Blue contempló el retrato acabado antes de salir de la casa. En él, Nita aparecía con un traje de noche azul claro de una exhibición de danza de los años cincuenta, y tenía el pelo recogido en un moño estilo años sesenta que dejaba a la vista unos pendientes de diamantes que Marshall le había regalado el día de su boda, en los setenta. Se veía delgada y encantadora. Tenía la piel perfecta y estaba maquillada sólo lo justo. Blue la había pintado posando en una majestuosa escalinata con Tango a sus pies. Nita había intentado que eliminara al perro del retrato.
– No es tan malo como esperaba -dijo Nita la primera vez que vio el retrato colgado sobre el empapelado dorado del vestíbulo.
Blue tomó eso como que le había encantado, y, a pesar de lo ostentoso que resultaba el cuadro, estaba muy orgullosa de lo bien que había captado la imagen que tenía Nita de sí misma: la mirada de gatita sexy en los ojos, la provocativa sonrisa de los labios rosados, y el toque perfecto de platino del peinado. Más de una vez había pillado a Nita estudiando el retrato en el pasillo, con una expresión de nostalgia en sus viejos ojos.
Ahora que Blue disponía de efectivo en la cartera no había ninguna razón para quedarse. Podía marcharse de Garrison cuando quisiera.
Nita apareció a sus espaldas y juntas partieron hacia la granja para la cena de los domingos. Dean y Riley hicieron hamburguesas en la parrilla y Blue se encargó del acompañamiento: frijoles con ensalada de sandía condimentada con menta y zumo de lima. No le había dado el primer bocado a la hamburguesa, cuando Dean empezó a incordiarla para que le hiciera los murales, acusándola de ingratitud, de cobardía artística, y alta traición; cosas fáciles de ignorar. Hasta que April metió baza.
– Sé lo mucho que amas esta casa, Blue. Me sorprende que no quieras dejar tu impronta en ella.
A Blue se le puso la piel de gallina, y mientras todos se dedicaban a tomar otra ración, ella supo que tenía que pintar los murales. No sólo para dejar su impronta en la casa como había dicho April, sino que también quería dejar su huella en Dean. Los murales durarían años. Cada vez que Dean entrara en esa habitación, él se vería forzado a recordarla. Podía olvidar el color de sus ojos, incluso su nombre, pero mientras esos murales estuvieran en las paredes, no podría olvidarla a ella. Blue empujó la comida a un lado del plato, se había quedado sin apetito.
– Vale, los haré.
A April se le cayó un trozo de sandía del tenedor.
– ¿De verdad? ¿No cambiarás de idea?
– No, pero recuerda que te lo advertí. Mis paisajes son…
– Mierdas sentimentaloides. -Apuntó Dean con una sonrisa-. Lo sabemos. Enhorabuena, campanilla.
Nita levantó la vista de sus frijoles. Para sorpresa de Blue no protestó.
– Con tal de que me hagas el desayuno, y vuelvas a tiempo de hacerme la cena, no me importa lo que hagas.
– Blue se quedará ahora en la caravana -dijo Dean sin tapujos-. Será lo más conveniente para ella.
– ¿No querrás decir que es más conveniente para ti? -replicó Nita-. Blue es tonta, pero no estúpida.
Blue podría habérselo rebatido. Pero no sólo era tonta, era completamente estúpida. Cuanto más tiempo permaneciera allí, mucho más le costaría luego marcharse. Lo sabía por experiencia, Bueno, tenía los ojos bien abiertos. Echaría muchísimo de menos a Dean cuando se fuera, pero se había pasado toda una vida diciéndole adiós a la gente que le importaba, así que ya debería estar acostumbrada.
– No hay motivos para que sigas viviendo en ese mausoleo -dijo Dean la noche siguiente cuando cenaban en el Barn Grill-. No cuando vas a trabajar todos los días en la granja. Sé cuánto te gusta dormir en la caravana. Incluso te instalaré un retrete portátil de Porta Potti para ti sola.
Ella quería quedarse en la granja. Quería escuchar el débil repiqueteo de la lluvia de verano sobre el techo de la caravana mientras se quedaba dormida, hundir los pies descalzos en la hierba mojada cuando saliera por la mañana, dormir toda la noche acurrucada junto a Dean. Quería todo aquello que sabía que la torturaría cuando se marchara de allí.
Blue dejó la jarra de cerveza sobre la mesa sin haber bebido ni un solo sorbo.
– De ninguna manera pienso renunciar a que mi Romeo trepe por el balcón todas las noches en busca de su golosina preferida.
– Cualquier día me partiré la cabeza por catar esa golosina.
Eso no ocurriría. Sin que Romeo lo supiera, Julieta había contratado a Chauncey Crole, que era el hombre para todo del pueblo, para reforzar la barandilla de hierro.
Syl apareció de pronto en la mesa. Una vez más quería conocer los progresos de Blue para convencer a Nita de que accediera al plan de mejora del pueblo. Por enésima vez, Blue intentó convencerla de lo inútil de esa tarea.
– Si yo digo blanco, ella dice negro. Cada vez que intento hablar con ella del tema, empeoro las cosas.
Syl le birló a Blue una patata frita y comenzó a mover el pie al ritmo de la canción «Honky Tonk Badonkadonk» de Trace Adkins.
– Tienes que adoptar una actitud más positiva, Blue. Díselo, Dean. Dile que nadie consigue nada sin una actitud positiva.
Dean le dirigió a Blue una mirada larga y penetrante.
– Syl tiene razón, Blue. Una actitud positiva es la clave del éxito.
Blue pensó en los murales. Pintarlos sería como mudar de piel, pero no de una manera natural como cuando uno se quema por el sol, sino de una manera dolorosa, como si la piel estuviera en carne viva.
– No puedes darte por vencida -dijo Syl-. No cuando todo el pueblo depende de ti. Eres nuestra última esperanza.
Cuando Syl se marchó, Dean pasó un trozo de perca asada al plato de Blue.
– Las buenas noticias son que la gente está tan ocupada dándote la lata que han dejado de prestarme atención a mí -dijo él-. Ahora ya puedo comer tranquilo.
No mucho después, Karen Ann arrinconó a Blue en el aseo de señoras. En el Barn Grill ya no le servían alcohol, pero eso no había mejorado su carácter.
– No sé si lo sabes Blue, pero Mister Perfecto se está tirando a todo el pueblo a tus espaldas.
– Ya lo sabía. De lo que no estoy tan segura es de si sabes que yo también me estoy tirando a Ronnie a tus espaldas.
– Gilipollas.
– Deberías intentar centrarte, Karen Ann. -Blue arrancó una toalla de papel del dispensador-. Tu hermana fue quien te robó el Trans Am., no yo. Yo soy la que te pateó el culo, ¿recuerdas?
– Sólo porque estaba borracha. -Se apoyó una mano en la cadera huesuda-. ¿Obligarás a esa vieja bruja a abrir el pueblo, sí o no? Ronnie y yo queremos poner una tienda de cebos.
– No puedo hacer nada. ¡Nita me odia!
– ¿Y qué más da? Yo también te odio. Pero eso no quiere decir que debas hundirte en la miseria y dejarnos en la estacada.
Blue soltó la toalla de papel mojada en las manos de Karen Ann y regresó a la mesa.
El último día de junio, Blue cargó sus utensilios de pintura en el asiento de atrás del Vanquish de Dean, lo sacó del garaje de Nita, y enfiló hacia la granja. En lugar de abandonar Garrison, iba a comenzar a trabajar en los murales del comedor. Se había puesto tan nerviosa que no pudo desayunar y llevó todas las cosas adentro con el estómago revuelto. Simplemente con mirar las paredes en blanco, sentía que las manos se le ponían húmedas y pegajosas.
Todos excepto Dean asomaron la cabeza por allí mientras hacía los preparativos. Incluso apareció Jack. Blue lo había visto media docena de veces en las últimas semanas, pero aún se tropezaba con la escalera de mano cuando él andaba cerca.
– Lo siento -dijo él-. Creí que me habías oído llegar.
Ella suspiró.
– No habría servido de nada. Nunca dejaré de ponerme en ridículo en tu presencia.
Él sonrió ampliamente y la abrazó.
– Genial -masculló Blue-. Ahora no podré lavar esta camiseta en lo que me queda de vida, y era mi favorita.
Cuando él se marchó, ella pegó algunos bocetos en las paredes para poder mirarlos mientras trabajaba. Con un carboncillo, comenzó a esbozar los contornos por las paredes: las colinas y el bosque, el estanque, un pasto recién segado. Cuando estaba delineando la cerca, oyó que se detenía un coche en el camino de entrada y echó un vistazo por la puerta.
– Dios Bendito.
Salió al porche y observó cómo Nita salía del Corvette rojo. April había debido de oír también el coche, porque apareció por detrás de Blue y soltó un taco.
– ¿Qué está haciendo? -le gritó Blue-. Creía que usted no podía conducir.
– Por supuesto que puedo conducir -le espetó Nita-. ¿Para qué querría un coche si no puedo conducirlo? -Señaló con el bastón hacia el sendero adoquinado-. ¿Qué tiene de malo el cemento? Cualquiera puede partirse la cabeza. ¿Dónde está Riley? Debería estar aquí ayudándome.
– Aquí estoy, señora Garrison. -Riley se acercó corriendo. Por una vez no llevaba la guitarra a cuestas-. Blue no me dijo que iba a venir.
– Blue no lo sabe todo. Sólo cree que lo sabe.
– Estoy maldita-masculló Blue-. ¿Qué he hecho para merecer esto?
Riley ayudó a Nita a entrar en la casa y la condujo directamente a la mesa de la cocina.
– Me he traído el almuerzo. -Nita sacó el sandwich que Blue le había metido en una bolsa antes de salir-. No quiero ser una molestia.
– Usted no es una molestia -dijo Riley-. Cuando acabe de comer, le leeré el horóscopo y le tocaré la guitarra.
– Necesitas practicar ballet.
– Lo haré. Después de tocar la guitarra.
Nita soltó un carraspeo.
Blue apretó los dientes.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Riley, ¿podrías mirar si tenéis mayonesa de Miracle Whip? Como a Blue no le gusta esa marca, se cree que no le gusta a nadie más. Así es Blue. -Riley fue a la nevera a por un bote. Nita se lo quitó de las manos y le pidió a April un té helado-. Nada de esas cosas instantáneas. Y con mucho azúcar. -Le ofreció a Riley la mitad de su sandwich.
– No gracias. A mí tampoco me gusta esa mayonesa.
– Tienes que acostumbrarte a comer de todo.
– April dice que no se deben comer cosas que no te gustan.
– Eso valdrá para ella, pero no para ti. Sólo porque estuvieras algo gorda no significa que debas convertirte en una anoréxica.
– Olvídelo, señora Garrison -dijo April con firmeza-. Riley no se está convirtiendo en una anoréxica. Sólo presta más atención a lo que come.
Nita carraspeó de nuevo, pero si se trataba de April, sabía cuándo no discutir.
Blue regresó al comedor con la fuerte sensación de que ése no sería el único día que Nita se pasaría por allí.
Más tarde llegó Dean, sucio y sudoroso, de trabajar en el porche. Blue decidió que había una gran diferencia entre un hombre sudoroso que no se duchaba con regularidad y otro que se había duchado esa misma mañana. El primero era repulsivo, el segundo no. No es que quisiera precisamente acurrucarse contra su pecho húmedo, pero tampoco le desagradaba la idea.
– Tu sombra está echándose un sueñecito en la sala -le dijo Dean, ignorante del efecto que él y su camiseta húmeda tenían sobre ella-. Esa mujer tiene más agallas que tú.
– Por eso nos llevamos tan condenadamente bien.
El examinó los bocetos que Blue había pegado en la puerta y en los marcos de las ventanas, luego centró la atención en la enorme pared, donde ella había empezado a trabajar en el cielo.
– Éste es un proyecto muy grande. ¿Cómo sabes por dónde empezar?
– De arriba abajo, de claro a oscuro, desde el fondo al primer plano, de las pinceladas más finas a las más gruesas. -Se bajó de la escalera de mano-. El hecho de que conozca la técnica no quiere decir que no vayas a lamentar haberme forzado a realizar este trabajo. Mis paisajes son…
– Mierda sentimentaloide. Ya lo sé. Me gustaría que dejaras de preocuparte. -Le pasó el rollo de cinta adhesiva que ella había dejado caer y estudió las latas de pintura-. Veo que son pinturas de látex.
– También trabajo con esmalte y óleo porque se secan más rápido, y las utilizo directamente del bote si quiero un color más intenso.
– Y la arena para gatos que saqué del coche…
– Es la mejor manera de eliminar la trementina con que limpio mis pinceles. La absorbe y luego puedo…
Riley entró a tropel en la habitación con la guitarra a cuestas.
– ¡La señora Garrison me acaba de decir que su cumpleaños es dentro de dos semanas! Y nunca ha tenido una fiesta de cumpleaños. Marshall sólo le regalaba joyas. Dean, ¿podríamos hacerle aquí una fiesta sorpresa? Por favor, Blue. Podrías hacer un pastel y algunos perritos calientes y cosas así.
– ¡No!
– ¡No!
Riley frunció el ceño con gesto de disgusto.
– ¿No creéis que os estáis pasando?
– Sí -dijo Dean-. Y no me importa. No voy a organizar una fiesta para ella.
– Hazlo tú, Blue -dijo Riley-. En su casa.
– No creo que me lo agradeciera. El agradecimiento no forma parte de su vocabulario. -Blue cogió la taza de plástico donde había echado la pintura y se subió a la escalera de mano.
– Puede que si todo el mundo dejase de ser tan borde con ella todo el rato, ella dejaría de serlo también. -Riley se fue enfadada.
Blue la siguió con la mirada.
– Nuestra niñita comienza a actuar como una niña normal y corriente.
– Lo sé. ¿A que es genial?
Era más que genial.
Dean finalmente se marchó para mirar algunos caballos. Blue cogió un poco de pintura blanca con el pincel, y Riley volvió a la carga sin soltar la guitarra.
– Apuesto lo que quieras a que nadie le manda siquiera una tarjeta de cumpleaños.
– Yo le mandaré una. Incluso le haré un pastel. Le daré una fiesta a la que sólo asistamos nosotras.
– Sería mejor si viniera más gente.
Cuando Riley regresó con Nita, a Blue se le ocurrió una idea interesante, y como era mucho mejor pensar en ello que en lo que estaba tomando forma en las paredes, consideró la idea un buen rato y, finalmente, llamó a Syl a la tienda de segunda mano.
– ¿ Quieres que el pueblo le dé a Nita una fiesta sorpresa de cumpleaños? -exclamó Syl después de que Blue le explicara su idea-. ¿Y dentro de dos semanas?
– Que sea dentro de dos semanas es el menor de nuestros problemas. Obligar a la gente a que asista es el verdadero reto.
– ¿De veras crees que si le damos una fiesta se ablandará lo suficiente como para apoyar el plan del pueblo?
– Probablemente no -dijo Blue-. Pero a nadie se le ha ocurrido nada mejor, y a veces ocurren milagros, así que creo que debemos intentarlo.
– No sé. Deja que lo consulte con Penny y Mónica.
Media hora después, Syl volvió a llamarla.
– Lo haremos -dijo con una falta total de entusiasmo-. Pero tienes que asegurarte de que ella esté allí. Si Nita se huele algo y se niega a aparecer, habremos perdido el tiempo.
– Estará allí aunque tenga que dispararle y llevarla a rastras.
Tras media docena más de interrupciones, entre ellas varias de Nita, Blue cubrió las dos puertas que daban al comedor con el plástico que habían usado los trabajadores. Cuando lo había asegurado, añadió unos carteles donde se podía leer «NO ENTRAR. PELIGRO DE MUERTE». Ya estaba lo suficientemente nerviosa sin tenerlos a todos mirando por encima del hombro.
Al final del día, había hecho jurar a todos los miembros de la casa por sus iPods, guitarras, Tango, Puffy y cierto par de botas de Dolce & Gabbana que se mantendrían alejados del comedor hasta que los murales estuvieran listos.
Por la noche, se acercó al dormitorio de Nita cuando la anciana estaba quitándose la peluca, revelando su pelo corto y cano.
– Hoy he tenido una interesante llamada telefónica -dijo Blue mientras se sentaba en el borde de la cama-. No iba a decirle nada, pero acabará enterándose de todas formas y luego me echará la bronca por no habérselo contando.
Nita se cepilló el pelo. No se había anudado el kimono y Blue vio que llevaba puesto su camisón favorito de raso rojo.
– ¿Qué tipo de llamada telefónica?
Blue alzó las manos.
– Un montón de idiotas pensaban darle una fiesta sorpresa por su cumpleaños. Pero no se preocupe. Les dije que no se molestaran. -Cogió el ejemplar de la revista Stars que había a los pies de la cama y fingió mirarla-. Supongo que algunos de los jóvenes del pueblo se enteraron de lo mal que la habían tratado en el pasado y querían compensarlo…, como si pudieran hacerlo…, con una fiesta en el parque, un pastel grande, globos y algunos discursos estúpidos de personas que odia. Por supuesto, lo dejé bien claro. Nada de fiestas.
Por una vez, Nita pareció quedarse muda. Blue siguió ojeando las páginas con fingida inocencia. Nita dejó el cepillo sobre el tocador y se ató con rudeza la faja del kimono.
– Podría ser interesante.
Blue ocultó una sonrisa.
– Sería un rollo. No se preocupe, ya me encargaré de que no la hagan. -Fingió que leía la revista-. Sólo porque al fin se hayan dado cuenta de lo mal que se portaron con usted no quiere decir que no pueda seguir ignorándolos.
– Creía que tú estabas de su lado -replicó Nita-. Siempre me andas recriminando sobre lo mucho que perjudico a la gente. Se supone que debería dejarlos abrir esas tiendas en las que nadie comprará nada. O poner un Bed & Breadfast que jamás hospedará a nadie.
– No son malos negocios, pero está claro que, usted es demasiado vieja para comprender la economía moderna.
Nita chasqueó la lengua y luego cargó contra Blue.
– Vuelve a llamarles ahora mismo para decirles que hagan la fiesta. ¡Cuánto más grande mejor! Me la merezco, y ya es hora de que se hayan dado cuenta.
– No puedo hacer eso ahora. Se supone que es una fiesta sorpresa.
– ¿Crees que no puedo fingir que estoy sorprendida?
Blue se pasó un buen rato discutiendo, y cuanto más discutía, más se obcecaba Nita. Eso sí que podía considerarse un trabajo bien hecho.
Los murales, sin embargo, eran otra historia. Cada día que pasaba, Blue se desviaba más de lo que había dibujado en los bocetos hasta que finalmente los arrancó de las paredes.
A Dean se le ocurrió celebrar el Cuatro de Julio haciendo una excursión a pie por las Smokies con Blue. Con sus largas piernas y su ritmo incansable, tuvo que detenerse en varias ocasiones para esperarla, pero no intentó apresurarla en ningún momento. Incluso le aseguró que le gustaba ir a paso lento porque así no sudaba y no se le estropeaba la gomina. Blue no veía ni una sola gota de gomina en ese pelo dorado, pero él estaba siendo demasiado amable con ella para señalárselo. Odiaba cuando se hacía el simpático, así que cuando pararon a almorzar, intentó buscar bronca. Dean la empujó sin motivo aparente hacia un área sombreada cerca de una cascada y la besó hasta que ella estuvo demasiado jadeante para pensar con coherencia. A partir de ahí, él tomó ventaja.
– Tú -dijo él con brusquedad-. Contra el árbol.
Los cristales plateados del último y carísimo par de gafas de sol de Dean le devolvieron su imagen, pero la deliciosa amenaza que veía en su boca la hizo temblar.
– ¿Qué quieres decir?
– Me ha presionado demasiado, señora. Es hora de jugar al juego pervertido de Prison Break.
Ella se humedeció los labios.
– Eso… eh… suena aterrador.
– Oh, y lo es. Por lo menos para ti. Si intentas huir lo lamentarás. Ahora date la vuelta y ponte de cara al árbol.
Blue sintió la tentación de huir para ponerlo a prueba, pero la idea del árbol era demasiado excitante. Desde el principio habían estado jugando a distintos juegos de dominación y sumisión. Mantenía la perspectiva de las cosas, justo como ella quería.
– ¿Qué árbol?
– Elige la prisionera. Será tu última elección antes de que yo tome el mando.
Ella se demoró demasiado admirando los músculos que se marcaban bajo la camiseta de Dean. Él se cruzó de brazos.
– No me hagas tener que repetírtelo.
– Quiero llamar a mi abogado.
– Aquí no existe más ley que la mía.
Él aún podía sorprenderla. Estaba sola con más de ochenta kilos de macho dominante, y jamás se había sentido más segura o más excitada.
– No me hagas daño.
Dean se quitó las gafas de sol y las cerró lentamente.
– Eso dependerá de lo buena que seas cumpliendo órdenes.
Con las rodillas temblorosas por la excitación, Blue se acercó hacia un arce rojo rodeado por una alfombra de musgo. Ni siquiera las salpicaduras de agua de la cascada cercana apagaban su ardor. Cuando acabaran, tendría que recompensarlo del mismo modo, pero por ahora, simplemente se limitaría a disfrutar.
Él lanzó a un lado las gafas de sol y la agarró por el codo para dejarla de cara al árbol.
– Pon las manos en el tronco y no las muevas a menos que yo te lo diga.
Blue extendió los brazos sobre su cabeza con lentitud. El áspero roce de la corteza contra su piel aumentó la sensación erótica de peligro.
– Eh… ¿de qué va todo esto, señor?
– De la reciente fuga en la prisión de máxima seguridad de mujeres al otro lado de las montañas.
– Ah, eso. -¿Cómo podía un famoso deportista tener tanta imaginación?-. Pero yo no soy más que una excursionista inocente.
– Entonces no le importará si la registro.
– Bueno, pero sólo para probar mi inocencia.
– Una chica sensata. Ahora separe las piernas.
Ella abrió lentamente sus piernas desnudas. Él se arrodilló detrás de ella y se las acabó de separar con brusquedad. La barba de tres días de Dean rozó el interior del muslo de Blue mientras le bajaba los calcetines y le rodeaba los tobillos con los dedos. Le masajeó con el pulgar el hueco justo debajo del hueso del tobillo, despertando una zona erógena que ella ni siquiera sabía que existía. Él se tomó su tiempo para recorrerle las piernas desnudas con las manos. A Blue se le puso la piel de gallina. Esperaba que llegara al dobladillo de los pantalones cortos, pero se sintió frustrada cuando lo bordeó para levantar la parte trasera de la camiseta.
– Un tatuaje de prisión -gruñó él-. Tal como sospechaba.
– Bebí demasiado en una excursión del colegio, y cuando me desperté…
Los dedos de Dean se detuvieron en la suave curva de la espalda, justo encima de la cinturilla de los pantalones cortos.
– Ahórrese saliva. Sabe qué significa esto, ¿no?
– ¿Que no podré ir a más excursiones del colegio?
– No. Tengo que cachearla sin ropa.
– Oh, por favor, eso no.
– No se resista o tendré que ponerme duro. -Le deslizó las manos debajo de la camiseta, le levantó el sujetador, y arrastró los pulgares por los pezones de Blue. Ella gimió y dejó caer los brazos.
Dean le pellizcó los pezones.
– ¿Acaso he dicho que pueda moverse?
– Lo siento. -Si continuaba así iba a morir de éxtasis. De alguna manera consiguió levantar los brazos, que parecían de goma, hasta la posición anterior. Él le abrió la cremallera y le bajó los pantalones cortos y las bragas hasta los tobillos. El aire fresco le rozó la piel desnuda. Apretó la cara contra el duro tronco del árbol mientras le tocaba el trasero, amasándolo, rozando la hendidura de sus nalgas con los pulgares, como probando hasta dónde le dejaría ella llevar ese juego taimado.
Al parecer, muy lejos.
Al final, cuando ella ya estaba loca de necesidad, cuando apenas se mantenía en pie, Blue oyó el sonido de la cremallera de Dean.
– Y por último… -dijo él con voz ronca.
Entonces la giró hacia él y se quitó los calzoncillos y los pantalones cortos de una patada. Tenía los ojos entrecerrados, oscuros de deseo. Como si pesara menos que una pluma, la tomó en brazos y le apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Le abrió las piernas y se acomodó entre ellas. Ella le rodeó las caderas con las pantorrillas y entrelazó los brazos alrededor de la firme columna de su cuello. Dean la abrió con los dedos, explorando su deseo, y, al fin, reclamó lo que era, en ese momento, indiscutiblemente suyo.
Era tan fuerte que mientras la penetraba profundamente, se aseguró de que el áspero tronco no le dañara la piel. Blue enterró la cara en el cuello de Dean, tomó aire y llegó al climax mucho antes de lo que quería. Él esperaba más de ella. Después de dejarla descansar un momento, siguió moviéndose en su interior, llenándola, incitándola, ordenándole que se uniera a él.
El agua de la cascada fluía junto a ellos. El sonido del chorro cristalino se mezclaba con sus entrecortadas respiraciones, con sus ásperas órdenes y sus roncas palabras de cariño. Sus bocas se amoldaron, tragándose las palabras. Él le apretó el trasero. Una embestida más y ellos, también, se unieron a la corriente.
Luego no dijeron nada. Cuando volvieron sobre sus pasos, él se adelantó a ella que, asombrada, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Esos viejos sentimientos de querer pertenecer a alguien habían arraigado en su alma de nuevo.
Dean caminó más rápido, aumentando la distancia entre ellos. Blue lo comprendía demasiado bien. Dean entraba y salía de las relaciones como otros se cambiaban de chaqueta. Amigos, amantes…, eso era fácil. Cuando una relación llegaba al final, había una larga cola de mujeres esperando para iniciar otra.
Dean se giró y la llamó…, le gritó algo sobre que se le había abierto el apetito. Ella se forzó a sonreír, el placer del encuentro había desaparecido. Lo que había comenzado como un absurdo juego sexual había dejado sus sentimientos tan frágiles e indefensos como los de la niña que había sido una vez.
Al día siguiente, Blue recibió una carta de Virginia reenviada desde Seattle. Cuando Blue la abrió, encontró una foto dentro. Seis chicas con ropas mugrientas y sonrisas llorosas posaban delante de un sencillo edificio de madera en medio de la selva. Su madre estaba de pie en el medio, parecía exhausta y triunfante. En el dorso, Virginia había escrito un escueto mensaje: «Están a salvo. Gracias.» Blue contempló la foto durante mucho tiempo. Mientras observaba la cara de cada una de las chicas que su dinero había salvado, se olvidó de su resentimiento.
La tarde del jueves, cuatro días después de la excursión a las Smokies y dos días antes de la fiesta de Nita, Blue dio los últimos retoques a las paredes. Los murales no guardaban más que un superficial parecido con los dibujos originales, pero tampoco se parecían a los empalagosos paisajes que había pintado en la universidad. Éstos le gustaban más -aunque eran inadecuados-, pero no pensaba borrarlos.
Todos habían cumplido la orden de mantenerse alejados del comedor, y había programado la inauguración para el día siguiente por la mañana. Se enjugó el sudor de la frente con la manga. El aire acondicionado se había averiado esa mañana, y a pesar del ventilador portátil y las ventanas abiertas del comedor, tenía calor y náuseas. Se sentía un poco asustada, ¿y si…? No, no pensaría en eso hasta después de la fiesta de Nita. Se separó la camiseta húmeda del cuerpo y se quedó quieta para observar el desastroso e inapropiado trabajo. Jamás había pintado nada que le gustara más.
Había terminado de difuminar -usando un trozo de gasa para aclarar algunas sombras- y había comenzado a limpiar los materiales cuando oyó unos coches aproximándose a la casa. Se asomó por la ventana abierta y vio que dos grandes limusinas blancas se detenían en el camino de entrada. Se abrieron las puertas y salió un grupo de gente guapa. Los hombres eran enormes, con gruesos cuellos, bíceps protuberantes e imponentes torsos. A pesar de las diferencias en el color de la piel y los peinados de las mujeres, podrían haber salido de una fábrica de clonación de gente joven y guapa. Llevaban gafas de sol caras sobre la cabeza, bolsos de diseño en la mano, y ropas provocativas que mostraban sus cuerpos ágiles. La verdadera vida de Dean Robillard acababa de llamar a la puerta.
Dean se había marchado de nuevo a la cercana granja de caballos, April y Riley estaban haciendo recados y Jack estaba recluido en la casita de invitados componiendo una canción. Nita se había quedado en su casa por una vez. Blue se deshizo la coleta floja, se peinó el pelo sudoroso con los dedos y volvió a recogérselo en una coleta alta. Cuando apartó a un lado el plástico y salió al vestíbulo, oyó las voces de las mujeres a través de la mosquitera de tela metálica.
– No esperaba que fuera algo… tan rural.
– Tiene un granero y todo.
– Mira por donde pisas, amiga. No veo vacas, pero eso no quiere decir que no las haya en alguna parte.
– Boo sí que sabe montárselo bien -dijo uno de los hombres-. Quizá debería hacerme con un sitio como éste.
Cuando Blue salió al porche, las mujeres repararon en su apariencia desaseada: los pantalones cortos y la camiseta, raídos y manchados con restos de pintura. Un hombre con el cuello como el tronco de un árbol y los hombros más anchos que había visto nunca se acercó a ella.
– ¿Dónde está Dean?
– Salió a mirar unos caballos, pero debería estar de vuelta en una hora más o menos. -Se limpió las palmas de las manos en los pantalones cortos-. El aire acondicionado está estropeado, pero podéis sentaros en el porche trasero para esperarlo.
La siguieron a través de la casa. El porche, con el nuevo suelo de pizarra gris, tenía, las paredes recién pintadas de blanco y el techo muy alto; era la estancia más fresca y espaciosa después del comedor. Tres elegantes ventanas paladianas horadaban las paredes, proyectando sombras moteadas sobre las sillas de mimbre y la mesa de hierro forjado negro que había llegado unos días antes. Los cojines de color verde claro contrastaban con el negro y conferían un aire elegante al acogedor espacio.
Había cuatro hombres y cinco mujeres. Ninguno de ellos perdió el tiempo en presentaciones, aunque ella captó un nombre aquí y otro allá: Larry, Tyrell, Tamiza y… Courtney, una morena alta y hermosa que no parecía estar con ninguno de los hombres. Blue no tardó en averiguar por qué.
– En cuanto acabe la concentración de entrenamiento, voy a pedirle a Dean que me lleve a San Francisco un fin de semana -dijo Courtney con una sacudida de su pelo brillante-. Nos lo pasamos muy bien allí en San Valentín y me merezco un poco de diversión antes de regresar a dar clases de cuarto grado.
Genial. Courtney ni siquiera era una chica bonita y tonta.
Las mujeres comenzaron a quejarse del calor, a pesar de la brisa que proporcionaban los ventiladores del techo, recién instalados. Todos dieron por hecho que Blue formaba parte del servicio de la casa y comenzaron a pedirle cerveza, té helado, bebidas light y agua fría. Poco después, Blue se encontró haciendo perritos calientes, cortando rodajas de queso y fiambre para picar. Uno de los hombres quería la programación de la tele, otro un tylenol, y un guapo pelirrojo quería comida tailandesa, pero como muy bien le informó Blue, esa clase de comida aún no había llegado a Garrison.
April llamó a Blue mientras ésta estaba en la despensa buscando patatas fritas.
– He visto que Dean tiene compañía, así que nos vamos a la casita de invitados. Riley viene conmigo. Nos quedaremos allí hasta que no haya moros en la costa.
– No tienes por qué esconderte -contestó Blue.
– Es lo mejor. Además, Jack quiere que escuche su nueva canción.
Blue también deseaba poder irse con ellas y escuchar la nueva canción de Jack Patriot en lugar de atender a los amigotes de Dean.
Cuando Dean finalmente apareció, todos se levantaron para saludarle. Si bien olía a caballo y a sudor, Courtney, que había estado quejándose de lo mal que olía el abono, se lanzó sobre él.
– ¡Dean, mi amor! ¡Sorpresa! Pensábamos que no aparecerías nunca.
– Hola, Boo. Bonito lugar te has agenciado.
Dean ni siquiera miró en dirección a Blue. Ella se retiró a la cocina, donde empezó a meter los productos perecederos en la nevera. Unos minutos después él apareció en la cocina.
– Oye, gracias por echar una mano. Me daré una ducha rápida y volveré enseguida.
Cuando desapareció, Blue se preguntó si le había sugerido que siguiera atendiendo a sus amigos o si esperaba que se uniera a la fiesta. Cerró de golpe la nevera. A la mierda. Iba a volver al trabajo.
Pero antes de poder escaquearse, Roshaun apareció de pronto en la puerta pidiendo helado. Fue a llevar más platos y quitó los que habían usado. Mientras llenaba el lavavajillas, Dean volvió de darse la ducha.
– Gracias otra vez, Blue. Eres la mejor.
Momentos después lo oyó en el porche con los demás, riéndose con sus amigos.
Ella se quedó allí, observando la cocina que tanto amaba. Así que eso era todo, ¿no? Tenía que saberlo con seguridad. Con manos temblorosas, puso un par de Coca-Colas light en una bandeja, añadió la última botella de cerveza fría y lo llevó todo al porche.
Courtney estaba junto a Dean, con el brazo rodeando su cintura; un brillante mechón de pelo rozaba la manga de la camisa gris. Con los tacones era casi igual de alta que Dean.
– Pero Boo, tienes que volver a tiempo para la fiesta de Andy y Sherrilyn. Les prometí que iríamos.
«¡Es mío!», quiso gritar Blue. Pero en realidad no lo era. Nadie le había pertenecido nunca y jamás lo haría. Llevó la bandeja ante él. Los ojos de Blue se encontraron con esos familiares ojos azules que tan a menudo se habían reído de ella. Iba a decirle que había reservado la última cerveza fría para él, pero antes de que pudiera abrir la boca, él apartó la mirada como si ella fuera invisible.
Se le hizo un nudo en la garganta. Dejó la bandeja con suavidad sobre la mesa, entró, y, a ciegas, se abrió paso hacia el comedor.
Hasta ella llegaron más risas. Cogió los pinceles y comenzó a limpiarlos. Trabajaba mecánicamente, cerrando las tapas de los botes, guardando los utensilios, doblando las telas del suelo, decidida a acabar de limpiar todo para no tener que volver allí. El plástico de la puerta crujió y Courtney asomó la cabeza en el comedor. A pesar de haber dado a entender que era profesora, parecía que no sabía leer el cartel de «NO ENTRAR».
– Tengo una pequeña emergencia -dijo ella sin dirigir una mirada a los murales-. Los chóferes se han ido a comer y tengo una espinilla gigante. No tengo aquí ninguna crema correctora. ¿Podrías ir hasta el pueblo y traerme Erace o cualquier corrector por el estilo? Y ya de paso, ¿no te importaría traer unas botellas de agua mineral fría? -Courtney se alejó-. Voy a preguntar si alguien quiere algo más.
Blue quitó el carro de pintura de su camino y se dijo a sí misma que le daría a Dean otra oportunidad. Pero fue Courtney quien regresó, con un billete de cien dólares entre los dedos.
– El corrector, el agua mineral y tres bolsas de Cheetos. Quédate con el cambio. -Soltó el dinero en la mano de Blue-. Gracias, cielo.
Por la mente de Blue cruzaron varias opciones. Escogió la única que le permitía conservar su dignidad.
Una hora más tarde, regresó a una casa vacía y dejó caer la barra de corrector, el agua mineral, los Cheetos y el cambio en la encimera de la cocina. Sentía el pecho como si alguien le hubiera amontonado piedras encima. Terminó de barrer el comedor, colocó las sillas, cargó el coche de Nita y desgarró el plástico de las puertas. No había nada como el presente para poner fin a algo que nunca debería haber empezado.
Cuando terminó, le echó una última mirada a los murales y los vio como lo que eran. Mierda sentimentaloide.