DOMINGO 24 DE JUNIO

Al día siguiente, Knutas y Jacobsson salieron hacia Estocolmo. Tomaron un taxi desde el aeropuerto hasta la comisaría de Kungsholmen. El sol era abrasador, con casi treinta grados de temperatura. Cuando se acercaban a Norrtull, el tráfico se intensificó. El aire vibraba por el calor y la contaminación de los tubos de escape. A Knutas le impresionaba la increíble situación del tránsito cada vez que visitaba la capital. Aunque era un domingo de verano, los coches avanzaban a paso de tortuga.

Cruzaron el puente de Sankt Eriksbron, atravesaron la glorieta de Fridhemsplan colapsada por el tráfico y con innumerables semáforos en rojo, y giraron por la calle Hantverkargatan hacia la plaza de Kungsholmstorg.

Kungsholmen era imponente, siempre se lo había parecido. Con los edificios de Landstingshuset (la diputación provincial), Stadshuset (el ayuntamiento) y Rädhuset (la sede de los juzgados). Recordó que alguien le había contado que Rädhuset fue edificada por el arquitecto que quedó segundo en el concurso convocado para decidir quién iba a construir el ayuntamiento de Estocolmo, a principios del siglo XX. El ganador fue Ragnar Östberg, seguido de Carl Westman; en lugar del ayuntamiento, Westman pudo construir Rädhuset en la calle Scheelegatan. Al comisario, el edificio le parecía, por lo menos, tan elegante como el del ayuntamiento. Detrás se encontraba la comisaría central de la policía. Iban a mantener una reunión en las antiguas dependencias policiales, en un hermoso edificio amarillo rodeado por el verdor de un parque.

«Menuda diferencia, comparado con nuestra nave de chapa», pensó Knutas mientras subían resoplando la suntuosa escalinata de piedra, bajo un sol de justicia. Se había quitado la chaqueta y miraba con envidia las piernas desnudas de Karin. «¡Quién pudiera llevar falda!»

Las dependencias policiales estaban tranquilas un domingo de verano como aquél. No había sino algunas personas, pocas, trabajando en algunos despachos. Se notaba que habían comenzado las vacaciones.

Se reunieron en una sala con vistas al parque con el jefe de policía y un grupo de la policía nacional

Tras la reunión almorzaron en un agradable restaurante que se encontraba enfrente de la sede de los juzgados, Rádhuset. Luego, se desplazaron en coche junto con el comisario de la policía judicial, Kurt Fogestam, hasta la zona del barrio de Södermalm en que vivió Helena. El edificio estaba casi al final de la calle Hornsgatan, muy cerca del agua y de las antiguas piscinas de Liljeholmsbadet, unas piletas públicas flotantes, construidas sobre pontones dentro del lago. Amenazadas de cierre muchas veces, aún seguían allí.

En la esquina de las calles Hornsgatan y Lángholmsgatan esta¬ban los locales de Friskis & Svettis. «Así que aquí es donde venía a mantenerse en forma», pensó Knutas. Quizá encontró allí a su asesino.


El apartamento estaba en el último piso del edificio. Como no cabían todos en el angosto ascensor, Karin Jacobsson se ofreció a subir por la escalera, lo cual supuso un notable alivio para los orondos caballeros. El edificio estaba bastante deslucido. Detrás de una puerta sonaba música pop a todo volumen. Tras otra, las notas débiles de algún piano. «¿Qué hace esta gente en casa en un día tan maravilloso de verano como éste?», se preguntó Karin.

Per Bergdal, todavía de baja por enfermedad, les abrió la puerta tras un par de llamadas. Les costó reconocerle. Estaba bronceado y con muy buen aspecto. Los saludó serio.

– Adelante.

El apartamento contrastaba radicalmente con la cochambrosa entrada del edificio. Era amplio y luminoso, con los techos altos y un suelo de parquet que brillaba con la luz del sol. Desde la ventana, en diagonal, se podía ver el resplandor de las aguas de la bahía de Árstaviken. La cocina, amplia y moderna, estaba comunicada con el cuarto de estar. El frigorífico, el congelador y la campana extractora, de acero inoxidable. Las paredes estaban alicatadas con azulejos decorativos. «Soberbia coctelera», advirtió Knutas. Una barra alargada, con taburetes altos a ambos lados, separaba la cocina del cuarto de estar, amueblado con sillones de piel y una mesa cuyo tablero era un colorido mosaico. Un elegante equipo de música, de una marca exclusiva, ocupaba una de las paredes cortas. En la misma pared, encima, había una bella estantería de abedul repleta de CD. Desde luego, Per Bergdal tenía gustos caros.

– Voy a ir directamente al grano -empezó Knutas-. Como sabrás, ya han sido asesinadas tres mujeres en Gotland. En los tres casos, la actuación ha sido similar. Creemos que se trata del mismo asesino. Estamos aquí para buscar los puntos de contacto que pueda haber entre Helena y la segunda víctima, Frida Lindh. Frida Lindh vivió aquí, en Södermalm, concretamente en la calle Brännkyrkagatan, hasta hace un año, cuando ella y su familia se trasladaron a Visby. Su marido es de Gotland. Tanto Frida como Helena frecuentaban el local que Friskis & Svettis tiene aquí en Hornstull. Nos preguntamos si llegaron a conocerse allí. O si fue donde se encontraron con su asesino.

Knutas hizo una pausa y miró con atención a Per Bergdal. Parecía conmocionado.

– ¿Quieres decir que el asesino está aquí, en Estocolmo?

– Sí, es una posibilidad. ¿Sabes a qué personas solía ver Helena cuando iba al gimnasio?

– Bueno… -respondió como dudando-. La mayoría de las veces iba con un par de amigas que viven aquí cerca. No sé si solía juntarse con otras. No recuerdo a nadie en especial. Sí que a veces hablaba de gente a la cual había visto. Gente con quien había hablado. De forma ocasional llegó a encontrarse con algún antiguo compañero de trabajo, pero nadie con quien empezara a relacionarse, no lo creo. Podéis preguntárselo a las amigas con las que hacía ejercicio. A lo mejor lo saben…

– Sí, eso haremos. ¿Habías oído antes de ahora el nombre de Frida Lindh?

– No.

– ¿Ocurrió algo más antes de la muerte de Helena? Algo en lo que quizá hayas reparado después…

– Apenas he hecho otra cosa que pensar en Helena y en quién pudo haberla asesinado, pero no se me ocurre nada. Sólo quiero que lo detengáis. Para que esta horrible pesadilla se acabe de una vez.

– Hacemos todo lo que podemos -declaró Knutas.

– Hay una cosa que tengo que enseñaros, la encontré ayer en el desván. Un momento.

Per Bergdal se levantó, para volver enseguida con una caja de cartón. Abrió la tapa y sacó un montón de papeles.

– No sé si esto tendrá ya algún interés para vosotros, pero, en cualquier caso, yo tenía razón en este punto.

Alargó el montón de papeles a Knutas, quien los ojeó. Eran cartas de amor y mensajes. Correos electrónicos dirigidos a Helena Hillerström, que ella había copiado y guardado.

– La caja estaba escondida en el fondo del desván. Dentro de un armario viejo. Por eso no la había encontrado hasta ahora. Mi hermano se ha mudado a una casa grande y quería el armario. Subí sólo a echarle un vistazo, por si había algo en él. Entonces encontré esta caja.

Los correos eran de hacía cuatro años. Fueron escritos durante un período de un mes aproximadamente. Octubre. «Un romance otoñal -pensó Knutas-, y un romance ardiente, a juzgar por las cartas.» El remitente era Kristian Nordström.

Así que era cierto. La cuestión era por qué Kristian Nordström se negó rotundamente a reconocer que hubiese habido algo entre Helena y él, a pesar de las veces que se lo habían preguntado en el interrogatorio. Era incomprensible.

Llamó a Kihlgárd y le pidió que detuviera inmediatamente a Nordström para interrogarlo de nuevo. Se maldijo a sí mismo por no haberse quedado en Visby. Le habría gustado mucho haberse ocupado personalmente de aquel interrogatorio.

Pero las cosas eran como eran. Ellos se encontraban en Estocolmo, y lo mejor que podían hacer era dedicarse a resolver los temas por los que habían ido allí. Tampoco era seguro que la aventura con Nordström aportase nada a la investigación.

Se llevaron la caja con las cartas.

Después de anotar los nombres y los números telefónicos de las amigas que coincidían con Helena en el gimnasio, se encaminaron al local de Friskis & Svettis. Pese a que hacía un calor de verano y que eran las tres de la tarde, allí dentro reinaba una actividad febril. Se dirigieron a la recepción, amplia y luminosa, cruzando por delante de unos bancos bajo los cuales había innumerables pares de zapatos. A través de una cristalera pudieron ver en el gimnasio a unas treinta personas bronceadas, que daban saltos al ritmo de música latina, dirigidas por una chica atlética, sin pizca de grasa, con unas mallas ajustadas.

Llegaron ante la recepcionista, una mujer rubia de unos cuarenta años, de buen ver, que llevaba una camiseta blanca con el anagrama de la sociedad estampado en el pecho. Knutas se presentó, presentó a sus colegas y pidió hablar con el jefe.

– Soy yo -dijo la rubia.

– Estamos buscando a alguien que pueda darnos información acerca de dos mujeres que frecuentaron este local -le explicó Knutas-. Fueron asesinadas. ¿Conoces personalmente a alguna de ellas? -le preguntó, al tiempo que sacaba un sobre del bolsillo interior de la chaqueta, del cual extrajo dos fotografías.

– Ésta es Helena Hillerström, la primera víctima.

La mujer del mostrador echó una ojeada a la fotografía y negó con la cabeza.

– No, no la conozco. Ya he visto la foto en la prensa. Por aquí pasa tanta gente… También depende de cuándo hiciese ejercicio. Puede que sus horarios no coincidiesen con mi horario de trabajo.

Knutas le mostró la fotografía de Frida Lindh. La expresión de su cara cambió.

– Sí, a ésta la conozco. Frida. Frida Lindh. Vino varios años.

– ¿Solía venir aquí sola?

– Sí, creo que sí. Casi siempre.

– ¿La conocías bien?

– No; tanto como eso, no. Solíamos hablar a veces, cuando coincidíamos aquí. Nada más.

– ¿Sabes si se relacionaba con alguien aquí?


– No, no lo creo. La mayoría de las veces venía sola. Muy de vez en cuando acudía acompañada.

– ¿Por un hombre o por una mujer?

– Creo que sólo se trataba de alguna amiga, que yo recuerde.

– Gracias.


Del resto de los empleados, ninguno aportó nada nuevo. La mayoría conocía a las mujeres asesinadas, pero no recordaba nada especial que contar de ellas.

Una hora más tarde abandonaban el local, con She bangs de Ricky Martin zumbándoles en los oídos.


La parte de la muralla denominada Nordergravar estaba al otro lado de la carretera, visto desde la escuela, justo en la parte exterior de la zona norte de la muralla.

Aquel día era viernes y se había ausentado de la clase llamada «la hora divertida», con la excusa de que tenía que ir al dentista, pero se le había olvidado llevar el justificante. Aquello le daba la posibilidad de salir de la escuela antes que los demás. La señorita se lo creyó y le dio permiso para salir de la clase. Le parecía increíble que ella no hubiera notado nada. ¿No sabía lo que los demás le estaban haciendo o hacía como si no lo supiera? No sabía qué pensar.

Cuando dejó la escuela tras de sí aquel viernes por la tarde, se sintió aliviado. Casi feliz. Faltaba poco para las vacaciones de verano, y entonces la clase se dispersaría. El iba a empezar el ciclo superior en una escuela que estaba al otro lado de la ciudad y con ello se quitaría de encima a quienes lo atormentaban. Pensaba celebrarlo dándose a sí mismo un premio. Había visto un billete de diez coronas caído en el suelo debajo de una cómoda en casa. Se lo apropió. Se compraría unas golosinas. Y no unas golosinas cualesquiera, desde luego. Se dirigió hacia la tienda de golosinas que había en la calle Hästgatan, cerca de la plaza Stora Torget. Era un establecimiento antiguo, con grandes piruletas de caramelo que colgaban en las ventanas. Entrar en él era una de las cosas que más le gustaban. Cuando su hermana y él eran pequeños, solían ir allí con su padre los sábados; ahora apenas lo hacían. Su padre se distanciaba más de ellos cada día, y se había vuelto más callado y más brusco a medida que los hijos crecían.

El establecimiento le fascinaba y echó a correr por Nordergravar. Eligió aquel camino porque le parecía divertido. Solía imaginarse las batallas medievales entre suecos y daneses, en las que el combate se libraba hasta la última gota de sangre. Mientras corría a su aire, subiendo y bajando entre los montículos, se olvidaba de su horrible vida cotidiana.

Encontró un palo largo y empezó a blandirlo en el aire. Hacía como si fuera uno de aquellos guerreros que lucharon al lado del monarca sueco contra el danés, Valdemar Atterdag, que conquistó Gotland y convirtió la isla en una provincia de Dinamarca en el siglo XIV. Estaba tan concentrado en su juego que no se fijó en las cuatro figuras que lo estaban observando desde lo alto de uno de los montículos. Dando un alarido todas a un tiempo, bajaron corriendo del montículo y se lanzaron sobre él. No tenía escapatoria. Eo sorprendieron y no pudo decir ni pío.

– Menudo susto, ¿eh, gordinflón? -gritaba la peor de todas, la líder, mientras las otras se reían con malicia y le sujetaban las manos.

– No pensarás mearte otra vez, ¿verdad? No, ya tendremos nosotras cuidado para que no te mojes los pantalones, no se vaya a enfadar mamá. No, no tendrás que hacerlo -se burlaba y, para su horror, lo agarró del cinturón y se lo desabrochó.

Cuando le empezó a desabrochar los botones del pantalón, se puso histérico. Aquello era casi lo peor que podía pasarle. Trató de zafarse con todas sus fuerzas, dio patadas, gritó. No lo consiguió. Con gesto triunfal, la líder le bajó los pantalones. Sintió vergüenza cuando su vientre y sus piernas quedaron al desnudo. Intentó morder las manos que lo sujetaban.

– Mira, pequeño gordinflón, ya va siendo hora de que empieces a adelgazar, ¿me oyes?

La líder tiró después de los calzoncillos y también los bajó.

– ¡Qué pito tan pequeño! -gritó y las demás se reían a carcajadas.

La humillación quemaba como el fuego y se sintió presa del pánico. Cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas hasta que notó que le metían algo blando en la boca y percibió el olor de sus propios calzoncillos. La líder y una de las odiosas apretaban la prenda dentro de su boca.

– Así te callarás de una puta vez -chilló la líder cerrándole la boca con fuerza para que los calzoncillos permanecieran dentro.

Creyó que se iba a ahogar. Le faltaba el aire y pataleaba desesperado bajo sus manos. Todo se volvió negro. A lo lejos oyó una de las voces.

– Déjalo ya. Suéltalo. No puede respirar.

Lo soltaron y oyó cómo desaparecían.

Permaneció un rato tendido con los ojos cerrados, por si se arrepentían y regresaban. Cuando por fin se atrevió a incorporarse, no sabía cuánto tiempo había estado tirado en aquel hoyo. Los calzoncillos y el pantalón estaban allí al lado. Se vistió rápidamente.

Cuando metió la mano en el bolsillo de los pantalones, descubrió que el billete de diez coronas había desaparecido.


Los padres de Helena Hillerström vivían en una zona residencial para gente acomodada, en Stocksund, al norte de Estocolmo. Karin Jacobsson y Anders Knutas habían decidido desplazarse hasta allí personalmente y hablar con ellos. Hans y Agneta Hillerström estaban en casa y el padre les dijo por teléfono que serían bienvenidos.

Ninguno de los dos había estado antes en Stocksund y admiraron aquellas casas enormes rodeadas de amplios jardines. Pasaron por la bahía de Värtan, con sus aguas resplandecientes. Los vecinos de Danderyd, bien vestidos, daban una vuelta por el paseo marítimo. La casa de los Hillerström, de principios de siglo, se encontraba en una colina y estaba rodeada de un jardín enorme. Vislumbraron parte del edificio a través del seto alto de lilas. Les abrió el padre de Helena. Un hombre alto, desgarbado, con poco pelo, aspecto saludable y muchas arrugas en el rostro bronceado y serio.

– Buenos días -saludó algo formal-. Pasad.

Entraron en el vestíbulo, que tenía un techo de imponente altura. Unas columnas enmarcaban la suntuosa escalera de madera que conducía al piso superior.

Karin suspiró para sus adentros. «¡Qué casa!»

Desde el vestíbulo pudieron vislumbrar parte del salón y varias salitas de estar con grandes ventanales corridos que daban al jardín. Enseguida apareció Agneta Hillerström, también alta y delgada, con el cabello de color gris acero y un corte estilo paje que le sentaba muy bien.

Se sentaron en unos cómodos sofás en el salón. Sobre la mesa había unas tacitas de café y una bandeja con pastas. «Son pastas de coco -constató Knutas metiéndose una en la boca-. Qué curioso, este tipo de pastas, de alguna manera, no encaja en este ambiente. Son las pastas que solíamos hacer los gemelos y yo para el cumpleaños de ellos. A los niños les encantaban…»

– Sabemos que ya habéis hablado con la policía en varias ocasiones, pero quería hablar con vosotros personalmente. Yo dirijo la investigación en Gotland. Por el momento, no tenemos ningún sospechoso, pero en el curso de la investigación han ido apareciendo ciertos datos que quiero discutir con vosotros. ¿Os parece bien?

– Claro -respondieron los dos a la vez, mirándole con curiosidad.

Knutas carraspeó.

– Bueno, sin rodeos: hemos averiguado que vuestra hija mantuvo una relación amorosa con uno de sus profesores en el instituto. Un profesor de gimnasia que se llama Jan Hagman. ¿Conocíais el tema?

Fue el hombre quien contestó, con un tono de voz que parecía resignado:

– Sí, lo sabíamos. Helena nos lo contó pasado un tiempo. Porque se quedó embarazada de ese canalla. Sólo tenía diecisiete años.

A Hans Hillerström se le endureció la expresión; se frotaba las manos.

– ¿Embarazada? -repitió Knutas, con las cejas enarcadas-. Eso no lo sabíamos.

– El asunto se silenció. Abortó, claro. Nosotros le prohibimos que volviera a verlo. Hablamos con el director y Hagman tuvo que despedirse. Consiguió trabajo en otra escuela, en algún sitio por Sudret. El tipo estaba casado y tenía dos hijos. El muy cerdo tuvo el valor de llamarnos a casa. Decía que amaba a Helena. Qué dege-nerado… Le doblaba la edad. Estaba dispuesto a abandonar a su familia y hacerse cargo de Helena y del niño. Lo amenacé de muerte si volvía a intentar ponerse en contacto con ella.

– ¿Qué ocurrió con Helena? -intervino Karin.

– Estuvo muy deprimida al principio. Se había enamorado de aquel idiota y se enfureció con nosotros porque no le dejábamos verlo. Creía que no la comprendíamos. El aborto tampoco fue una experiencia agradable. Estuvo triste mucho tiempo después de aquello. Hicimos un viaje a las Antillas para que se alejase de todo. En otoño, de todos modos, empezó el tercer curso. Tuvo altibajos al principio, pero se recuperó bastante rápido. Helena siempre estuvo rodeada de amigos, y seguro que eso fue muy importante -concluyó pensativo.

Siguió una larga pausa. Tanto Knutas como Jacobsson se sentían abrumados; la historia era muy dolorosa. En una de las paredes colgaba un retrato grande de Helena con el marco dorado, una fotografía de cuando terminó el bachillerato. Aparecía sonriente, y el cabello largo y oscuro le enmarcaba el rostro. A Knutas se le partió el alma cuando la miró. Era tremendo que sus días hubieran terminado como lo hicieron. Rompió el silencio.

– ¿Cómo era la relación que manteníais con vuestra hija?

– No exenta totalmente de problemas -contestó Hans Hillerström-. Cuando fue adulta, dejó de hablar con nosotros de cosas importantes. Se volvió más cerrada. No con los demás, sólo con nosotros. No entendíamos por qué.

– ¿Tratasteis de averiguar a qué se debía?

– No, directamente no. Pensamos que se le pasaría con el tiempo.

– Por lo que sé, seguisteis yendo en verano a vuestra casa de Gotland y aún tenéis familiares en la isla. ¿Sabéis si Helena en alguna ocasión volvió a ver a Jan Hagman?

– No, que nosotros sepamos -contestó Hans-. No volvimos a hablar nunca más del tema.

Entonces, por primera vez, habló la madre:

– Yo intenté hablar con ella varias veces. De cómo se encontraba y de cómo se sentía. Me dijo que lo había superado. Ella misma comprendió que era imposible proseguir aquella relación. En cuanto al niño, me dijo que le parecía acertado del todo lo del aborto. Desde luego, no habría podido hacerse cargo del pequeño. Ni hubiese querido tampoco. Lo veía más como algo malo que tenía que quitarse de encima. Como una enfermedad.

Le temblaban los labios.

– ¿Cómo era la relación de Helena y Per? -preguntó Karin.

– Era buena. Llevaban juntos bastantes años y yo tenía la impresión de que estaba profundamente enamorado de ella. Que fuera sospechoso del asesinato al principio fue muy duro para nosotros. Creo que Helena lo era todo para él. Se habrían casado, seguro…, si no hubiera ocurrido esto -dijo la madre con voz ahogada.

– ¿Sabéis si alguna vez, durante el tiempo que estuvo con Per, tuvo alguna otra relación? ¿Si pasaron alguna crisis en algún momento? Al fin y al cabo, estuvieron muchos años juntos.

– No, no sé nada de eso. Siempre decían que les iba muy bien, cuando se lo preguntábamos. ¿No es cierto?

Agneta Hillerström miró a su marido como interrogándole.

– Sí, no oí nunca que tuvieran ningún problema -confirmó él.

– Hemos comprobado algunas coincidencias entre la segunda víctima, Frida Lindh, y Helena. Entre otras, que las dos acudían a los locales de Friskis & Svettis en Hornstull. ¿Habéis oído hablar de alguna persona a la que conociera allí?

Ambos negaron con la cabeza.

– ¿Por qué no habéis mencionado antes la historia con Jan Hagman? -preguntó Knutas.

– No creíamos que tuviera importancia -contestó el padre-. Fue hace tanto tiempo… ¿Creéis que Hagman puede ser el asesino de Helena?

– No podemos descartar nada. Y cuanto tenga que ver con Helena es de sumo interés para la policía. ¿Hay algo más del pasado de Helena que no hayáis contado?

– No -negó Hans Hillerström-. No creo.

– ¿Y algo más reciente, tampoco?

– No.

El comisario se preguntaba cómo diantres se habrían realizado los interrogatorios anteriores del matrimonio Hillerström. ¿Cómo era posible que nada de aquello se hubiera sabido desde el principio? Decidió discutirlo más tarde con Karin. «Como todos los interrogatorios hayan sido así de incompletos, nos veremos obligados a repetirlos uno por uno», se dijo irritado.

Le rugía el estómago. Era hora de marcharse.

– Bueno, pues es todo por ahora. ¿Conservaba aún Helena su dormitorio aquí en la casa?

– Sí, en el piso de arriba.

– ¿Podemos echarle un vistazo?

– Sí, claro. La policía ya lo ha inspeccionado, pero por supuesto, podéis verlo si queréis.

Hans Hillerström los guió por la soberbia escalera. El piso superior tenía los techos tan altos como el de abajo. Cruzaron un distribuidor amplio y luminoso, después una sala de estar desde donde Knutas atisbo un balcón, y fuera, el destello del mar. Había chimeneas por todas partes.

El dormitorio de Helena era espacioso; con ventanas altas que daban al jardín. Se notaba que hacía tiempo que no se utilizaba. Había una cama antigua de madera de cabezal alto colocada en un rincón; al lado, una mesita de noche. Junto a una de las ventanas había un escritorio, tipo secreter, un sillón giratorio antiguo y algunas estanterías con libros.

Han Hillerström les dejó trabajar tranquilos y cerró la puerta. Revisaron los cajones, las estanterías y los armarios sin encontrar nada de interés. De pronto, Karin silbó. Detrás de una fotografía de la casa de veraneo de Gotland, el papel estaba despegado. Al separarlo, apareció otra fotografía.

– Mira esto.

En ella se veía a un hombre en un barco de gran calado, un transbordador de pasajeros. Probablemente el transbordador de Gotland.

Estaba en cubierta, con el viento alborotándole el pelo y el cielo azul a sus espaldas. Sonreía feliz al fotógrafo, con una mano metida en el bolsillo del pantalón. Era Jan Hagman, casi veinte años más joven y con otros tantos kilos menos que la última vez que lo vieron.

– Mira -dijo Karin-. Sólo alguien que se acaba de enamorar puede mostrar una cara de entusiasmo tan ridicula. Seguro que fue Helena quien tomó la foto.

– Nos quedaremos con ella -decidió Knutas-. Venga, vamonos.

Fue un alivio abandonar aquella casa deprimente y salir al verdor del pleno verano. Los jardines ofrecían un espectáculo magnífico, algunos niños jugaban en la calle, fuera de la casa, y en un jardín, algo más allá, estaban preparando una barbacoa.

– La historia con Hagman hay que investigarla con más detenimiento. Tendremos que comprobar de nuevo su coartada. No ha dicho ni media palabra del aborto. ¿Por qué se lo calló? Aunque, ¿por qué iba a querer matar a Helena? La quería, según parece. ¿Y por qué tantos años después? ¿Habrá tenido un acceso de celos? ¿La veía con su nuevo novio y se volvió loco?

– Parece inverosímil -admitió Karin-. Y ya han pasado casi veinte años desde que tuvieron aquella historia. Por otra parte, ¿por qué matar ahora a su mujer? ¿Por qué no lo hizo entonces, en todo caso?

– Sí, eso me pregunto yo también. ¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de Frida Lindh? ¿Y con la de Gunilla Olsson?

– No tiene por qué estar relacionado con Hagman -reflexionó Karin-. Puede que nos estemos equivocando. Todas las víctimas tienen relación con Estocolmo. El asesino, de hecho, podría estar tan ricamente aquí en algún sitio.

– Tal vez tengas razón -admitió Knutas-. Bueno, ya son más de las siete y mi estómago aulla clamando a gritos. Mañana hablaremos con los padres de Frida Lindh y echaremos un vistazo a la tienda del casco antiguo, esa Gamla Stan, donde vendían la cerámica de Gunilla Olsson. Ahora lo que necesito es un trago fuerte y un buen plato de comida. ¿Qué opinas?

– Suena bien -sonrió Karin Jacobsson dándole un golpecito en el hombro.


Wittberg llamó a la puerta del despacho de Kihlgárd y entró sin aliento agitando un papel.

– Hemos hecho una lista con las personas allegadas a la víctima que padecían asma. Mira -dijo dejando el papel sobre el escritorio de Kihlgárd-, aquí están los nombres y apellidos de todas las que tienen asma o padecen otras molestias de tipo alérgico.

Kihlgárd leyó la relación, en la que aparecían veinte nombres. Tanto Kristian Nordström como Jan Hagman figuraban en ella.

– Hmm -murmuró mirando a Wittberg-. Veo que Nordström es asmático. Knutas acaba de informarme de que mantuvo relaciones sexuales con Helena Hillerström.

– ¡No fastidies! ¿Recientemente?

– No, hace unos años. Quiero que dos de vosotros vayáis a casa de Hagman y otros dos a casa de Nordström. Sin previo aviso. Quiero pillarlos por sorpresa. Los interrogáis allí mismo. Ocúpate de hacerte con un inhalador de asma. De cada uno de ellos.


Estaban sentados uno ante la otra a la mesa de la cocina. Las tazas del café sobre la mesa. Los niños seguían en el campo, en casa de sus primos. Olle había vuelto a Roma, a casa, para hablar con Emma. Había inquietud en sus ojos mientras observaba a su esposa al otro lado de la mesa. Al mismo tiempo, no podía ocultar su frustración.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

– No lo sé.

Él alzó la voz:

– Llevas ya varias semanas muy extraña, Emma. Desde que murió Helena. ¿Qué te pasa?

– No lo sé -repitió impasible.

– ¡Joder! No puedes quedarte ahí y decir sólo que no lo sabes -gruñó cabreado-. No quieres abrazos, ni mimos, no mantenemos relaciones íntimas desde hace un montón de tiempo. Trato de ayudarte hablando de Helena, pero tampoco es eso lo que quieres. Pasas de mí y de los niños; te largas a la ciudad y dejas a mi madre al cuidado de los pequeños cada dos por tres. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿Hay otro hombre?

– No -contestó con presteza ocultando la cara entre las manos.

– ¿Y qué cojones quieres que piense? -gritó Olle-. No eres la única que sufre, ¿sabes? También yo conocía a Helena. A mí también me parece horrible lo que ha pasado. Y estoy conmocionado, por supuesto, pero tú no piensas más que en ti misma.

De repente, Emma estalló.

– ¡Pues vale! -gritó-. Entonces mandamos esto a la mierda y nos separamos. ¡Al fin y al cabo, ya no tenemos nada en común!

Se levantó corriendo, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta.

– ¡Nada en común! -tronó Olle-. Por todos los demonios, ¡tenemos dos hijos! ¡Dos hijos pequeñosl ¿También te importan un bledo? ¿Tampoco significan nada para ti?

Emma se sentó sobre la tapa del inodoro y abrió al grifo del lavabo al máximo para no oír las acusaciones de su marido. Se apretó con fuerza los dedos contra los oídos. No sabía qué pensar. ¿Que iba a hacer? Era impensable contarle lo de Johan. De momento, no. No podía ser. Pero, al mismo tiempo que estaba enfadada con Olle, la atormentaba la mala conciencia. Estaba presa en una trampa. Al cabo de unos minutos, cerró el grifo. Se volvió a sentar en la tapa del retrete. Permaneció allí sentada un buen rato. Su vida era un caos. Alguien había matado a su mejor amiga. El asesino podía ser incluso algún conocido suyo. No era la primera vez que lo pensaba, pero le parecía demasiado espantoso como para que fuese cierto.

¿Qué sabía de las personas que la rodeaban? ¿Qué oscuros secretos se escondían tras las puertas de cada casa? El asesino había hecho añicos su habitual tranquilidad.

¿A qué podía aferrarse?

Siguió pensando. Sí, había una sola persona en el mundo en la que confiaba plenamente. Olle. Si había alguien que siempre se había sacrificado por ella, era su esposo. Que siempre tenía tiempo para escucharla, que se levantaba a media noche para prepararle un té cuando había tenido alguna pesadilla, que se ocupó de ella cuando estuvo embarazada. Que limpió sus vómitos cuando tuvo gastroenteritis y le secó la frente cuando dio a luz a sus hijos. Que la amó cuando lloraba y moqueaba, cuando tuvo la varicela o cuando sufría molestias con la menstruación. Ese era Olle. ¿Qué diablos estaba haciendo?

Se levantó decidida y se lavó la cara. El silencio al otro lado de la puerta era total. La abrió sin ruido.

No estaba allí. Entró en el cuarto de estar. Tampoco. La casa estaba sumida en el silencio. Subió la escalera y miró en el dormitorio. Allí estaba, acostado. Boca abajo, abrazado a una almohada. Tenía los ojos cerrados como si estuviese dormido. Se echó a su lado y lo abrazó. Respondió directamente. la abrazó y le llenó la cara de besos.

– Te quiero -susurró Emma-. Sí, nosotros dos.


Tenía ante sí, sobre la mesa, un sinfín de notas escritas a mano. En algunas incluso había pintado figuras. Johan había escrito todo lo que sabía acerca de los tres asesinatos. Y empezó a montar el rompecabezas. Primero, Helena. La fiesta. La pelea. El asesinato en la playa. El hacha. Kristian. Per, el novio.

Siguió de la misma manera con las otras. Cuando terminó, colocó los papeles en tres montones. «¿Qué nexo común existe entre estos tres montones?», se preguntó. Frida Lindh estuvo con un hombre la noche que salió con sus amigas. ¿Por qué no se había dado a conocer? Eso podía significar que tenía algo que ver con su asesinato. Salvo que hubiera viajado al extranjero, claro.

En un papel escribió: «Frida + hombre 30-35.» Luego, el hombre se esfumó. Desapareció como por arte de magia. La vecina de Gunilla Olsson con quien había hablado mencionó la presencia de un hombre en la casa de Gunilla. Tenía también unos 30-35 años y era atractivo. En otro papel escribió: «Gunilla + hombre 30-35.»

En cuanto a Helena, al parecer se había divertido con Kristian en la fiesta, la noche antes de que la asesinaran. Kristian tenía treinta y cinco años y buen aspecto.

En un papel escribió: «Helena + hombre 35 = Kristian.»

La policía había interrogado ya varias veces a Kristian, de modo que sin duda tenía una coartada para la noche del crimen; de lo contrario, lo habrían detenido. Sin embargo, era el más sospechoso. ¿Sería el hombre que apareció en Munkkällaren la noche en que Frida Lindh fue asesinada? ¿Cómo era posible entonces que ninguno de los camareros ni de los clientes lo reconocieran? Tenían que haberlo reconocido. Cierto que trabajaba mucho en el extranjero, pero aun así… Aunque, desde luego, pudo disfrazarse. Ahora bien, ¿qué motivo podía tener para hacer eso?

Se levantó y empezó a preparar la que iba a ser su tercera cafetera aquella noche. Eran las doce menos cuarto. Bostezó. Se esforzó por enfocar las cosas de alguna otra manera. Si prescindía de Kristian, ¿qué quedaba entonces? Los jefazos de la policía local estaban en Estocolmo. ¿Qué significaba aquello? Probablemente seguían alguna pista nueva que él desconocía. Había tratado de sonsacarle algo a Knutas antes de que se fuera, sin resultado.

Emma tampoco había podido recordar nada más relativo a Helena. A pesar de que se conocían desde la escuela.

El deseo se adueñó de él.

Emma. Su imagen la última vez que se vieron… La luz filtrándose a través de sus cabellos cuando estaba sentada en el sillón, pálida, al lado de la ventana. Su manera de ser lo tenía hechizado. La fuerza que había en ella le asustaba y al propio tiempo lo atraía.

Pensó en llamarla, pero se dio cuenta de que era muy tarde.

Apoyó la cabeza sobre los montones de papeles y se quedó dormido.


Los jóvenes abandonaron la fiesta cuando estaba en lo mejor. Habían reservado el restaurante de la playa en Nisseviken para aquella noche y la pista de baile estaba llena de jóvenes vestidos de fiesta. La música sonaba a tope. En la barra, las copas se servían una tras de otra. El ambiente era de absoluto desenfreno. Era la noche del domingo, la última de un fin de semana destinado a la juerga.

Carolina sonreía a Petter, que la llevaba cogida de la mano y tiraba de ella hacia la playa.

– Loco…, ¿qué haces?

Petter se dirigía hacia las casetas de la playa que se alquilaban como casitas de veraneo durante la temporada turística.

– Ven, ven aquí -le dijo besándola en el cuello.

Los dos estaban bebidos. Y alegres. Dentro de un par de días se iban a separar. Carolina se iría a Estados Unidos para estudiar y a él le aguardaban once largos meses de servicio militar en Boden. Se trataba de aprovechar el tiempo que les quedaba.

Iban dando tumbos por la playa. Petter llevaba a la joven delante de él al tiempo que la iba besando en la nuca. Sus manos se aventuraron bajo el vestido, mientras que sus cuerpos enlazados seguían adelante, alejándose de la playa y de la gente.


Eran cerca de las tres de la madrugada. Ya había amanecido casi del todo y como seguramente muchas parejas irían a la playa, se trataba de encontrar un rincón apartado. Cuando se alejaron hacia el rompeolas descubrieron una caseta de pescador solitaria un poco más allá.

– Vamos allí.

– Estás loco, está demasiado lejos para ir andando -protestó Carolina-. A lo mejor hay alguien allí…

– ¡Vamos a comprobarlo!

Tomó a Carolina de la mano y aligeraron el paso sobre las piedras del borde de la playa.

Comprobaron que la caseta estaba abandonada. Parecía que llevaba mucho tiempo sin ser utilizada.

– Perfecto. Vamos a entrar -decidió Petter.

Un candado oxidado era lo único que se lo impedía.

– ¿Tienes una horquilla?

– ¿Estás seguro?

– Claro, aquí podremos estar tranquilos el tiempo que queramos.

– ¿Y si viene alguien?

– ¡Bah! Esto está completamente cerrado. Seguro que por aquí no ha venido nadie desde hace años -repuso Petter mientras trabajaba frenéticamente para abrir la cerradura con la horquilla.

Carolina se puso de puntillas e intentó mirar dentro a través de la única ventana que había en la parte de atrás. Una cortina de color azul oscuro protegía de miradas indiscretas. «Esto nos viene de perlas», pensó ella muy animada. La excitación de Petter era contagiosa. Aquello parecía realmente emocionante. Hacer el amor en una vieja caseta de pescadores abandonada…

– Ya está.

La puerta se abrió con un chirrido. Echaron un vistazo. La caseta constaba de un solo cuarto. Había un banco de cocina de madera, una mesa desvencijada y una silla. Las paredes amarilleaban de puro sucias, y estaban frías. Un viejo calendario del supermercado ICA colgaba de un clavo. Olía a humedad y a cerrado.

Encantados, extendieron la cazadora con capucha de Petter en el suelo.


Ya llevaban dormidos unas horas cuando Carolina se despertó porque tenía ganas de hacer pis. Al principio no tenía ni idea de dónde se encontraba. Luego recordó. Sí, claro. La fiesta. La caseta. Se liberó de los brazos del chico y consiguió, no sin dificultades, levantarse. Se sentía mal.

Salió de la caseta dando traspiés y orinó. Después se lavó en el mar claro y frío.

Ahora despertaría a Petter. Se preguntó cómo iban a volver a casa. Estaban lejos, en una zona despoblada. Temblando de frío, volvió a entrar en el chamizo. Petter estaba tendido en el suelo con una manta vieja encima.

Cubría la mesa un hule rojo con manchas secas de café. Había un termo en el suelo. Pese a que el cobertizo parecía en desuso, Carolina tuvo la sensación de que alguien había estado allí recientemente.

Tenía frío después de su rápida ablución. La manta que cubría a Petter parecía ligera. Al mismo tiempo, tenía ganas de acostarse un rato más, para intentar dormir un poco, a ver si se le pasaba el malestar que sentía. Miró a su alrededor buscando algo más con que taparse y se dio cuenta de que el banco tenía una tapa que se podía abrir. La levantó. Allí había un hatillo con ropas o, mejor dicho, varios hatillos.

Sacó uno de aquellos andrajos y lo miró. Era un jersey y tenía grandes manchas de lo que parecía ser sangre seca. Empezó a sacar la ropa con cuidado. Una falda, un top, unos vaqueros también con sangre seca, un sujetador roto, una correa de perro… Empezó a sentirse mareada. Zarandeó a Petter hasta que se despertó.

– ¡Mira, mira en el banco! -le apremió.

Petter se levantó muerto de sueño y observó toda aquella ropa.

– ¡No me jodas!

Soltó la tapa de golpe, sacó el móvil y llamó a la policía.

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