendición. Y si el fondo no sube a nuestro encuentro, nos hundimos en él, llevando a quienes queremos con nosotras.
Sólo unas pocas volvemos nadando al aire y la luz.