JUEVES 21 DE JUNIO

El zumbido del torno de alfarero era el único ruido que se oía. Gunilla Olsson estaba sentada con las piernas abiertas en una sencilla silla de madera, trabajando, con un pie en el pedal que controlaba la velocidad del torno. Alta al principio, cuando empezaba con una masa nueva de arcilla, después más baja.

El sol del atardecer brillaba a través de las ventanas que se abrían en una de las paredes. Era la víspera del solsticio de verano, el día con más horas de luz del año. Fuera, los gansos aún no tenían idea de que fuese hora de retirarse. Andaban dando vueltas, picoteaban hierba y graznaban a coro.

Echó otro montón de arcilla de Gotland en el torno. Se mojó las manos en el cubo que tenía al lado y dejó que los dedos se posaran con suavidad y precisión sobre la masa de arcilla, mientras el torno le daba vueltas y más vueltas.

El taller estaba lleno de estanterías con objetos de cerámica: tiestos, jarras, platos, cuencos y floreros. En las paredes de madera había restos de arcilla reseca. Un espejo colgaba de la pared. Polvoriento y manchado, era casi imposible mirarse en él.

Empezó a tararear una canción mientras trabajaba. Estiró un poco la espalda y se echó otra vez la trenza hacia atrás por encima del hombro. Sólo moldearía otro par de tiestos. Después lo dejaría.

El pedido que estaba a punto de rematar supuso muchas semanas de trabajo duro, pero le iba a reportar un buen dinero con el cual podría mantenerse buena parte del invierno. Había decidido tomarse un par de días libres durante el fin de semana en que se celebraba midsommar, la fiesta del solsticio de verano. Lo celebraría tranquilamente con su amiga Cecilia, que también era artista y vivía sola. Sólo hacía un par de meses que se conocían. Se conocieron en una exposición de arte en Ljugarn en Semana Santa, y enseguida congeniaron y se hicieron buenas amigas. Iban a pasar el fin de semana en la casa de Cecilia, en Katthammarsvik.

Hacía muchos años que Gunilla no celebraba la fiesta de midsommar en Suecia. El invierno pasado había regresado al país después de diez años en el extranjero. Cuando estudiaba en la Universidad de Arte y Diseño, Konstfack, coincidió con Bernhard, un estudiante de arte holandés, librepensador e indómito. Gunilla interrumpió sus estudios y se fue con él a Maui, una de las islas Hawai, para empezar una nueva vida en libertad bajo el sol. Vivieron en una comuna, trabajando como artistas. La vida era perfecta. Pero todo cambió cuando se quedó embarazada. Bernhard la abandonó para irse con una francesa de dieciocho años que lo miraba como si fuera Dios.

Gunilla volvió a casa para abortar. Deprimida y sin amigos, se concentró en su trabajo. Y le fue bien. Ofreció varias exposiciones en las que vendió mucho y ahora el negocio estaba encarrilado. Además, había trabado nuevas amistades últimamente. Cecilia era una de ellas.

Los graznidos de los gansos la sacaron de sus ensoñaciones. Gritaban como alborotados. «¡Joder! -rezongó para sí, porque no quería interrumpir su trabajo precisamente cuando estaba dando forma a la parte superior del tiesto-. ¿Qué diablos les pasa?»

Se incorporó un poco y miró por la ventana. Los gansos estaban apiñados en el patio. Miró a uno y otro lado. No notó nada extraño, y se volvió a sentar, decidida a terminar los dos últimos tiestos. Quizá fuese una soñadora, pero siempre había sido disciplinada.

Los gansos se callaron y, de nuevo, el zumbido rítmico del torno fue el único sonido.

Tenía la mirada concentrada en la masa del torno. La forma del tiesto ya estaba casi lista.

De repente se inmovilizó. Algo se había movido fuera de la ventana. O alguien. Como si hubiera cruzado una sombra. ¿O eran figuraciones suyas? No estaba segura. Detuvo el torno. Escuchó, se quedó esperando, sin saber con exactitud qué.

Se giró en la silla con cuidado. Recorrió el taller con la mirada. Hacia la puerta. La puerta que daba al patio estaba entreabierta. Vio pasar corriendo un ganso. Eso la tranquilizó. Tal vez no fuera más que el ganso.

Pisó de nuevo el pedal y el torno volvió a girar.

Crujió el suelo. Entonces supo que había alguien allí. El espejo de la pared atrajo su atención. ¿Era allí donde había visto algo? Interrumpió de nuevo el trabajo y aguzó el oído. Tenía los cinco sentidos en tensión. Aflojó la presión del pie sobre el pedal. Instintivamente se secó las manos en el delantal. Otro crujido. Había alguien en el cuarto, pero no anunciaba su presencia. El taller presagiaba peligro. El recuerdo de las dos mujeres asesinadas cruzó por su mente, veloz como una golondrina. Se quedó quieta, incapaz de moverse.

Entonces vio reflejada una figura en el mamchado espejo de la pared.

Sintió un alivio infinito. Dejó escapar el aire que se había quedado paralizado en sus pulmones y tomó aliento.

– ¡Oh! Eras tú -dijo sonriendo-. Me has dado un buen susto. -Se dio la vuelta hacia quien había llegado-. Ya sabes, he oído ruido y pensé inmediatamente en ese loco que anda por ahí matando mujeres y…

No tuvo tiempo de decir más; el hachazo le dio de lleno en la frente y cayó de lado y hacia atrás. En la caída se llevó con el brazo el tiesto al cual acababa de dar forma, y que aún conservaba el calor de sus manos.

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