Riley Patriot vivía en Nashville, Tennessee, en una casa con seis columnas blancas, suelos de mármol blanco y un deslumbrante Mercedes blanco en el garaje. En la sala había un piano de cola blanco cerca de unos sofás blancos con una alfombra blanca. A Riley no le habían dejado entrar en la sala desde que lo había manchado todo con zumo de uva cuando tenía seis años.
Aunque Riley tenía ahora once años, su madre nunca había olvidado ni perdonado -no sólo el zumo de uva, sino muchas más cosas- y ahora ya era demasiado tarde. Diez días antes, un montón de gente había sido testigo de cómo su madre, Marli Moffatt, se caía al río Cumberland desde la cubierta del Old Glory. Al parecer se había golpeado la cabeza con algo al caer al agua, era de noche y tardaron en encontrarla. Ava, la enésima au-pair de Riley, la había despertado para darle la noticia.
Y hoy, una semana y media después, Riley acababa de salir en busca de su hermano.
Aunque sólo se había alejado una manzana de su casa, la camiseta se le pegaba al cuerpo, así que se abrió la cremallera del plumífero rosa. Su pantalón de pana de color lavanda era de la talla doce, pero le quedaba muy apretado. Su prima Trinity usaba la talla ocho, pero para que Riley entrara en una talla ocho tendría que ser sólo piel y huesos. Se cambió la pesada mochila de brazo. Pesaría menos si hubiera dejado el álbum en casa, pero no podía hacerlo.
Las casas de la calle por donde iba Riley estaban separadas de la carretera por un jardín delantero y no había aceras, pero sí farolas, y Riley las fue sorteando. Por ahora no la seguía nadie. Comenzaron a picarle las piernas y se intentó rascar a través de la tela de pana, pero fue peor. Cuando llegó al destartalado coche rojo de Sal, aparcado al final de la siguiente manzana, estaba ardiendo.
Sal, el muy tonto, había aparcado el coche bajo una farola, y estaba fumando un cigarrillo con rápidas caladas. Cuando la vio, se puso a mirar hacia todos lados como si pensara que la policía podía aparecer en cualquier momento.
– Dame la pasta -le dijo cuando se acercó al coche.
A Riley no le gustaba estar parados bajo la luz donde cualquiera que pasara podía verlos, pero discutir con él le llevaría más tiempo que darle el dinero. Riley odiaba a Sal. Trabajaba de jardinero para la empresa de su padre cuando no estaba en el instituto, por eso lo conocía, pero no era por eso por lo que lo odiaba. Lo odiaba porque se tocaba cuando pensaba que nadie lo miraba, y escupía y decía cosas sucias. Pero tenía diecisiete años, y como ya tenía el carnet de conducir desde hacía cuatro meses, Riley le había pagado para que la llevara. No era un buen conductor, pero hasta que Riley cumpliera los diecisiete años no tenía otra elección.
Sacó el dinero del bolsillo delantero de la mochila verde.
– Cien dólares ahora. Te daré el resto después de llegar a la granja. -Había visto suficientes películas antiguas para saber que no tenía que entregar el dinero de una vez.
Él la miraba como si quisiera mangarle la mochila, pero no le habría servido de nada, porque había escondido el resto del dinero en el calcetín. Sal contó los billetes, lo que era una grosería ya que ella estaba delante y era como decirle que era una timadora. Al final, se metió el dinero en el bolsillo de los vaqueros.
– Si mi viejo se entera de esto, me dará una paliza.
– Por mí no se va a enterar. Si lo hace será porque tú eres un bocazas.
– ¿Qué le has dicho a Ava?
– Peter se ha quedado a dormir. No se dará cuenta de nada. -La au-pair de Riley había venido de Alemania dos meses antes. Peter era el novio de Ava, y se andaban besando todo el rato. Cuando la madre de Riley estaba viva, Ava no podía meter a Peter en casa, pero su madre ya no estaba y él dormía en su casa todas las noches. Ava no se daría cuenta de que Riley se había fugado hasta la hora del desayuno, y tal vez ni siquiera entonces, porque al día siguiente no tenían clase con motivo del claustro de profesores por el final del curso. Riley había dejado una nota en la puerta de Ava diciendo que le dolía el estómago y que no la molestara.
Sal aún no se había subido en el coche.
– Quiero que me des doscientos cincuenta. Para los gastos de gasolina.
Ella intentó abrir la puerta del coche, pero él lo había cerrado con llave. Se rascó de nuevo las piernas.
– Te daré veinte dólares más.
– Eres rica. No deberías ser tan tacaña.
– Veinticinco y es mi última oferta. Lo digo en serio, Sal. Tampoco tengo tantas ganas de ir.
Una mentira de las gordas. Si no conseguía llegar a la granja de su hermano, se encerraría en el garaje, pondría en marcha el Mercedes de su madre -sabía cómo hacerlo- y se sentaría en el coche hasta asfixiarse. Nadie podría conseguir que saliera, ni Ava, ni su tía Gayle, ni siquiera su padre (como si a él le importara algo que ella muriera).
Sal debió creerla porque finalmente abrió las puertas del coche. Ella dejó caer su mochila en el suelo del asiento del acompañante, luego se sentó y se puso el cinturón de seguridad. El interior del vehículo olía a cigarrillos y hamburguesas rancias. Sacó las indicaciones que había obtenido en MapQuest del bolsillo de la mochila. Él salió del arcén sin ni siquiera mirar si venía algún coche.
– ¡Cuidado!
– Relájate. Es medianoche. No hay nadie en la carretera. -Sal tenía el pelo castaño oscuro y se dejaba crecer una perilla porque se creía que le daba un aire interesante.
– Tienes que tomar la I-40 -le dijo ella.
– Como si no lo supiera. -Lanzó el cigarrillo por la ventanilla abierta -. En la radio no hacen más que poner el CD de las Hermanas Moffatt. Supongo que te harás rica.
Sal sólo quería hablar de dinero y sexo, y, como Riley tenía claro que no quería hablar de sexo, fingió examinar los apuntes de MapQuest, aunque ya se los había aprendido de memoria.
– Eres muy afortunada-continuó Sal-. No tienes que trabajarni nada de eso, y tienes una pasta gansa.
– No lo puedo gastar. Va a mi fondo fiduciario.
– Puedes gastarte el dinero que te da tu padre. -Estaba conduciendo con una sola mano, pero si se lo advertía, se enfadaría-.
Vi a tu padre en el entierro. Incluso me dirigió la palabra. Es más amable que tu madre. De veras. Algún día tendré ropas guays como él e iré a los sitios en limusina.
A Riley no le gustaba que la gente hablara de su padre -aunque era lo único que hacía siempre-, parecían pensar que se lo presentaría a pesar de que ella misma casi nunca lo veía. Ahora que su madre había muerto, pensaba inscribir a Riley en Chatsworth Girls, que era un internado donde todo el mundo la odiaría porque era gorda y nadie querría ser su amiga salvo para poder acercarse a su padre. Ahora iba a Kimble, pero no era un internado, y asistir a las mismas clases de su prima Trinity era preferible a lo otro. Le había rogado a su padre que la dejara quedarse en Kimble y vivir con Ava en un apartamento o algo por el estilo, pero él le había dicho que no era lo mejor para ella.
Por eso tenía que encontrar a su hermano.
En realidad era su hermanastro, aunque era un secreto. Muy pocas personas sabían que él y Riley estaban emparentados, y ni siquiera Riley sabría que su padre había tenido otro hijo si no hubiera sido porque había oído sin querer al viejo novio de su madre hablando con ella sobre eso. Su madre era una de las Hermanas Moffatt, la otra era la tía Gayle, la madre de Trinity. Habían actuado juntas desde que tenían quince años, pero no habían entrado en las listas de superventas en los últimos seis años, y su nuevo CD Everlasting Rainbows no les había ido demasiado bien, por eso había estado en ese barco, para una actuación promocional para Radio Nashville. Ahora, con toda la publicidad de la muerte de su madre, el CD estaba en el primer puesto de las listas de éxito. Riley pensó que su madre se habría alegrado mucho, pero tampoco estaba segura.
Su madre tenía treinta y ocho años cuando murió, dos más que tía Gayle. Ambas eran delgadas, tenían el cabello rubio y grandes tetas; un par de semanas antes del accidente, la madre de Riley había ido al cirujano estético de la tía Gayle y se había retocado los labios para que parecieran grandes y carnosos. Riley pensaba que parecía un pez, pero su madre le había dicho que se guardara sus estúpidas opiniones para sí misma. Si Riley hubiera sabido que su madre se iba a caer de ese barco y ahogarse, nunca le habría dicho tal cosa.
El canto del álbum de fotos se le clavó en el tobillo a través de la tela de la mochila. Deseaba sacarlo y mirar las fotos. Eso siempre la hacía sentirse mejor. Se agarró al salpicadero.
– Fíjate por dónde vas, ¿vale? Ese semáforo estaba en rojo.
– ¿Qué más da? No hay coches.
– Si tienes un accidente te quitarán el carnet.
– No voy a tener ningún accidente. -Sal subió el volumen de la radio, pero después volvió a dirigirse a ella-. Apuesto lo que quieras a que tu padre se ha tirado a más de diez mil chicas.
– ¿Por qué no te callas? -Riley quería cerrar los ojos e imaginar que estaba en algún otro sitio, pero si no vigilaba cómo conducía Sal, acabarían teniendo un accidente.
Por enésima vez se preguntó si su hermano sabría algo de ella. Enterarse de su existencia el año pasado había sido lo más excitante que le había ocurrido nunca. Había empezado su álbum secreto de inmediato, mezclando artículos y fotos de Internet con otros que había encontrado en revistas y periódicos. Él siempre parecía feliz en esas fotos, como si nunca pensara cosas malas de la gente y le gustara ayudar a todo el mundo, incluso aunque una no fuera delgada o tuviera once años.
El invierno pasado, le había mandado una carta a las oficinas de los Chicago Stars. No había obtenido respuesta, pero sabía que las personas como su padre y su hermano tenían tanto correo que no lo leían ellos mismos. Cuando los Stars habían ido a Nashville para jugar contra los Titans, había ideado un plan para conocerlo. Pensaba escaparse y buscar un taxi que la llevara al estadio. En cuanto llegara, buscaría la puerta por donde salían los jugadores y lo esperaría. Se había imaginado llamándolo por su nombre y que él la miraría, y ella le diría: «Hola, soy Riley. Tu hermana.» Y a él se le iluminaría la cara de alegría, y una vez que la conociera, le diría que viviera con él o simplemente que pasaran las vacaciones juntos y así no tendría que quedarse con tía Gayle y Trinity.
Pero en lugar de ir al partido contra los Titans, había tenido una faringitis y se había visto obligada a guardar cama toda la semana. Desde entonces, había llamado a las oficinas de los Stars un montón de veces, pero no importaba lo que le dijera a la operadora, nunca le daban su número de teléfono.
Llegaron a las afueras de Nashville, y Sal subió tanto el volumen de la radio que el asiento de Riley vibraba. A ella también le gustaba la música alta, pero no esa noche cuando estaba tan nerviosa. Se había enterado de que su hermano tenía una granja el día después del entierro, cuando había oído a su padre hablando con alguien sobre eso. Cuando había buscado el pueblo que oyó mencionar, descubrió que estaba en el este de Tennessee, y se excitó tanto que se mareó. Pero su padre no había dicho dónde estaba exactamente la granja, sólo que estaba cerca de Garrison, y como no podía preguntarle, tuvo que jugar a los detectives.
Sabía que la gente compraba casas y granjas a través de las agencias inmobiliarias porque el novio de su madre tenía una, así que había buscado todas las inmobiliarias de los alrededores de Garrison en Internet. Luego había ido llamando una por una diciendo que tenía catorce años y que estaba haciendo un trabajo sobre personas que se habían visto obligadas a vender sus granjas.
La mayoría de la gente de las inmobiliarias había sido simpática y le había contado todo tipo de historias sobre granjas, si bien ninguna pertenecía a su hermano pues todas estaban aún a la venta. Sin embargo, dos días antes, había conversado con una secretaria que le había hablado de la granja Callaway, añadiendo que la había comprado un famoso deportista pero que no podía decir quién era. La señora le había dicho dónde estaba ubicada la granja, pero cuando Riley le había preguntado si el famoso deportista estaría allí ahora, comenzó a tener sospechas y le dijo que tenía que colgar. Riley entendió aquello como un sí. Al menos eso esperaba. Porque si no estaba allí, no sabía qué iba a hacer.
Sal parecía estar conduciendo bien por una vez, quizá porque las interestatales eran carreteras rectas. Él señaló con el pulgar la mochila y gritó por encima del volumen de la música.
– ¿Llevas algo de comer?
Riley no quería compartir sus bocadillos, pero tampoco quería que él se detuviera. No sólo porque tendría que pagar ella, sino porque el viaje se haría más largo, así que abrió la mochila y le dio una bolsa de ganchitos de queso.
– ¿Qué le has dicho a tu padre?
Él abrió la bolsa con los dientes.
– Cree que voy a pasar la noche en casa de Joey.
Riley solo había visto a Joey una vez, pero pensaba que era mucho más agradable que Sal. Le dijo a Sal el número de salida que tenía que tomar mucho antes de que llegaran. Tenía miedo de quedarse dormida y que él se la pasara, así que se concentró en las líneas blancas de la carretera; le resultaba difícil mantener los ojos abiertos y…
Lo siguiente que supo fue que el coche se sacudía, patinaba y comenzaba a girar. Dio con el hombro contra la puerta y sintió en el pecho el tirón del cinturón de seguridad. En la radio sonaba «50 Cent» y le pareció que la valla publicitaria se acercaba a una velocidad de vértigo. Gritó por encima de la música y todo lo que pudo pensar fue que nunca conocería a su hermano ni viviría en una granja con un perro.
Pero al final, antes de estrellarse contra la valla publicitaria, Sal dio un volantazo y el coche pasó rozando. Riley se vio la cara reflejada en la ventanilla. Tenía la boca y los ojos abiertos por el pánico. No quería morir, no importaba lo que hubiera pensado sobre el Mercedes de su madre y el garaje.
Fuera, la quietud rodeaba el coche. Dentro, seguía sonando «50 Cent», Riley sollozaba y Sal tragaba saliva e intentaba recuperar la respiración. La interestatal se extendía ante ellos sumida en la oscuridad excepto por la gran luz brillante que iluminaba una valla publicitaria donde se leía «Tienda del Capitán G: Cebo, Cerveza y Sándwiches». A pesar de cuánto deseaba conocer a su hermano, ahora lo único que quería era estar en su cama. El reloj del salpicadero marcaba las 2:05.
– ¡Deja de comportarte como un bebé! -gritó Sal-. Sólo tienes que seguir leyéndome esas estúpidas indicaciones.
Él tuvo que girar el coche en medio de la carretera oscura pues se habían quedado parados en dirección contraria. Estaba sudada y sentía el pelo húmedo. Le temblaron las manos cuando extendió los apuntes del MapQuest para mirar las indicaciones. Él apagó la radio sin ni siquiera preguntar y ella le indicó el camino a seguir: tenían que continuar por esa carretera oscura y desierta otros doce kilómetros, luego tomarían la carretera de Callaway y a unos cinco kilómetros encontrarían el desvío hacia la granja.
Sal le pidió otra bolsa de ganchitos de queso. Ella tomó una y luego, como todavía estaba asustada, se comió unos Rice Krispies Treats. Tenía muchas ganas de hacer pis, pero no podía decírselo a Sal, así que juntó las piernas y rezó para llegar pronto. Sal no conducía tan rápido como antes. Después de haber estado a punto de pegársela, cogía el volante con las dos manos y llevaba la radio más baja. Se pasaron el primer desvío porque estaba demasiado oscuro para ver la señal y tuvieron que dar la vuelta.
– ¿Por qué te mueves tanto? -Sal parecía muy enfadado, como si hubiera sido culpa de ella que casi se estrellaran contra la valla publicitaria en la interestatal.
No podía decirle que tenía ganas de orinar.
– Porque me alegro de que ya nos falte poco para llegar.
Estaban a punto de llegar al desvío en la carretera de Callaway cuando sonó el móvil de Sal. Ambos se sobresaltaron.
– Joder. -Sal se golpeó el codo con la puerta mientras intentaba sacar el móvil del bolsillo de la chaqueta. Parecía muy asustado y cuando contestó, su voz sonó chillona.
– ¿Hola?
Incluso desde el otro lado del coche, Riley podía oír al padre de Sal gritándole qué dónde demonios estaba y que si no regresaba ahora mismo a casa, llamaría a la policía. A Sal le daba miedo su padre, y la miró como si estuviera a punto de llorar. Cuando su padre finalmente colgó el teléfono, Sal detuvo el coche en medio de la carretera y comenzó a gritarle a Riley.
– ¡Dame el resto del dinero! ¡Ya!
Parecía que se había vuelto loco. Riley se echó hacia atrás hasta sentir la puerta en la espalda.
– En cuanto lleguemos.
Él la agarró de la chaqueta y la sacudió. Una pequeña burbuja de saliva salió disparada de su boca.
– Dámelo o te arrepentirás.
Ella se pegó contra la puerta del coche, pero él la había asustado tanto que se señaló la deportiva.
– Aquí está el dinero.
– De prisa, ¡dámelo!
– Llévame antes a la granja.
– Si no me lo das ahora, te pegaré.
Ella sabía que hablaba en serio, y se bajó el calcetín para coger los billetes.
– Te lo daré cuando lleguemos.
– ¡Dámelo ahora! -le retorció la muñeca.
Riley percibió su aliento agrio con olor a ganchitos de queso.
– ¡No me toques!
El le abrió la mano a la fuerza y le arrebató el dinero. Luego le soltó el cinturón de seguridad e inclinándose hacia ella, abrió la puerta de golpe.
– ¡Largo!
Ella estaba tan asustada que se le saltaron las lágrimas.
– Llévame a la granja primero. No me dejes aquí tirada. Por favor.
– ¡Lárgate ya! -La empujó. Ella intentó sujetarse a la puerta, pero no calculó bien y cayó a la carretera-. No se lo digas a nadie -gritó Sal-. Si se lo dices a alguien, lo lamentarás. -Le tiró la mochila, cerró la puerta y salió pitando.
Permaneció tirada en mitad de la carretera hasta que dejó de oír el sonido del motor. Todo lo que se escuchaba eran sus sollozos. Estaba oscuro como la boca del lobo. Allí no había farolas como en Nashville, y ni siquiera se veía la luna, sólo una mancha gris donde las nubes la ocultaban. Oyó crujidos y se acordó de una película que había visto donde un hombre salía del bosque y secuestraba a la chica para llevársela a su casa y cortarla en pedazos. Tan asustada estaba que se colgó la mochila a la espalda y cruzó corriendo la carretera hacia el campo.
Le dolían el codo y la pierna sobre los que había caído, y tenía que orinar ya o se lo haría en los pantalones. Mordiéndose los labios, se bajó la cremallera. Como los pantalones le quedaban muy ajustados, le costó trabajo bajárselos. Mantuvo la vista fija en el bosque del otro lado de la carretera mientras orinaba. Para cuando terminó y se subió los pantalones, veía mejor en la oscuridad, y aunque aún no había salido ningún hombre de entre los árboles, le castañeaban los dientes.
Recordó las indicaciones del MapQuest. El desvío en la carretera de Callaway no podía quedar muy lejos, y cuando lo encontrara, todo lo que tenía que hacer sería recorrer los cinco kilómetros hasta la granja; cinco kilómetros no era demasiado. Pero no se acordaba en qué dirección era.
Se enjugó la nariz con la manga de la cazadora. Cuando Sal la había tirado fuera del coche, había rodado un poco y había perdido la orientación. Buscó alguna indicación en la oscuridad, pero como la carretera iba cuesta arriba no veía nada. A lo mejor aparecía un coche, pero ¿y si era un secuestrador el que lo conducía? ¿Y si fuera un asesino en serie?
Si no recordaba mal estaban subiendo esa cuesta cuando llamó el padre de Sal, aunque no estaba demasiado segura. Recogió la mochila y echó a andar porque no podía quedarse allí parada. La noche no era tan silenciosa como había pensado. Escuchó el ulular de un búho, que le pareció espeluznante, el viento susurró entre los árboles, y oyó ruidos serpenteantes que esperaba que no fueran serpientes porque le daban pánico. No importaba cuánto lo intentara, simplemente no podía evitar gemir de miedo.
Comenzó a pensar en su madre. Riley había vomitado cuando Ava le dio las noticias. Al principio, sólo podía pensar en sí misma y lo que le ocurriría. Pero luego recordó las canciones absurdas que su madre le solía cantar. Había sido cuando Riley era una dulce niñita, antes de engordar y dejar de gustarle. Durante el funeral, Riley intentó imaginar qué había sentido su madre cuando se le llenaron los pulmones de agua, y se había puesto a llorar de tal manera que Ava la había tenido que sacar de la iglesia. Luego, su padre le prohibió ir al cementerio para el entierro, y tuvo una gran discusión con la tía Gayle al respecto, pero a su padre no le asustaba la tía Gayle como a todos los demás, así que Ava se llevó a Riley a casa y la dejó comer todas las palomitas que quiso antes de meterse en la cama.
La brisa alborotó el pelo de Riley, que era tan oscuro como las ramas, no era rubio como el de su madre, su tía y Trinity.
«Es un bonito color, Riley. Negro como la noche.»
Eso es lo que Riley suponía que le diría su hermano mayor de su pelo. Sería su mejor amigo.
Cuanto más subía la cuesta, más le costaba respirar y apenas podía mantener el ritmo por el viento que le daba en la espalda. Se preguntó si su madre estaría allí arriba con Dios vigilándola y buscando la mejor manera de ayudarla. Pero si en verdad su madre estaba en el Cielo, lo más seguro es que estuviera hablando con sus amigos por teléfono y fumando.
A Riley le ardían las piernas donde se rozaban y le dolía el pecho. Si estaba yendo en la dirección correcta, ¿por qué aún no había visto ninguna indicación? La mochila le pesaba tanto que la arrastraba. Si moría allí, los lobos se comerían su cara antes de que alguien la encontrara y entonces nadie sabría que ella era Riley Patriot, la hija de Jack Patriot.
Todavía no había llegado a lo alto de la cuesta cuando vio un letrero metálico doblado. La granja Callaway. Esa carretera también era cuesta arriba. El asfalto estaba agrietado en los laterales, y tropezó. Se le desgarraron los pantalones y se echó a llorar, pero se obligó a levantarse. Esta carretera no era recta como la otra, y tenía curvas que la asustaban porque no sabía qué encontraría en el otro lado.
En ese momento, casi no le importaba morir, pero no quería que un lobo le comiera la cara, así que continuó. Por fin, llegó al final de la cuesta. Intentó visualizar la granja abajo, pero estaba demasiado oscuro. Los dedos del pie se le clavaron en las punteras de las deportivas cuando comenzó a bajar. Finalmente, el bosque se despejó dejando a la vista una alambrada. El viento frío le helaba las mejillas, pero sudaba bajo el plumífero rosa. Le parecía que ya había caminado doscientos kilómetros, ¿y si hubiera pasado por delante de la granja sin verla?
Al final de la cuesta, vio una forma. ¡Un lobo! El corazón se le subió a la garganta. Se detuvo. A esas alturas debería de estar amaneciendo, pero no lo estaba. La forma no se movió. Dio un paso, luego otro, acercándose cada vez más y más, hasta que se percató de que se trataba de un viejo buzón. Allí ponía algo, pero estaba demasiado oscuro para verlo, y lo más probable era que ni siquiera fuera el nombre de su hermano ya que las personas como su padre y su hermano no dejaban que la gente supiera dónde vivían. Bueno, ésa tenía que ser su granja, así que continuó.
A partir de ahí la carretera era todavía peor; era grava sin asfalto y los grandes árboles lo oscurecían todo aún más. Se volvió a caer, haciéndose daño en la palma de las manos. Al final, dobló una curva donde se interrumpían los árboles y vio una casa, pero no tenía luz. Ni siquiera una en el porche delantero. Su casa de Nashville tenía detectores de movimiento, y si se acercaba un ladrón se encendía todo. Ojala esa casa también los tuviera, pero sabía que no había cosas así en el campo.
Con la mochila en la mano se acercó aún más. Vio más edificios. La forma de un granero. Debería haber pensado qué haría si no había nadie despierto. Su madre odiaba que la despertaran muy temprano. Tal vez a su hermano también le molestara, o peor aún, ¿y si su hermano no estaba allí? ¿Y si todavía estaba en Chicago? Eso era lo único en lo que no había querido pensar.
Necesitaba un lugar para descansar hasta que amaneciera. Le asustaba ir al granero, así que lentamente se encaminó hacia la casa.