Lo primero que recuerdo de mi llegada a Norteamérica fue a mi padre reuniéndose conmigo en el muelle. «¡Ése no es mi padre!», solté. No había visto a mi padre desde que se había ido a Nueva York cuando yo tenía dos años, y debo de haber pensado que se parecería a mi tío Boris, al que yo adoraba.
Vivíamos en Bristolcon mi tía Sarah, hermana de mi madre, y nuestras dos primas, Minnie y Lennie. De vez en cuando mi madre y mi tía tenían unas riñas tremendas y nos mudábamos a una pensión, aunque cada vez menos desde que mi madre se puso tuberculosa y adelgazó hasta volverse esquelética.
Vinimos a Norteamérica en un barco rebosante de soldados que volvían a casa después de la Gran Guerra. Aunque delgada y trabajada por el tiempo, mi madre siempre fue una mujer guapa en la que se fijaban los hombres, que la admiraban. Ella no reparaba en que se fijaban en ella.
Durante la travesía a Norteamérica, yo estaba jugando detrás de las lanchas salvavidas (donde no había barandilla) y casi me caigo al mar. Un soldado me vio y me salvó. Nos convertimos en la comidilla de la travesía. ¡Yo era la niña a la que habían salvado!
El primer sitio donde vivimos fue en el East Bronx. Ibamos vestidas como encantadoras niñas inglesas con el pelo a lo garçon y sabíamos hacer reverencias y decir «Por favor, Miss esto y lo otro» o «Gracias, Miss esto y lo otro». Comparadas con los niños del Bronx, éramos miembros de la casa real. También las profesoras, que eran unas antiguas irlandesas inseguras, pensaban que éramos maravillosas. En el colegio nos ponían como ejemplo de cómo se había que comportar y vestir. Las niñas nos esperaban al salir del colegio y nos pegaban. Pronto nos hicimos norteamericanas. Después de eso, nada de volver a ser unas inglesitas. Llevábamos medias de lana y algo que se llamaba «peinados redondos», igual que las violentas niñas del Bronx.
Mamá echaba de menos su jardín de Bristol, de modo que Papá nos llevó a una zona de las afueras casi deshabitada, Edgemere, en Long Island: un centro de veraneo que entonces había perdido el favor de la gente. El mar era gris y frío. Allí yo tenía una amiga cuyo padre era músico del teatro Capitol y recuerdo que yo pensaba que las dos éramos hijas de artistas que no nos querían. En aquella época, Papá tenía un estudio en la esquina de la calle 14 con Union Square y venía raramente a casa. Cuando venía, él y mamá tenían unas peleas espantosas. Se gritaban en ruso y Kitty y yo nos escondíamos debajo de la mesa de la cocina. Recuerdo que una vez Papá rompió la puerta de cristal con las manos y se dirigió hacia el mar. Volvió a casa con los pantalones empapados y la mano sangrándole todavía. Mamá sollozaba en la mesa de la cocina.
Más tarde, recuerdo que a ella le hicieron un aborto en aquella mesa de la cocina, algo secreto y horrible, y también que susurró en ruso. La llevaron rápidamente al hospital después de eso, destrozada y sangrando mucho. Kitty y yo nos dábamos cuenta de que había pasado algo terrible pero no estábamos seguras de qué. Sólo lo comprendimos después. Papá no quería más hijos y eso era todo. El era quien tomaba todas las decisiones. Mamá no es que fuera sencillamente desgraciada, se encontraba fatal. Nunca se le ocurrió que se podía marchar.
Pero todos los veranos, mientras vivieron mis abuelos, íbamos a Inglaterra. ¡Era la gran escapada! Papá ganaba el dinero suficiente para mandarnos. Estábamos en casa de mis abuelos, que todavía tenían una tienda de comestibles en el East End de Londres. Mi abuela tenía unos ojos azules brillantes, y mi abuelo llevaba perilla y montaba a caballo. Nunca hablaba con las niñas, pues no se merecían la molestia. Pero mi abuela nos adoraba. Mi abuelo en Rusia había sido guardabosques, un tratante de madera que compraba árboles sin cortar, aunque a los judíos, por supuesto, no se les permitía tener tierras. Montaba a caballo muy bien, y cuando su único hijo, Jacob, hizo una fortuna-primero como peletero, luego como marchante ambulante de cuadros-, él y mi abuela se retiraron a la casa de campo de]acob, en Surrey, que tenía graneros con el techo de paja, pista para los caballos y todo. Por supuesto, mi tío Jacob se deshizo de su mujer judía y se casó con una shiksa. Caballos y shiksas; pruebas del éxito de los jóvenes de origen judío. Llevó a mis abuelos a su casa de campo y les liberó de la tienda de comestibles. En su vejez mi abuelo estudió para ser rabino. Todavía no les hablaba a las chicas.
Mi padre debe de haber ganado una pequeña fortuna durante los años veinte, primero pintando cuadros sin firmar para aquellos agentes de lo que él llamaba «pintores falsos», luego pintando las cabezas de los carteles de las estrellas de cine de la Metro Goldwyn Mayer. Por entones las pintaban por partes. Unos se especializaban en las cabezas, otros en los cuerpos. El pintaba cabezas.
Los «pintores falsos» eran tipos que se instalaban como artistas en ciudades de vacaciones como Palm Beach.
Tenían un gran estudio, llevaban boina, un blusón, y hablaban con las damas de la sociedad. Pasaban por artistas, manteniendo el lienzo cuidadosamente oculto de la vista. Entonces Papá llegaba furtivamente de noche y pintaba el retrato a partir de una fotografía. Hizo centenares de retratos de ésos. Una vez me dijo que había perdido más de 100.000 dólares en el Crash de 1929 -así que entonces debía de ser el equivalente a un millonario-, y todo ganado con la pintura. Tuvo que volver a rehacer su fortuna desde cero a partir del Crash. Durante la Depresión, trabajó para la MGM.
Yo podría haber ido a la universidad que hubiera querido, pero como Kitty dejó el colegio y fue a la National Academy of Design, y como siempre venía a casa con historias de lo estupenda que era, de cuántos chicos guapos había, de lo mucho que se divertía, decidí que yo también quería dejar el colegio. Papá me lo permitió. Sólo sentía desprecio por los estudios oficiales. En la National Academy of Design, los profesores siempre se burlaban de los chicos: «Será mejor que te andes con ojo con esa chica, Mirsky. Ganará el Prix de Rome», que era la beca mejor. Pero nunca se la concedían a las chicas y yo lo sabía. De hecho, cuando gané dos medallas de bronce, estaba furiosa porque sabía que sólo eran unas condecoraciones, no un premio que proporcionase dinero de verdad. Y eso sólo porque yo era una chica. ¿Por qué decían: «Será mejor que te andes con ojo con esa chica, Mirsky», si no era para atormentarme?
Nunca habría conocido a tu padre a no ser por un amigo de Papá que se llamaba Rebas y que era un ruso blanco. Era uno de aquellos artistas de carteles de cine especializado en cabezas, y él y su amigo, un tal Mr. Hittleman que tocaba el violín, compraron un centro de vacaciones en Catskilly lo llamaron Utopía. Yo estaba allí como una especie de señorita de compañía de los niños. Tenía diecisiete años. Pero Mr. Rebas -por algún motivo- insistió en dormir en mi habitación. Dijo que era para protegerme. Nunca me puso la mano encima. Creo que era gay y yo era su modo de disimularlo. En cualquier caso, cuando tu padre llegó con su orquesta, debía de parecer como si yo me estuviera acostando con el dueño de la casa. Y llevaba unos vestidos maravillosos, una capa de terciopelo negro que me había hecho yo, y unos sombreros fabulosos. Y me deslizaba por los campos como una aparición de El sueño de una noche de verano. Conque tu padre decidió que fuera suya. Era muy guapo. Y muy agresivo.
Tenía los ojos azules y el pelo castaño. Era el tumler, el director de la sala, el líder de la banda, el principal autor de los sketches; lo hacía todo él. Yo pensaba que resultaba sorprendente de verdad que los sketches fueran tan malos y los chistes tan desvergonzados. El nivel de humor era abismal. Los viernes por la noche, bromeaban sobre que llegaba el tren de los tiesos: los maridos cachondos que venían de la ciudad.
Pero mi querida hermana no había nada que viera y me perteneciese a mí que no quisiera. En cuanto vino de la ciudad, se puso a coquetear con Seymour. Si no hubiese coqueteado con él, yo nunca habría estado segura de que era el adecuado. Si Kitty lo quería, entonces yo me quedaría con él. ¡Así eran nuestras relaciones de hermanas! Yo no tenía ningún interés en casarme. Era un espíritu libre, una artista. Se suponía que las mujeres debían ser libres. Mi ídolo era Edna St Vincent Millay. Y hasta mi madre, que había tenido un matrimonio tan espantoso, estaba muy orgullosa de una amiga suya que era dentista. Creía mucho en lo que tú llamarías el Movimiento de liberación de la mujer. No era de esas mujeres que salían y se manifestaban a su favor, pero creía en él. Cuando yo tenía problemas con tu padre, antes de que nacieras, decía: «Déjale si quieres. Yo te ayudaré todo lo que pueda.» Quería que yo tuviera una vida mejor que la suya. No quería verme atrapada en un matrimonio desgraciado.
Una vez en un viaje a Japon con Papá, tuve un sueño sobre mi madre que nunca olvidaré, he cortaban las piernas y sangraba, estaba atada a una columna, o en la parte de arriba de la torre de una iglesia, y recuerdo que yo me arrastraba alrededor y lloraba al verla, pero ella no dejaba de decir: «Todo está bien, cariño, esto no es tan malo.» Eso resume nuestra relación.
Mi padre no fue un padre cariñoso cuando Kitty y yo éramos pequeñas, pero cuando nació tu hermana Nana, descubrió la paternidad cuando ésta ya estaba pasada de moda. Nunca se llevó bien con mi madre, por lo que insistía en que viviéramos todos juntos, atándonos a aquel gran apartamento y haciendo a la bebé el centro de todo. Yo era la criada, tu padre era el mayordomo, mamá era la cocinera. Papá era el rey y tu hermana la princesa. Total, que el abuelo al que quisiste tanto fue un invento reciente. Para mí en absoluto fue un padre. Tú tienes unos recuerdos maravillosos de él, y para mí no era más que un espantoso tirano. ¡Prácticamente monopolizaba el mercado del chovinismo machista. Trataba a Mamá como si fuera idiota, la rebajaba constantemente. Tuve que volverme muy guerrera para poder crecer con un padre así. Luego, con sus nietas, ¡se volvió un santo! ¡Primero echó a perder mi vida, luego secuestró a mis hijas!
Cuando naciste tú, durante la guerra, casi te mueres. Fuiste la única recién nacida que sobrevivió. Siempre consideré que te quería más porque tuve que luchar tanto para mantenerte con vida.
Es un hermoso día cálido de mediados de septiembre, como un año después de haber entrevistado a mi padre. Estamos en mi casa de Connecticut. Mi madre ha estado hablando delante de un magnetófono animada por mí. Involuntariamente había contado un secreto sobre su enemistad con Kitty.
– De modo que todos le debemos mucho -digo-. Sin ella, no estaríamos aquí.
– Eso parece -dice mi madre, sin querer decir eso.
Hay otra antigua disputa entre nosotras: a ella le duele mi idealización de mi abuelo, considerando que en cierto modo yo recibí las mejores cosas de él y ella nunca resolvió sus problemas con él. Quiere que piense de él lo que ella piensa.
– Pero para mí fue diferente -protesto-. ¿No puedo tener mi propio punto de vista sobre él?
Al parecer, no. Incluso a los cincuenta años, entrevistando a mi madre, esperando que sea objetiva para una autobiografía, le cabrea que tenga mi propio punto de vista. Su punto de vista es el único correcto.
– ¿Por qué te quedaste con ellos si te molestaba tanto? -pregunto.
– Era lo que menos costaba -dice mi madre-. Al final nos marchamos. Y nunca les dejamos que vinieran a vivir con nosotros.
Hay el olor de la sangre antigua en esta enemistad y noto que nunca llegaré al fondo de ella. Mis abuelos están muertos, pero la enemistad sigue viva. Ha minado toda nuestra energía durante años y continúa recordándose en los nombres que usamos entre nosotros. Yo también llamo a mis abuelos «Mamá» y «Papá»; y a mis padres, «Eda» y «Seymour». En la edad adulta he intentado llamar a mis padres «Madre» y «Padre», pero parece una especie de excrecencia; en cierto modo, contra natura. Mis abuelos todavía controlan el gallinero, y eso que han muerto hace mucho.
Mi padre se puso nervioso cuando mi madre y yo nos sentamos juntas delante del magnetófono. Se ha sentido excluido. Ahora pasea, con una tarjeta en la mano en la que ha escrito una frase algo larga. Nos la lee en voz alta a mi madre y a mí, como si fuera un poema:
He llegado a ser quien soy,
viejo, abandonado, irreal para mí mismo,
una víctima del azar absolutamente
incomprensible de la vida,
y del atroz paso del tiempo.
¿Por qué soy yo, y no soy otro?
Joven, en absoluto viejo o nonato…
Más que el resultado
del azar coincidente,
hecho carne, y depositado en
un mundo duro
para que florezca, macho y cerca de la muerte.
– ¿Sabéis de quién es esto? -pregunta.
Y antes de que ninguna de las dos pueda contestar, añade:
– De Gore Vidal. Un gran escritor. De su libro 1876.
– También él lo ha pasado mal con los críticos -digo, esperando reconfortar a mi padre.
– Que les den por el culo -dice mi padre, valientemente-. Tú te impusiste una vez; volverás a hacerlo.
– Casi moriste -dice mi madre- al nacer -luego hace una pausa y añade gravemente-: Pero yo no dejé morir a ninguna de mis hijas.
Ha sido un día extraordinariamente agradable. Mi madre ha pintado en la terraza, ha pintado una acuarela con un cubo rebosante de tulipanes. Ken ha preparado el almuerzo para todos y nos hemos sentido cómodos unos en compañía de los otros de un modo que habría sido imposible antes de haberme casado con él. Con todo, continúan las diferencias. La verdad es que no puedo imaginar las limitaciones de la vida de mi madre o de mi abuela, ni puedo responder a la desconcertante pregunta de por qué yo he sido mucho más libre que mi madre y mi abuela. Sé que hay algo en los esfuerzos de las hijas frente a las limitaciones maternas que nos empuja a encontrar lo que somos. Veo a mi propia hija echándome abajo, desconstruyéndome. Tiene que hacerlo para librarse de mí. Se burla de mis distracciones, mi tendencia a la preocupación, mis fechas límite perennes. Hace burla de mis matrimonios, mis amigos, mi innoble reputación de escritora de pornografía. Tiene que hacer estas cosas para imponer su identidad frente a la mía. Es el modo en que se hace mayor. Yo soy el suelo del que crece. Tiene que derribarme para construir el edificio de sí misma. Para ella, yo soy un solar.
¿Es libertad el amor, o es una esclavitud?
Era el asunto del que nos ocupábamos Ken y yo siempre que discutíamos si nos íbamos a casar. Y es el asunto principal, ¿no? «Amor contra Libertad» -escribí en alguna de las notas de estas memorias-: «¿cómo suprimir el contra?»
– Si nos sabemos querer uno al otro, será libertad -solía decir Ken-. ¡Qué libertad saber que vuelves a casa por la noche! ¡Qué libertad no tener que precuparse de los fundamentos de nuestra vida! ¡Qué libertad saber que alguien te quiere por lo que eres!
Al principio, yo me oponía a esto, pensando qué propio de hombre es. Para mí, el matrimonio siempre ha significado esclavitud y sumisión, de la que nunca podía esperar escape. Un hombre podía sentirse enraizado en el mismo matrimonio que una mujer experimentaba como trampa.
Pero esta vez juré que sería diferente. Nuestras reglas básicas eran diferentes. Me casé decidida a no ser esa cosa horrible: una esposa. Insistí en la igualdad, sabiendo que en caso contrario la cosa no funcionaría en absoluto.
Sin embargo, ya al comienzo de nuestro matrimonio -y a pesar de todo lo que me había prometido a mí misma-, me encontré desempeñando el papel de esposa: centrada en la renovación del apartamento, haciendo cosas domésticas tontas en lugar de escribir, utilizando el papel de esposa como alternativa a mi trabajo: mi trabajo, que siempre me había producido tantos conflictos y del que parte de mí misma ansiaba escapar. Podía echarle a Ken la culpa de esto, pero no era culpa de Ken. Más bien era el esposatropismo mío. Aunque tenía cuarenta y siete años, estaba en posesión de todo mi poder, mi propia identidad, algo mío quería escapar del combate y reducirme a ser una esposa. Parecía muy cómodo, muy seguro. Estaba muy cansada de luchar. Pasaba los días durmiendo y de compras. No quería continuar la guerra.
Muchas mujeres combativas han relatado este periodo: el deseo de rendirse y ocultarse, el deseo de dejar que guiara el hombre. Hasta que encerrara a ese dragón concreto en su cueva, ¿cómo pretendía hablar por las otras mujeres?
Me he preguntado una y otra vez cómo es posible que la revolución de la mujer haya empezado y se haya detenido tantas veces en la historia, empezando con la brusquedad de un terremoto y muchas veces apagándose con la misma rapidez. Las mujeres derraman mares de tinta, cambian algunas leyes, cambian algunas expectativas, y luego ceden y de nuevo se convierten en sus abuelas. ¿Cuál es la dialéctica que las dirige? ¿Cuál es la culpabilidad que las lleva a sabotear sus propios logros? O a lo mejor no es culpabilidad. Puede que sea, como dice Margaret Mead en Blackberry Winter, que: «El bebé sonríe demasiado». O puede que sea el desgaste emocional por tener que luchar todos los días.
La batalla por los derechos de la mujer todavía no ha sido ganada. Las mujeres no pueden ver lo astutas que son las trampas patriarcales hasta que maduran un poco. Las feministas más jóvenes, como Naomi Wolf, han subestimado lo arraigada que está la fuerza patriarcal y lo muy a menudo que las mujeres le rinden sus propias almas. Ni siquiera consideran todavía el arco completo de la vida de una mujer. Nos rendimos a la condición de esposas porque estamos acostumbradas a tener a alguien a quien echarle la culpa y estamos muy poco acostumbradas a la libertad. Preferimos el autocastigo a imponernos a nuestros miedos. Preferimos nuestra ira a nuestra libertad.
Si las mujeres fueran completamente conscientes de la parte de sí mismas que le entrega el poder a los hombres, el pronóstico de la victoria resultaría cierto. Pero estamos lejos de tener conocimiento de nosotras mismas. Y nos alejamos cada vez más y más cuando nos retiramos del modelo del yo del psicoanálisis. Mientras infravaloremos la importancia de las motivaciones inconscientes, la existencia del propio inconsciente, no podremos desarraigar a la esclava que hay en nosotras. La libertad resulta difícil de querer. La libertad elimina todas las excusas.
Si esto fuera consciente, todo sería fácil, y fácil de cambiar. Pero está profundamente enraizado. Habitualmente no nos damos cuenta de que sobrevaloramos al hombre e infravaloramos a la mujer. Habitualmente no nos damos cuenta de que nos enfrentamos entre nosotras mismas. No nos damos cuenta de que aceptamos interiormente que Papá tiene razón y Mamá está equivocada.
Cada uno de los libros que he escrito ha sido escrito sobre el cadáver ensangrentado de mi abuela. Cada uno de los libros ha sido escrito con culpabilidad, gracias al empuje del dolor. Cada uno de los libros ha sido un recién nacido que no tuve que cuidar, diez mil comidas que no tuve que preparar, diez mil camas que no tuve que hacer. Quisiera, por encima de todo, ser completa, no estar dividida (esto, de hecho, es de lo que trata toda mi obra), pero en cierto modo sigo dividida. Lo mismo que una persona que una vez cometió un delito horrible que quedó sin castigo, siempre espero que caiga el hacha. En esto, sospecho, no soy diferente a las demás mujeres.
Mi abuela murió en 1969. Diez años después escribí este poema, intentando expresar parte de los sentimientos que su ejemplo me provocó:
Porque las horas de mi abuela
fueron tartas de manzanas en el horno,
y motas de polvo acumulándose,
y sábanas poniéndose amarillas
y costuras y dobladillos
descosiéndose inevitablemente,
yo casi nunca me ocupé de una casa,
aunque la verdad es que me gustan las casas
y quisiera tener que hacerle la limpieza a una.
Porque los minutos de mi madre
fueron chupados con el zumbido
de la aspiradora,
porque bailaba el vals con la lavadora
y se arrancaba el pelo esperando a que la repararan,
yo mando la ropa a la lavandería
y vivo en una casa con polvo,
aunque la verdad es que me gustan las casas limpias
tanto como a cualquiera.
Soy bastante mujer
para que me encante amasar el pan
tanto como el tacto
de las teclas de la máquina de escribir
en contacto con mis dedos,
elásticos, resistentes.
Y el olor de la ropa recién lavada
y el de la sopa que hierve
me resultan casi tan queridos
como el olor a papel y tinta.
Me gustaria que no hubiera elección;
me gustaría poder ser dos mujeres.
Me gustaría que los días fueran más largos.
Pero son cortos.
Conque escribo
mientras se apila el polvo.
Estoy sentada a mi máquina de escribir
recordando a mi abuela
y a todas mis madres,
y los minutos que perdieron
queriendo a las casas más que a sí mismas;
y el hombre al que quiero limpia la cocina
gruñendo, sólo un poco,
porque sabe
que después de todos estos siglos
es más fácil para él
que para mí.
Ahora, décadas después, estos sentimientos son incluso más intensos.
¿Dónde deja esto a la mujer que crea? En un dilema, como de costumbre. Mi abuela está sentada en mi hombro y trato de silenciarla. Me recuerda mis deberes: la entrevista en el colegio, la compra, la creación de un nido, el cuidado de la esfera privada. Pero yo necesito trabajar y decirle que no a mi hija. Mi marido también tiene que cocinar y ganarse la vida. También tiene que hacer la limpieza. ¿Hay una libertad andrógina más allá de hombre y mujer? Tanto unos como las otras la necesitan.
Un recuerdo de la niñez se abre paso entre las sinapsis. Estoy tumbada en la cama enorme entre mis padres. Puede que tenga cuatro o cinco años. He despertado de una pesadilla, y mi padre me ha llevado a su cama y colocado entre él mismo y mi madre.
Una bendición. Un anticipo del cielo. Un recuerdo del océano amniótico: el calor del cuerpo de mi madre por un lado y el de mi padre por el otro. (Los freudianos dirían que soy feliz por separarlos, y puede que tengan razón, pero dejemos a un lado esa cuestión, de momento.) Basta decir que estoy contenta por encontrarme en la caverna primordial, bañada por los rayos del paraíso.
Atrás, atrás en el tiempo. Estoy tumbada boca arriba y el techo parece un calidoscopio de guisantes y zanahorias en cuadraditos -comida del jardín de infancia-, reconfortante y cálido. Se mezcla el aliento de mis padres y el mío. Feromonas familiares de las que nacemos. Por el momento, no hay otro mundo que éste, nada de hermanas, ni profesores, ni coches, ni calles. El Edén está aquí entre mis padres dormidos y no hay destierro a la vista. Me esfuerzo por seguir despierta saboreando el momento au paradiso que asoma por el purgatorio de todos los días, el inferno del colegio y las hermanas, las guerras competitivas en el cuarto de los juegos, y la crueldad de los demás niños.
Ahí es donde empezamos todos: en el paradiso de la infancia. Y ése es el lugar que la poesía busca devolvernos. Los polos de nuestra existencia: amor y muerte: la cama de los padres y la tumba. Nuestro paso es de una a otra.
Mi abuela, que está subida a mis hombros, está decepcionada. Ella no quiere que escriba esas cosas. Ella cree que el camino de la sabiduría en la vida de una mujer es mantenerse callada sobre todas las verdades que sabe. Es peligroso, ha aprendido, hacer gala de un conocimiento íntimo. La mujer lista sonríe y calla la boca. Mi problema es que los libros no se escriben de ese modo. En especial los libros que contienen unas migajas de verdad.
De modo que volvemos, inevitablemente, al problema de las mujeres que escriben la verdad. Debemos escribir la verdad con objeto de dar validez a nuestros sentimientos, nuestras vidas, pero sólo muy recientemente hemos conseguido esos derechos. Y sólo provisionalmente. Los dictadores queman libros porque saben que los libros ayudan a que la gente reclame sus sentimientos, y la gente que reclama sus sentimientos es más difícil de aplastar.
La sociedad patriarcal ha puesto tradicionalmente una mordaza a la expresión pública de los sentimientos de las mujeres porque el silencio empuja a la obediencia. Mi abuela cree que me quiere proteger. Ella no quiere ver cómo me lapidan en la plaza pública. No quiere que me pongan en la picota por culpa de mis palabras. Quiere que yo esté a salvo para que pueda salvar a la próxima generación. Tiene el interés de una matriarca por mantener viva a nuestra familia.
Cállate, Mamá, el mundo ha cambiado. Estamos reclamando nuestra propia voz. No sólo hablaremos por nosotras mismas, también hablaremos por ti. Y nuestras hijas, esperamos, nunca tendrán que matar a sus abuelas.
Hago una incursión a la cocina para preparar unos sandwiches de mantequilla, compota de manzana y azúcar glasé mientras mi hermana mayor queda vigilando (y atendiendo a la niña).
– ¿Qué estás haciendo? -pregunta mi abuela.
– Oh, nada -digo yo, poniéndome a cubierto con los sandwiches.
– ¡Niñas! -grita mi abuela-. ¡Niñas!
Hacemos como que no oímos.
– ¡Niñas! -grita ella-. ¿A qué estáis jugando?
– Oh, a nada -decimos, comiendo nuestros sandwiches dentro del armario, escondiéndonos de unos nazis imaginarios.
No podemos decir que estamos jugando a amor y muerte. Ni siquiera sabemos pronunciar las palabras. Pero jugamos para salvar nuestra vida, para tener tiempo, y jugamos como un modo de aprender a vivir.
Mi hermana mayor, que inició este juego, ha nacido en 1937. El mundo estaba al borde de la guerra cuando salió a él por primera vez, y asimiló la amenaza de peligro con la leche de nuestra madre. Yo la seguí, como hacen las segundas hijas. Los detalles me obsesionaban: la pequeña estaba en el coche de la muñecas; mi misión era ir a la cocina a robar los sandwiches; mi loco regreso corriendo por el pasillo a través de bosques imaginarios, llenos de nazis imaginarios, con ametralladoras apuntando; mi sensación de la propia importancia como superviviente, abastecedora de alimentos.
«En los sueños comienza la responsabilidad», dice el poeta Yeats, asegurando que cita textos antiguos. En los juegos comienzan las cuestiones serias de nuestra vida. Aún mensajera, aún abastecedora de alimentos, estoy escondida en la aromática cueva del armario de la ropa blanca para escribir, luego corro afuera a conseguir el sustento del mundo, luego corro de vuelta a dar de comer a la niña y alimentarme a mí misma.
La niña pequeña a la que doy de comer a veces es mi hija, a veces yo misma, a veces mis libros. Pero el modelo de supervivencia frenética está claro. Alterno entre periodos de calma y periodos de máxima tensión. La II Guerra Mundial me llena la cabeza.
Trato de imaginar la vida de mi abuela comparada con la mía. Nacida hacia 1880 en Rusia, criada en Odessa, fue a Inglaterra a los diez años y pico, crió a dos niñas pequeñas en Nueva York, después de sobrevivir a pogromos, agitaciones prerrevolucionarias, la epidemia de gripe, la tuberculosis, la I Guerra Mundial, el exilio, la emigración, dos nuevos idiomas, dos nuevos países. Y yo, la segunda hija de una segunda hija de una segunda hija, llevo su peso en mi alma.
Me aferró a él. Adopto el valor y la tenacidad que ella me pasó. Pero he ganado el derecho a hablar de ello, un derecho con el que ella nunca soñó.
¿Adonde van todos los recuerdos?
Ahora que mi madre sabe que estoy escribiendo una autobiografía, me trae notas escritas en pequeños Post-it amarillos. La última nota dice: «DeeDee, Graciosa y Fabuloso.»
– Sólo tengo unos recuerdos vagos -le digo a mi madre-. ¿Quiénes eran?
– Oh…, eran amigos imaginarios tuyos -dice ella-. Solías charlar con ellos durante horas. Nunca ibas a ninguna parte sin DeeDee, Graciosa y Fabuloso.
Estoy parada en mitad de un cementerio. Todos los días muere otra persona más joven que yo. Todos los días las necrológicas hablan de alguien de la universidad o el instituto o el campamento que murió a los cuarenta y siete años o a los cuarenta y ocho o a los cuarenta, nueve o a los cincuenta. A veces veo a compañeros míos de clase en la tele y parecen viejos. Y a veces me encuentro con personas cuyos nombres no recuerdo en absoluto. ¿Cuándo me volví como la tía Kitty? ¿Cuándo lo olvidé todo?
Y ahora mis imaginarios y queridos amigos de la infancia han mordido el polvo. Lo único que me queda de ellos son sus nombres escritos en un Post-it. No recuerdo nada suyo. ¿Cómo demonios habían sido?
Fabuloso, sospecho, es una especie de doble secreto de mi padre. Lleva puesto un esmoquin blanco con una boutonniére azul brillante. Lleva el pelo peinado hacia atrás con fijador y apesta a ice-blue de Aqua-Velva. El olor evoca un tintineo de pianos en el apartamento de al lado, y limusinas azul medianoche con aletas fálicas. Baila como en sueños, deslizándose sobre suelos de antracita brillante con sus brillantes zapatos antracita. Es deseo, amor, suerte, un viaje a la luna con alas de gasa. Puede tocar lo que sea de su falso libreto: canciones olvidadas como «Muchos recuerdos» o «Jersey hounce», y canciones famosas como «Llega el amor» y «El humo ciega tus ojos». Puede bailar el tango, el mambo, la rhumba (con «H»), y cuando se va te deja con el blues. Es Papá y es el chico pelirrojo con bufanda de Harvard que sujetaba las puertas del metro de la esquina de la 78 con Central Park West. Una vez, sudó una camiseta, la dejó en tu cesto y tú la sacaste y nunca la lavaste. Has dormido con ella desde entonces.
Todos los demás de los que te has enamorado o con los que te has casado son dobles de Fabuloso. Tiene los ojos azules y verdes y pardos y cálidamente dorados a la vez. Puede cambiar de cabeza más deprisa que la princesa Langwidere. Cuando te haces mayor, cada vez te encuentras menos con él. Una melodía a medio oír, que llega desde el otro lado de la pared, un olor a sudor y colonia, y te parece verle. Una vez, cruzaste la ciudad a medianoche en limusina buscándole, segura de que cuando le encontraras le atraerías dentro y harías el amor con él en el mismo suelo, mientras el chófer con ojos Braille y el cráneo de cristal conducía. Oh, Fabuloso, ¿cuándo vendrás a vivir en mi vida?
– Nunca.
– ¿Porqué?
– Ya lo sabes.
Porque el deseo es una limusina que nunca deja de moverse, una alfombra voladora que se desliza sobre las chimeneas vistas por un Peter Pan que vuela, un fragmento de una canción de la que no puedes recordar el estribillo. Ah, Fabuloso, ven y haz el amor conmigo ahora mismo.
– Lo estoy haciendo. Lo estoy haciendo al dictarte estas palabras.
¿Y qué pasa con DeeDee? DeeDee es la típica chica norteamericana. Es una que no tiene abuelos rusos ni batiks balineses en la barandilla de la escalera. Es una que tiene unos dientes blancos como el hielo y el pelo rubio. Lleva un cancán almidonado y encima de él una falda de fieltro azul con perros de lanas; perros de lanas unidos a otros perros de lanas. Tú también tuviste una falda como ésa, pero nunca tuviste el aspecto que tiene DeeDee. ¿Cómo era ese aspecto? Normal. DeeDee era una chica normal y tú nunca serás normal aunque vivas hasta los ciento seis años. Tuviste la falda con perros de lanas y un conjunto y unas perlas y un imperdible grande en la falda escocesa, pero no engañabas a nadie. Eras decididamente anormal. ¿Y sabes qué? Todavía eres anormal; incluso entre los escritores eres anormal. Nunca serás DeeDee. No eres de ninguna parte, tienes un nombre raro. No puedes cambiarte el nombre por el de DeeDee, hagas lo que hagas. Eres Erica, Erótica, Eroica, como te llamaban en el instituto; o Isadora, Fanny, Jessica, Leila, como te llamaste en los libros. Pero nunca una DeeDee, rubia, contenta y normal, que se casa con el capitán del equipo de fútbol y nunca anduvo detrás de Fabuloso, y mucho menos cruza la ciudad en su busca y le invita a entrar en aquella larga limusina.
DeeDee se casó de blanco y tuvo dos coma cinco hijos. Nunca tuvo nada que no quisiera y nunca quiso nada que no tuviera. ¿Qué demonios hace jugando contigo? Recoge sus canicas y se va a casa, sin dejar rastro en el recuerdo. Su madre no la dejaba salir. Pero la echas de menos. Y ella lee tus libros y trata de decirte en las librerías de los centros comerciales que es tan anormal como tú y que DeeDee no existe de verdad. Te quiere porque no eres DeeDee, por haber convertido a DeeDee en un mito, por haberle quitado la ropa y llenado la cabeza de sueños eróticos que nunca se van.
Graciosa fue un nombre que inventé para mí misma: la hija del medio, alegre, saltarina, dispuesta a agradar, una buena chica que se llevaba bien con la gente, era educada, agradecía a sus padres la cena, tomaba los guisantes, y nunca se bacía pis en el agua del baño. Graciosa besaba a chicos que no le gustaban mucho, porque no quería que considerasen que no era graciosa. Hacía recados y ahorraba monedas hasta que tuvo suficiente dinero para comprar todos los relatos de Nancy Drew. Y luego los leyó uno a uno hasta que aprendió cómo se hace un libro y cómo se consigue que el lector pase de página, lo que fue lo más gracioso que Graciosa hizo nunca.
Oh Graciosa, ¿te casarás alguna vez con Fabuloso? Sólo en los libros, dijo ella, así DeeDee también se puede casar con él.
La cuarta amiga imaginaria no fue una invención mía sino de mi madre o de mi abuela o incluso puede que de mi bisabuela. Se trata de Hashka la Messhuggeneh. (No estaba en el Post-it, pero en cierto modo los otros tres la traían con ellos.)
¿Quién era? (se trataba de una mujer). Se invocaba cuando alguien perdía el control (algo que pasaba frecuentemente en nuestra casa) y otro le decía: «Te pareces a Hashka la Messhuggeneh.» ¿Era una aparición de un distante shtetl? ¿Era la loca de Grodno o una trapera de los arrabales de Odessa? Llevaba un sombrero muy raro, en verano e invierno. Su ropa era holgada y negra y ocultaba búhos, niños, partes cortadas del cuerpo. Cacareaba como una gallina, aleteaba como un cisne y tenía unos brillantes ojos de loca. Contaba cuentos de niños convertidos en compota y en salchichas que cantaban, y de muñecos que se convertían en niños de verdad.
Se llevaba bastante bien con Fabuloso. Éste iba todas las noches a buscarla en su larga limusina. (En aquel shtetl nadie había visto nunca un coche, y mucho menos una limusina.) No sé lo que quería de ella Fabuloso, pero lo que pensábamos era que la locura de ella le atraía.
Se casaron y tuvieron varias hijas. Una era DeeDee, la cual, naturalmente, era perfecta. Otra era Graciosa, que trataba de ser, esforzándose mucho y derramando gracias, graciosa. Otra era Erica, con su apellido ambiguo. No dejaba de cambiarse de apellido con la esperanza de recuperar la memoria. Pero la memoria es un amigo inconstante. Y, al final, todo lo que queda de ella es lo que se lee en los libros.
Y comprendemos que el deshilachado hilo de la memoria probablemente se convierta en un fuego fatuo. Si has tenido una infancia en la que nadie te castiga por tus fantasías, en la que incluso a tu madre le encanta recordar los nombres de tus amigos imaginarios, puedes llegar a ser ese trío de álter egos: DeeDee, Graciosa y también sencillamente Erica.
De todas las cosas por las que le doy las gracias a mi madre, se impone este gusto por la fantasía, el derecho a soñar que me transmitió a mí. Es un regalo, el mayor que he recibido.
Sólo después de que Ken y yo llevábamos un tiempo casados establecí esta tregua con mi madre.
Al principio, tenía miedo de estar convirtiéndome en ella; una evolución bastante natural en un matrimonio que reproducía muchos elementos del matrimonio de mis padres: la intimidad, las intensas discusiones, la sensación de seguridad. Creo que no es inusual que las parejas pasen por una fase en la que copian el matrimonio de sus padres, pero también es importante dejar atrás esa fase. En caso contrario, el matrimonio corre el riesgo de hacerse desexualizado de modo permanente.
De niña, yo me sentía condenada a la soledad; era una inadaptada, una mártir. Sólo con mis padres, durmiendo entre ellos en el hueco mágico, perdía esa sensación de soledad. Pero, lo mismo que todos los niños, yo era el tercero en discordia. No tenía pareja propia. Durante años puse en acto variaciones de los sueños edípicos. Mis viajes constantes, mis encuentros con hombres en habitaciones de hoteles lejanos, eran, me di cuenta a los cuarenta años, un sueño disfrazado de que me encontraba con mi padre durante uno de sus interminables viajes. Cuando tomé conciencia de eso -puede que haya pasado en aquel profético viaje a Umbría-, el juego del sexo en un hotel se volvió súbitamente superfluo. No iba a encontrarme con mi padre y a seducirle en un hotel extranjero. Él le pertenecía a mi madre. Cuando renuncié a esa fantasía, por fin pude aceptar el tener mi propia pareja y dejé de andar de ciudad en ciudad encontrándome con hombre tras hombre. (Puede que el elegir a hombres casados y luego elegir que no dejaran a sus mujeres fuera otra cuestión edípica: los tenía y no los tenía al mismo tiempo.)
Mi madre aceptó a Ken como nunca había aceptado a ninguno de los anteriores. Puede que se haya tratado de agotamiento. O puede que haya sido la mamaloshen. O puede que se diera cuenta de que yo por fin había aceptado su matrimonio. Ya no era su rival. Tenía a un hombre propio al que querer todos los días. Mi madre y yo hablábamos de un modo nuevo. Puede que yo hubiera aprendido a escuchar de un modo nuevo. Creo que vemos las vidas de nuestros padres de distinto modo en cada estadio de nuestro viaje, y a los cincuenta años, casada con un amigo y aceptando que me quisieran, podía ver a mis padres como personas.
Nunca había creído que mi madre aceptase que la entrevistara, pero resultó que yo estaba equivocada. He estado equivocada en tantas cosas de mi vida que ¿por qué no en ésta?
Con todo, ahora mi madre es tan frágil, que me apetece cogerla en brazos y abrazarla, pero tengo miedo de romperla. Ando como sobre huevos a su alrededor, una curiosa metáfora para usar con las madres. Incluso cuando la entrevisto, trato de no ofenderla. Lo cierto es que sólo llegué a esta conclusión porque, una vez, cuando yo tenía veinte años y pico, la ofendí. Metí las narices en su vida. Me emancipé con Miedo a volar y rompí amarras. Escribí un manifiesto en contra de mi madre. Y fue precisamente ella quien me dio el valor para hacerlo.
– Siento como si hubiese leído mi necrológica -solía decir después de leer determinados poemas míos. En cuanto a las novelas, aseguraba que nunca las leía, prefiriéndome como poeta.
– No es tu necrológica -dije yo-. Te quiero -pero ella tenía razón y yo estaba equivocada. Y en cualquier caso, ¿qué tiene que ver eso con el amor? Se puede amar y además matar, y luego guardar luto. ¿Es que el amor impidió la muerte alguna vez?
Claro que escribí su necrológica, lo mismo que ella escribió la necrológica de su madre en aquel espantoso sueño, lo mismo que Molly está escribiendo la mía. Escribir la necrológica de la propia madre es una señal de que se está viva. Es un acto indispensable. Es el modo de robar una vida.
Y la madre cuyo corazón se ha arrancado para hacer un sacrificio en el altar de la poesía o la prosa o el amor o la libertad, todavía dice, cuando la hija ya mayor tropieza:
– ¿Te has hecho daño, mi niña?