Cuando me acerco al final de este libro, a algo mío le entra el pánico y quiere provocar una obstrucción. Dejo de escribir avanzando. Vuelvo atrás y trato de reescribir antiguos capítulos de mi vida, reconstruirlos, sacarles punta, variar los episodios, el orden, el final. La verdad es: no quiero terminar el libro y dejarlo. Es como abandonar mi vida. Dejará de ser mío, saldrá al mundo y se convertirá en una boca de incendios en la que puede mear cualquier perro. Iniciará su largo viaje a partir de mi voluntad, mi cerebro, mis palabras, hacia los corazones de los que lo necesitan. Pero entretanto, como un niño, puede tener que sufrir muchos maltratos. A veces mis libros son mensajeros a los que la gente quiere disparar. Y entonces se detienen, a pesar de los riesgos.
Paseo la vista a mi alrededor, por Norteamérica, y reina la locura. La Liga Anti-Sexo ataca. Algunas feministas de mi generación se han unido en secreto a la causa anti-sexo. La verdad es: el sexo es aterrador, lleno de una oscuridad y falta de lógica tan incontrolables que resulta mucho más fácil suprimirlo. Es más fácil gritar ¡VIOLACIÓN! que admitir complicidad en el deseo; es más fácil reclamar que se es víctima que admitir que nuestros propios deseos pueden hacer víctimas a otros; es más fácil proyectar el mal al exterior que reconocer que forma parte de lo anárquico de la identidad.
¿Quemaremos la carne antes que permitir que florezca desde dentro? A las mujeres nos empuja tanto la sexualidad, somos tan incapaces de compartimentarla, que siempre resultamos presa fácil de la mortificación de la carne, y Norteamérica todavía es un país puritano. Adoramos no a María sino a Cotton Mather, no a la madre sino a la virgen loca descarnada, a la adolescente que considera todos los flujos humanos sucios y tiene ganas de matar toda la suciedad de sí misma, y de los demás.
Aquellas cosas por las que yo he luchado durante toda mi vida y en mis libros -la ironía, la visión doble que ve el bien y el mal como las dos caras de la misma moneda humana, la integración de cuerpo y mente, la sensualidad y la espiritualidad, la dulce voluptuosidad y el rigor filosófico- son las que hoy están más en peligro. En Catharine MacKinnon tenemos una versión contemporánea de Savonarola: está lista para sacrificar el arte, arrojándolo a las llamas, porque «hace daño» a las mujeres, unas mujeres a las que durante siglos se les ha hecho daño debido a que se les privó de ese auténtico alimento. Pero no hay modo de defender esto en un mundo que no sabe de la ironía, ni de la sátira, ni de la imprecisión lingüística, un mundo donde fragmentos de vídeo medidos en milisegundos pasan por comunicación.
Llevo más de veinte años escribiendo libros, y cada vez que abandono uno resulta más difícil. Veo el proceso de publicación como una lotería a lo Shirley Jackson en la que cada reacción es una pedrada. Y no es que sólo tiren piedras. Existe gran aprecio -incluso cariño- por parte de las lectoras. Pero para llegar a ellas debo manejar una especie de guantelete. Es precisamente esta burla, ridículo y humillación lo que hace temblar a las mujeres ante la presunción de liderazgo (o autoridad). El odio es tremendo, la ira imperdonable, la repugnancia hacia una misma sin fondo. ¿Cuál es el delito? ¿Atreverse a tener opiniones? ¿Atreverse a ser exuberante, sexual, divertida, testaruda, excesiva? Si no crees que a estas cosas se las considere algo criminal, ¡fíjate en las cosas que se han escrito sobre la exuberancia, la sexualidad, el humor y el exceso de las mujeres! Ellas te callarán la boca. El quid de la cuestión parece ser el callarnos la boca haciéndonos que les callemos la boca a las demás. ¿Cuándo dejaremos de jugar a este juego tan cobarde?
Es esa época del año que más me desagrada: el paréntesis entre Acción de Gracias -cuarto jueves de noviembre- y Navidades. Los días son cortos. La oscuridad se interna en la tarde. La ciudad no se mueve, atascada como está en una alegría falsa y un ritual vacío.
Ha pasado casi un año desde que a Kitty la admitieron en el Hogar Hebreo para Ancianos. Se queja de que le dan pastillas para quitarle la memoria, y probablemente sea una explicación tan buena como cualquier otra. Es incapaz de pintar. Su asistente social me explica que puede que el pintar la trastorne demasiado o que no recuerde cómo pintar y sea eso lo que la trastorna. Nadie parece saberlo. Si ya no pinta, entonces creo que ha sobrevivido al tiempo que le quedaba. Pero no lo digo. Simplemente concierto una cita para verme con ella y con su «equipo de apoyo» y vuelvo a mi lucha con el libro.
A fines de noviembre hay un eclipse de luna. Ken y yo hemos conducido de vuelta de Vermont bajo su disco dorado completo y, a medianoche, subimos por las escaleras traseras de nuestro edificio de apartamentos hasta el piso veintiséis, salimos a la azotea superior y paseamos entre las estrellas. La ciudad está tranquila. La azotea parece un paisaje lunar. Los ruidos de la circulación se han interrumpido de pronto. Y quedamos solos en medio de la azotea, con la cabeza echada hacia atrás hasta que nos duele, mirando una sombra oscura que se sitúa sobre la cara de la luna. Al eclipse le lleva hora y media hacerse total. Estamos transfigurados y temblorosos, incapaces de irnos hasta que el disco entero queda sumido en la oscuridad. Cuando una rodajita de luz emerge por el otro lado, yo digo:
– Me alegra haberlo visto.
– A mí también -dice Ken.
Ninguno de los dos puede decir por qué.
Después del eclipse, me siento incapaz de dormir. Basil, el gato, y Poochini, el bichon frisé, han encontrado un agujero cálido entre Ken y yo y duermen pacíficamente. Ken está fuera de combate, respira suavemente, tiene serena su cara con barba. Yo tengo algo de hambre, pero siento demasiada pereza para levantarme. De pronto, el sabor de queso fresco y de mermelada casera con piel arrugada de la fruta incluida acude a mi boca…, y mis abuelos están aquí.
Solían darnos esto para desayunar: pan reciente de centeno o challah, queso fresco, frío, amargo y levemente gredoso en la lengua, mermelada de ciruela roja con las pieles arrugadas sin quitar, y a veces un hueso, hecha por mi abuela. Untábamos el queso en el pan y echábamos la mermelada encima. Había que tomarlo deprisa para no hacerse un lío. Té con leche y miel era la infusión.
Mis abuelos están sentados a su mesita del desayuno, comiendo y dándome de comer a mí.
«El patriotismo es el recuerdo de las cosas que se comen en la infancia», dijo Lin Yutang.
Y de pronto me recuerdo ocupándome de las cosas de mi abuelo después de que muriera. Y me doy cuenta de que tendré que hacer lo mismo con las de mis padres y con las de Kitty, y que Molly hará lo mismo con las mías. Y el sabor de esos alimentos desaparecerá, lo mismo que la luna desapareció durante el eclipse.
¿Qué los podría volver a traer? Nada.
Somos criaturas cuyas memorias son demasiado grandes para usarlas diariamente, hasta que son demasiado pequeñas. Durante este momento de insomnio, me duele el cerebro con la plenitud del pasado, el presente y el futuro. Pero noto que el sueño ya acude.
Voy a ver a Kitty al Hogar Hebreo para Ancianos y la encuentro sentada entre dos hombres. Uno de ellos se presenta como dentista y admira mis premolares.
– Los incisivos son los dientes más fuertes del cuerpo, ¿sabía eso? -pregunta.
El otro hombre, un tal Mr. Goldlilly, tiene la mano en el muslo de Kitty. Parece haber olvidado que es lesbiana.
– Cariño -dice Kitty-, me alegra mucho verte.
Tiene buen aspecto, parece sana, incluso gruesa. Llama «cariño» a todo el mundo para disimular que se le olvidan los nombres. (A lo mejor eso también explica la práctica tan extendida de utilizar con tanta frecuencia «cariño» en el teatro.) Alejándose de sus dos admiradores masculinos, Kitty camina a mi lado hasta otra zona de la sala de estar. Nos sentamos, mirando el río, que brilla con la luz de diciembre.
– Estoy muy contenta de verte -dice.
– Yo también -digo yo. Y me alegra verla-. ¿A qué te dedicas? -pregunto.
– A casi nada. A vivir un día tras otro. Pero me preocupa mí apartamento.
– No te preocupes, Kitty, yo me ocuparé de él.
No le digo que lo tendré que vender para pagar las facturas de esta encantadora residencia para ancianos.
– ¿Por qué no lo alquilas, cariño? Entonces yo podría vivir contigo. Lo único que necesito es una habitación agradable con luz del norte, un cuarto de baño. No soy de esas personas que se entrometen. Nos podríamos ver de vez en cuando.
De repente, hay una conmoción en esta ala. Molly y dos amigas suyas avanzan corriendo por la sala. Con su pelo largo, vaqueros desgarrados, grandes botas de trabajo, camisas grunge a cuadros, varían la energía del lugar. Son muy altas. Kitty se ha ido encogiendo según crecían ellas.
Una mujer con cara de niña pequeña y pelo blanco ha estado moviéndose por la sala apoyada en un andador mientras Kitty y yo hablamos. Ahora se detiene y pregunta a Molly:
– ¿Dónde está mi habitación? No sé dónde está mi habitación.
Molly la lleva amablemente hasta donde están las enfermeras y pregunta por su habitación. Luego veo que conduce allí a la anciana.
– ¿Quiénes son? ¿Quiénes son? -dice Kitty cuando Molly y sus dos amigas se acercan.
Molly presenta a sus amigas, Sabrina y Amy.
Kitty dice:
– Encantada de conoceros -ha perdido la memoria pero sigue igual de encantadora. Sonríe amablemente.
– Cariño -le dice Kitty a Molly-, no puedo vivir aquí el resto de mi vida, ¿verdad que no? Quiero vivir con vosotros.
– No, Kítty -dice mi hija-, estás mucho mejor aquí. En tu apartamento estarías muy sola y tendrías miedo -es muy enérgica y directa. Es mucho más valiente que yo-. Creo que mamá va a vender tu apartamento.
– ¿Y qué va a ser de mis cuadros?
– Yo me ocuparé de ellos -dice Molly-. Me encantan tus cuadros.
Durante el año que lleva aquí Kitty, mi hija se ha convertido en una mensch.
– Supongo que tienes razón -le dice Kitty.
Cuando ya me marcho para llevar a Molly, Sabrina y Amy de vuelta a la ciudad, Kitty se dirige hacia sus dos amigos.
– Es mi sobrina -oigo que le dice al dentista y a Mr. Goldlilly. Pero sigue sin recordar cómo me llamo.
Mi madre celebra su octogésimo segundo cumpleaños el diez de diciembre. Rodeada por sus nietos, se ríe y casi parece feliz. Ver a mi madre relajada, también relaja algo mío. Si ella encara su vida con alegría, yo puedo hacer lo mismo. Siento que toda mi vida me he torturado porque consideraba que la suya había sido una tortura. Toda mi vida he sufrido porque en cierto modo notaba que ella quería que fuese así. Sé feliz, pienso, al verla entre sus nietos. Por favor, sé feliz para que yo lo pueda ser.
Dos noches después, llega una llamada de mi padre desde la Sala de Urgencias del New York Hospital.
– Tu madre tuvo un ataque -dice-. Estamos en la sala de urgencias. No vengas.
Si hago lo que dice, se enfadará, lo sé. Pero por una vez hago lo que dice. Más tarde, le llamo a casa y le pregunto cómo está mi madre.
– Está furiosa contigo -dice mi padre-, por no haber ido -y me cuelga el teléfono.
Duermo como una muerta, esperando no despertar nunca y no tener que enfrentarme nuevamente con mis padres. Sueño que estoy paseando por los Campos Elíseos entre mis antepasados, preguntándoles a cada uno:
– ¿Todavía no estoy muerta?
En el bolsillo tengo un embrión seco del tamaño de mi dedo índice. Es un hijo que nunca tuve; o si no, soy yo. Tiene las piernas deshechas. También los brazos. ¿Por que no tuve nunca a este niño? ¿Por qué se me deshace en el bolsillo?
Por la mañana voy al New York Hospital, andando como un zombi en el aire frío. No me he maquillado y llevo unos leotardos negros, un jersey negro de cuello vuelto y un gorrito negro, como si ya estuviera de luto. Muy bien, si soy una mala hija, seré una mala hija. Recorro el laberinto de pasillos del piso bajo, preguntándome por cuál llegaré al ascensor que me llevará a la Unidad Coronaria. Por fin lo encuentro. Subo al tercer piso, entro en la habitación de mi madre y me recibe con cara enfurruñada.
– ¿Por qué no viniste? -pregunta.
– Porque te quiero -digo yo.
– Ja -dice ella-. ¿Dónde estabas ayer por la noche?
– Papá me dijo que no viniera.
– Está trastornado -dice ella-. No le hagas caso.
– Lo sé -digo yo.
Pero espero, espero que haya un gran libro de normas para vivir (o morir), espero una gran cantidad de cariño, un alimento final, una epifanía, una trascendencia espiritual. Mi madre se apoya en las almohadas, con el pelo suelto, los ojos fríos y cariñosos a la vez.
– No es agradable -dice- contemplar la propia muerte.
Y yo pienso: si pudiera quitarme unos años y dárselos como una moderna Alcestis, ¿lo haría? ¿Cambiaría mi vida -lo que queda de ella- por la suya? No. No lo haría. Me aferraría a los años que me quedan con manos avariciosas. Terminaría este libro y empezaría el siguiente y el siguiente. Me libraría de mi secreto disfrute por mi propia parálisis.
Generaciones de mujeres han sacrificado su vida para convertirse en sus madres. Pero ya no podemos permitirnos ese lujo. El mundo ha cambiado demasiado para permitirnos llevar la vida que llevaron nuestras madres. Y no podemos permitirnos sentir la culpabilidad que sentimos por no ser nuestras madres. No podemos permitirnos sentir ninguna culpabilidad que nos lleve al pasado. Hemos crecido, tanto si queremos como si no. Tenemos que dejar de echarles la culpa a los hombres y a las madres, y vivir cada segundo de nuestra vida con pasión. Ya no podemos permitirnos el desperdiciar nuestra creatividad. No podemos permitirnos la pereza espiritual.
Mi madre no me proporcionará reglas para vivir, pero quizá pueda dármelas a mí misma.
– ¿En qué estás pensando? -pregunta.
– En que te quiero, en que no quiero que mueras.
– No voy a morir -dice ella, súbitamente animada.
La sangre se le sube a la cara, las lágrimas me corren por las mejillas.
Cuando dejo el hospital, voy a casa y me emborracho con vino tinto por primera vez en siglos, mientras espero a mi marido y a mí padre que vendrán a cenar.
– Mi madre va a morir -gimoteo para mí misma, sintiéndome cada vez más perdida-. Si no ahora, la vez siguiente, o la siguiente… -espero que el vino me dé inspiración, pero lo único que me proporciona es atontamiento.
Para cuando todos nos sentamos a cenar, estoy torpe y me duele la cabeza, y me pierdo la mayor parte de lo que se habla. La conversación se produce en la periferia de mi conciencia. Ken y mi padre cantan juntos canciones de comedias musicales en yídish: como un rito de unión. Me pongo a tomar café para despejarme. Para cuando estoy completamente consciente, mi padre está listo para irse.
Por la mañana, me levanto para desayunar con Molly como hago habitualmente y luego vuelvo a la cama. Las ocho dan paso a las nueve, las nueve a las diez, las diez a las once. Estoy tumbada en la cama como si estuviera muriendo, en lugar de mi madre. Y naturalmente que me estoy muriendo. Todos lo estamos, en todos los momentos. Pero mi separación de mí misma es extrema. Estoy terriblemente enfadada, deprimida y pesada, sin querer que este libro aparezca.
¿Por qué quiero a mi madre cuando va a morir, y por qué me quiero a mí misma si también voy a morir, y por qué quiero a este libro si va a perderse en el torbellino de lo que se publica?
He olvidado a mis lectoras. He olvidado que mi tarea es ser una voz. Sólo he recordado mi miserable ego y sus magulladuras. Estoy pensando en finales, no en procesos. Siempre que pienso en finales, quedo atascada.
Durante todo el verano pasado, en un esfuerzo por perder peso y parecer joven, tomé pastillas para suprimir las ganas de comer. Perdí muchos kilos, pero también me puse tan espídica que no podía estar quieta. Cuando dejé de tomar las pastillas, mi personalidad pareció fragmentarse. Veía animales salvajes en los bordes de mis ojos. Sentía el corazón atenazado y ganas de ponerme a gritar en las calles. Cuando terminó esa fase, entré en un valle de desesperación. Separada de mí misma, deseaba contar con una sustancia que me volviera a reunir. Bebía un poco, pero ¿qué sentido tenía cuando con beber un poco me deprimo tanto? La sustancia que necesitaba era ánimo, no alcohol. Me necesitaba a mí misma para terminar este libro, y estaba encontrando un millón de modos de escapar de mí misma.
Poco a poco, conseguí arrancarme de la cama y empezar el nuevo día
– No puedo beber -me digo-. Lo debería recordar.
Tomo café, hago ejercicio en la bicicleta, me visto y salgo a la calle camino de mi despacho.
– Por supuesto que no puedo terminar el libro si no cuento conmigo misma -me digo. El alma despierta por medio de la entrega, y la escritura es el modo en que me entrego. La entrega es el modo que tengo de volver a unir mente y espíritu. Sin espíritu, soy polvo. Será mejor que mantenga la cabeza libre de vino y de pastillas para poder escribir.
Al día siguiente, no bebo ni tomo pastillas. Mi madre vuelve a casa del hospital. Al día siguiente, no bebo ni tomo pastillas. Mi madre va al médico para que le adapten la medicación. Al día siguiente, no bebo ni tomo pastillas.
Salgo a almorzar con unas amigas, proporcionándome un día de salud mental. Si el libro no me sale, lo dejaré en paz.
Después del almuerzo, voy a ver a mi madre. Está tumbada en la cama, con un quimono de seda amarilla puesto. Su ventana se abre sobre Central Park -una visión humana del parque desde el piso doce-, las copas de los árboles, el techo de la Tavern of the Green, la silueta de la Quinta Avenida. Su habitación está empapelada con un amarillo cromo sobre el que bailan unas rosas color rosa. Dispersos entre las rosas hay cuadros de recién nacidos. La pared contiene a todos los recién nacidos, hechos por su hábil mano. Molly con sus rizos pelirrojos, yo con mis bucles rubios, Nana con su pelo castaño, la pelirroja Claudia de recién nacida, Tony con su pelo oscuro, y Alex con el pelo rubio…, todos los hijos y los nietos pintados mientras duermen, un mes o dos después de su nacimiento.
– ¿Por qué has venido? -pregunta mi madre-. ¿Hay algún problema?
– No, sólo quería saber cómo te las arreglas.
Mi madre me habla vagamente de su medicación. Parece aburrida de todo esto, no le presta atención.
– Mira -digo yo-, si quieres morir, ¿por qué no llamas a todo el mundo y te despides? Es una elección honorable. Es tu elección. Pero si quieres vivir, entonces toma los medicamentos y trata de pasar unos cuantos años buenos.
– Quiero vivir -dice.
– Te quiero. Todavía no estoy preparada para seguir sin madre -digo yo, y me inclino y la estrecho entre mis brazos como si fuera uno de los recién nacidos de la pared. Tiene un cuerpo menudo, los huesos envueltos en seda, pero su aroma es toda mi vida. Es el abrazo más profundo que nos hemos dado en años.
– ¿Por qué no has terminado ese libro? -pregunta.
– No lo sé -digo yo.
– Tienes miedo de las críticas -dice ella-. ¡ Pero la crítica es una señal de vida! ¿Sabes a quién no se critica? ¡A quien no tiene entidad! Sólo la muerte escapa a la crítica.
– Eso es cierto -digo yo.
– Todos vamos a dormir durante mucho tiempo -dice ella-. No te duermas con miedo. ¿Crees que te mantuve con vida cuando todos aquellos recién nacidos murieron para que pudieras estar mano sobre mano temblando?
– Supongo que no.
– Entonces…, ¡vete a casa y termina el libro!
– Lo haré.
– Bien…, ¿cuál es la última frase?
Dejo de pensar, mirando la pared con los recién nacidos, yo misma incluida. De repente una frase acude a mi cabeza. Hablo con voz enérgica.
– Yo no soy mi madre, y la siguiente mitad de mi vida se extiende ante mí.