LUNES 18 DE JUNIO

El segundo asesinato ocupó la primera página de todos los periódicos. El hecho de que las víctimas hubieran aparecido con las bragas metidas en la boca contribuyó evidentemente a que el crimen fuera aún más impactante. Después de que Rapport, el programa televisivo del domingo por la noche, diera a conocer los nuevos datos, el resto de los medios de comunicación se enganchó al carro. Ni que decir tiene que las teorías acerca de un asesino en serie afloraron inmediatamente. Fue la noticia de portada de todos los diarios el lunes por la mañana. La cara de Frida Lindh aparecía en la primera página con titulares que clamaban: «Asesino en serie aterroriza Gotland», «Un asesino misógino suelto en el paraíso de las vacaciones», «Muerte en el vergel veraniego».

Los programas de noticias de TV abrieron sus emisiones con la noticia. La publicación del asunto de las bragas estuvo precedida de una reunión de los directores de informativos de TV. Todos estuvieron de acuerdo en que facilitar el dato era importante. Si se sopesaba el malestar de los allegados frente al interés general, la balanza se inclinaba del lado de la gente, que tenía derecho a estar informada. En las tertulias matinales de televisión se hablaba del tema con criminólogos, psicólogos y representantes de las asociaciones de mujeres.

La radio repetía la noticia un informativo tras otro.

En Gotland, los asesinatos eran el tema de conversación que estaba en boca de todos. Se hablaba de ello en el trabajo, en los autobuses, las tiendas, los cafés y los restaurantes. El miedo al asesino había traspasado las paredes de los hogares. Muchos habían tenido ocasión de conocer a Frida Lindh. Una mujer tan guapa y tan alegre… Madre de tres niños. ¿Quién pudo hacerle algo así? Los asesinatos eran raros en Gotland, y los asesinatos en serie, algo que sólo leían en los periódicos.


Johan y Emma eligieron un restaurante italiano un poco apartado, un trecho más abajo en una callejuela que nacía en la plaza Stora Torget.

En aquellos momentos, antes de que la temporada turística comenzara en serio, estaba medio vacío. Se sentaron en una mesa al fondo del local. Emma se sentía culpable, aun cuando no había pasado nada entre ellos. No informó a Olle de que iba a comer con Johan. Mintió y le dijo que iba a ver a una amiga. La mentira le hacía consciente de su culpa, porque siempre fue sincera con Olle.

Un poco antes del encuentro estuvo a punto de llamar a Johan y suspender la cita. Aun siendo consciente de que estaba a punto de meterse en aguas procelosas, no fue capaz de hacerlo. Su interés por Johan pudo más.

Cuando le permitió retirarle la silla, ya se sintió perdida.

Pidieron un plato de pasta cada uno. El camarero les sirvió la bebida. Vino blanco y agua.

«Un vaso de vino me vendrá bien», pensó Emma, nerviosa, mientras encendía un cigarrillo y lo observaba por encima de la mesa.

– Me alegro de volver a verte -dijo Johan.

– ¿Sí?

No pudo contener la sonrisa.

Él se la devolvió. Se le marcaron los hoyuelos de la risa. Increíblemente atractivos. Los ojos castaños de Johan la dejaban paralizada. Intentaba no mirarlo demasiado.

– Si te parece, no hablamos de los asesinatos. Al menos, por un rato. Quiero saber más de ti -pidió el periodista.

– De acuerdo.

Hablaron de ellos. Le hizo muchas preguntas, tanto acerca de ella como de sus hijos. A Emma le pareció que estaba realmente interesado.

Ella le preguntó sobre su trabajo. Por qué se hizo periodista.

– Cuando estudiaba en el instituto, normalmente estaba cabreado por todo -respondió-. Sobre todo, por las injusticias sociales. Las tenía muy cerca, en la barriada donde crecí, sin ir más lejos. El tren atravesaba la zona y la dividía en dos partes. A un lado estaba la zona de chalés para la gente de pasta. Al otro no había más que bloques de casas, con las fachadas llenas de pintadas y los cristales de las ventanas del sótano rotos. Allí vivían sobre todo drogadictos y parados. Eran como dos mundos separados, una locura en realidad. En el último ciclo de la escuela básica nos juntábamos los jóvenes de toda la barriada en la misma escuela, y aquello me hizo ver las cosas.

– ¿Qué pasó entonces?

– Tuve compañeros que venían de la zona de los bloques de viviendas. Y comprendí que no todos teníamos las mismas oportunidades. Unos cuantos empezamos a hacer un periódico en la escuela, en el que escribíamos artículos sobre las injusticias. Así fué como empezó. Con pasión e idealismo, y ya me ves ahora: un triste reportero de sucesos -dijo sonriente al tiempo que meneaba la cabeza-. Cuando empecé la carrera de periodismo, quería ser periodista de prensa escrita, me imagino que como la mayoría. Pero me asignaron unas prácticas en TV y ahí sigo. Y tú, ¿por qué te hiciste maestra?

– Yo no sentí el mismo entusiasmo que tú, por desgracia. Fue lo de siempre. Mis padres eran maestros. Seguramente lo hice por agradarles. A mí la escuela siempre me ha gustado. Y, además, me encantan los niños -añadió, y el recuerdo de sus hijos acudió a su mente como una acusación por estar donde no debiera haber estado de ninguna manera.

Johan notó que se le ensombrecía el rostro y cambió enseguida de tema:

– ¿Qué piensas del último asesinato?

– Es una locura total. ¿Cómo puede ocurrir aquí una cosa así? En la pequeña isla de Gotland. No entiendo nada. Primero Helena, y ahora esto…

– ¿Conocías a Frida Lindh?

– No. Sólo llevaba un año viviendo aquí, ¿no? Aunque me parece que su cara me suena.

– Trabajaba en una peluquería en Östercentrum. Puede que la hayas visto allí.

– En eso tienes razón. He ido a ese salón un par de veces, a cortar el pelo a los niños.

– ¿Sabes si Helena y ella se conocían?

– Ni idea. Me pregunto si es una casualidad que justo ellas dos hayan sido asesinadas o si hay alguna relación. He pensado mucho en Helena. Le he dado vueltas a todo, tratando de comprender qué puede haber detrás. Quién puede haberlo hecho. Estuve en Estocolmo en el entierro y allí me encontré con un montón de personas que conocían a Helena. Sus padres, sus hermanos y sus amigos. Los padres de Per, por supuesto, estaban también en la ceremonia. Nadie pensaba, ni por asomo, que él pudiera ser el asesino. Luego nos hemos reunido todos los que estábamos en la fiesta aquella tarde en casa de Helena y Per. No se nos ocurre ninguna explicación. Yo he pensado mucho en ello. Me pregunto si habría conocido a algún hombre nuevo del que nadie sabe nada. Alguien con quien hubiera iniciado una relación, que después resultara que estaba loco y… -susurró mientras picoteaba con el tenedor entre los restos de comida que quedaban en su plato-. Tal vez intentó romper la relación, porque se diera cuenta de que amaba a Per, y entonces al otro le dio un ataque de celos

– Sí -asintió Johan-. Por supuesto, es una posibilidad. ¿Sabes si le era infiel a Per?

– Sí, lo fue. Al menos una vez, hace varios años. Conoció a alguien en una fiesta, y acabaron en la cama. Estuvieron liados unas semanas. Entonces tenía dudas respecto a lo suyo con Per. Ya no sabía lo que sentía. Le parecía que lo suyo con Per se había convertido en algo rutinario. Estuvo totalmente colada por ese otro. No hacía más que hablar de él, decía que era como una droga a la que se había enganchado. Llegó incluso a faltar al trabajo alguna vez para encontrarse con él. No era propio de ella.

– ¿Cómo se llamaba?

– No lo sé. No quería decirlo. A mí me parecía ridículo. No quería decir nada de quién era, ni a qué se dedicaba, dónde vivía…

– ¿Por qué?

– Ni idea. Por supuesto, yo traté de convencerla para que me lo dijera, pero todo fue inútil. «Lo sabrás en su momento», contestaba.

– ¿Qué pasó después?

– Un día me contó que se había acabado. No sé lo que pasó ni por qué. Sólo me dijo que había terminado y que se quedaba con Per.

– ¿Cuándo fue eso?

– No sé, hace unos cuantos años. ¿Cuánto puede hacer…? Tres, cuatro años tal vez.

– ¿No habló nunca de él después?

– No. Con el tiempo lo olvidé. Hasta ahora.

– Eso habría que comprobarlo -dijo Johan-. Alguien más tiene que saberlo. ¿Hablaste de ello con alguno de sus amigos cuando estuviste en Estocolmo?

– No, claro que no. Ni lo pensé.

Emma miró el reloj. Las dos y media. Notaba ya el efecto del vino, pero dio un trago más y le sostuvo la mirada.

– Tengo que tomar el autobús a la hora, para no llegar tarde a buscar a mis hijos después de las actividades extraescolares.

– Puedo llevarte. Sólo he bebido un vaso de vino.

Cruzaron la ciudad en silencio. Emma se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos; hacía tiempo que no se sentía tan bien.

Abrió los ojos y se quedó mirándole.

«Dios mío, me estoy enamorando de él -pensó-. Esto es una locura.» Pero al mismo tiempo no podía dejar de disfrutar del momento. Con él se relajaba. Hacía tiempo que no se sentía tan alegre y habladora. Contempló su mano en torno al volante. Bastante morena, viril. Uñas cortas y limpias.

Johan se volvió y la miró.

– ¿En qué piensas?

Se ruborizó.

– En nada.

Fue consciente de su propia amplia sonrisa.

Sin previo aviso, él se desvió de la carretera principal, que iba hacia Roma, y entró en un camino de guijarros. Detuvo el coche junto a la linde del bosque. No se sintió particularmente sorprendida, ni asustada. Sólo notó un leve cosquilleo en el estómago.

Johan no dijo nada. Sólo se inclino hacia delante y la besó. Le devolvió el beso. A Johan le sorprendió la intensidad de aquel beso. Le acarició el pelo, los brazos, las piernas. Emma sintió cómo se le humedecía la entrepierna. «Sólo un poco más -pensó mientras su lengua se enredaba en un tierno combate con la de él-. Un poco más.» Cuando la mano del hombre iba deslizándose por debajo de su jersey, lo apartó.

– Mira, tenemos que dejarlo. Esto no puede ser.

– Un poco más -suplicó.

Emma fue tajante. La cordura empezaba a volver a su cerebro.

El resto del viaje hasta Roma lo hicieron en silencio. Cuando llegaron a la escuela, el periodista se volvió hacia ella y preguntó.

– ¿Cuándo volvemos a vernos?

– Eso no te lo puedo decir en este momento. Los niños me están esperando. Tengo que reflexionar. Te llamaré.

Se sintió aliviada cuando vio a Sara en el patio saludándola con la manita.


El dolor de estómago se volvía más intenso en el camino hacia la escuela. Cada paso que daba era peor. Cuando llegaba a la calle Brömsebrovägen y veía la fachada de ladrillo rojo de la escuela Norrbackaskolan, sentía siempre una opresión en el pecho que le impedía respirar. Intentaba quitarse de encima aquella sensación. Comportarse con normalidad. Aparentar indiferencia. Allí llegaban Jonas y Pelle. Hablando, jugando con una piedra como si fuera un balón, empujándose divertidos el uno al otro. Normales y seguros de sí mismos. Hacía sólo unos meses, él había sido uno de ellos. Ahora todo era distinto. Llegaron al patio de la escuela al mismo tiempo. Lanzó un escupitajo contra la pared. Miró de soslayo a sus compañeros de clase. Los chicos hacían como si no lo vieran. El sentía cómo iba enrojeciendo y bajaba la cabeza. Cruzaba a toda prisa el patio de la escuela. La desesperación le crecía en el estómago. ¿Cómo podía haber cambiado todo en tan poco tiempo? La escuela ya no era sino un gran motivo de odio. Totalmente oscuro. ¿Acabaría aquello alguna vez?

Cómo le gustaría que las cosas fueran como antes. Como eran en otoño, Entonces iba a la escuela y jugaba con sus amigos como la cosa más natural del mundo. Jugaban al fútbol y al hockey en los recreos, En aquel tiempo, la escuela había sido lo más divertido de su vida. Entonces siempre la echaba de menos cuando estaba en casa. En la escuela todo era normal. La gente a su alrededor estaba contenta y era amable. No como en casa, con vibraciones raras, que no podía comprender, y ante las cuales no sabía qué postura adoptar. En casa, a menudo estaba en ascuas. Intentaba agradar a su madre. No molestar. Se había acostumbrado al hecho de que sus padres ya apenas hablaran entre ellos o a que el ambiente fuera tenso alrededor de la mesa. Se trataba sólo de salir de allí lo antes posible, sin que se produjera ninguna irritación. Antes no le había parecido tan preocupante la situación en casa, entonces tenía amigos a los que acudir. Para salir y para jugar. Ya no los tenía. Por eso se le hacía más insoportable el ambiente desagradable de su casa. No tenía adonde ir. En vez de eso, se refugiaba en su habitación. En sí mismo. Leía libros. Hacía puzles complicados y de difícil solución que le llevaban mucho tiempo. Hacía los deberes con esmero. Se tumbaba en la cama y miraba al techo. Pero, sobre lodo, se sentía solo y fracasado. Nadie quería estar ya con él. Nadie preguntaba por él. No era querido ni en casa ni en la escuela. Su hermana tenía sus amigas y pasaba la mayor parte del tiempo libre en la cuadra con los caballos. Pero ¿quién quería estar con él?

Había llegado a la puerta de su aula. Colgó la cazadora y la mochila en el perchero.

Cuando sonó el timbre que avisaba del comienzo de la primera clase, le pareció una liberación. Aunque sabía que sólo era provisional.


La sintonía de la emisora de radio Mix Megapol se oía de fondo, cuando Karin entró en el salón de peluquería. La única clienta era una señora de mediana edad a quien estaban enrollando las mechas del pelo en papel de aluminio.

En uno de los rincones vio un cesto en el suelo con un perrillo peludo que movió la cola cuando vio a Karin.

La peluquera vestía una falda roja con una blusa de lino natural; tenía las piernas esbeltas y morenas, y calzaba zapatos rojos. Se volvió hacia la puerta cuando entró Karin.

– Hola -saludó mirando con curiosidad a Karin, que enseguida se presentó.

– Termino aquí en un momento -dijo la peluquera con amabilidad-. Puedes sentarte y esperar entre tanto -ofreció señalando con el gesto un sofá marrón.

Karin se sentó y empezó a hojear una revista de peinados.

El local no era grande. Tres sillones se alineaban a lo largo de la pared de enfrente. La clienta del único sillón ocupado lanzaba miradas de curiosidad a Karin. Las paredes, claras, estaban desnudas. Desde luego, no se había derrochado con la decoración. Espejos, un reloj en la pared, y nada más. Recordaba más la típica peluquería de caballeros. Austera y algo anticuada. Al cabo de unos minutos, la peluquera terminó de aplicar el tinte. Le puso a la clienta un secador en la cabeza, la dejó provista de café y revistas, e hizo señas a Karin para que pasara detrás de unas cortinas.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó cuando se sentaron junto a una mesita.

– Quiero que me hables de Frida Lindh.

– Sí; ¿qué puedo decirte? Llevaba trabajando aquí medio año. Cuando le di trabajo, me arriesgué. Era de Estocolmo y la verdad es que no sabía mucho de ella. La única experiencia laboral que tenía era un trabajo a tiempo parcial, durante dos años, en un salón de peluquería de Estocolmo, y de eso hacía ya mucho tiempo, así que dudé. Pero fue un éxito, como se vio. Al menos desde el punto de vista económico. Era habilidosa, rápida, alegre y simpática con los clientes. Era muy apreciada. Alquiló un sillón aquí y a las pocas semanas estaba siempre ocupada. Tenía tantos clientes que a veces nosotras teníamos que hacernos cargo de ellos, porque ella no tenía tiempo.

– ¿Qué pensabas personalmente de ella?

– La verdad, a mí no me gustaba. Daba demasiadas confianzas a los clientes masculinos, y eso también explica que la mayoría de sus clientes fueran hombres.

– ¿Por qué no te gustaba?

– Me gusta, claro está, que quienes trabajan aquí tengan un buen trato con los clientes. Pero Frida no sabía dónde estaban los límites. Se reía y hablaba con los clientes en voz alta de todo, y a mí en muchas ocasiones me parecía que eran cosas muy personales. Aquí no podemos evitar oír lo que dicen los demás y, a veces, la verdad es que resultaba algo embarazoso. Se pasaba un poco, sencillamente.

– ¿De qué manera?

– Pues a veces el cliente y ella podían bromear con alusiones sexuales, por ejemplo. A mí eso no me parece de buen tono. Visby es una ciudad pequeña. Aquí mucha gente se conoce.

– ¿Hablaste con ella de esto?

– Sí, lo hice la semana pasada. Frida y un cliente estaban bromeando y ella se reía tanto que no podía parar. Era sábado, trabajábamos sin cita concertada, y había un montón de personas aquí sentadas esperando. Se comportaba como si no se diera cuenta de nada. El cliente se lo pasaba de maravilla con sus risitas, tan animado estaba que no hacía más que seguirle la broma. Tardó más de una hora en hacer un corte de caballero normal. Entonces hablé con ella.

– ¿Cómo reaccionó Frida?

– Se disculpó y prometió que no volvería a suceder. La creí.

– ¿Cuándo ocurrió esto? La semana pasada, has dicho, ¿no?

– Sí, tuvo que ser el sábado pasado.

– ¿Conocías al cliente de haberlo visto con anterioridad?

– No, era nuevo. No le había visto nunca antes.

– ¿Puedes describirlo?

– Diría que era algo mayor que ella. Alto, de aspecto agradable. Por eso Frida se pondría así.

– ¿Crees que era de Gotland?

– No, no hablaba con acento de Gotland. Lo habría notado, con el rato que estuvieron armando jaleo… Tenía acento de Estocolmo.

– ¿Te dio la impresión de que ya se conocían?

– No lo creo.

– ¿Recuerdas cómo iba vestido?

– No, la verdad es que no. Supongo que bastante correcto. Si su ropa hubiera tenido algo especial, me habría fijado.

– Y los nombres, ¿apuntáis los nombres de los clientes que entran sin cita previa?

– No, ésos no. No lo hacemos.

– ¿Has vuelto a ver a ese cliente después?

– No.

– ¿Has notado algo más en el trabajo? ¿Alguien que haya mostrado algún interés especial por Frida?

– No. Sin duda era popular, pero no advertí nada especial. Aunque puedo preguntárselo a Malin, que también trabaja aquí.

– Con ella ya hemos hablado. ¿Tienes algún empleado más?

– No, somos sólo nosotras tres. Bueno, éramos.

En aquel momento sonó un timbre en el salón. Ya había pasado el tiempo del secador y la peluquera se levantó.

– Tendrás que disculparme, pero ahora tengo que trabajar. ¿Querías algo más?

– No. Si te acuerdas de algo, no dudes en llamarme. Aquí tienes mi tarjeta.

– ¿Hay motivos para que Malin y yo nos sintamos amenazadas? ¿Crees que alguno de nuestros clientes es el asesino?

– Por lo que sabemos hasta ahora, no hay nada que apunte en esa dirección. Aunque nunca está de más prestar especial atención a las personas que se muevan por aquí cerca. Si veis o escucháis algo sospechoso, no tenéis más que llamar.


Sentado en su despacho, Knutas cargaba la pipa. Estaba repasando de nuevo lo que sabía de los dos asesinatos. Había, sobre todo, dos cuestiones que no podía quitarse de la cabeza. Las armas de los crímenes y las bragas.

Helena Hillerström fue asesinada con el hacha de su familia. El autor del crimen la robó de la caseta, tal como afirmaba Bergdal. ¿Cómo era posible que hubiera estado tan cerca de Helena? Tenía que llevar un tiempo espiándola. Si no era algún conocido suyo, claro, alguno de los que participaron en la fiesta, por ejemplo.

A Frida Lindh la mataron con un cuchillo. ¿Por qué decidió el asesino utilizar distintos tipos de arma? Quizá porque no quería andar por la ciudad con un hacha escondida dentro de la cazadora. Un cuchillo era mucho más fácil de llevar. Podía ser así de sencillo. Probablemente la estaba esperando junto al cementerio. Lo cual significaba que sabía dónde vivía. ¿Sería alguien a quien ella conocía? Aquel hombre misterioso del bar en Munkkällaren no había dado señales de vida.

El barman lo recordaba muy bien, pero no creía haberle visto antes por allí. Ni tampoco después de aquella tarde. Los interrogatorios del resto de los empleados que trabajaron el viernes por la tarde no habían aportado nada. Si el asesino la había estado siguiendo durante algún tiempo y decidió matarla, ¿por qué eligió aquel momento? Corrió un gran riesgo al actuar en la ciudad, donde era muy fácil que lo vieran. Además, el riesgo de que el cuerpo fuera descubierto muy pronto era evidente.

Y encima, lo de las bragas. Knutas había analizado todos los casos similares ocurridos en Suecia, e incluso en el extranjero. En todos ellos, cuando el criminal había hecho algo parecido, también violó a la víctima o cometió otros abusos sexuales. No sabría si Frida Lindh había sido violada hasta que no recibiese el informe preliminar de la autopsia, pero nada hacía suponer que hubiera sido así.

Un grupo de especialistas de la policía nacional estaba trabajando para reunir datos sobre casos anteriores de asesinos que habían actuado de manera parecida. Sus colaboradores más cercanos, Wittberg, Norrby, Jacobsson y Sohlman, estaban ocupadísimos haciendo interrogatorios y resumiendo los que ya habían realizado. La sección de medicina legal de Solna tenía que presentar un informe preliminar sobre Frida Lindh, y con respecto a los análisis del SKL, no podían hacer otra cosa sino esperar su respuesta. Todo estaba en marcha. Sin embargo, le corroía la impaciencia. Lo mirara como lo mirase, siempre llegaba a la misma conclusión: había muchos detalles que apuntaban a que las víctimas conocían a su verdugo. También era lo más frecuente en los casos de asesinato. Frida tenía un grupo reducido de amistades en Gotland. Cierto que mucha gente la conocía, pero no había tenido muchas amistades. No era en absoluto improbable que hubiera encontrado a su asesino en el salón de peluquería.

En el caso de Helena Hillerström tampoco eran muchas las personas con quienes se relacionaba en Gotland, además de los familiares. En resumidas cuentas, no eran más que los asistentes a la fiesta. De nuevo fue el rostro de Kristian Nordström el que acudió a su mente. Aunque ya habían interrogado a Nordström, Knutas quería hablar con él de nuevo. Decidió ir hasta su casa. Sin avisar.


Eran las cuatro de la tarde. El calor propio del verano por fin había llegado, y de verdad. Tenían veintiocho grados y el viento estaba en calma. Su Merca estaba aparcado en su recuadro habitual fuera de las dependencias policiales, y Knutas advirtió con indignación que le estaba dando el sol de lleno. Cuando abrió la puerta del coche fue como entrar en un horno. Lanzó la chaqueta a la parte trasera y se quemó en el asiento cuando se sentó. El coche no tenía aire acondicionado. Bajó la ventanilla. Eso fue un alivio. Pero los vaqueros se le pegaban a las piernas. «Tenía que haberme puesto pantalones cortos», pensó. El calor le irritaba y le impedía pensar con claridad. Torció hacia arriba por la calle Norra Hansegatan y unos minutos después se encontraba ya fuera de la ciudad. En dirección norte hacia Brissund, a diez kilómetros de Visby.

Cuando llegó a la dirección de Kristian Nordström, quedó impresionado por la maravillosa vista.

La moderna casa de madera se elevaba sola y majestuosa sobre una roca alta con vistas sobre el mar y al antiguo pueblo pesquero de Brissund. La casa estaba construida en forma de semicírculo siguiendo la forma de la roca, y era como si la construcción trepase por la pared de la roca. Unos enormes ventanales se abrían en toda la fachada, y una amplísima terraza de madera miraba al mar. Un jeep Cherokee de color verde oscuro estaba aparcado fuera. Knutas estaba sudando. Salió del coche, buscó la pipa y se la puso en la boca sin encenderla. Se dirigió hacia la puerta, pintada de azul. «Como en Grecia», pensó, y llamó al timbre. Hacía mucho tiempo que no salía al extranjero. Oyó el sonido del timbre en el interior de la casa. Esperó. Nada. Volvió a llamar. Esperó. Chupó la pipa. Decidió dar una vuelta alrededor de la casa. El mar estaba en calma. El sol abrasaba. El aire zumbaba. Entornó los ojos hacia el sol haciendo visera con la mano. Miles de puntos muy concentrados caían desde el cielo como un enjambre gigante. Era casi insoportable. Miró hacia abajo, al suelo, y se dio cuenta de que eran mariquitas. Los diminutos insectos rojos con sus puntitos negros brillaban en el césped de delante de la casa. En cada brizna de hierba había una mariquita. Qué curioso. Volvió a mirar hacia el sol. Parecía como un remolino de nieve en invierno. Sí, eso era. Un remolino de mariquitas. Subió a la terraza por la parte trasera. La casa parecía vacía y deshabitada. Echó una ojeada al interior a través de uno de los ventanales que llegaba hasta el suelo.

– ¿Puedo ayudar en algo?

Estuvo a punto de dejar caer la pipa sobre las tablas recién enlucidas de la terraza. Kristian Nordström apareció detrás de una esquina.

– Hola -saludó Knutas tendiéndole la mano-. Me gustaría charlar un poco contigo.

– Claro. ¿Vamos dentro?

Knutas siguió al apuesto joven hasta el interior de la casa. En el vestíbulo hacía fresco.

– ¿Quieres beber algo? -le preguntó Kristian Nordström.

– Un vaso de agua me sentaría bien. Hace un calor tremendo ahí fuera.

– Yo necesito algo más fuerte.

Se sirvió una cerveza Carlsberg para él y llenó un gran vaso de agua con hielo para el comisario. Se sentaron cada uno en uno de los dos sillones de piel que había dispuestos junto a una de las ventanas panorámicas. Knutas sacó su viejo bloc de notas, gastado por el uso, y un bolígrafo.

– Ya sé que lo has contado antes, pero ¿conocías bien a Helena Hillerström?

– Sí. Nos conocíamos desde la adolescencia. A mí Helena siempre me cayó bien.

– ¿Teníais mucho trato?

– En el instituto formábamos una pandilla y siempre íbamos juntos. Tanto dentro como fuera de la escuela. Muchos de los que estábamos en la fiesta de Pentecostés formábamos parte de esa pandilla. Estudiábamos juntos, íbamos al cine, nos veíamos después de las clases y por las tardes los fines de semana. Sí, nos relacionamos mucho durante aquellos años.

– ¿Hubo entre Helena y tú algo más que simple amistad?

La respuesta llegó muy rápida. «Tal vez demasiado rápida», pensó el comisario.

– No. Como ya he dicho, me parecía guapa, pero nunca hubo nada entre nosotros. Cuando yo estaba libre, ella salía con algún chico y al revés. No estuvimos nunca libres al mismo tiempo.

– ¿Qué sentías por ella?

Kristian le miró directamente a los ojos cuando contestó. Con cierta irritación en el tono de voz, contestó:

– Eso ya te lo he explicado. Me parecía una chica divertida y atractiva, pero no significaba nada especial para mí.

Knutas optó por cambiar de tercio.

– ¿Qué sabes de sus antiguos novios?

– Bueno, tuvo un buen número de ellos con los años. Casi siempre estaba con alguien. Por lo general, no duraba más de un par de meses, o tres. Eran chicos del instituto y otros que encontraba fuera. Chicos de la Península que venían a pasar las vacaciones, y con quienes mantenía una relación de unas semanas antes de liarse con el siguiente. En general era ella la que se cansaba. Seguro que rompió bastantes corazones.

Knutas pudo adivinar una pizca de amargura en su voz.

– Luego está ese profesor con el que se veía a escondidas.

Knutas arrugó la frente.

– ¿Quién era?

– Era profesor de gimnasia en el instituto. ¿Cómo se llamaba…? Hagman. Göran. No, Jan. Jan Hagman. Estaba casado, así que hubo muchas habladurías.

– ¿Cuándo fue eso?

Kristian trataba de recordar.

– Tuvo que ser el año que estábamos en segundo, porque en primero tuvimos a otro profesor que luego se jubiló. Helena y yo íbamos juntos a la misma clase, en el instituto también. En la línea de ciencias sociales.

– ¿Cuánto tiempo duró esa relación?

– No lo sé con seguridad. Pero creo que bastante. Tuvo que durar más de medio año, sin duda. Creo que había empezado antes de Navidad, porque Helena le dijo a Emma que lo vería durante las vacaciones de Navidad. Emma me lo contó a mí en una fiesta, cuando estaba un poco bebida. Lo más probable es que no tuviera intención de contarlo. Pero, al mismo tiempo, seguro que estaba preocupada por Helena, porque eran muy amigas. Al fin y al cabo, él estaba casado, tenía hijos y era mucho mayor que ella. Recuerdo que estuvieron juntos en un viaje del instituto que hicimos a Estocolmo, antes de que empezaran las vacaciones de verano. Hagman era uno de los profesores que venían con nosotros. Alguien los vio entrar en la habitación de ella por la noche, y eso llegó a oídos de los otros profesores que iban con nosotros. Cuando volvimos del viaje circularon un montón de comentarios al respecto. Luego, llegó el verano y todo el mundo se largó de vacaciones. Después, no volví a oír nada sobre el tema. En otoño, él ya no estaba en el instituto.

– ¿Hablaste con Helena de su relación con el profesor?

– No, la verdad es que no. Todos nosotros nos dimos cuenta de que la había afectado bastante. Recuerdo que no se dejó ver en todo el verano. Cuando empezó el nuevo curso después de las vacaciones, había adelgazado mucho, diría que más de diez kilos. Parecía pálida y ojerosa, cuando todas las demás estaban estupendas y bronceadas. Seguro que la mayoría lo recuerda, porque no era propio de ella.

– ¿Por qué no has dicho nada de esto antes?

– No sé. No pensé en ello. Ha pasado ya tanto tiempo… Más de quince años.

– ¿Tienes alguna idea de quién pudo haberla matado? ¿Algo que se te haya ocurrido desde la última vez que hablamos?

– No. No tengo la menor idea.

Kristian Nordström acompañó a Knutas hasta la puerta. Notaron el calor cuando salieron a la escalera desde la frescura del interior. En el exterior, la naturaleza estaba en plena floración, propia de principios de verano.

A Knutas se le arremolinaban los pensamientos en la cabeza, mientras conducía bajo el sol de la tarde de vuelta a Visby. ¿Qué significaba la historia con el profesor? ¿Por qué no la había mencionado nadie, ni siquiera Emma, su mejor amiga?

«Fue hace mucho tiempo, pero de todos modos…»


Cuando llegó a la comisaría, se dio cuenta del apetito que tenía. Ir a cenar a casa parecía impensable. Después de conocer aquellos nuevos detalles, quería convocar una reunión inmediatamente. Marcó el número de teléfono de su casa e informó de que iba a llegar tarde.

Su esposa, ya acostumbrada, recibió la noticia con tranquilidad. Hacía ya muchos años que se había despedido de las cenas diarias en familia. «Quizá sea por eso por lo que nuestro matrimonio funciona -se decía Knutas mientras subía la escalera hasta la sección de lo judicial-. El hecho de que cada uno de nosotros se sienta seguro en su plataforma vital, sin tener como objetivo el estar siempre juntos. Eso, desde luego, hace la vida en común más llevadera.»

Los compañeros de la policía judicial que se encontraban allí hicieron un pedido en común a su pizzería habitual. Entre bocado y bocado, el comisario resumió su encuentro con Kristian Nordström y lo que éste le había contado de la relación amorosa de Helena Hillerström con el profesor de gimnasia Jan Hagman.

– ¿Has dicho que se apellidaba Hagman? -interrumpió Karin-. No hace mucho estuve con él. Estuvimos en su casa, en Grötlingbo -dijo, y se volvió hacia Thomas Wittberg-. ¿Te acuerdas? Su mujer se había suicidado.

– Sí, es verdad. Hace sólo unos meses. Se ahorcó. Era un tipo bastante raro. Muy reservado; resultaba difícil hablar con él. ¿Recuerdas que pensamos que era raro que no pareciera triste en absoluto, ni siquiera sorprendido, de que su mujer se hubiera suicidado? -dijo Wittberg.

– Hicimos una investigación, claro está -dijo Karin-. Pero todo apuntaba a un suicidio y cuando llegó el informe de la autopsia quedamos convencidos. Se colgó en un granero que había en la finca.

– A ése tenemos que controlarle -masculló Knutas.

– Pero ¿por qué iba a tener Hagman algo que ver con esta muerte? -preguntó Wittberg-. Hace veinte años que mantuvieron una relación. No entiendo por qué vamos a dedicarle tiempo a una historia tan vieja. Un lío con un profesor en el instituto. Diablos, que tenía treinta y cinco años cuando se la cargaron.

– Yo también opino que parece un poco exagerado -dijo Norrby.

– Tal vez, pero de todas formas puede que valga la pena hablar con Hagman -insistió Knutas-. ¿Qué dices tú, Karin?

– Pues claro, puesto que no tenemos ninguna pista concreta que seguir. Aunque parece extraño que en todos los interrogatorios que hemos hecho, nadie haya nombrado a ese profesor de gimnasia. ¿Y por qué lo suelta Kristian Norström precisamente ahora?

– Me dijo que no había pensado en ello -contestó Knutas-. Que hada tanto tiempo que… De hecho, tampoco lo ha mencionado nadie.

Retiró el cartón de la pizza.

– Si nos concentramos en el presente, ¿hay algo nuevo que contar de las víctimas? -preguntó Karin.

– Sí, el grupo que trabaja en la investigación de sus vidas está en ello. Kihlgárd de la policía nacional viene de camino. Estaba durmiendo cuando lo llamé -dijo Knutas-. Una cabezadita después de la comida, lo llamó él.

Norrby enarcó las cejas.

– Sí, a mí también me gustaría hacerla. Algunos tienen tiempo para reponerse.

El murmullo que se produjo quedó interrumpido cuando se abrió la puerta y en el vano apareció el imponente cuerpo de Kihlgárd.

– Hola. Siento llegar tarde -miró con avidez los cartones de las pizzas-. ¿Ha sobrado algún trozo para mí?

– Sí, toma el mío. No puedo con todo -ofreció Karin, y le pasó su cartón.

– Muchas gracias -gruñó Kihlgárd y enrolló con la mano lo que quedaba de la pizza y le hincó el diente.

– ¡Qué buena está! -exclamaba entre bocado y bocado. Los demás dejaron la conversación para mirarlo fascinados. Por un momento olvidaron por qué se encontraban allí.

– ¿Pero no acababas de comer? -le preguntó Knutas.

– Sí, pero un poco de pizza siempre cabe -farfulló Kihlgárd y dio otro bocado-. ¿Dónde estabais? A ver, repite esa historia del profesor.

Knutas volvió a contar otra vez la conversación que había mantenido con Kristian Nordström.

– Bueno. Nosotros estamos investigando la vida de esas mujeres y hasta ahora no hemos oído nada de eso -manifestó Kihlgárd-. Cierto que tuvo un montón de relaciones, pero ninguna con un profesor, que yo sepa. Así pues, eso tuvo que ocurrir hace aún más tiempo, en el instituto, supongo.

– Sí. Por lo visto, iniciaron una relación amorosa en otoño, cuando Helena cursaba segundo. Quedaron en verse durante las Navidades, según Kristian Nordström. Luego, la cosa debió de continuar durante toda la primavera, pero se rompió en algún momento de aquel verano. El profesor, Jan Hagman, estaba casado y tenia hijos, y evidentemente, optó por quedarse con su esposa. Cuando llegó el otoño, él había pedido el traslado a otro instituto.

– ¿Sabéis si el profesor sigue viviendo en la isla? – preguntó Kihlgárd mientras con la mirada buscaba en el montón de cartones de pizza que había sobre la mesa por si quedaba algún pedacito todavía.

– Sí, vive en el sur de Gotland. Jacobsson y Wittberg estuvieron allí hace unos meses. Su mujer se suicidó.

– ¡No me digas! -Kihlgárd enarcó las cejas-. Entonces, el tipo es viudo. ¿Cuántos años tiene?

– Debía de tener unos cuarenta años cuando mantuvieron la relación, lo cual significa que le doblaba la edad a Helena. Ahora debe de andar por los sesenta.


El sol vespertino entraba a raudales sobre los bancos de la cocina y el pelo de los niños brillaba con su resplandor. Emma se inclinó sobre Filip y aspiró su olor con satisfacción. Sus cabellos suaves y rubios le hicieron cosquillas en la nariz.

– Mmm, qué bien hueles, cariño mío -comentó con ternura, y siguió hasta la cabeza siguiente. El pelo de Sara era más recio y más oscuro, como el de ella. Volvió a aspirar profundamente. El mismo cosquilleo en la nariz-. Mmm -repitió-, tú también hueles de maravilla, mi niña. – Besó a su hija en la cabeza-. Vosotros sois mis angelitos.

Se sentó junto a ellos en la isleta, en el centro de la amplia cocina abierta. La cocina era la parte de la casa de la que más satisfecha se sentía. Olle y ella la habían montado juntos. Una parte, en la que ahora estaban sentados, era la zona de trabajo. Baldosas de gres, azulejos de cerámica sobre la encimera y una gran isleta para cocinar, con la campana extractora colgando libremente encima de la placa de la cocina. Le gustaba estar cocinando y disfrutar al mismo tiempo de la vista del jardín, a través de la ventana. También disponían de espacio para comer cuatro personas, perfecto para los desayunos rápidos o para tomar el aperitivo antes de una comida con buenos amigos. Un par de peldaños más abajo estaba el comedor con el suelo de madera de pino tratado, vigas en el techo y una mesa grande de estilo rústico. Las ventanas, que daban hacia todos los lados, hacían que las plantas que tenía en la cocina se sintieran tan a gusto como ella.

Los niños, encaramado cada uno en su taburete, bebían un batido de cacao y comían bollos de canela recién hechos. Un consuelo, tras el escozor del champú en los ojos y el agua unas veces fría y otras caliente que mamá les había echado por encima en la ducha que se acababan de dar.

Emma los observaba mientras comían. Sara, de siete años, había terminado el primer curso. Era una niña alegre, querida y aplicada en la escuela. Con los ojos oscuros y las mejillas sonrosadas. «Ha ido muy bien hasta ahora», pensó Emma agradecida. Posó la mirada en Filip, que tenía seis años. Rubio, con la tez clara, ojos azules y hoyuelos en las mejillas. Bueno, aunque travieso. Se llevaban poco más de un año. De eso se alegraba ahora.

Al principio fue duro, con un crío en cada brazo. Sara no había aprendido aún a andar, cuando nació Filip. Además, Emma no había finalizado sus estudios. Siguió estudiando el último año en la universidad con un niño al pecho y otro en la barriga. En estos momentos no podía comprender cómo había sido capaz de hacerlo. Pero lo hizo. Con mucha ayuda de Olle, claro está. Él estaba también en el último curso de económicas, así que se turnaron para cuidar a los bebés y estudiar. Habían bregado con los niños, la pésima economía y los estudios. Entonces vivían en un piso realquilado en Estocolmo. Sonrió al recordar cómo había tirado del cochecito doble y comprado el tomate triturado que estaba de oferta en el supermercado Rimi.

Recordaba que habían utilizado pañales de tela con protectores de plástico, para ahorrar basura y dinero. Olle se sentaba por la noche y doblaba pañales viendo Rapport, mientras ella le daba el pecho. Cómo habían luchado. Al mismo tiempo, su amor florecía y lo compartían todo.

Entonces creía que iban a estar juntos para siempre. Ahora ya no estaba tan segura.


Sara bostezaba. Eran las ocho. La hora de acostarse. Después de que se lavaran los dientes, les contó un cuento cortito y, tras darles un beso de buenas noches, se sentó en uno de los sofás del cuarto de estar. No se molestó en encender la tele. Se quedó mirando a través de la ventana. El sol estaba todavía alto en el cielo. «Qué extraño, cómo cambia la perspectiva con la luz -pensó-. Ahora, con el jardín inundado de luz, parece absurdo acostar a los niños. En diciembre, a las cuatro de la tarde ya parece hora de irse a la cama.»

Se acurrucó en una esquina del sofá. Se sirvió una taza de café. Sus pensamientos volvieron otra vez al pasado.

Ella y Olle tuvieron una buena relación durante mucho tiempo, claro que sí. Cuando los niños eran pequeños, ella se preocupó de que ambos siguieran teniendo sus agradables cenas los viernes por la noche, a pesar de los llantos de los pequeños y de los cambios de pañales. Muchas veces habían estado sentados con una buena cena y las velas encendidas y al mismo tiempo, uno de ellos tenía que arrullar a los niños, mientras el otro comía para que no se enfriara la comida. Pero a veces salía bien. Y aquellos momentos fueron muy importantes, era consciente de ello.

No se habían olvidado el uno del otro porque hubieran tenido hijos. Un fallo en el que muchos en su círculo de amistades incurrieron, y que a menudo tenía como consecuencia el divorcio. Habían seguido pasándolo bien juntos, entre risas y bromas. Al menos los primeros años. Entonces, Olle le compraba flores a menudo y le decía lo guapa que era. Ella no se había sentido nunca tau realizada con nadie. Incluso cuando engordó casi treinta kilos con el primer embarazo, él se quedaba contemplando su cuerpo con admiración, cuando ella estaba desnuda, y le decía:

– Cariño, ¡qué sexy estás!

Y le creía. Cuando daban una vuelta por la ciudad, se sentía guapa de verdad, hasta que veía su silueta reflejada en un escaparate y advertía que estaba tres veces más gorda que su marido.

Habían cuidado su amor y ella había estado enamorada de él durante mucho tiempo.

Los últimos dos años, algo pasó. No sabía con exactitud cuándo se produjo el cambio, sólo que se había producido.

Empezó con las relaciones sexuales. A Emma le parecía que cada vez eran más aburridas, más previsibles. Olle hacía lo que podía, pero a ella le costaba sentir deseos de verdad. Seguían haciendo el amor, pero cada vez con menos frecuencia. A menudo, ella sólo quería ponerse un camisón cómodo y leer un buen libro hasta que se le cerrasen los párpados. En el fondo, le angustiaba una sensación de tristeza. ¿Serían capaces de volver a tener las relaciones sexuales que habían tenido antes? Lo dudaba.

Otras cosas habían cambiado también. Ahora, Olle era capaz de ir por la vida como un robot y contentarse con ello. Parecía que ya no tenía ninguna necesidad de pensar en algo divertido, algo que pudieran hacer juntos. Si salían a cenar o al cine, tenía que organizarlo ella. Olle estaba satisfecho con que se quedaran en casa. Los ramos de tulipanes y los detalles llegaban más de tarde en tarde. La diferencia era enorme comparado con los primeros años, y no hacía sino aumentar con el tiempo.

Volvió a mirar afuera. Olle había ido a la Península para unas conferencias. Estaría fuera tres días. Había llamado dos veces aquel día. Inquietud en la voz. Le había preguntado cómo se sentía. Por supuesto que agradecía su consideración, pero en aquellos momentos sólo quería que la dejaran en paz.

Pensó en Johan. No podía volver a verlo. Estaba descartado. Aquello ya había ido demasiado lejos. Pero cómo la hizo sentir. Había olvidado cómo era. Sólo sentir ese deseo salvaje. Y de alguna manera extraña, aquello le había parecido bien. Como si tuviera derecho a sentirlo, que tenía sentido que todo su cuerpo ardiese. Johan la había hecho sentirse viva, como una persona completa.

Le dolía ser consciente de ello.

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