No todos los días se encontraba uno con un castor sin cabeza, caminando por el arcén de la carretera, ni siquiera Dean Robillard.
– Hijo de… -Pisó de golpe el freno de su Aston Martin Vanquish recién estrenado y detuvo el coche justo al lado.
La castora caminaba en línea recta, con la gran cola plana rebotando en la carretera y la respingona naricita apuntando bien alto. Parecía bastante enfadada.
Y, definitivamente era una castora, porque al tener la cabeza descubierta, podía ver que llevaba el sudoroso pelo oscuro recogido en una descuidada coleta corta. Como Dean llevaba rato rezando para que apareciera alguna pequeña distracción, abrió la puerta y bajó con rapidez a la carretera de Colorado. Su último par de botas de Dolce & Gabbana fue lo primero que salió, luego siguió el resto, todo un metro noventa de duro músculo, reflejos muy afilados y esplendorosa belleza… o, al menos, eso le gustaba decir a su agente publicitario. Y si bien era cierto que Dean no era tan vanidoso como la gente se pensaba, dejaba que lo creyeran para evitar así que se le acercaran demasiado.
– Señora, eh… ¿necesita que le eche una mano?
Las patas no bajaron el ritmo.
– ¿Tiene un arma?
– Aquí no.
– Entonces usted no me sirve de nada.
Y siguió caminando.
Dean sonrió ampliamente y echó a andar tras ella. Con sus larguísimas piernas sólo necesitó un par de zancadas para ponerse a la altura de las cortas patas peludas.
– Bonito día -dijo él-. Demasiado calor para estas alturas de mayo, pero no me puedo quejar.
Ella le fulminó con unos grandes ojos de pirulí violeta, por lo visto una de las pocas cosas redondas que observaba en esa cara. El resto, según pudo apreciar, era todo planos y delicados contrapuntos: unos pómulos marcados en contraposición a una pequeña nariz respingona y una barbilla tan afilada que bien podría cortar el cristal. Pero después de todo, tampoco parecía tan peligrosa. Un voluptuoso arco llamaba la atención sobre un labio carnoso. El labio inferior era incluso más exuberante y daba la impresión que de alguna manera ella se había escapado de un libro de rimas infantiles de Mamá Ganso, no apto para menores.
– Una estrella de cine -dijo ella con un deje de burla-. Vaya suerte la mía.
– ¿Por qué piensa que soy una estrella de cine?
– Usted es todavía más guapo que mis amigas.
– Es una maldición.
– ¿No le da vergüenza?
– Son cosas que uno termina por aceptar.
– Tío… -gruñó contrariada.
– Me llamo Heath -dijo él, mientras ella seguía andando-. Heath Champion.
– Parece un nombre falso.
Lo era, pero no de la forma que ella pensaba.
– ¿Para qué necesita un arma? -preguntó Dean.
– Para cargarme a mi ex novio.
– ¿ Fue él quien le escogió el vestuario?
Su gran cola golpeó la pierna de Dean cuando se giró hacia él.
– Piérdase, ¿vale?
– ¿Y perderme la diversión?
Ella dirigió la vista al coche deportivo; el sinuoso y letal Aston Martin Vanquish negro con un motor de doce válvulas. Esa preciosidad le había costado doscientos mil dólares, una fruslería para sus bolsillos. Ser el quarterback de los Chicago Stars era muy parecido a ser dueño de un banco.
Ella casi se sacó un ojo al apartarse un mechón de pelo de la mejilla con un gesto brusco de la pata, que no parecía ser desmontable.
– Podría llevarme en el coche.
– ¿Me roería la tapicería?
– Deje de meterse conmigo.
– Usted perdone. -Por primera vez en el día, se alegró de haber decidido salir de la interestatal. Señaló el coche con la cabeza-. Venga, suba.
Aunque había sido idea suya, ella vaciló. Finalmente, lo siguió arrastrando los pies. Debería haberla ayudado a entrar -incluso le abrió la puerta-, pero se limitó a observarla divertido.
Lo más difícil era meter la cola. Esa cosa estaba llena de muelles y al intentar sentarse en el asiento de cuero del copiloto, le rebotó en la cabeza. Se sintió tan frustrada que intentó arrancársela de un tirón y, al no conseguirlo, empezó a patalear.
Él se rascó la barbilla.
– ¿No está siendo un poco ruda con el viejo castor?
– ¡Ya está bien! -Y comenzó a alejarse por la carretera.
Dean sonrió ampliamente y le gritó:
– ¡Lo siento! No me extraña que las mujeres no respeten a los hombres. Me avergüenzo de mi comportamiento. Vamos, deje que la ayude.
La observó debatirse entre el orgullo y la necesidad, y no se sorprendió al darse cuenta de cuál de las dos emociones había ganado. Al regresar a su lado, permitió que la ayudara a doblar la cola. Mientras ella se la apretaba firmemente contra el pecho, él la ayudó a sentarse. Tuvo que hacerlo sobre una nalga y mirar por un lado de la cola para poder ver por el parabrisas. Él se puso detrás del volante. El disfraz de castor desprendía un olor almizcleño que le recordaba al olor del vestuario del instituto. Abrió un par de centímetros la ventanilla antes de dar marcha atrás e incorporarse de nuevo en la carretera.
– ¿Adónde nos dirigimos?
– Siga hacia delante unos dos kilómetros. Luego gire a la derecha hacia la Iglesia Bíblica del Espíritu y la Vida.
Ella sudaba como un linebacker bajo todo ese pelaje maloliente y él puso el aire acondicionado a tope.
– ¿Es fácil encontrar trabajo como castor?
La mirada burlona que ella le dirigió le indicó claramente que sabía que se estaba divirtiendo a su costa.
– Estaba haciendo una promoción para la tienda de bricolaje El Gran Castor de Ben, ¿vale?
– ¿Cuando dice promoción quiere decir…?
– Al parecer el negocio no marcha todo lo bien que debiera, o por lo menos, eso es lo que me dijeron. Llegué a la ciudad hace nueve días. -Señaló con la cabeza-. Esta carretera conduce a Rawlins Creek y a la tienda de bricolaje de Ben. Esa autopista de ahí atrás, la de los cuatro carriles, conduce a la tienda de bricolaje Home Depot.
– Ya empiezo a entenderlo.
– Exacto. Cada fin de semana, Ben contrata a alguien para que se pasee por la carretera con carteles que anuncian los negocios que hay de camino a su tienda y así atraer compradores. He sido la última en picar.
– La recién llegada a la ciudad.
– Es difícil encontrar a alguien lo suficientemente desesperado como para hacer el trabajo dos fines de semana seguidos.
– ¿Y el cartel? No importa. Lo habrá dejado con la cabeza.
– Era imposible regresar a la ciudad con la cabeza puesta.
Lo dijo como si él fuera corto de entendederas. Dean sospechaba que esa mujer ni siquiera habría intentado regresar al pueblo con el disfraz puesto si llevara ropa debajo.
– No he visto ningún coche por la carretera -dijo él-. ¿Cómo llegó hasta allí?
– Me llevó la mujer del dueño después de que mi Camaro escogiera precisamente este día para pasar a mejor vida. Se suponía que tenía que venir a buscarme hace una hora, pero no apareció. Estaba tratando de decidir qué hacer cuando de pronto vi al rey de los gilipollas en el Ford Focus que yo misma le ayudé a pagar.
– ¿Su novio?
– Ex novio.
– El que quiere asesinar.
– No estoy bromeando. -Miró por el lado de la cola-. Allí está la iglesia. Gire a la derecha.
– ¿Si la llevo al lugar del crimen, me convertiré en su cómplice?
– Sólo si quiere.
– Claro. ¿Por qué no? -Giró en la calle llena de baches que conducía a un barrio residencial de clase media donde la mayoría de las destartaladas casas estilo rancho estaban rodeadas de hierbajos. Aunque Rawlins Creek estaba sólo a unos treinta kilómetros al este de Denver, no corría peligro de convertirse en una ciudad dormitorio popular.
– Es esa casa verde con el cartel en el patio -dijo ella.
El se detuvo frente a un rancho de estuco, donde un ciervo metálico entre girasoles dorados montaba guardia desde un cartel móvil en el que se podía leer: SE ALQUILAN HABITACIONES. Algún graciosillo había escrito un gran NO delante. Un sucio Ford Focus plateado estaba aparcado en el camino de entrada. Al lado, una morena de piernas largas apoyaba las caderas contra la puerta del copiloto mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando vio el coche de Dean se enderezó.
– Esa debe de ser Sally -siseó Castora-. El último ligue de Monty. Yo fui el anterior.
Sally era joven, delgada, con grandes pechos y mucho maquillaje, lo que dejaba a Castora con el pelo sudado en gran desventaja a pesar de que aparecer en un Aston Martin deportivo con él tras el volante podría haber puesto un estadio en pie. Dean vio por el parabrisas cómo un tío melenudo con aspecto de bohemio y gafas redondas de montura metálica salía de la casa. Ése debía de ser Monty. Llevaba unos pantalones militares con una camisa que parecía robada a una pandilla de revolucionarios sudamericanos. Tendría unos treinta y tantos, era bastante mayor que Castora y mucho más viejo que Sally, que no debía de tener más de diecinueve.
Monty se detuvo en seco cuando vio el Vanquish. Sally apagó el cigarrillo con la punta de una brillante sandalia rosa y se los quedó mirando. Dean se tomó su tiempo para salir, rodear el coche y abrir la puerta del acompañante para que Castora pudiera soltar su jerga aniquiladora. Por desgracia, cuando ella intentó poner las patas en el suelo, la cola se interpuso en su camino. Trató de echarla a un lado, pero lo único que consiguió fue que se desenrollara y le golpeara en la barbilla. Se quedó tan aturdida por el golpe que perdió el equilibrio y se cayó de bruces a sus pies con la gran cola balanceándose sobre su trasero.
Monty se la quedó mirando fijamente.
– ¿Blue?
– ¿Ésa es Blue? -dijo Sally-. ¿Es payasa o algo así?
– No la última vez que la vi. -Monty desvió la atención de Castora, que trataba de ponerse a cuatro patas, a Dean-. ¿Y tú quien eres?
El tío tenía ese tipo de tono falsete de la clase alta que hacía que Dean quisiera escupir tabaco y decir: «¿Quépacha tío?»
– Un hombre misterioso -dijo con acento arrastrado-. Amado por unos. Temido por otros.
Monty pareció desconcertado, pero cuando Castora logró finalmente ponerse en pie, su expresión se volvió francamente hostil.
– ¿Dónde lo tienes, Blue? ¿Qué has hecho con él?
– ¡Mentiroso, hipócrita, poetucho de tres al cuarto! -Ella arrastró los pies por el camino de grava con la cara brillante de sudor y el asesinato reflejado en los ojos.
– No te he mentido. -Lo dijo de una manera tan condescendiente que si a Dean, que no tenía por qué molestarse, le enfureció, no podía imaginarse cómo se lo tomaría Castora-. No te he mentido nunca -seguía diciendo-, te lo explicaba todo en la carta.
– Una carta que no leí hasta después de haberlo abandonado todo, plantado a tres clientes y conducido más de dos mil kilómetros a través del país. ¿Y qué me encontré cuando llegué aquí? ¿Me encontré al hombre que llevaba los dos últimos meses rogándome que dejara Seattle para venir a vivir con él? ¿Me encontré con el hombre que lloraba como un bebé al teléfono, me hablaba de que se iba a suicidar, me decía que era la mejor amiga que había tenido nunca y la única mujer en la que confiaba? No, claro que no. Lo que encontré fue una carta en la que ese hombre, que juraba que yo era la única razón de su existencia, me decía que ya no me quería porque se había enamorado de una chica de diecinueve años. Una carta donde también se me decía que por favor no me lo tomara como algo personal. ¡Ni siquiera tuviste el valor de decírmelo a la cara!
Sally dio un paso hacia delante con expresión furibunda.
– Eso es porque eres una tocapelotas.
– ¡Tú ni siquiera me conoces!
– Monty me lo contó todo. No quiero que creas que soy una bruja, pero deberías ir a terapia. Te ayudará a dejar de sentirte amenazada por el éxito de otras personas. En especial de Monty.
Las mejillas de Castora se pusieron de un rojo brillante.
– Monty se pasa la vida escribiendo poemas penosos y haciendo trabajos para chicos universitarios que son demasiado vagos para hacerlos ellos mismos.
La fugaz expresión de culpabilidad de Sally llevó a Dean a sospechar que así era exactamente cómo había conocido a Monty. Pero aquello no la detuvo.
– Tienes razón, Monty. Es una víbora.
Castora tensó con fuerza la mandíbula y avanzó de manera amenazadora hacia Monty.
– ¿Le has dicho que soy una víbora?
– Sí, pero no siempre -dijo Monty con arrogancia-. Sólo lo eres cuando se trata de mi trabajo creativo. -Se colocó las gafas-. Ahora dime dónde está mi CD de Dylan. Sé que lo tienes tú.
– Si soy tan víbora como dices, ¿por qué no has podido escribir ni un solo poema desde que abandonaste Seattle? ¿Por qué me dijiste que yo era tu musa?
– Eso fue antes de conocerme a mí -interpuso Sally-. Antes de que nos enamoráramos. Ahora su musa soy yo.
– ¡Si lo conociste hace dos semanas!
Sally se recolocó el tirante del sujetador.
– El corazón no necesita más tiempo para reconocer a su alma gemela.
– Su alma de mierda querrás decir -replicó Castora.
– Eso ha sido cruel, Blue -dijo Sally-, y muy ofensivo. Sabes que es la sensibilidad de Monty lo que le hace ser un magnífico poeta. Y es el motivo por el que lo atacas. Porque estás celosa de su creatividad.
Sally empezaba a poner a Dean de los nervios, así que no se sintió sorprendido cuando Castora se giró hacia ella y le dijo:
– Si vuelves a abrir la boca, te tragas la lengua. ¿Entendido? Esto es entre Monty y yo.
Sally abrió la boca, pero algo en la expresión de Castora debió de hacerla reflexionar porque se detuvo y la cerró otra vez. Lástima. Le hubiera gustado ver cómo Castora la ponía en su sitio. Aunque Sally parecía estar en buena forma para hacerle frente.
– Sé que estás molesta -dijo Monty-, pero llegará el día en que te alegres por mí.
Ese tío se había graduado con honores en estupidez. Dean observó cómo Castora se intentaba remangar las patorras.
– ¿Alegrarme?
– No quiero discutir contigo -dijo Monty con rapidez-. Siempre quieres discutirlo todo.
Sally asintió.
– Eso es lo que haces, Blue.
– ¡Y tienes razón! -Sin más advertencia, Castora se arrojó sobre Monty que cayó con un ruido sordo.
– ¿Qué haces? ¡Basta! ¡Apártate de mí!
Ese tío gritaba como una chica, y Sally se acercó para ayudarlo.
– ¡Déjalo en paz!
Dean se apoyó contra el Vanquish para disfrutar del espectáculo.
– ¡Mis gafas! -chilló Monty-. ¡Cuidado con mis gafas!
Se hizo un ovillo para protegerse cuando Castora le arreó un mamporro en la cabeza.
– ¡Fui yo quien pagó esas gafas!
– ¡Para! ¡Déjalo! -Sally cogió la cola de Castora y tiró de ella con todas sus fuerzas.
Monty se debatía entre proteger su bien más preciado o sus preciosas gafas.
– ¡Te has vuelto loca!
– ¡Todo se pega! -Castora intentó darle otro sopapo, pero no acertó. Demasiada pata.
Sally tenía buenos bíceps y lo demostró cuando tiró de nuevo de la cola con todas sus fuerzas, pero Castora había tomado ventaja, y no pensaba retirarse hasta ver correr la sangre. Dean no había visto una pelea tan divertida desde los últimos treinta segundos del partido contra los Giants la pasada temporada.
– ¡Me has roto las gafas! -lloriqueó Monty, apretándose la cara con las manos.
– Pues prepárate. ¡Ahora toca tu cabeza! -Castora volvió a la carga.
Dean hizo una mueca de dolor, pero al final, Monty recordó que tenía un cromosoma Y en alguna parte y con ayuda de Sally se las arregló para empujar a Castora a un lado y ponerse en pie.
– ¡Voy a denunciarte! -gritó como un llorica-. Voy a conseguir que te arresten.
Dean no pudo soportarlo más y se acercó. Con los años, había visto suficientes grabaciones de sí mismo como para saber la impresión que causaba su caminar pausado, así que se irguió cuan alto era, exhibiendo su larga y ominosa figura, con el sol arrancándole destellos a su pelo dorado. Hasta los veintiocho años había llevado pendientes de diamantes en la oreja porque le gustaba chulearse, pero aquella etapa ya había pasado y ahora se conformaba con llevar sólo un reloj.
Incluso con las gafas rotas, Monty lo vio y se quedó pálido.
– Tú has sido testigo -lloriqueó el poetucho-. Has visto lo que me ha hecho.
– Lo único que he visto -dijo Dean con acento arrastrado-, fue otra razón más para que no te invitemos a nuestra boda. – Se situó al lado de Castora y, pasándole un brazo por los hombros, miró cariñosamente esos sorprendidos ojos violetas-. Voy a tener que pedirte perdón, cariño. Debería haberte creído cuando me dijiste que este William Shakespeare de pacotilla no merecía que le dieras explicaciones. Pero no, tuve que convencerte para venir a hablar a este pobre hijo de perra. La próxima vez, recuérdame que confié en ti. Sin embargo, estarás de acuerdo conmigo en que deberías haberte cambiado de ropa antes de venir, tal y como te sugerí. No creo que nuestra extravagante vida sexual sea de la incumbencia de nadie.
Castora no parecía el tipo de mujer a la que se podía sorprender con facilidad, pero al parecer él lo había logrado, y para ser un hombre que se ganaba la vida con las palabras, la verborrea de Monty parecía haber caído en dique seco. Sally apenas pudo emitir un graznido.
– ¿Vas a casarte con Blue?
– Nadie está más sorprendido que yo -dijo Dean encogiéndose de hombros con modestia-. ¿Quién podía imaginar que me aceptaría?
¿Y qué podían replicar ellos a eso?
Cuando Monty finalmente recuperó el habla, comenzó a lloriquearle a Blue sobre el CD de Bob Dylan, que Dean suponía que sería una más que probable copia pirata. Monty pareció venirse abajo tras oír eso, pero Dean no pudo resistirse a hurgar en la herida. Cuando el poetucho y Sally se subieron al coche, se giró hacia Castora y le dijo en un tono lo suficientemente alto como para que oyeran sus palabras:
– Vamos, cielito. Vayamos a la ciudad para comprar ese diamante de dos quilates que demostrará a todo el mundo que eres la dueña de mi corazón.
Hubiera jurado que oyó gemir a Monty.
El triunfo de Castora fue efímero. El Focus ni siquiera había abandonado el camino de entrada cuando la puerta de la casa se abrió de repente y salió al porche una corpulenta mujer con el pelo teñido de negro, las cejas pintadas y la cara muy maquillada.
– ¿Qué está pasando?
Castora miró la nube de polvo del camino y dejócaerlos hombros.
– Cosas nuestras.
La mujer cruzó los brazos sobre su amplio pecho.
– Supe en cuanto te vi que causarías problemas. No debería haber permitido que te quedaras. -Mientras le soltaba el rollo a Castora, Dean pudo captar lo suficiente para reconstruir los hechos. Al parecer, Monty había vivido en la casa de huéspedes hasta diez días antes, cuando se había largado con Sally. Castora había llegado justo un día después, había encontrado la carta donde le daba plantón y había optado por quedarse allí hasta decidir qué hacer.
Unas gotas de sudor perlaban la frente de la propietaria de la casa de huéspedes.
– No te quiero en mi casa.
Castora pareció recobrar su espíritu combativo.
– Me largaré a primera hora de la mañana.
– Será mejor que me pagues antes los ochenta y dos dólares que me debes.
– Por supuesto. -Castora irguió la cabeza con rapidez. Jurando entre dientes, pasó junto a la mujer y entró en la casa.
La mujer centró la atención en Dean y luego en el coche. Por lo general, todos los habitantes de Estados Unidos se ponían en fila para besarle el culo, pero parecía que ella no era aficionada al fútbol americano.
– ¿Eres traficante de drogas o algo así? Como lleves droga en el coche, llamaré al sheriff.
– Sólo llevo paracetamol. -Y algunos calmantes más fuertes que no pensaba mencionar.
– Así que eres un graciosillo. -La mujer le dirigió una mirada aviesa y entró en la casa. Dean lamentó su desaparición. Por lo visto, la diversión había terminado.
No lo ilusionaba volver a ponerse en camino, a pesar de que había decidido hacer ese viaje para aclarar sus ideas y comprender por qué parecía haberse acabado su buena suerte. Había sufrido bastantes golpes y magulladuras jugando al fútbol, pero habían sido cosas insignificantes. Ocho años en la NFL, la Liga Nacional de Fútbol Americano, y ni siquiera se había roto el tobillo, sufrido un esguince o dañado el talón de Aquiles. Nada más grave que un dedo roto.
Pero esa situación había llegado a su fin tres meses antes, en el partido de los playoffs de la AFC contra los Steelers. Se había dislocado el hombro y desgarrado el tendón. La cirugía había funcionado bastante bien. El hombro respondería durante algunas temporadas más, pero nunca a pleno rendimiento, y ése era el problema. Se había acostumbrado a considerarse alguien invencible. Eran los demás jugadores los que sufrían lesiones, no él, por lo menos hasta ese momento.
Su maravillosa vida también había llegado a su fin en otros aspectos. Había comenzado a pasar demasiado tiempo en los clubs. Luego, casi sin darse cuenta, tíos a los que apenas conocía dormían en su casa, y mujeres desnudas se bañaban en su bañera. Al final, había optado por hacer un largo viaje en solitario por carretera, pero cuando le faltaban ochenta kilómetros para llegar a Las Vegas, había llegado a la conclusión de que la Ciudad del Pecado no era el mejor lugar para poner orden en su cabeza, así que enfiló hacia el este atravesando Colorado.
Por desgracia, la soledad no le sentaba nada bien. En lugar de ver las cosas con mejor perspectiva, había terminado todavía más deprimido. La aventura con Castora había sido una gran distracción que, para su desdicha, había llegado a su fin.
Cuando se dirigía hacia el coche, llegaron hasta él los estridentes chillidos de una violenta discusión entre mujeres. Un segundo después, se abrió la puerta mosquitera de golpe y salió volando una maleta. Aterrizó en mitad del césped, abriéndose y derramando todo el contenido: vaqueros, camisetas, un sujetador morado y algunas bragas naranja. Después apareció una bolsa azul marino. Y luego Castora.
– ¡Aprovechada! -gritó la propietaria de la casa de huéspedes antes de dar un portazo.
Castora tuvo que sujetarse a un pilar para no caerse del porche. En cuanto recuperó el equilibrio, pareció perdida, así que se sentó en el último escalón y se sujetó la cabeza entre las patas.
Ella le había dicho que su coche no funcionaba, lo que le daba una excusa para posponer su aburrido viaje en solitario.
– ¿Quieres que te lleve? -gritó.
Cuando ella levantó la cabeza, pareció sorprendida de que él todavía estuviera allí. El que una mujer hubiera olvidado su existencia era algo tan inusual que despertó su interés. Ella vaciló, luego se puso de pie con torpeza.
– Vale.
La ayudó a recoger sus ropas, en concreto las prendas más delicadas que requerían mayor destreza manual. Como las bragas. Que, como verdadero experto en el tema, consideraba más de un WallMart que de una marca de ropa interior cara como Agent Provocateur, pero, a pesar de ello, tenía un bonito surtido de sujetadores de llamativos colores y provocativos estampados. Nada de lazos. Y, lo más desconcertante aún, nada de encajes. Algo extraño, ya que esa delicada cara angulosa de Castora -a pesar del sudor y el pelaje que la acompañaban- tenía cierto parecido a un personaje de los libros de Mamá Ganso, la pequeña pastorcilla Bo Peep vestida de lazos y encajes.
– A juzgar por la actitud de tu casera -le dijo mientras metía la maleta y la bolsa en el maletero del Vanquish-, supongo que no le has pagado los ochenta y dos dólares.
– Peor todavía. Me han robado doscientos dólares de la habitación.
– Al parecer tienes mala suerte.
– Ya estoy acostumbrada. Pero no ha sido mala suerte. Ha sido más un caso de estupidez. -Dirigió una mirada a la casa-. Sabía que Monty regresaría en cuanto encontré el CD de Dylan bajo la cama. Pero en vez de esconder el dinero en el coche, lo metí entre las páginas de un ejemplar de People. Monty odia People. Dice que sólo lo leen los retrasados mentales, así que supuse que el dinero estaría seguro.
Dean no solía leer People, pero le tenía cierto cariño. Había posado en una sesión de fotos para esa revista y el personal había sido muy amable con él.
– Supongo que querrás ir a la tienda de bricolaje El Gran Castor de Ben -dijo después de ayudarla a subir-. A menos claro está, que estés intentando imponer una moda.
– ¿Puedes dejarme allí antes de ir a… -Castora parecía sentir una fuerte aversión por él, lo que era bastante desconcertante, puesto que era una mujer y él era…, bueno, era Dean Robillard. Ella bajó la mirada al navegador GPS- Tennessee?
– Voy de vacaciones cerca de Nashville. -La semana anterior le había gustado como sonaba. Ahora no estaba seguro. Aunque vivía en Chicago era un californiano de pura cepa, ¿para qué diablos se había comprado una granja en Tennessee?
– ¿Eres cantante de country?
Él consideró la idea.
– No. Acertaste a la primera. Soy una estrella de cine.
– No he oído hablar de ti.
– ¿Has visto la última película de Reese Witherspoon?
– Sí.
– Pues era el que salía antes que ella.
– Por supuesto. -Soltó un largo suspiro y reclinó la cabeza contra el respaldo del asiento-. Tienes un coche increíble y ropa carísima. Mi vida va de mal en peor. Acabo de caer en manos de un traficante de drogas.
– ¡No soy traficante! -replicó él indignado.
– Lo que está claro es que no eres una estrella de cine.
– No hace falta que me lo restriegues por la cara. La verdad es que soy un modelo casi famoso que aspira a convertirse en estrella de cine.
– Eres gay. -Fue una afirmación no una pregunta, lo que habría cabreado a muchos deportistas, pero él tenía bastantes seguidores gays y no le gustaba insultar a la gente que, al fin y al cabo, le mantenía.
– Sí, pero aún no he salido del armario.
Ser gay podía tener algunas ventajas, decidió. No las reales -eso era impensable-, pero sí las de poder disfrutar de la compañía de una mujer sin tener que preocuparse de que se sintiera atraída por é1. Se había pasado los últimos quince años de su vida quitándose de encima a mujeres que querían ser la madre de sus hijos, y ser homosexual lo libraría de ese tipo de problemas. Podría relajarse y tener una amiga. La miró.
– Si se llegaran a conocer mis preferencias sexuales, mi carrera quedaría arruinada, así que te agradecería que fueras discreta.
Ella arqueó una ceja sudorosa.
– Me da que es un secreto a voces. Supe que eras gay cinco segundos después de conocerte.
Se estaba quedando con él.
Ella se mordisqueó el labio inferior.
– ¿Te importa si te acompaño parte del camino?
– ¿Y tu coche?
– No vale la pena arreglarlo. Habría que remolcarlo. Además, sin la cabeza del castor, no creo que me paguen lo que me deben.
Dean reflexionó sobre ello. Sally la había calado bien. Castora era una tocapelotas, el tipo de mujer que menos le gustaba. Pero era muy divertida.
– Podemos probar durante un par de horas -dijo-, pero no puedo prometerte más.
Se pararon frente a un edificio de chapa metálica pintado en un desafortunado tono azul turquesa. Era domingo por la tarde y en el aparcamiento de la tienda de bricolaje El Gran Castor de Ben sólo había dos vehículos, un oxidado Camaro azul y una camioneta último modelo. El letrero de «CERRADO» colgaba sobre la puerta que habían dejado entreabierta para que entrara la brisa de la tarde. Siempre caballeroso, Dean salió para ayudarla.
– Sujeta la cola.
Ella le dirigió una mirada desdeñosa mientras intentaba salir de una manera elegante, y luego se dirigió arrastrando los pies a la puerta de la tienda. Cuando la abrió, Dean vio a un hombre con el pecho fuerte y grueso apilando tablones. Luego ella desapareció en el interior.
Acababa de observar el poco impresionante paisaje -un montón de contenedores y postes de alumbrado- cuando ella salió con un montón de ropa entre los brazos.
– La esposa de Ben se cortó la mano y tuvo que llevarla a urgencias. Por eso no me fueron a buscar. Por desgracia, no puedo quitarme esto yo sola. -Le dirigió una mirada malhumorada al tío del almacén-. Y me niego a dejar que ese pervertido me abra la cremallera.
Dean sonrió. ¿Quién podía suponer que un estilo de vida alternativo podía tener tantas ventajas?
– Estaré encantado de ayudarte.
La siguió por un lateral del edificio hasta una puerta metálica con la silueta descolorida de un castor con una diadema en la cabeza. En el baño había un inodoro no muy limpio, aunque podía considerarse aceptable; suelo blanco, paredes grises y un espejo lleno de manchas encima del lavabo. Cuando ella buscó con la mirada un lugar limpio donde dejar su ropa, él bajó la tapa del inodoro y -por respeto a sus hermanos gays- la cubrió con papel higiénico.
Ella dejó las ropas y le dio la espalda.
– Tiene una cremallera.
En ese espacio mal ventilado, el disfraz de castor olía peor que un vestuario, pero como veterano de más entrenamientos de los que podía recordar, había olido cosas peores. Mucho peores. Algunos rizos oscuros se habían soltado de esa pobre imitación de coleta, y él se los apartó de la nuca que era blanca como la leche salvo por el leve trazo de una vena azul pálido. Hurgó entre el pelaje hasta encontrar una cremallera. Era un experto en desnudar mujeres, pero apenas había deslizado la cremallera unos centímetros cuando se enganchó en el pelaje. La liberó, pero tras otros centímetros, la cremallera se volvió a enganchar.
A trompicones, el pelaje fue dejando al descubierto una leve porción de piel lechosa, y cuanto más se abría la cremallera, menos homosexual se sentía. Intentó distraerse conversando.
– ¿Qué fue lo que me delató? ¿Cómo supiste que era gay?
– ¿Me prometes que no te ofenderás? -preguntó ella con fingida preocupación.
– La verdad nos hará libres.
– Bueno, tienes un buen bronceado y músculos de diseño. Ese tipo de tórax no se consigue cambiando tejados.
– Muchos tíos van al gimnasio. -Resistió el deseo de tocar su húmeda piel.
– Sí. Pero esos tíos tienen alguna cicatriz en la barbilla o en alguna otra parte del cuerpo, y la nariz rota. Tus facciones están mejor esculpidas que las caras del monte Rushmore.
Era cierto. La cara de Dean permanecía intacta. Su hombro, sin embargo, era otra historia.
– Y además está tu pelo. Es dorado, espeso y brillante. ¿Cuántos potingues utilizaste esta mañana? No importa, no me lo digas. No quiero sentirme acomplejada.
Lo único que había usado era champú. Un buen champú, cierto, pero a fin de cuentas, champú a secas.
– Es que llevo un buen corte -replicó, su corte era producto del estilista de Oprah.
– Y esos vaqueros son de Gap.
Cierto.
– Y llevas botas de gay.
– ¡Éstas no son botas de gay! Me costaron mil doscientos dólares.
Exacto -dijo ella triunfalmente-. ¿Qué hombre en su sano ¡juicio pagaría mil doscientos dólares por unas botas?
Ni siquiera esa dura crítica a su calzado podía enfriarlo. Había conseguido bajarle la cremallera hasta la cintura, y, como había imaginado, no llevaba sujetador. Las delicadas protuberancias de su columna desaparecían en el interior de la V del disfraz como un delicado collar de perlas tragado por el Yeti. Le costó Dios y ayuda no meter las manos dentro y examinar con exactitud lo que escondía Castora.
– ¿Por qué tardas tanto? -preguntó ella.
– La cremallera no hace más que atascarse, eso es todo -respondió malhumorado, sus vaqueros no había sido pensados para acomodar lo que ahora mismo necesitaba ser acomodado-. Si crees que puedes hacerlo mejor, te invito a intentarlo.
– Hace mucho calor aquí dentro.
– A mí me lo vas a decir. -Con un último tirón, bajó la cremallera del todo, lo que venía a ser unos veinte centímetros por debajo de la cintura. Pudo observar la curva de la cadera y el borde elástico de unas bragas de intenso color rojo.
Ella se apartó y cuando lo miró, sostuvo el disfraz contra su pecho con las patas.
– Puedo seguir sola.
– Oh, por favor. Como si tuvieras algo interesante de ver.
La comisura de la boca de Castora tembló ligeramente, pero él no pudo asegurar si era por diversión o por fastidio.
– Fuera.
Bueno, por lo menos lo había intentado.
Antes de que saliese, ella le pasó las llaves y le pidió -sin demasiada amabilidad por cierto- que sacara sus cosas del coche. Dentro del abollado maletero del Camaro encontró un par de cajas de madera llenas de pinturas, unas cajas de herramientas manchadas y un lienzo grande. Acababa de cargar todo en su coche cuando el tío que estaba trabajando dentro salió a inspeccionar el Vanquish. Tenía el pelo grasiento y barriga cervecera. Algo le dijo a Dean que éste era el tío pervertido que había enfurecido a Castora.
– Hombre, esto sí que es un coche. Vi uno igual en una película de James Bond. -Y luego, le echó un buen vistazo a Dean-. ¡Joder! Eres Dean Robillard. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Estoy de paso.
El tío comenzó a flipar.
– Santo cielo. Ben debería haber dejado que Sheryl fuera sola a urgencias. Espera que le diga que Boo ha estado aquí.
Los compañeros de universidad de Dean le había puesto ese mote por el tiempo que se había pasado en la playa de Malibú, y que los lugareños conocían como Boo.
– Vi cómo te lesionabas en el partido contra los Steelers. ¿Qué tal el hombro?
– Tirando -contestó Dean. Y estaría mucho mejor si dejara de recorrer el país sintiendo lástima por sí mismo y se dedicara a ir al fisio.
El tipo se presentó a sí mismo como Glenn, luego se dedicó a repasar la temporada de los Stars. Dean asentía a sus comentarios automáticamente, deseando que Castora se diera prisa. Pero tardó unos buenos diez minutos en aparecer. La recorrió con la mirada de pies a cabeza.
Había habido una equivocación.
La pastorcilla Bo Peep había sido secuestrada por un ángel del infierno. En lugar del vestido de volantes, el sombrerito de lazos y el bastón de pastorcilla, se había puesto una camiseta sin mangas de un negro descolorido, unos vaqueros flojos y unas viejas botas militares que él había visto en el baño, pero que ni siquiera había considerado. Esbelta y delicada, debía de medir uno sesenta y cinco, y era tan delgada como había imaginado. Incluso sus pechos que, aunque definitivamente femeninos, no eran demasiado memorables. Al parecer, se había pasado la mayor parte del tiempo aseándose en el baño, porque cuando se acercó, olía a jabón en vez de a pelaje rancio. Su pelo oscuro estaba mojado y se aplastaba contra la cabeza como si fuera tinta. No llevaba maquillaje, aunque tampoco lo necesitaba con esa piel cremosa. Bueno, un poco de lápiz de labios y algo de rímel no le habrían venido mal.
Prácticamente le tiró el disfraz de castor a Glenn.
– La cabeza y el cartel están en el cruce. Los dejé detrás del generador.
– ¿Y qué quieres que haga con eso? -replicó Glenn.
– Supongo que ya se te ocurrirá algo.
Dean abrió la puerta del coche antes de que ella se decidiese a soltar otra pulla. Cuando ella subió, Glenn le tendió la mano libre a Dean,
– Ha sido estupendo hablar contigo. Espera a que le cuente a Ben que Dean Robillard pasó por aquí. -Dale recuerdos de mi parte.
– Me dijiste que te llamabas Heath -dijo Castora cuando salían del aparcamiento.
– Heath Champion es mi nombre artístico. Mi verdadero nombre es Dean.
– ¿Cómo conocía Glenn tu nombre de verdad?
– Nos conocimos el año pasado en un bar de gays de Reno. -Se puso con rapidez unas gafas de Prada con cristales verdes ahumados y montura de titanio.
– ¿Glenn es gay?
– No me digas que no lo sabías.
La ronca risa de Castora tuvo cierto deje pícaro, como si se estuviera riendo de algún chiste privado. Pero después, cuando se puso a mirar por la ventanilla, la risa se desvaneció y la tristeza oscureció esos ojos color violeta. Aquello le hizo preguntarse si Castora no ocultaría algunos secretos tras esa fachada alegre.