Cuando Dean regresó esa tarde, se encontró a Jack y April pintando en silencio paredes opuestas de su cocina mientras sonaba Coldplay a todo volumen. April estaba salpicada de brillante pintura amarilla de pies a cabeza, pero Jack sólo tenía manchadas las manos. Hasta el viernes, Dean no había visto a sus padres juntos. Ahora estaban pintando su jodida cocina.
Siguió buscando a Blue. Por el camino, sacó la BlackBerry para comprobar los mensajes. April le había mandado uno hacía diez minutos: «Sólo nos queda un bidón de pintura amarilla. Vete a comprar más.»
Encontró a Blue en el comedor, pintando el techo. Parecía una pastorcita Bo Beep de bolsillo con un rodillo de pintura en la mano. Tenía manchada de pintura la camiseta verde que le caía hasta las caderas y tapaba ese cuerpecito que tan decidida estaba a ocultarle. Aunque no lo haría por mucho tiempo. Señaló la cocina con el pulgar.
– ¿Qué pasa ahí dentro?
– Sólo lo que ves. -La lona de plástico que había puesto en el suelo crujió cuando ella se acercó a él-. Por suerte, Jack sabe manejar la brocha, pero he tenido que vigilar a April como un halcón.
– ¿Por qué no los has detenido?
– Hasta que no lleve el anillo de boda en el dedo no tengo autoridad en esta casa. -Ella colocó el rodillo en el suelo y estudió la pared-. April quiere que pinte un mural.
No parecía demasiado feliz, pero él prefería que Blue le pintara un mural antes que tener a sus padres pintando la cocina. Además eso la retendría allí algún tiempo más.
– Le diré a mis relaciones públicas que te manden mis mejores fotos en acción -dijo él-. Puedes escoger la que más te guste.
Ella sonrió como él esperaba, pero después el ceño de su frente se hizo más profundo.
– Ya no pinto paisajes.
– Es una pena. -Abrió la cartera y sacó doscientos dólares en efectivo-. Aquí están los cien dólares que te cogí prestados y los otros cien de esa endiablada apuesta. Siempre pago mis deudas.
Tal como él esperaba, ella no le arrebató el dinero de inmediato, sólo se quedó mirándolo.
– Un trato es un trato -dijo él, con toda inocencia-. Y tú ganaste. -Como siguió sin coger el dinero, le metió los billetes en el bolsillo de la camiseta, demorándose allí más tiempo del necesario. Puede que no tuviera mucho pecho, pero era suficiente para él. Lo único que necesitaba era acceso ilimitado.
– Un pacto con el diablo -dijo ella con gesto sombrío. Dean ocultó la sensación de triunfo mientras ella cogía el dinero, lo miraba durante un segundo y luego se lo devolvía, metiéndoselo en el bolsillo, pero al contrario que él, sin demorarse en absoluto. Una lástima.
– Dáselo a una de esas asociaciones de mujeres maltratadas.
Pobre Castora. Él mismo le podría haber dicho cuando hicieron la apuesta que esos escrúpulos suyos le impedirían quedarse con el dinero, pero él no había llegado a ser todo un profesional comportándose como un tonto.
– Bueno, si es lo que quieres.
Ella le dio la espalda para examinar las paredes con detenimiento.
– Si crees que puedo pintar un bello y esplendoroso paisaje en estas paredes, te llevarás una gran decepción. Mis paisajes son de lo más vulgar.
– Con tal de que no pintes nada afeminado, seré feliz. No quiero bailarines de ballet, ni damas del siglo pasado con sombrillas. Y ni hablar de conejos muertos servidos en platos.
– No te preocupes. Los bailarines de ballet y los conejos muertos serían demasiado innovadores para mí. -Se dio la vuelta para irse-. La vida es demasiado corta, así que prefiero no hacer nada.
Ahora que la idea había echado raíces en su cabeza, Dean no estaba dispuesto a desecharla, pero iba a esperar un poco más antes de presionarla.
– ¿Dónde está mi perra?
Ella se masajeó el hombro del brazo con el que había estado pintando.
– Creo que tu valiente Puffy está merendando en el jardín de atrás con Riley.
El fingió marcharse, pero se dio la vuelta antes de salir al vestíbulo.
– Sé que debería habértelo contado antes, en especial cuando sé lo ansiosa que estás por que se pongan las puertas. Pero antes de salir para Chicago, visité al encargado de las puertas. Vive en el condado de al lado, al margen del boicot, así que logré convencerlo para que las trajera pronto. Aparecerá con ellas en cualquier momento.
Los ojos de Blue brillaron con suspicacia.
– Lo has sobornado.
– Un poco de incentivo no viene mal.
– La vida es menos complicada cuando eres rico, ¿verdad?
– O eres un auténtico encanto. No lo olvides.
– ¿Cómo podría? -replicó ella-. Es lo único que tenemos en común.
Él sonrió.
– Pronto podremos cerrar la puerta del dormitorio. Justo lo que yo quería.
Cuando Dean regresó de comprar la pintura, eran más de las cinco. La casa estaba tranquila, y salvo el rincón del comedor, la cocina mostraba una brillante capa de pintura amarilla. No estaba el SUV negro de Jack, así que Riley y él debían haber salido a cenar. Hasta ahora, había logrado evitarlos y tenía intención de seguir haciéndolo. Aspiró el olor fresco a pintura y madera nueva. Se había imaginado como propietario de una casa con palmeras en el Pacífico, pero le encantaba esa granja con sus cien acres. Sería un lugar perfecto, cuanto se deshiciera de esos molestos invitados. Salvo Blue. Se había perdido ya un fin de semana con ella, y no estaba preparado para dejar que se fuera todavía.
Tras dejar la pintura en la cocina, oyó el agua de la ducha. Sacó el resto de las bolsas del coche y luego se dirigió arriba, al dormitorio, donde dejó las bolsas en el suelo al lado de las maletas antes de mirar hacia el cuarto de baño. Las ropas manchadas de pintura de Blue formaban un charco en el suelo. Sólo un verdadero pervertido apartaría ese plástico que ella había insistido en colgar en el hueco de la puerta, y él nunca había sido un pervertido. Así que se olvidó del plástico y esperó como un caballero a que ella saliera.
A ser posible desnuda.
Dejó de oírse el agua. Él se quitó la camisa y la dejó caer a un lado, una maniobra manida, cierto, pero a ella le gustaba su pecho. Observó el plástico y se dijo a sí mismo que no debía hacerse demasiadas ilusiones. Había muchas posibilidades de que ella saliera de ese baño con botas militares y pantalones de camuflaje.
Tuvo suerte. Blue sólo llevaba una toalla blanca sujeta debajo de las axilas cuando salió. No iba exactamente desnuda, pero al menos podía ver sus piernas. No pudo apartar la vista del reguero de agua que se le deslizaba por el interior del delgado muslo.
– ¡Fuera! -Como si fuera una ultrajada ninfa del mar, ella señaló el pasillo con el dedo.
– Es mi habitación -dijo él.
– Tengo mis derechos.
– ¿Como por ejemplo?
– Los derechos de hospedaje van implícitos en el trato. Fuera.
– Necesito darme una ducha.
Ella señaló la puerta del cuarto de baño.
– Te prometo que no te molestaré.
Él se acercó más.
– Comienzo a preocuparme seriamente por ti. -Cuando se detuvo a su lado, le llegó el olor de su champú favorito. Olía mejor en ella. Tenía el pelo mojado retirado a un lado y el parpadeo de sus ojos le indicó que estaba nerviosa. Genial. La recorrió lentamente con la mirada de arriba abajo-. Lo digo en serio, Blue. Empiezo a creer que realmente eres frígida.
– ¿De veras?
Él la rodeó. Se recreó en la nuca suave y húmeda y en la curva redonda de los hombros estrechos.
– No sé, ¿nunca has pensado en ir a un sexólogo? Caramba, podríamos ir juntos.
Ella sonrió ampliamente.
– Nadie me llama frígida para intentar quitarme las bragas desde los quince años. Empiezo a sentirme como una niña. No, espera. El niño eres tú.
– Tienes razón. -Le tocó el hombro con la punta del índice y tuvo la satisfacción de ver cómo se estremecía-. ¿Para qué ir a un sexólogo cuando podemos resolver esa disfunción aquí y ahora?
– Por incompatibilidad. Te olvidas de que somos incompatibles. ¿Recuerdas? ¿Tú, hermoso e inútil? ¿Yo, eficaz y trabajadora?
– Se llama química.
El bufido burlón de Castora le dijo que lo había vuelto a hacer. En lugar de centrarse en la línea de meta, no había podido evitar meterse con ella. Era un error táctico que no habría cometido nunca si hubiera practicado un poco más la seducción con las mujeres. Caramba. Hasta ese momento, lo único que había tenido que hacer era decir «hola», y caían rendidas a sus pies. Frunció el ceño.
– ¿Por que no dejas de hacerte la listilla y te preparas para nuestra cita?
– ¿Tenemos una cita?
Él le señaló las bolsas.
– Elige lo que quieres ponerte.
– ¿Me has comprado ropa?
– No pensarías que te iba a dejar elegirla a ti.
Ella puso los ojos en blanco.
– Eres un afeminado.
– Cualquier defensa de los Packers te sacaría del error. -Nunca era demasiado tarde para recordarle a Castora quién llevaba la batuta allí. Se llevó las manos a la cinturilla de los pantalones cortos-. O quizá prefieras mirarme mientras me ducho y comprobarlo por ti misma. -Acercó la mano a la cremallera.
Los ojos de Blue se quedaron clavados en el «objetivo». Él jugueteó con la lengüeta de la cremallera. Parecía que a ella le costaba demasiado trabajo levantar la vista, y cuando finalmente lo hizo, Dean le dirigió la misma sonrisa condescendiente que utilizaba con los novatos que no podían seguirle el juego. Luego entró en el cuarto de baño.
Blue siguió con la mirada la caída del plástico cuando Dean entró en el baño. Ese hombre era un demonio. Le temblaban los dedos. Deseaba arrojar la toalla a un lado y entrar allí para tirarse encima de él. Dean era esa oportunidad que sólo se presentaba una vez en la vida, y si su madre no hubiera escogido ese momento en particular para vaciarle las cuentas bancarias, Blue bien podía haber hecho la vista gorda a la aversión que sentía por el sexo indiscriminado y pensar en montárselo con él aunque sólo fuera por una vez.
Apartó las bolsas de una patada, resistiendo la tentación de echar una ojeada para ver qué había comprado. Se puso unos vaqueros limpios y una camiseta sin mangas negra. Se secó el pelo a medias en el cuarto de baño del pasillo, y se hizo una coleta; dudó durante un momento, pero al final se aplicó un poco de rímel y brillo de labios.
Bajó las escaleras para esperarle en el porche delantero. Si hubieran sido novios de verdad, lo habría esperado sentada en la cama y habría mirado cómo se vestía. Y qué imagen más gloriosa habría sido. Con un suspiro de pesar, miró el jardín cubierto de hierba. En un año, pastarían allí los caballos, pero ella no estaría para verlos.
Él estuvo listo en un tiempo récord, pero cuando salió al porche, ella vio una vaporosa blusa de color lavanda colgando de sus dedos. Se pasaba la prenda de una mano a otra, sin decir ni una palabra, dejando que la blusa hablara por sí sola. El sol del atardecer arrancaba destellos de los diminutos abalorios plateados, como si fueran burbujas de un mar de color lavanda. La tela se movía entre sus dedos como si fuera el péndulo de un hipnotizador.
– Estoy seguro -dijo él finalmente- que no tienes el sujetador indicado para este tipo de prenda. He visto a muchas chicas con blusas como ésta y llevaban sujetadores con tirantes de encaje. Creo que a ti te sentaría bien uno que hiciera contraste con el color de la blusa. Algo rosa quedaría genial. -Sacudió la cabeza-. Ay, caramba, creo que nos estamos avergonzando a los dos. -Sin parecer avergonzado en absoluto, acercó la prenda un poco más-. De veras que intenté comprarte algo con cuero y tachuelas, pero te lo juro, si hay una tienda de sado por aquí, yo no la he podido encontrar.
Ella se encontraba en el Jardín del Edén, pero esta vez era Adán el que sostenía la manzana tentadora.
– Aparta eso de mí.
– Si te asusta reclamar tu feminidad, lo entiendo.
Debía estar muy cansada, hambrienta y sentir algo más que un poco de compasión por sí misma para permitirse caer en la tentación.
– ¡De acuerdo! -Agarró la blusa de color lavanda-. ¡ Pero que sepas que esto sólo lo hacen los chicos gays!
Cuando llegó arriba, se quitó la camiseta sin mangas y se metió la prenda de Satanás por la cabeza. Tenía un volante en el dobladillo, justo donde rozaba la cinturilla de los vaqueros. Las delicadas tiras caían sobre sus hombros y se le veían los tirantes del sujetador; así que él tenía razón después de todo. Por supuesto que tenía razón. Era experto en ropa interior femenina. Por fortuna, su sujetador era de color azul claro, y aunque los tirantes no eran de encaje, tampoco eran blancos, lo que hubiera sido un agravio imperdonable para el señor Vogue Magazine que la esperaba abajo.
– Hay una falda en una de las bolsas -dijo él desde las escaleras-, por si te apetece deshacerte de los vaqueros.
Ignorándolo, se quitó las sandalias, y se puso las botas militares negras antes de bajar las escaleras.
– Eso ha sido muy infantil -le dijo él cuando le vio el calzado.
– ¿Estás listo o no?
– No creo que haya conocido nunca a una mujer con tanto miedo a mostrar su feminidad. Cuando vayas al loquero…
– No empieces. Me toca conducir. -Le tendió la mano con la palma hacia arriba, y casi le dio un infarto cuando él le pasó las llaves sin discutir.
– Lo comprendo -dijo él-, necesitas reafirmar tu masculinidad.
Dean ya se había anotado demasiadas pullas verbales por ese día, pero Blue estaba tan encantada con la idea de conducir el Vanquish que lo dejó pasar.
Ese coche era un sueño. Lo había observado manejar la caja de cambios, y él sólo se tuvo que contener un par de veces antes de que ella le cogiera el tranquillo.
– Vamos al pueblo -le dijo cuando llegaron a la carretera-. Antes de ir a cenar, quiero tener una pequeña charla con Nita Garrison.
– ¿Ahora?
– ¿No creerás en serio que voy a dejar las cosas así? No es mi estilo, campanilla.
– Puede que me esté perdiendo algo, pero no creo que yo sea la persona más indicada para acompañarte a hablar con Nita Garrison.
– Puedes esperar en el coche mientras yo utilizo mi encanto con ese viejo murciélago. -Sin previo aviso, él se le echó encima y comenzó a juguetear con su oreja. Tenía unas orejas muy sensibles, y casi se salió de la carretera. Cuando abrió la boca para decirle que apartara las manos, él le metió algo en el agujerito de la oreja. Ella se miró en el retrovisor. Una gema color púrpura centelleó en el espejo.
– Esto son los complementos -dijo él-, te pondré el otro cuando paremos.
– ¿Me has comprado unos pendientes?
– Tenía que hacerlo. Temía que un día aparecieras llevando unos tornillos.
Así, de pronto, Blue tenía un estilista, y no era April. Se preguntó si él se habría dado cuenta de que tenía algo en común con su madre. Ese hombre era tal cúmulo de contradicciones que resultaba fascinante. Un hombre tan viril no debería sentirse tan a gusto con esas cositas tan bellas. Debería de sentirse inclinado sólo por el sudor. Odiaba que la gente no se ajustara a su rol. Siempre acababa desconcertándola.
– Es una pena, pero las gemas no son de verdad -dijo él-. Mis opciones de compra eran muy limitadas.
Fueran de verdad o no, le encantaban.
La casa solariega de Nita Garrison estaba situada en una calle sombreada a dos manzanas del centro del pueblo. Construida con la misma piedra caliza que el banco y la iglesia católica, tenía un porche, un tejado a cuatro aguas y una fachada de estilo italiano renacentista. Los frontones de piedra coronaban las nueve grandes ventanas de guillotina -cuatro en la planta baja y cinco en la de arriba-, la del centro era más ancha que las demás. El jardín estaba bien cuidado, con un camino perfectamente delineado entre los arbustos.
Blue frenó enfrente de la casa.
– Tan acogedor como una prisión.
– Vine antes, pero no estaba en casa.
El brazo de Dean le rozó la nuca y el pulgar le acarició la mejilla cuando le puso el otro pendiente. Blue se estremeció. Aquello era más íntimo que el sexo. Se obligó a romper el hechizo.
– Cuando quieras pedírmelos prestados no te cortes.
En lugar de devolverle la pelota, él le frotó el pendiente y el lóbulo de la oreja suavemente entre los dedos.
– Muy amable.
Ella estaba a punto de morir de lujuria cuando al fin la dejó en paz. Dean abrió la puerta del coche y salió, luego se inclinó para mirarla con detenimiento.
– Ni se te ocurra largarte…
Ella se tiró del pendiente.
– No iba a dejarte tirado. Solo iba a dar una vuelta rápida alrededor de la manzana para no aburrirme.
– … o pum. -La apuntó con el dedo índice como si fuera una pistola.
Blue se recostó en el asiento y lo observó subir hacia la puerta principal. Se movió una cortina en la ventana de la esquina. Él pulsó el timbre y esperó. Al no contestar nadie, lo pulsó de nuevo. Nada. Golpeó la puerta con los nudillos. Blue frunció el ceño. Nita Garrison no se andaba con chiquitas. ¿O es que Dean se había olvidado del arresto de Blue hacía tan sólo cuatro días?
Él se volvió y bajó los escalones del porche, pero el alivio que sintió Blue no duró demasiado porque, en vez de darse por vencido, dobló la esquina hacia el lateral de la casa. Dean creía que podía molestar a Nita impunemente sólo porque era una ancianita, y lo más seguro es que Nita ya hubiera llamado a la policía. Garrison no era Chicago. Garrison era una pesadilla para un yanqui, un pequeño pueblo sureño con sus propias leyes. Dean iba a acabar en la cárcel, y Blue se quedaría sin su cena. Un pensamiento alarmante atravesó su mente. Confiscarían ese hermoso coche.
Bajó de un salto del vehículo. Si no lo detenía, el Vanquish iría a parar a una de esas subastas de la policía. Él estaba tan acostumbrado a utilizar su fama en su propio beneficio que se creía invencible. Había menospreciado por completo la autoridad de esa mujer.
Blue siguió un camino adoquinado por el lateral de la casa y lo encontró espiando por una ventana.
– ¡No hagas eso!
– Está ahí -dijo él-. Puedo oler el azufre.
– Está claro que no quiere hablar contigo.
– Qué pena. Yo sí quiero hablar con ella. -Siguió hacia delante y dobló la siguiente esquina. Apretando los dientes, ella lo siguió.
Había un cuadrado de césped perfectamente cuidado y una fila de setos recortados delante del garaje, que estaba edificado con la misma piedra caliza que la casa. No había ni una sola flor a la vista, solo una fuente vacía de hormigón. Ignorando las protestas de Blue, Dean subió los cuatro escalones de la puerta trasera, que conducían a un pequeño porche sostenido por unos pilares esculpidos a juego con el alero. Cuando él giró el pomo y abrió la puerta, Blue comenzó a sisear como una gata mojada.
– ¡Nita Garrison llamará a la policía! Dame la cartera antes de que te arresten.
Él la miró por encima del hombro.
– ¿Para qué quieres mi cartera?
– Para ir a cenar.
– Eso es demasiado rastrero, incluso para ti. -Metió la cabeza dentro de la casa. Se oyó el ladrido bajo y distante de un perro, luego se hizo el silencio.
– ¡Señora Garrison! Soy Dean Robillard. Se ha dejado la puerta de atrás abierta.
Y se coló dentro.
Blue clavó los ojos en la puerta abierta, y luego bajó deprisa las escaleras. Ni siquiera la policía de Garrison podía arrestarla si no entraba, ¿no? Se sentó en las escaleras y apoyó los codos en las rodillas mientras lo esperaba.
Una quejumbrosa voz femenina invadió la quietud de la noche.
– ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Sal de aquí!
– Sé que éste es un pueblo pequeño, señora Garrison -dijo Dean-, pero debería tener las puertas cerradas.
En lugar de amilanarse, la voz se hizo más fuerte y chillona. Blue volvió a detectar un leve acento de Brooklyn.
– Ya me has oído. ¡Fuera!
– En cuanto acabemos de hablar.
– No pienso hablar contigo. ¿Qué estás haciendo ahí fuera, niña?
Blue se giró bruscamente para ver cómo la señora Garrison se cernía amenazadoramente sobre ella en el porche. Estaba muy maquillada, con una gran peluca plateada, pantalones sueltos de punto y una túnica a juego adornada con collares dorados. Esa tarde, sus tobillos sobresalían de un par de zapatillas gastadas color magenta.
Blue fue directa al grano.
– No cruzar el límite para entrar ahí. Eso es lo que estoy haciendo.
– Usted le da miedo -añadió Dean desde el interior-. Pero a mi no.
La señora Garrison apoyó ambas manos en el bastón y miró a Blue como si fuera una cucaracha. Blue se puso de pie a regañadientes.
– No me da miedo -dijo ella-. Pero no he comido desde el desayuno, y todo lo que vi en la cárcel fue una máquina expendedora… y nada más.
La señora Garrison soltó un bufido desafiante y caminó arrastrando los pies hacia Dean.
– Has cometido un error garrafal, señor Pez Gordo.
Blue asomó la cabeza por la puerta.
– No es culpa de él. El pobre ha recibido demasiados golpes en la cabeza. -Cediendo a la curiosidad, atravesó el umbral.
A diferencia del exterior sombrío, el interior de la casa estaba desordenado y descuidado. Había una pila de periódicos al lado de la puerta trasera, y el suelo de gres necesitaba una buena mano de fregona. El correo estaba desparramado sobre una mesita de estilo provenzal francés al lado de un tazón vacío de cereales, una taza de café y los restos de un plátano. La casa no parecía demasiado sucia a pesar de que olía a rancio y parecía desatendida. Había un labrador negro muy viejo y sobrealimentado con una mancha parda en el hocico, tumbado desgarbadamente en una esquina donde el empapelado había comenzado a despegarse. Las sillas doradas y la pequeña lámpara de araña le daban a la cocina un cierto aire a un salón de Las Vegas.
Nita levantó el bastón.
– Voy a llamar a la policía.
Blue no pudo soportarlo más.
– Se lo advierto, señora Garrison. A simple vista, Dean puede parecer una persona estupenda, pero la verdad es que no hay jugador de la NFL que no sea medio animal. Sólo que él sabe disimularlo mejor.
– ¿De veras piensas que puedes asustarme? -se burló Nita-. Me he criado en las calles, cariño.
– Sólo le señalo los hechos. Usted le ha contrariado y eso no augura nada bueno.
– Este es mi pueblo. No puede hacerme nada.
– Eso es lo que usted cree -Blue se acercó al lado de Dean, que se había puesto en cuclillas para acariciar al viejo perro negro-. Los jugadores de fútbol americano son una leyenda. Sé que usted está acostumbrada a tener a la policía local en el bolsillo, fue así como consiguió que me metieran en chirona la semana pasada, pero espere a que Dean les firme un par de autógrafos y les regale un par de entradas; esos policías no recordarán ni su nombre.
Blue tenía que reconocer las agallas de ese viejo murciélago. En lugar de desistir, sonrió con burla en dirección a Dean.
– ¿Crees que eso va a funcionar?
Dean se encogió de hombros.
– Me cae bien la policía, quizá me pase por comisaría para hacerles una visita. Pero, francamente, estoy más interesado en lo que pueda decir mi abogado de ese pequeño boicot suyo.
– Abogados. -Nita escupió la palabra, luego se encaró a Blue otra vez, algo de lo más injusto, ya que Blue estaba intentando mediar entre ellos-. ¿Estás dispuesta a disculparte por la manera en que me dejaste plantada la semana pasada?
– ¿Está usted dispuesta a disculparse con Riley?
– ¿Por decir la verdad? No me gusta mimar a los niños. Las personas como tú quieren resolver todos sus problemas y así no maduran nunca.
– Esa niña en particular acaba de perder a su madre -dijo Dean con una voz suavemente engañosa.
– ¿Desde cuándo la vida es justa? -Entrecerró los ojos, cubriendo aún más de arrugas la sombra azul de sus párpados-. Es mejor que aprendan cuán dura es la vida desde pequeños. Cuando tenía su edad, dormía en la escalera de emergencia para huir de mi padrastro. -Tropezó con la cadera contra la mesa y la taza de café cayó al suelo junto con parte del correo. Nita hizo un gesto ambiguo hacia el desorden-. Nadie del pueblo quiere hacer trabajos domésticos. Ahora todas las chicas negras van a la universidad.
Dean se frotó la oreja.
– Ese condenado Abraham Lincoln.
Blue contuvo una sonrisa.
Nita lo miró de arriba abajo.
– Eres un verdadero listillo, ¿verdad?
– Sí, señora.
La mirada provocativa que le dirigió sugería que había tratado con bastantes hombres guapos en su vida. Sin embargo, no había coqueteo alguno en sus ojos.
– ¿Bailas?
– No creo que tengamos edad para eso.
Nita apretó los labios.
Enseñé en la escuela de Arthur Murray de Manhattan durante muchos años. Baile de salón. Era muy hermosa. -Miró a Blue, como echándole en cara que ella no lo era-. Pierdes el tiempo soñando con él. Eres demasiado simplona.
Dean arqueó una ceja.
– No lo es.
– Eso es lo que le gusta de mí -dijo Blue-. No le hago sombra.
Dean suspiró.
– Eres tonta -se burló Nita-. He conocido a hombres como él durante toda mi vida. Al final, siempre se quedan con las mujeres como yo… como yo solía ser. Rubias de tetas grandes y piernas largas.
Nita había dado en el clavo, pero Blue no estaba dispuesta a reconocerlo.
– A menos que en el fondo sean unos travestis. Entonces se quedan con las que tienen la lencería más bonita.
– ¿Me avisas cuando termines? -dijo Dean.
– Y de todas maneras, ¿a qué te dedicas? -la anciana soltó la pregunta como si fuera una bomba fétida.
– Soy pintora. Pinto retratos de perros y niños.
– ¿De veras? -sus ojos brillaron de interés-. Bueno, entonces, tal vez te contrate para pintar a Tango. -Ladeó la cabeza para observar al viejo perro-. Sí, ¿por qué no? Puedes empezar mañana.
– Ella ya tiene trabajo, señora Garrison -dijo Dean-. Trabaja para mí.
– Has dicho por todo el pueblo que es tu novia.
– Y lo es. Y sé que ella será la primera en decir que soy un trabajo a jornada completa.
– Pamplinas. La engañas para seguir acostándote con ella. En cuanto te aburras, te desharás de ella.
A él no le gustó nada oír eso.
– Por respeto a su edad, señora Garrison, voy a pasar eso por alto. Tiene veinticuatro horas para ordenar a sus lacayos que hagan el trabajo.
Ignorándolo, Nita se volvió hacia Blue.
– Quiero que mañana a la una estés aquí para pintar el retrato de Tango. Si lo haces, les diré a los hombres que continúen con el trabajo.
– Se supone que el chantaje implica una sutileza mayor -dijo Blue.
– Soy demasiado vieja para ser sutil. Sé lo que quiero, y te aseguro que lo obtendré.
– No lo entiende, señora Garrison -dijo Dean-. Lo único que va a obtener es un montón de problemas. -Agarró a Blue por el codo y la guió hacia la puerta.
Cuando regresaron al coche, Dean no abrió la boca más que para prohibir a Blue que se acercara a la señora Garrison. Como Blue odiaba que le dieran órdenes, estuvo tentada de discutir con él por principios, pero no tenía intención de dejar que esa anciana le siguiera amargando la vida. Además, quería disfrutar de la velada.
Se detuvieron delante de un edificio de planta baja con un letrero amarillo sobre la entrada que ponía Barn Grill.
– Pensaba que este lugar sería un granero de verdad -dijo ella mientras se dirigían hacia la puerta.
– Yo también lo pensé la primera vez que vine aquí. Luego me enteré de que el nombre era la idea que tenía la propietaria de un chiste. En los años ochenta, era conocido como Walt's Bar and Grill, pero por la manera de hablar de Tennessee lo acortó.
– Barn Grill [5]. Ya lo entiendo.
Sonaba Tim McGraw cantando «Don't Take the Girl» cuando traspasaron la puerta para acceder a un vestíbulo de entrada con paredes enrejadas de color café oscuro y un acuario con un castillo naranja fluorescente sobre un lecho de rocas azules. El espacioso restaurante estaba dividido en dos zonas, y la barra estaba situada en la parte frontal. Flanqueado por un par de lámparas de imitación de Tiffany, había un camarero que se parecía a Chris Rock sirviendo un par de jarras de cerveza. Saludó a Dean en voz alta cuando lo vio. Los clientes de la barra se bajaron de los taburetes y lo saludaron de inmediato.
– Hola Boo, ¿dónde te has metido todo el fin de semana?
– Qué camisa tan bonita.
– Hemos estado hablando sobre la próxima temporada y…
– Charlie piensa que deberías correr y lanzar a la vez.
Actuaban como si lo conocieran de siempre, aunque Dean le había dicho que sólo había comido allí dos veces. La familiaridad que mostraba esa gente hacia Dean la hizo alegrarse de no ser famosa.
– Por lo general, me gustaría hablar de fútbol con vosotros, chicos, pero esta noche le prometí a mi novia que no lo haría. -Dean le pasó el brazo por los hombros-. Es nuestro aniversario, y ya sabéis lo sentimentales que se ponen las chicas con esas cosas.
– ¿El aniversario de qué? -preguntó el doble de Chris Rock.
– Hoy hace seis meses que mi amorcito me echó el lazo.
Los hombres se rieron. Dean la alejó de la barra hacia la parte de atrás del restaurante.
– ¿Te eché el lazo? -dijo ella-. ¿Desde cuándo has dejado de ser un yanqui?
– Desde que me convertí en un granjero sureño. Me hice bilingüe al instante.
Una pared a media altura con más enrejado color café y una hilera de botellas de Chianti dividía el restaurante de la barra. La condujo a una mesa vacía y le apartó la silla para que se sentara.
– ¿Viste a esos hombres de la barra? Uno es el juez del condado, el grandote es el director del instituto, y el calvo es peluquero y un gay declarado. Me encanta el sur.
– Es un buen lugar para ser un bicho raro, de eso estoy segura. -Blue extendió la mano sobre el mantel rojo de vinilo para coger una bolsita de galletitas saladas de la panera-. Me sorprende que te sirvan. Nita Garrison ha debido de cometer un desliz.
– Estamos fuera de los límites del pueblo y este sitio no le pertenece. Además, aquí se suele aplicar el dicho de «Ojos que no ven, corazón que no siente».
– ¿Piensas en serio echarle encima a tu abogado?
– No estoy seguro. Sé que ganaría, pero también sé que me llevaría meses.
– No voy a pintar a Tango.
– Por supuesto que no.
Ella dejó a un lado las galletitas rancias. Aunque sólo era lunes, casi todas las mesas estaban llenas, y la mayor parte de los allí presentes no les quitaban los ojos de encima. No era difícil saber por qué.
– Hay mucha gente para ser lunes.
– No hay más sitios adonde ir. Las noches de los lunes o vas al Barn Grill o tienes catequesis en la Iglesia Baptista. Aunque creo que eso es los martes. Dar catequesis en este pueblo es más complicado que estudiar las jugadas de los Stars en plena temporada.
– Te gusta todo esto, ¿verdad? No sólo la granja. Sino la vida en un pueblo pequeño.
– Es diferente.
La camarera apareció con los menús. En su cara delgada y seca se dibujó una sonrisa cuando vio a Dean.
– Me llamo Marie, seré vuestra camarera esta noche.
Blue deseó que hubiera una ley que prohibiera que se presentase una persona que trabajaba en un lugar con botellas de tabasco sobre el mantel.
– Encantado de conocerte, Marie -pronunció lentamente el granjero Dean-. ¿Qué tenemos esta noche?
Marie ignoró a Blue mientras recitaba los menús sólo para él. Dean eligió pollo asado con una ensalada. Blue pidió barbo frito con algo llamado «patatas sucias», que resultó ser un mejunje parecido a una mezcla de puré de patatas con natillas y champiñones bañados en salsa. Mientras ella se lanzaba al ataque, Dean se comió el pollo sin la piel, le añadió sólo un poco de mantequilla a la patata al horno, y no quiso postre; durante todo ese tiempo conversó cordialmente con todos los que le interrumpieron la comida. La presentó a todos como su novia. Cuando al fin tuvieron un momento a solas, ella le preguntó mientras se tomaba una porción de pastel de Oreo bañado en chocolate:
– ¿Qué explicación darás cuando rompamos nuestro compromiso?
– No lo sé. En este pueblo seguiré estando comprometido hasta que haya una buena razón para no estarlo.
– Es decir, al minuto siguiente de que una impresionante, guapísima e inteligente chica de veinte años capte tu atención.
Él miró fijamente su postre.
– ¿Dónde logras meter toda esa comida?
– No he tomado nada desde el desayuno. Nada de chistes, Dean. Lo digo en serio. No quiero que digas que rompimos nuestro compromiso porque yo tenía una enfermedad mortal o porque me pillaste en la cama con otro hombre. O mujer -añadió ella rápidamente-. Prométemelo.
– Es sólo curiosidad, pero, ¿has estado alguna vez con una mujer?
– No digas estupideces. Quiero tu palabra.
– Está bien, diré que fuiste tú quien me dejó.
– Como si se lo fuera a creer alguien. -Blue se llevó a la boca otra porción de pastel-. ¿Te ha ocurrido alguna vez?
– ¿El qué? ¿Que me dejaran? Claro.
– ¿Cuándo?
– En alguna ocasión. No lo recuerdo exactamente.
– Nunca. Apuesto lo que quieras a que nunca te han dado plantón.
– Claro que sí. Estoy seguro. -Le dio un sorbo a su cerveza y la miró mientras pensaba-. Ya recuerdo. Annabelle me dio plantón.
– ¿La mujer de tu agente? Pensé que habías dicho que no saliste con ella.
– No lo hice. Me dijo que era demasiado inmaduro para ella, y no niego que lo era en ese momento, así que se negó a salir conmigo.
– No creo que eso pueda ser considerado un plantón.
– Oye, lo he intentado.
Ella sonrió ampliamente, y él le respondió con otra sonrisa, y algo en el interior de Blue se derritió, justo como el último bocado de tarta de Oreo. Se excusó rápidamente y se dirigió al aseo de señoras.
Ahí fue cuando empezaron los problemas.