15

Blue ya había observado antes a la mujer huesuda y con cara de amargada; tenía un maquillaje chillón y el pelo teñido de negro. Ella y el hombre con pinta de oso con el que compartía mesa llevaban bebiendo toda la noche. A diferencia de otros clientes del restaurante, ninguno de los dos se había acercado a Dean. Sin embargo, la mujer se había dedicado a mirar a Blue sin disimulo. Así que cuando Blue pasó junto a su mesa, la mujer se dirigió a ella con voz de borracha:

– Acércate, muñequita. Quiero hablar contigo.

Blue la ignoró y se metió en el aseo. Acababa de echar el pestillo de su cubículo cuando oyó que se abría la puerta exterior seguida de la misma voz beligerante.

– ¿Qué ocurre, muñequita Pee Wee? ¿Crees que eres demasiado buena para hablar conmigo?

Estaba a punto de decirle a la mujer que no hablaba con borrachos cuando una voz masculina y familiar se entrometió.

– Déjala en paz. -El encanto natural de Dean había sido reemplazado por la autoridad del quarterback que exigía obediencia inmediata.

– Atrévete a tocarme, gilipollas, y te acusaré de violación -gruñó la mujer.

– Oh, no, no lo harás. -Blue salió disparada del cubículo-. ¿Cuál es el problema?

La mujer estaba parada bajo la luz brillante de los lavabos, Dean estaba a su izquierda, ocupando el vano de la puerta con sus anchos hombros. La cara de desprecio de la mujer, el pelo teñido y sin vida, y sus caderas huesudas, indicaba a las claras que estaba resentida con el mundo y determinada a volcar su frustración en Blue.

– Te crees demasiado buena para mí, ése es el problema.

Blue apoyó una mano en la cadera.

– Señora, está borracha.

– ¿Y qué más da? Llevo toda la noche ahí sentada observando cómo miras con aire de superioridad a todas las mujeres presentes sólo porque eres la jodida novia del señor Pez Gordo.

Blue dio un paso hacia delante, pero Dean la detuvo pasándole un brazo por la cintura y atrayéndola hacia sí.

– No lo hagas. No merece la pena.

Blue no iba a pelear con ella, sólo quería dejar bien claras las cosas.

– Suéltame, Dean.

– ¿Escondiéndote detrás de tu gran novio malo? -se mofó la mujer mientras Dean arrastraba a Blue hacia la puerta.

– Yo no me escondo detrás de nadie. -Blue plantó los pies en el suelo e intentó apartar el brazo de Dean. No lo consiguió.

El oso pardo que acompañaba a la mujer irrumpió en la puerta. Tenía el pecho ancho, la mandíbula cuadrada y se había tatuado en los bíceps unos barriles de cerveza. La mujer estaba demasiado centrada en Blue para percatarse de su presencia.

– Tu novio, el señor Pez Gordo, quiere asegurarse de que no te doy una buena zurra para poder follarte a base de bien esta noche.

Dean la miró con el ceño fruncido a través del espejo.

– Señora, tiene una lengua tan sucia que deja mucho que desear como persona.

Alguien se rió detrás de Oso Pardo que no se había molestado en cerrar la puerta, por lo que una multitud de curiosos se había congregado para observar la escena. Oso Pardo se inclinó hacia delante.

– ¿Qué haces, Karen Ann?

– Yo te diré lo que está haciendo -replicó Blue-. Está buscando pelea conmigo porque está hasta el moño de su vida y quiere pagarlo con alguien.

La mujer se agarró al borde del lavabo.

– Trabajo para vivir, perra. No acepto limosnas de nadie. ¿ Cuántas veces se la tuviste que chupar al Pez Gordo para que te pagara la cena?

Dean la soltó.

– A por ella, Blue.

«¿A por ella?»

Karen Ann avanzó dando tumbos. Le llevaba una cabeza y por lo menos quince kilos a Blue, pero al menos estaba borracha.

– Ven aquí, muñequita -se mofó-, veamos si tu manera de pelear está a la altura de tus mamadas.

– ¡Hasta aquí hemos llegamos! -Blue no sabía por qué le acababa de declarar la guerra Karen Ann, pero no le importaba. Atravesó a toda velocidad el suelo de baldosa-. Le recomiendo que se disculpe, señora.

– Que te jodan. -Curvando los dedos como si fueran garras, Karen Ann fue a por el pelo de Blue. Blue la esquivó y le clavó el hombro en el tórax.

Con un gemido de dolor, la mujer perdió el equilibrio y cayó al suelo.

– ¡Maldita sea, Karen Ann! ¡Levanta ese culo! -Oso Pardo intentó acercarse pero fue bloqueado por Dean.

– No se meta en esto.

– ¿Quién lo dice?

Dean curvó la boca en una perfecta imitación de sonrisa letal.

– ¿No estará pensando seriamente en cabrearme, verdad? ¿No le basta con que mi muñequita Pee Wee le patee el culo a su novia?

Eso no era del todo cierto. «Pee Wee» sólo le había dado un empujón a una mujer ebria, pero, eso sí, con total acierto: le había dado a Karen Ann en pleno plexo solar. Ahora Karen Ann estaba acurrucada en el suelo y respiraba con dificultad.

– Tú te lo has buscado, gilipollas. -Oso Pardo le lanzó un puñetazo.

Dean bloqueó el golpe sin ni siquiera mover los pies. Los clientes del bar comenzaron a jalearlos a gritos, y por lo que pudo observar Blue entre ellos se encontraba el hombre que Dean había dicho que era juez del condado. Oso Pardo trastabilló y chocó contra el marco de la puerta. Entrecerró los ojos y volvió a la carga. Dean se apartó de su camino y Oso Pardo chocó contra el dispensador de toallitas. De inmediato se giró y se abalanzó sobre Dean otra vez. Esta vez tuvo suerte y le golpeó en el hombro malo, lo que no gustó a Dean en absoluto. Blue se apartó de un salto de su camino cuando su falso prometido comenzó a tomarse el juego en serio.

Una increíble euforia la atravesó mientras observaba el magnífico contraataque. En la vida pocas cosas eran de color blanco o negro y ver cómo se administraba justicia con tanta rapidez la llenó de alegría. Si Dean pudiera con su gran fuerza, esos rápidos reflejos y su extraña caballerosidad acabar con todos los males del mundo, las Virginia Bailey no tendrían su razón de ser.

Cuando Oso Pardo cayó al suelo, el hombre que Dean había señalado anteriormente como el director del instituto se abrió paso entre la multitud.

– Ronnie Archer, sigues teniendo el cerebro de un mosquito. Levántate y vete de aquí.

Oso Pardo intentó rodar sobre su espalda, pero no lo consiguió. Karen Ann, mientras tanto, había gateado hasta uno de los inodoros para vomitar.

El peluquero y el camarero ayudaron a Oso Pardo a ponerse en pie. A juzgar por la expresión de sus caras, no era el tío más popular del pueblo. Uno de los hombres le pasó una toalla de papel para que se limpiara la sangre mientras el otro lo conducía hacia fuera. Blue logró colocarse al lado de Dean, pero aparte de una rozadura en el codo y algo de suciedad en sus vaqueros de diseño, parecía estar ileso.

– Ha sido muy divertido -Recorrió con la mirada a Blue-. ¿Estás bien?

La pelea de Blue había terminado antes de empezar, pero ella apreció su preocupación.

– Estoy bien.

El sonido de la vomitera de Karen se detuvo, y el director del instituto se acercó al inodoro. Ayudó a salir a una tambaleante Karen Ann con la cara pálida.

– A los habitantes de este pueblo no nos gusta que nos hagáis parecer unos paletos borrachos delante de los desconocidos. -La condujo a través de la gente-. ¿Tienes intención de buscar pelea con cada mujer que te recuerde a tu hermana durante el resto de tu vida?

Blue y Dean intercambiaron una mirada.

Después de deshacerse de los dos borrachos, el juez del condado, Gary, el peluquero, el director del instituto y una mujer, que todo el mundo llamaba Syl y que era dueña de una tienda de artículos de segunda mano, insistieron en invitar a Dean y Blue a una copa. Les informaron con rapidez de que Ronnie era estúpido, pero no era mala persona. Karen Ann era tan mala como parecía solo había que echarle una mirada a sus puntas abiertas y a pelo teñido- lo era incluso antes de que su bonita hermana menor, Lyla, se hubiera fugado con su marido y, todavía peor, con el Trans Am. rojo de Karen Ann.

– Podéis estar seguros de que adoraba a ese coche -dijo el juez Pete Haskins.

Al parecer, Lyla, la hermana de Karen Ann, tenía la misma constitución de Blue y el pelo oscuro, aunque el de ella tenía algo más de forma que el de Blue, según señaló con tacto Gary, el peluquero.

– Dímelo a mí -murmuró Dean.

– Karen Ann se metió con Margo Gilbert hace un par de semanas -señaló Syl-, y ella no se parece tanto a Lyla como Blue.

Poco antes de que Blue y Dean se marchasen, el camarero que se parecía a Chris Rock, cuyo nombre real era Jason, convino en no servir más que una bebida por noche a Ronnie o Karen Ann, incluso durante el buffet italiano «Come todo lo que puedas» de los miércoles, que era el evento favorito de Ronnie.


El olor a alcohol cosquilleó en las fosas nasales de April cuando tomó asiento en la barra. Necesitaba una copa y un cigarrillo; en ese orden.

Sólo por esta vez.

– Ponme una soda con limón -le dijo al joven camarero mientras aspiraba el humo de segunda mano-. Compláceme y sírvemelo en un vaso de Martini.

El sonrió y recorrió con sus jóvenes ojos el cuerpo de April.

– Eso está hecho.

No se podía pedir más, pensó ella. Se miró los zapatos planos de color salmón de Marc Jacobs. Tenía un juanete. «Mi vida contada en zapatos», pensó. Plataformas de siete centímetros; botas de todas las formas y tamaños; tacones, tacones, y más tacones. Y ahora zapatos planos.

Había sentido la necesidad de alejarse de la granja esa noche, lejos del desdén de Dean, pero sobre todo, lejos de Jack. Había conducido hasta el condado de al lado para buscar la soledad en ese asador de carretera. Aunque no había planeado sentarse en la barra medio vacía antes de comer; los viejos hábitos no se perdían nunca.

Durante todo el día se había sentido como un jersey viejo deshilachándose poco a poco. No creía que hubiera nada peor que someterse a todas esas miradas despectivas de Dean, pero pasar tantas horas pintando la cocina con Jack había hecho aflorar recuerdos desagradables que habían agrietado el muro de serenidad que se había construido. Por fortuna, Jack no había tenido más ganas de hablar que ella, y habían mantenido la música lo suficientemente alta como para hacer imposible la conversación.

Todos los hombres del bar habían notado su llegada. Una música horrenda sonaba a todo volumen y dos hombres de negocios japoneses la observaban. «Lo siento, tíos. Ya no me va ese rollo.» Un hombre de unos cincuenta años con más dinero que gusto se pavoneó ante ella. No iba a ser su día de suerte.

¿Y si después de todo el esfuerzo que había hecho para recuperarse, Jack Patriot lograba cautivarla de nuevo? Él había sido su perdición y su locura. ¿Qué pasaría si volvía a caer en la tentación? No podía dejar que sucediera de nuevo. Ahora era ella la que controlaba a los hombres. No al revés.

– ¿Seguro que no quiere un Martini? -dijo el guapo camarero.

– No puedo. Tengo que conducir.

Él sonrió ampliamente y le sirvió la soda.

– Si quiere algo más, avíseme.

– Por supuesto.

Había sido en las barras de los bares y en los clubs donde ella había echado a perder su vida, y algunas veces necesitaba regresar para recordarse a sí misma que la chica a la que le iban las juergas -y que estaba ansiosa por entregarse a los instintos más bajos con cualquier tío que llamara su atención- ya no existía. Aun así, siempre corría el riesgo de caer en la tentación. Ahí estaban las luces tenues, el tintineo de los cubitos de hielo y el tentador olor del licor. Por fortuna, ése no era un gran bar y la versión musical de «Star me up» que sonaba era tan mala que no se sentía inclinada a quedarse demasíado tiempo. Quién hubiera grabado esa mierda debería acabar en prisión.

Le vibró el móvil en el bolsillo. Miró el identificador de llamadas y contestó con rapidez.

– ¡Marc!

– Dios, April, no sabes cuánto te necesito…


April regresó a la casita de invitados poco antes de medianoche. En otra época, la fiesta no habría hecho más que empezar. Ahora, todo lo que quería era dormir. Pero cuando se bajó del coche, oyó música en el jardín trasero. Era una guitarra y esa familiar voz ronca de barítono.

Cuando estás sola en la noche, ¿piensas en mí, cariño, como yo pienso en ti?

Tenía un tono más ronco ahora, como si sujetara las palabras en la garganta porque no soportaba dejarlas ir. Ella entró en la casita de invitados y soltó el bolso. Por un momento, se quedó parada donde estaba, con los ojos cerrados, escuchando, intentando controlarse. Luego, hizo lo que hacía siempre y se dejó guiar por el sonido de la música.

Él estaba sentado de cara al estanque oscuro. En vez de sentarse en las sillas metálicas con apoyabrazos, había llevado un taburete de la cocina. Había colocado una gruesa vela en un platito sobre el césped no lejos de sus pies, para poder apuntar la letra de la canción que estaba componiendo en el bloc.

Nena, si supieras

el dolor que me has causado,

llorarías,

como lloro yo.

Los años pasados se esfumaron. Él se inclinó sobre la guitarra como ella recordaba… acariciándola, persuadiéndola, calentándola. La luz de la vela titiló en las gafas para leer que había sobre el bloc. El salvaje y melenudo rebelde del rock'n'roll que había sido en su juventud se había convertido en un compositor de prestigio. Ella debería retroceder y volver a la casa, pero la música era demasiado dulce.

¿Has deseado alguna vez que llueva

para no sentirte solo otra vez?

¿Alguna vez has deseado que desaparezca el sol?

Él la vio, pero no se detuvo. Siguió tocando para ella como solía hacerlo, y la música se derramó sobre la piel de April como un aceite caliente que curara todas sus viejas heridas. Cuando el último acorde se desvaneció en la noche, él dejó caer la mano en la rodilla.

– ¿Qué te parece?

La chica salvaje que había sido una vez se habría arrodillado a sus pies, pidiéndole que volviera a tocarla. Le habría dicho que el cambio de acorde al final del primer verso debía ser más limpio y que se imaginaba la música de la guitarra acompañada por el sonido de un órgano Hammond B3. La mujer que era ahora se encogió de hombros con desdén.

– El Patriot de siempre.

Era la cosa más cruel que podía haber dicho. La obsesión de Jack por explorar nuevas tendencias musicales era tan legendaria como su desprecio por los vagos ídolos del rock que no hacían más que reeditar viejos temas.

– ¿De verdad piensas eso?

– Es una buena canción, Jack. Lo sabes.

Jack se inclinó para dejar la guitarra sobre el césped. La luz de la vela perfiló su nariz aguileña.

– ¿Recuerdas cómo era? -dijo él-. Oías una canción y ya sabías si era buena o mala. Comprendías mi música mejor que yo mismo.

Ella se rodeó con los brazos y miró al estanque.

– Ya no puedo escuchar tus canciones. Me recuerdan demasiado al pasado.

La voz de Jack la envolvía como el humo de un cigarrillo.

– ¿Ya no eres salvaje, April?

– No. Ahora soy una aburrida profesional de Los Ángeles.

– No podrías ser aburrida ni aunque te lo propusieras -dijo él.

Un profundo cansancio se apoderó de ella.

– ¿Por qué no estás en la casa?

– Me gusta componer al lado del agua.

– No es exactamente la Costa Azul. He oído que sueles ir por allí.

– Entre otros sitios.

No podía soportar eso. Dejó caer los brazos a los costados.

– Vete, Jack. No quiero que estés aquí. No quiero tenerte cerca

– Soy yo el que debería decir eso.

– Sabes cuidar de ti mismo. -La vieja amargura salió hasta la superficie-. Qué ironía. ¿ Cuántas veces necesité hablar contigo y no contestaste a ni una sola de mis llamadas? Ahora, cuando eres la última persona del mundo que quiero…

– No podía, April. No podía hablar contigo. Eras veneno para mí.

– ¿Veneno? ¿Acaso no compusiste tu mejor música cuando estábamos juntos?

– También compuse la peor. -Se puso de pie-. ¿Te acuerdas de esos días? Me atiborraba de pastillas con vodka.

– Ya te drogabas antes de conocerme.

– No te estoy culpando. Sólo digo que vivir en aquel frenesí de celos lo empeoró todo. Estuvieras con quien estuvieras, incluso con los miembros de mi propio grupo, siempre me preguntaba si te estarías acostando con ellos.

April cerró los puños.

– ¡Te amaba!

– Amabas a todos, April, con tal de que hiciesen rock.

No era cierto. El había sido el único al que había amado de verdad, pero tampoco era cuestión de sacar a relucir los viejos sentimientos. Aunque no le permitiría que la hiciera avergonzarse. Él tampoco se había quedado atrás en lo que a relaciones sexuales se refería.

– Luchaba contra mis propios demonios -dijo él-. No podía luchar también contra los tuyos. ¿Te acuerdas de aquellas peleas? No sólo las nuestras. Golpeaba a todo lo que se me pusiera por delante, fans, fotógrafos. Estaba fuera de control.

Y la había arrastrado con él.

Se acercó al lado de April, en la orilla del estanque. Sólo por cómo se movía, con la misma elegancia y gracia que su hijo, podrían haberlos relacionado. No se parecían en nada más. Dean había salido a sus antepasados nórdicos. Jack era moreno como la noche, oscuro como el pecado. Tragó saliva y le dijo con suavidad.

– Tuvimos un hijo. Necesitaba hablar de él contigo.

– Lo sé. Pero mi supervivencia dependía de mantenerme alejado.

– Tal vez al principio, pero, ¿y después? ¿Qué sentido tenía?

Él buscó su mirada y la encontró.

– Me conformaba con firmarte los cheques a tiempo.

– Jamás te perdonaré que pidieras esa prueba de paternidad.

Él soltó una risita carente de humor.

– Dame un respiro. ¿Cómo podía fiarme de ti? Eras una salvaje fuera de control.

– Y Dean fue quien pagó el pato.

– Sí, él fue quien lo pagó.

Ella se frotó los brazos. Estaba harta de que el pasado se entrometiera en el presente. «Finge que no te afecta». Era el momento de seguir sus propios consejos.

– ¿Dónde está Riley?

– Durmiendo.

Ella dirigió la mirada hacia las ventanas de la casita de invitados.

– ¿Dentro?

– No. En la casa de la granja.

– Creía que Dean y Blue habían salido a cenar.

– Y lo hicieron. -Jack cogió el taburete para llevarlo a la cocina.

– ¿Has dejado sola a Riley?

Él se dirigió hacia la puerta trasera.

– Ya te he dicho que estaba dormida.

– ¿Qué pasa si se despierta?

Subieron las escaleras.

– No lo ha hecho.

– Eso no lo sabes. -Lo siguió-. Jack, no puedes dejar sola a una niña de once años tan asustadiza como Riley en una casa tan grande.

A él jamás le había gustado que lo pusieran a la defensiva, y soltó el taburete en el suelo con un golpe.

– No le va a pasar nada. Está más segura aquí que en la ciudad.

– Ella no se siente segura.

– Creo que conozco a mi hija mejor que tú.

– No sabes qué hacer con ella.

– Ya lo arreglaré -dijo él.

– Hazlo rápido. Hazme caso, ya tiene once años, se te acaba el tiempo.

– ¿No me digas que ahora te consideras una experta en niños?

La cólera hizo otra grieta en el muro de serenidad de April.

– Sí, Jack, lo soy. Qué mejor experto que el que lleva toda una vida de errores.

– En eso tienes razón. -Volvió a coger el taburete para meterlo en la cocina.

La grieta se convirtió en abismo. Sólo una persona tenía derecho a condenarla, y esa persona era Dean. Así que le desafió.

– No te atrevas a convertirte en mi juez. Eres la persona menos indicada.

Él no se amilanó.

– No necesito que me des consejos de cómo tratar a mi hija.

– Eso es lo que tú crees. -Riley le había llegado al corazón, y no podía dejar el tema, no cuando el futuro de esa niña estaba en juego, y no cuando tenía tan claro que Jack estaba equivocado-. La vida no suele dar una segunda oportunidad, pero a ti te la ha dado con ella. Aunque estás echándola a perder. Ya lo estoy viendo. El señor Estrella del Rock tiene cincuenta y cuatro años, y aún no es lo suficiente maduro para adaptar su vida a las necesidades de un niño.

– No intentes que yo pague por tus pecados. -Sus palabras eran duras, pero la falta de convicción en su voz le dijo a April que algo de lo que le había dicho le había tocado la fibra sensible. Él dejó con brusquedad el taburete debajo de la mesa y rozó a April al pasar por su lado. Cerró la puerta de un portazo. April observó por la ventana cómo él cogía la guitarra y soplaba para apagar la vela. Al momento, el jardín se quedó a oscuras.


A Dean le gustaba observar cómo Blue se divertía con el Vanquish. Ella aún estaba tras el volante cuando llegaron a la granja.

– Vuelve a explicármelo -dijo ella-. Explícame cómo sabías que una loca que me lleva veinte centímetros y veinte kilos no me iba a dejar parapléjica.

– Eres una exagerada -dijo él-. Te llevaba diez centímetros y quince kilos. Y yo sé cómo peleas. Y ella no está loca. Estaba tan borracha que apenas se mantenía en pie.

– Aun así…

– Alguien tenía que enseñarle modales. Yo no podía hacerlo. Y esto era un trabajo en equipo. -Sonrió ampliamente-. Y debes admitir que te encantó.

– No puedo negarlo.

– En serio, Blue. Tienes talento natural para meterte en líos.

Dean notó que ella apreciaba el cumplido.

Él se bajó del coche y abrió la puerta del granero para que ella pudiera aparcar el Vanquish. Estaba comenzando a entender sus extraños razonamientos. Crecer sin poder confiar en nadie más que en sí misma la había hecho ferozmente independiente, por lo que no soportaba sentirse agradecida. Todas sus antiguas novias daban por supuesto cenas en restaurantes de lujo y regalos caros. Pero Blue se sentía incómoda incluso con esos pendientes baratos. La había visto mirarse a hurtadillas en el espejo retrovisor, así que sabía que le habían gustado, pero también sabía que se los habría devuelto en un periquete si se le hubiera ocurrido cómo hacerlo sin perder la dignidad. No sabía tratar a una mujer que quería tan poco de él, especialmente cuando él quería tanto de ella.

Blue aparcó el Vanquish y salió. Ese mismo día él había acarreado varias carretillas de pienso y escombros del granero y los establos para dejar sitio al coche. No podía hacer nada con las palomas que anidaban en las viguetas salvo cubrir el coche con una lona, pero en cuanto construyera un garaje eso ya no sería un problema.

Deslizó la puerta del granero para cerrarlo. Blue se acercó a él con los pendientes púrpuras brillando en las orejas. Quería metérsela en el bolsillo, entre otras cosas.

– ¿Cómo te acostumbras? -dijo ella-. No sólo a las peleas, sino a que los desconocidos te inviten a copas y a que todos quieran ser tus amigos. Ni siquiera pareces resentido.

– Creo que es lo justo, considerando la escandalosa cantidad de dinero que me pagan por hacer básicamente nada.

Él esperaba que ella estuviera de acuerdo, pero no lo hizo. En su lugar, se lo quedó mirando y él tuvo el presentimiento de que ella sabía con exactitud cuánto esfuerzo le suponía en realidad todo aquello. Incluso en temporada baja, se pasaba tanto tiempo mirando películas de partidos que jugaba en sueños.

– Los deportes son simples entretenimientos -dijo él-. Si alguien cree que son algo más está perdido.

– Pero a veces tiene que ser una lata.

Lo era.

– No me oirás quejarme.

– Es una de las cosas que me gustan de ti. -Ella le apretó el brazo como si fuera su colega, lo que le hizo rechinar los dientes.

– Tiene muchas más cosas positivas que negativas -apuntó Dean con belicosidad-. La gente sabe quién eres. Es difícil sentirte solo cuando eres alguien medianamente famoso.

Ella apartó la mano.

– Porque nunca eres el extraño. No sabes lo que se siente ¿no? -Torció el gesto-. Lo siento. Creciendo como lo hiciste está claro que sí que lo sabes. He dicho una estupidez. -Se frotó la mejilla-. Estoy muerta. Te veré mañana.

– Un momento, yo…

Pero ella ya enfilaba rumbo hacia la caravana, con los abalorios de su blusa brillando en la oscuridad como si fueran estrellas diminutas.

Él quería gritarle que no necesitaba la simpatía de nadie. Pero jamás había perseguido a una mujer en su vida, y ni siquiera Blue Bailey iba a conseguir que comenzara a hacerlo. Entró en la casa.

Estaba tranquila. Vagó por la sala, luego salió un momento por la puerta corredera a la capa de hormigón que sería la base del porche cubierto que los carpinteros comenzarían a levantar cuando regresaran. A un lado, una pila de maderos esperaba su vuelta. Intentó mirar las estrellas, pero no era capaz de poner el corazón en ello. Se suponía que la granja iba a ser su refugio, un lugar donde podría relajarse y descansar, pero ahora Mad Jack y Riley dormían en el piso de arriba, y sólo tenía a Blue para proteger su lado vulnerable. Su vida estaba del revés, y no sabía cómo recuperar el control.

No estaba acostumbrado a dudar de sí mismo, así que volvió dentro y se dirigió hacia las escaleras.

Lo que vio allí arriba le hizo detenerse en seco.

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