Los hombres no son el problema

Criada, como la carne en el sandwich, entre dos hermanas, siempre he sido consciente de la crueldad de las mujeres, de la feroz competitividad posible entre hermanas. Cuando era niña, me apetecía formar parte de las Brownies o Girl Scouts y no me atreví porque mi hermana mayor consideraba a las Girl Scouts gazmoñas y patéticamente estrechas. En Barnard, premiada con mi presencia en el Cuadro de Honor (algo que te daba el dudoso privilegio de llevar una toga negra y mantener el orden en los exámenes finales), se lo oculté a mi hermana mayor, también alumna de Barnard, sabiendo que se burlaría de mí. Ella era la rebelde y yo era la virtuosa, mientras que mi hermana menor, Claudia, estaba, creía yo, a mi cargo, mi responsabilidad, era mi cruz. Solía tumbarme en la cama y fantasear que las tijeras de cortar las uñas del cuarto de baño de mi madre desaparecían misteriosamente del estuche y aparecían clavadas en el corazón de mi hermana. Luego hacía complicados planes para evitar que pasara eso, desbaratando mi propio deseo.

Conque sé lo malas que pueden ser las mujeres con otras mujeres. Lo sé debido a mis propios deseos reprimidos. Los hombres de mi vida normalmente han sido más amables y menos críticos. Incluso mi carrera literaria ha sido alentada por hombres amables, desde James Clifford a Louis Untermeyer, desde John Updike a Henry Miller y Anthony Burgess. A veces estos mismos hombres, famosos en cuanto sexistas, demostraban una aprobación bondadosa de la imaginación femenina mayor que muchas mujeres. Muchas mujeres, de hecho, parecían exigir que la literatura no fuera divertida, que las heroínas formaran parte de una ideología u otra. Al escribir prosa y poesía, muchas veces tenía la sensación de que no lo podía hacer bien porque la verosimilitud no era el objetivo sino una corrección política tan bizantina que parecía que nadie la podía establecer, ni siquiera las que dictan las leyes. Si escribía sobre una mujer dominada por un hombre, se consideraba que estaba haciendo mal, como si mi prosa creara el hecho, como si el espejo puesto ante la naturaleza fuera una espada.

Si escribía sobre la ternura de dar de mamar a una recién nacida, se me consideraba contrarrevolucionaria, mala hermana, como si el pecho no fuera un símbolo nuestro. Si escribía sobre mujeres que podían ser crueles, se me consideraba traidora, como si no fuera una traición mayor pretender que todas las mujeres eran buenas. No se me permitía jugar en la página. Todo se consideraba desde un punto de vista político y en consecuencia peligroso. Me di cuenta (como han descubierto muchas mujeres que escriben) de que las reglas son mucho más rigurosas cuando proceden de mujeres que de hombres.

Tuve un episodio amargo relacionado con esto en 1979, cuando era una madre reciente que había dejado de amamantar y leí un conjunto de poemas sobre el embarazo y el parto en un festival de poesía de mujeres en San Francisco. Empecé con:

Amamantándote

La primera noche

de luna llena,

el primitivo saco del océano

se rompió,

y te di nacimiento,

mujercita

con la parte de arriba de zanahoria,

una naricita respingona,

saliendo a empujones de mí

como mi madre

me empujó

fuera de sí misma,

como hizo su madre,

y la madre de su madre antes que ella,

todas nacemos

de una mujer.

Soy la segunda hija

de una segunda hija,

pero tú serás la primera.

Verás la frase

«segundo sexo»

con desconcierto,

preguntándote cómo alguien,

a no ser un loco,

podría llamarte «segunda»

cuando eres tan espléndidamente

primera,

confiriendo hasta a tu madre

el carácter de primera, de inmensa, de plena

como la luna cuando está más llena

e ilumina el cielo.

Ahora la luna está llena de nuevo

y tienes cuatro semanas de edad.

leoncita, leona,

aúllas buscando mis pechos,

le gruñes a la luna,

cuánto quiero tu avidez,

tu exigente cara roja,

tu hambrienta boca que aúlla,

tus gritos, tus lloros

que sólo escriben vida

con grandes letras

de color sangre.

Has nacido mujer

por la pura gloria de serlo,

pequeña pelirroja, hermosa chillona.

No eres el segundo sexo,

sino la primera del primero;

y cuando las fases de la luna

completen el ciclo

de tu vida,

te coronarás

con la alegría

de ser una mujer,

diciéndole a la luna pálida

que se hunda a sí misma

en el océano azul,

y exultante, exultante, exultante

de la rosada maravilla

de tu maravillosa y llena de luz

identidad.

Cuando terminé, me di cuenta de que gran parte del público estaba silbando.

Habiéndome convertido al poder transformador de la maternidad, había llegado a entender que ésta formaba parte del heroísmo femenino: que, una vez convertida en madre, una mujer podía ser más radical en su feminismo. Tenía mayor interés por proteger la tierra de los políticos varones. Tenía mayor interés por la educación y la salud, por el medio ambiente, por todo tipo de política social. Por fin entendía el modo en que nuestra sociedad hace de los hijos y las madres la menos importante de sus prioridades.

Pero las mujeres del festival -muchas de ellas admiradoras de Miedo a volar y de Cómo salvar la propia vida, y de los primeros libros de poemas- parecían sentirse traicionadas por aquel poema y otros más sobre la maternidad. Silbaron y patearon el fragmento de Milagros corrientes, aunque muchas de ellas tenían niños en los brazos.

En aquel momento me sentí cruelmente traicionada. ¿No había querido ser escritora y madre? ¿No había intentado ayudar a otras mujeres que creaban? ¿No trataba de demostrar que las madres también podían ser creadoras apasionadas? La crítica por parte de las mujeres me duele mucho más que la crítica por parte de los hombres. Parecía estar escrita en la piel por mi madre y hermanas, a las que les molestaba mi éxito desde hacía mucho.

Pero mi generación flagelada se había hecho mayor con ideas de una maternidad impuesta. Nos llamaban cosas como prima grávida carroza y peores. Puede que las mujeres del público que me abucheaban consideraran que estaba apoyando a la maternidad impuesta; aunque, claro está, no era así. Era una madre tardía, reticente, una prima grávida carroza, que había comprometido toda su energía y valor para tener una hija. Y me sorprendía que el embarazo me hubiera transformado y que quisiera tanto a la recién nacida. En absoluto me había ablandado aquella transformación materna. Si hizo algo, fue que mi feminismo se volviera más intenso.

Pero no pude verbalizar todo esto aquel día en San Francisco. Ni siquiera yo misma lo entendía.

Esta experiencia, y otras como ella, me enseñaron que a las mujeres les residía crucial el aprender a ser aliadas. Nos educan de modo deliberado para que no sepamos establecer alianzas. Aunque ahora hay todos esos equipos deportivos a disposición de las adolescentes, intrigan unas contra otras como hicieron las de mi generación. Compiten por la ropa, los chicos, el rango social, el dinero, y se llaman cosas unas a otras.

Una vez entré en la habitación de mi hija, y oí sin querer que ella y dos amigas suyas llamaban «calientapollas» a otra chica.

– Nunca llaméis calientapollas a una chica -dije yo-. Es un término sexista.

Molly:

– Pero es que es una calientapollas, mamá.

Mamá:

– Es un modo de rebajar a las mujeres por manifestar su sexualidad.

Molly (a sus amigas):

– Eso es porque mi madre es la escritora de temas sexuales del mundo occidental. Se ha casado muchas veces.

– Cuatro maridos no son tantos, considerando lo vieja que soy -digo yo, citando a Barbara Follett, que también se ha casado cuatro veces.

Las amigas de Molly se ríen disimuladamente. Yo cierro la puerta.


La oposición entre los sexos no significa automáticamente feminismo, y feminismo no significa automáticamente odio a los hombres. Muchas madres y esposas que quisieron comprometerse con las organizaciones feministas en los años setenta informaron del tipo de doloroso rechazo que había experimentado yo. Las ideas feministas nunca fueron más intensas para mi generación de lo que lo eran entonces. Pero una miopía crónica hizo que a muchas organizaciones feministas les resultara difícil golpear el hierro mientras estaba al rojo. Si una llevaba un «estilo de vida burgués», la trataban como a una paria. Una tenía la sensación de que, como no llevara la ropa propia del lesbianismo radical, la evitaban. Entonces había un estilo dominante que una debía seguir: mono y botas de trabajo, nada de maquillaje. Era importante que pareciera que acababas de salir de una comuna. La pintura de labios y ojos no sólo era contrarrevolucionaria, la mencionaban en las críticas de los libros. No había nadie más sexista que esas feministas.

¿Cómo iba a poder mi generación abjurar de inmediato de los valores con que la habían educado? No podía. De modo que algunas nos volvimos extremistas, como hacen todas las personas asustadas. Lo mismo que sucede habitualmente en las revoluciones, las maniáticas se imponen a las moderadas. Y quienes odiaban el feminismo explotaron la división para sus propios fines. Así, toda una generación de hijas crecieron rechazando el término «feminista».

Lo cierto es que todas estábamos discriminadas por ser mujeres: ¿por qué no conseguimos ver esto? Que las mujeres se rechazaran unas a otras por falta de pureza política nunca afirmaría y extendería el feminismo. Necesitábamos todo tipo de feministas. Todavía las necesitamos.

¿Quién tiene más problemas durante un holocausto, las pocas que se unen a la resistencia y dedican su vida a la lucha, o las muchas que piensan que las cosas se calmarán y la vida volverá a ser normal?

Debe reclutarse a las mujeres casadas con hijos porque están en peligro de engañarse a sí mismas con respecto a la «protección» que reciben por parte de los hombres. Puede que para que despierten deban pasar por divorcios muy molestos, o que les hagan daño, o les secuestren a sus hijos, o las maltraten. Las barbaridades cotidianas y normales que tienen lugar en el matrimonio hombre/mujer pueden crear odio, pero no pueden crear un movimiento. Ese es el papel del feminismo.

Todas las mujeres tienen una causa común. El separatismo es perjudicial para nuestro movimiento. Las tendencias separatistas de los años setenta frenaron nuestra marcha y ayudaron a abrir la puerta de la flagelación.

No es extraño que se tenga miedo a la palabra «feminismo». Ha sido definida de modo demasiado estricto. Yo defino a una feminista como a una mujer con autonomía que desea lo mismo para sus hermanas. No creo que el término implique una determinada orientación sexual, un determinado modo de vestir, o el ser miembro de determinado partido político. Una feminista es sencillamente una mujer que se niega a aceptar la idea de que la fuerza de las mujeres debe provenir de los hombres.

El resurgir del enfado de la mujer de los años ochenta fue en parte producto de la fuerza política de la derecha. Pero también fue, al menos en parte, una reacción contra la política de las mujeres contra las mujeres. Imagínese lo que podríamos haber hecho para oponernos a la flagelación de haber estado unidas en lugar de divididas. Despertamos e iniciamos el proceso de crear solidaridad sólo cuando la reacción contra el feminismo llevaba oculta toda una década.

¿Por qué las mujeres son tan poco generosas con las otras mujeres? ¿Porque hemos sido distintas durante tanto tiempo? ¿O hay una animosidad más profunda que nos toca explorar a nosotras mismas?

Un editor especializado en excelentes volúmenes de poesía me escribió recientemente desesperado porque todas las poetas mujeres importantes con las que se había puesto en contacto se habían negado a «elogiar» un libro de una nueva poeta, joven y dotada, que iba a publicar él. No conseguía entender por qué las mujeres se mostraban tan reacias a ayudarse unas a otras -incluso en el pretendido «Año de la mujer»-, y me rogaba que leyera el libro. Pero se me pasó por la cabeza la idea de que en cierto modo, al ayudar a esta poeta, yo podría perder oportunidades para esto o lo otro, no sabía qué. Si había espacio para sólo una mujer poeta, se debería llenar otro espacio.

«Que le den por el culo», me dije. Y mandé el elogio por correo para que lo incluyeran en la contraportada del libro. Pero mi reacción es reveladora. Si todavía siento que compito con otras mujeres, ¿qué es lo que sentimos las mujeres? Algo espantoso, debo admitir.

He tenido que aprender a hacer esfuerzos para prestar tanta atención en las fiestas a las mujeres como a los hombres. He tenido que mejorar mi relación con mis hermanas y tratar de arrancar la hostilidad y la envidia. Poco a poco mi hermana menor y yo estamos iniciando una nueva relación de adultas. También deseo hacer esto mismo con mi hermana mayor. Hago desde hace bastante tiempo esto con mi mejor amiga. He tenido que obligarme a no ser despreciativa con la creatividad de otras mujeres. Hemos sido semiesclavas durante tanto tiempo (como dice Doris Lessing), que debemos cultivar la libertad dentro de nosotras mismas. Eso no se produce de modo natural. Todavía no.

En sus escritos sobre el drama del desarrollo infantil, Alice Miller ha creado, entre otras cosas, una teoría de la libertad. Con objeto de conseguir la libertad, a una niña tienen que cuidarla lo suficiente, quererla lo suficiente. La seguridad y la abundancia son el fundamento de la libertad. Alice Miller demuestra que la postergación insultante de las niñas pasa de una generación a la siguiente y que el fascismo se aprovecha de generaciones de niñas postergadas. A las mujeres las han postergado durante siglos, por tanto no es sorprendente que sepamos postergarnos entre nosotras tan bien. Hasta que aprendamos a dejar de hacer esto, no podremos conseguir que arraigue nuestra revolución.

A muchas mujeres les hacen daño en la infancia: por falta de protección, de respeto, y por tratarlas sin sinceridad. ¿Resulta extraño que construyamos grandes defensas contra las demás mujeres cuando las que cometen esos desmanes con las niñas casi siempre han sido mujeres? ¿Es extraño que devolvamos la intimidación con intimidación, o que reservemos nuestra mayor furia para otras que nos recuerdan nuestra propia debilidad, esto es, las demás mujeres?

Los hombres, por otra parte, por condescendientes intelectualmente, exclusivistas y lascivos que sean, raramente son tan calculadoramente crueles como las mujeres. Tienden más bien a prestarnos mucha atención cuando somos jóvenes y guapas (y parecemos hijas cariñosas), y a ignorarnos cuando somos mayores y estamos más seguras de nuestras opiniones (y parecemos madres que dan miedo), pero de hecho no saben lo que están haciendo. Están demasiado ocupados creando lazos con los demás hombres para prestarnos atención a nosotras.

Si fuéramos capaces de comprometernos y de establecer alianzas, transformaríamos la sociedad. El problema es: todavía no sabemos hacer esas cosas. Todavía reñimos entre nosotras. Ésta es la crisis que encara hoy el feminismo.

Leer a feministas más jóvenes, como Naomi Wolf y Katie Roiphe, ha sido instructivo. Se trata de dos mujeres educadas por unas madres brillantes y consumadas feministas en una época en que las mujeres podían ir a Princeton y Yale, y las dos se han encontrado incómodas, de diferentes modos, con el programático feminismo contemporáneo. ¿Con qué se han sentido incómodas? Simplificando: con el fracaso del feminismo para tener en cuenta el deseo sexual de las mujeres y la ambivalencia de las mujeres con respecto al poder. Katie Roiphe reacciona frente a las marchas feministas de su campus de Princeton, afirmando que la sexualidad es un rasgo humano en lugar de algo impuesto a las mujeres por los violadores. Naomi Wolf se atreve a echar abajo el mito del «victimismo feminista» y aboga por que se nos permita a las mujeres estar tan llenas de buenos y malos deseos como los hombres, tan ávidas de satisfacción sexual y de poder como los hombres, pero nos refrenan los mitos de la buena chica y de la hermandad sentimental entre las mujeres. Aunque puede que sea demasiado optimista sobre que las mujeres superarán pronto su miedo al poder, Wolf me llena de esperanza porque veo que su análisis ha hecho trizas las falsas categorías que mantenían presa a mi generación. Las mujeres no tienen que estar de acuerdo en todo para aliarse entre ellas y fomentar el poder de las mujeres. Las mujeres no tienen que librarse de su mala chica interna al afirmar su derecho al poder. Las mujeres no tienen que librarse de su sexualidad para ser unas «buenas hermanas».

El hecho de que las feministas más jóvenes estén avivando el movimiento de las mujeres es emocionante. (Susie Bright es otra voz joven del feminismo ferviente y de la falta de corrección política.) Estas feministas y sus muchas contemporáneas me dan esperanzas de que exista un movimiento nuevo que de verdad se pueda convertir en un movimiento de masas. Sé de los obstáculos que Roiphe, Wolf y Bright tendrán que encarar para madurar como escritoras. La mayoría de esos obstáculos procederán de otras mujeres, que -habiendo estado privadas durante años de una expresión propia- pueden reaccionar con rabia ante esas mujeres jóvenes, atractivas y privilegiadas, que se atreven a participar en el mundo del discurso intelectual de un modo tan libre y belicoso. A estas jóvenes escritoras ya las han denunciado por su franqueza sexual.

Lo que me lleva a la cuestión de las mujeres más jóvenes y de las mayores, y a la rivalidad entre nosotras. Cuando yo era joven -como hoy lo son Wolf, Roiphe y Bright- me sentía horrorizada por la tremenda envidia y hostilidad que tenía que encarar procedente de las mujeres mayores. Era algo que no esperaba. Y me dolían más las suyas que las críticas que recibía por parte de los hombres, que más o menos esperaba. Ahora incluso resulta difícil recordar el enfado que provocó Miedo a volar. Mujeres periodistas que en privado confesaban una profunda identificación, me atacaban en público, muchas veces utilizando incluso confidencias que les había hecho yo. La sensación de traición era extrema. Me sentí mucho más molesta por esos amargos ataques personales que por los de los críticos varones.

Gradualmente fui entendiendo que esa tendencia al ataque no era en sí misma una característica femenina, sino la característica de una mujer a la que habían privado de importantes partes del cuerpo y la personalidad. Le habían atado los pies, extirpado el clítoris, y lo que le habían dejado eran las uñas y los dientes. No eran mujeres normales, eran mujeres a las que les faltaban partes. La mujer eunuco fue la frase que inventó Germaine Greer para ese tipo de criaturas, comprendiendo intuitivamente que la sexualidad femenina plena implicaba una completa revolución femenina. Pero unas mujeres educadas en el puritanismo y en ser de segunda clase difícilmente estaban preparadas para una revolución feminista total. Enfrentadas entre sí, rivales, ni siquiera podían imaginar una sociedad en la que las mujeres mayores prestaran apoyo emocional a las mujeres más jóvenes, en la que la sexualidad de la mujer se celebrara, en la que la excelencia de la mujer produjera alegría. El sistema establecido ha enfrentado a las mujeres entre sí mismas durante siglos y las ha hecho enemigas unas de otras y del progreso.

Muchas veces he tenido la experiencia de recibir encantada a mujeres periodistas jóvenes a las que mis libros les habían inspirado o conmovido, y que después me mandaban un recorte de su periódico con disculpas sobre cómo las habían obligado a censurar sus propios sentimientos, convertir el acuerdo en desacuerdo, añadir más «mordiente» (esto es, ataques asquerosos, vinieran a cuento o no). Muchas veces quien manda que se realice esta clitoridectomía impresa es una mujer-una mujer aporreada por el sistema-, una mujer que conserva su empleo haciendo que parezca que tiene las mismas opiniones que sus jefes varones y que sin embargo hace que sus opiniones sean más severas que las de ellos.

Debemos aprender a ser criaturas completas con objeto de hacer que la libertad de las mujeres sea una parte natural de nuestra sociedad. Nos toca a nosotras reclamar ese territorio, Los hombres no lo pueden hacer por nosotras. No es la montaña que les toca escalar a ellos. Debemos aprender a querernos y a apoyarnos entre nosotras sin exigir acuerdo ideológico. Debemos aprender a estar de acuerdo para estar en desacuerdo, a luchar como adultas y a combatir, a permitir que bajo el mismo techo quepan muchos tipos de feminismo, no a dividirnos en grupos cada vez más pequeños y menos poderosos. De ese modo es como triunfa el sexismo, con nuestra propia complicidad. El feminismo no se puede permitir una «Gran mentira», y ha mantenido una durante las dos últimas décadas; y por ello, en parte, se ha desacreditado la palabra. Las mujeres no son simplemente amables y dulces, víctimas de la avidez sexual de la que no queremos ser parte, ni somos unas criaturas sin colmillos, sin garras, castradas. En el nombre de un falso feminismo, se nos ha pedido que hiciéramos como si lo fuésemos. Y a aquellas de nosotras que hemos escrito sobre las mujeres de un modo diferente se nos ha declarado «malas hermanas» y hemos sido relegadas.

Dado que mi destino como escritora ha sido ése en mi propio país (aunque mucho menos fuera de él), considero que tengo derecho a hablar de eso. Me ha sumido en periodos de bloqueo tremendo en los que trataba de escribir y no podía porque sabía que todo lo que dijera estaría equivocado. Comprendí gradualmente que las mujeres se las arreglaban para hacerme algo que los hombres ya no tenían fuerza para hacerme: hacer que me sintiera total y absolutamente equivocada, hacer que odiara mi propia creatividad, desconfiara de mis propias impresiones, sospechara de mí misma hasta el punto de temer que nada de lo que dijera iba a entenderse. Me sentaba a escribir y me sentía dominada por tal autodesprecio que no podía hacer nada. Todas las veces que llevaba la pluma al papel veía un coro de mujeres burlonas que me decían que nada de lo que decía yo merecía la pena que se dijera.

Cuando las mujeres han padecido tan intensamente la enfermedad del sexismo que se la pueden contagiar entre ellas, tenemos una máquina perfecta para que el sexismo continúe. Incapaces de dirigir nuestras reivindicaciones contra los hombres, nos volvemos unas contra otras. De ese modo seguimos confundidas por los problemas que tuvimos siempre. Es imperativo renovar la máquina; no, no renovarla, sino destrozarla, para que las mujeres podamos ser todo lo que necesitamos ser.

La psicoanalista jungiana Clarissa Pinkola Estes ha conseguido mucho público gracias a su visión de la insensatez de las mujeres:


Gran parte de la literatura de mujeres sobre el asunto del poder de las mujeres establece que las mujeres tienen miedo al poder de las mujeres. Yo siempre he querido exclamar. «¡Madre de Dios! Son muchas mujeres las que tienen miedo al poder de las mujeres.» Pues los antiguos atributos y fuerzas femeninas son enormes, y son formidables… Si los hombres aprenden alguna vez a resistirse a ellos, entonces, sin la menor duda, las mujeres tienen que aprender a resistir.


Pero sólo estamos al comienzo. Y nuestras críticas a las demás lo demuestran. Nuestra defensa de la delgadez, de la no-sexualidad, del «buen» feminismo frente al «mal» feminismo, son prueba de que estamos al comienzo, no al final de un proceso. Que las feministas más jóvenes defiendan su sexualidad es una señal de esperanza, una señal de que la vida de las mujeres será algún día menos limitada, tendrá menos miedo del lado oscuro de la creatividad (para la que Eros proporciona la llave). Si pasa eso, por fin tendremos toda la gama de la creatividad que se nos negó tanto tiempo. Tendremos acceso a todas las partes de nosotras mismas, a todos los animales de nuestro interior, del lobo al cordero. Cuando aprendamos a querer a todos los animales de nuestro interior, sabremos cómo hacer que los hombres los quieran también.


¿Y qué pasa con el envejecimiento? ¿Nos obligan los hombres a temer el envejecimiento, o somos nosotras mismas las que estamos aterrorizadas porque sólo conocemos un tipo de poder, el poder de la belleza y la juventud?

¿No es posible que si consiguiéramos sentirnos cómodas con otras formas de poder femeninas, los hombres también lo hicieran? En su maravillosa novela futurista He, She and It («El, ella y ello»), Marge Piercy imagina un cyborg al que le enseñan a amar los cuerpos de las mujeres mayores. Una proposición deliciosa, porque nos dice que puede resultar verdad todo lo que podamos imaginar. Las mujeres muchas veces aborrecen su propio cuerpo. A veces pienso que lo más importante con respecto a tener una relación con alguien del propio género -especialmente si se es mujer- es enfrentarse a la parte femenina que se aborrece y convertirla en amor a una misma.

Cuando tenía cuarenta y pico años me enamoré de una artista rubia que parecía gemela mía. Nuestra relación era íntima y a veces incluía el hacer el amor y a veces no. Pero cuando nos volvíamos una hacia la otra llenas de deseo, era el deseo de dobles que buscan la aceptación de sus imágenes en el espejo. Era una afirmación, no sólo de amistad, sino de identidad. En un mundo cuerdo, el amor y el sexo no estarían divididos por el género. Podemos querer a seres semejantes y desemejantes, quererles por una variedad de motivos. Los manidos adjetivos para la homosexualidad -loca, lesbiana, gay- desaparecerían y sólo tendríamos a personas haciendo el amor de diferentes maneras, con diferentes partes del cuerpo. No estamos demasiado lejos de la superpoblación para insistir en que la procreación sea una parte inmutable del deseo. El deseo sólo se necesita a sí mismo, no a un recién nacido como prueba. Haríamos mejor en ser como recién nacidas unas para otras en lugar de crear todos esos recién nacidos que no se desean y que nadie tiene tiempo para cuidar o para querer.


En este momento de mi vida, cuento con la gran suerte de mi amistad con otras mujeres. No hago distinción entre mis amigas gay y heteros. Aborrezco los propios términos, considerando que cualquiera de nosotras podría ser cualquier cosa, si no estuviéramos cerradas a toda la gama de posibilidades que hay en el medio.

No son sólo las mujeres las que pasan por una transformación de los papeles. A los hombres también se les ha pedido que lo cambien todo con respecto a sus vidas. Realizan trabajos cada vez más sedentarios, lo que es difícil para criaturas inquietas, llenas de testosterona. Se les pide que cuiden a los bebés y compartan responsabilidades para las que sus madres nunca les prepararon. Si vamos a pedirles a los hombres que cambien sus modos habituales de relacionarse, deberíamos prepararnos para hacer lo mismo. Deberíamos recordar que las respuestas cariñosas a otras mujeres al principio puede que no surjan fácilmente debido a nuestro arraigado desprecio hacía nosotras mismas. Pero, poco a poco, aprenderemos a cuidar, no a atacar, a las demás mujeres. No dejaremos que los hombres nos separen a unas de otras o nos usen como trofeos. Con la práctica, esto se hará más fácil. Cuando sintamos el impulso de no compartir el poder, de no colaborar, debemos recordarnos a nosotras mismas que el poder de la mujer depende, no sólo del cambio de los hombres, sino de nuestros propios cambios interiores. Cambiaremos el modelo de harén establecido desde hace tanto en nuestra psique y lo reemplazaremos por un modelo de cuidados mutuos, de apoyo mutuo. Cuando los hombres vean que no nos pueden separar, nuestra fuerza estadística en la población tendrá el poder que debería haber tenido hace muchas décadas. Cuando dejemos de castigarnos a nosotras mismas y a las otras, seremos capaces de unir las manos para derrotar a los que abusan de las mujeres y los niños.


Alcestis en el circuito poético

(In memóriam Marina Tsvetayeva, Anna Wickham, Sylvia Plath, la hermana de Shakespeare, etc., etc.)

La mejor esclava

no necesita que la peguen.

Se pega a sí misma.

Y no con un látigo de cuero,

ni con un palo o con ramas,

ni con un mazo

o una porra, sino con el delicado látigo

de su propia lengua

y los sutiles golpes

de su mente.

¿ Quién puede odiar su mitad tanto

como ella se odia a si misma?

¿ Y quién puede igualar la finura

de su propio maltrato?

Para esto se requieren

años de entrenamiento.

Veinte años

de sutil autoindulgencia,

de perdonarse a una misma;

hasta la sometida

se considera una reina

y sin embargo mendiga,

las dos cosas al tiempo.

Debe dudar de sí misma

en todo excepto el amor.

Debe elegir apasionada

y malamente.

Debe sentirse como un perro perdido

sin su amo.

Debe referir todas las cuestiones morales

a su espejo.

Debe enamorarse de un cosaco

o un poeta.

Nunca debe salir de casa

a menos que lleve una capa de pintura.

Debe llevar zapatos estrechos

para que recuerde su esclavitud.

Nunca debe olvidar

que está enraizada al suelo.

Aunque aprenda deprisa

y sea supuestamente lista,

su duda natural con respecto a sí misma

la hace tan débil

que cuenta brillantemente

con una docena de talentos

y así embellece

pero no cambia

nuestra vida.

Si es artista

y se acerca a lo genial,

el propio hecho de su don

le produciría tal dolor

que se llevaría su propia vida

antes que lo mejor de nosotras.

Y después de que muera, lloraremos

y la haremos santa.

Este es el antiguo modelo de mujeres que sienten desprecio por sí mismas, el que debemos destrozar. El cambio no llega con el rechazo sino con la aceptación. Esas feministas que se han quejado de que no debemos escribir sobre la propia tortura, la repugnancia por nosotras mismas, o los amores obsesivos de las mujeres, son una fase crucial de la evolución de la mujer. El abandono de nuestra repugnancia por nosotras mismas, de la esclavitud del yo, es una fase esencial por la que debemos pasar, una especie de exorcismo de grupo o de psicoanálisis de masas. Si exigimos que la literatura de las mujeres sea prescriptiva en lugar de descriptiva, nunca exorcizaremos a la esclava. Un futuro de arte socialrealista -feministas muy felices con monos de mecánico azules saludando con la mano desde tractores brillantes, o su equivalente contemporáneo- no nos llevará a donde necesitamos ir. Necesitamos abrir la puerta al asombroso poder de Eros en la psique femenina. Hemos dejado que Eros signifique esclavitud, y sin embargo Eros también tiene el poder de liberarnos. Debemos exigir el derecho a presentar las vidas de las mujeres tal y como sabemos que son, no como nos gustaría que fueran. Debemos dejar de aplicar preceptos políticos a la creatividad.

Hemos sido mucho más libres para conceder a las mujeres de color el derecho a representar sus vidas sin preceptos políticos, y su escritura muestra una libertad de la que la escritura de las mujeres blancas muchas veces carece. La lujuria, franqueza, y autoridad moral que encontramos en escritoras como Zora Neale Hurston, Gwendolyn Brooks, Toni Morrison, Maya Angelou, Alice Walker, Terry McMillan, Lucille Clifton, Rita Dove y tantas otras, tiene una fuente común. Las mujeres negras les llevan por lo menos un siglo de adelanto a las mujeres blancas en lo de desterrar a la esclava de la propia identidad. Era una cuestión de necesidad: si tanto el mundo de los hombres blancos como el de los negros te quita todo poder, es mejor que encima no te quites poder a ti misma. «Las mujeres decididas no tienen depresiones», escribió la poeta afro-norteamericana Ida Cox. La energía que admiramos en la escritura de las mujeres afro-norteamericanas es la energía que procede de haber dejado de negar la realidad. En sus escritos no hay vergüenza, ni una adaptación de la realidad a fines políticos. El racismo crónico de nuestra cultura permite selectivamente a las mujeres negras estar en relación con los impulsos clónicos que bullen bajo el barniz de la civilización. A la mujer negra le está permitido ser nuestra vidente, nuestra poeta laureada, nuestro oráculo. Me gustaría ver a todas las mujeres que escriben -sea cual sea su origen étnico- reclamar ese poder, de modo que finalmente el color y el género puedan volverse insignificantes.

Miro mis propios orígenes étnicos -la condición de judía- y veo una identificación ambivalente entre mis colegas. Parece que le hemos vuelto la espalda a nuestras grandes poetas como Muriel Rukeyser, haciendo de espejos al desdén intelectual que los hombres judíos manifiestan hacia sus hermanas. Se trata de una ambivalencia que debemos entender y sobre la que nos debemos imponer si vamos a reclamar nuestro derecho a cantar canciones ambivalentes. Nosotras, las mujeres escritoras judías, por lo general hemos ocultado nuestros orígenes étnicos como si no fueran importantes. Desde Emma Lazarus identificándose con las «masas apiñadas» a Gloria Steinem leyendo poemas de Alice Walker en voz alta para expresar su muchas veces reprimida expresión propia, hemos adoptado el papel de asistentas sociales y luchadoras por la libertad, pero no nos atrevemos a realizar el primer acto de libertad: liberarnos a nosotras mismas. En su libro What is Found There: Notebooks on Poetry andPolitics («Lo que se encuentra allí: Cuadernos sobre poesía y política»), Adrienne Rich presenta su propia aceptación como poeta, como lesbiana, como judía. Lo de judía viene al final, pues es una identidad que no nos han enseñado a molestarnos por ella. Pero quizá por eso debería venir la primera.

¿Qué significa ser una mujer en una tradición que enseña a los hombres a alegrarse por no ser mujeres? ¿Qué significa que la abnegación fundamente los propios principios de la religión de una? A no ser que nos hagamos esas preguntas y dejemos de escondernos detrás de las «masas apiñadas», no podremos reclamar nuestro derecho de primogenitura: la libertad de expresión. ¿Cómo sería lo que escriben las mujeres judío-norteamericanas si dejasen de acurrucarse detrás del progreso social y se atrevieran a expresar de verdad lo que hay en nuestros corazones?

¡Qué ironía que hayamos celebrado semejante libertad en las escritoras afro-norteamericanas mientras nos la negamos a nosotras mismas! ¿Por qué pretendemos todavía asimilarnos a una sociedad blanca masculina que sólo nos quiere como guardianas de la cultura, no como artistas? Preveo un florecimiento de la expresión de las escritoras judías si nos atrevemos a responder a esa pregunta.

Es extraño que sólo unas pocas de nuestras escritoras se hayan atrevido a reclamar su condición concreta de mujeres judías. Y las que han empezado a explorarla -Letty Cottin Pogrebin, Phyllis Chesler, Anne Roiphe, Esther Broner, Marge Piercy- a veces han sido denigradas por las mismas críticas que aplauden lo étnico de las escritoras norteamericanas de origen africano o asiático. Esta dificultad de reafirmar una doble identidad, como mujeres y como judías, me inquieta porque veo a poetas que deberían haber seguido los pasos de Nelly Sachs y Muriel Rukeyser volverse hacia una falsa solidaridad con hombres judíos que nunca aceptarían su devota presencia en el Muro de las Lamentaciones de la literatura.

Cynthia Ozick y Grace Paley se cuentan entre las pocas escritoras judías que se han permitido hacer patente tanto su feminismo como su condición de judías y no han sido lapidadas por ello. Pero su intenso feminismo por lo general se ignora como uno de los frutos de su talento.

Queda mucho por hacer. Debemos confesar nuestro doble desprecio hacia nosotras mismas en primer término y luego hacia lo que escribimos. Debemos dejar de llevar faldas escocesas y abrigos de Chesterfield. Debemos dejar atrás nuestro esnobismo de clase inmigrante y dejar de pretender que podemos pasar por Jane Austen. Debemos reclamar a Emma Goldman y a Muriel Rukeyser, y la fuerza que representan sus voces.

Hemos llegado a absorber no sólo la misoginia de nuestra cultura, sino también el antisemitismo. En ocasiones hemos llegado a igualar la condición de judías con la vulgaridad y lo chillón, y así la hemos tratado de disimular. Dejamos que nuestra condición de judías la expresen nuestras estrellas de la comedia musical y nuestras actrices cómicas. A lo mejor la mujer judía aterra porque representa fuerza, sexualidad, una voz potente. De hecho, nunca hemos necesitado más su coraje. No estoy diciendo que debamos balcanizar el feminismo en norteamericanas judías, norteamericanas africanas, norteamericanas asiáticas, norteamericanas nativas, etcétera. Las verdad es que la universalidad de nuestra experiencia es mucho más importante que lo específico de nuestras diferencias. Sólo estoy señalando lo extraño que es el que hayamos suprimido nuestros orígenes étnicos mientras celebramos los de otros grupos. Si creemos de verdad que el autoconocimiento lleva a la libertad, deberíamos permitirnos una exploración semejante de lo étnico.

Después de los cincuenta años, empiezo a poner en cuestión mi relación ambivalente con mi identidad de judía y mi tendencia a una asimilación irreflexiva de la que he escrito antes. Me parece asombroso que a una mujer nacida en pleno Holocausto no le hayan inculcado un sentido más fuerte del judaismo. Y también empiezo a lamentar no haber educado a Molly de modo más judío, y no haber tenido más hijos judíos que reemplazaran a los que desaparecieron entre los seis millones. Últimamente he empezado a anhelar la solidaridad con otras feministas judías, el unirme a ellas en la búsqueda de unos rituales judíos no sexistas; el celebrar mi condición de judía sin vergüenza, sin un antisemitismo internalizado, y el abrazar mi condición de judía como una parte de mi búsqueda de la verdad por medio de lo que escribo. Eso me lo han inspirado las escritoras norteamericanas de origen africano o asiático, o las nativas que ya han superado la falsa postura de que es posible la asimilación. Como judía secular, tendré que inventar una herencia y al tiempo volverla a descubrir. Estoy deseándolo por primera vez. Tengo el corazón abierto.

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