VIERNES 8 DE JUNIO

En un aula de la pequeña escuela de Kyrkskolan, en Roma, Emma Winarve daba vueltas haciendo los últimos preparativos para celebrar el fin de curso. Al otro lado de la ventana se alzaba la torre de madera de la iglesia hacia el cielo gris, los manzanos estaban en flor y junto al patio de la escuela pastaban las ovejas de Mattsson, ávidas de la primera hierba del verano.

El aula, decorada con hojas de abedul y con lilas, no tardaría en llenarse con dieciséis niños expectantes de ocho años, que tenían ante sí unas largas vacaciones de verano.

Ella había estado ausente unos días y quería estar un rato a solas antes de que la clase entrara en tromba.

Desde el asesinato de Helena habían pasado tres días increíbles. No podía entender que aquello hubiera ocurrido de verdad. Había llorado y hablado y hablado y llorado y hablado. Con Olle, con los amigos comunes que tenían Helena y ella. Con todos los presentes en la fiesta. Con los padres de Helena, con los vecinos y con sus compañeros de la escuela. Per Bergdal estaba detenido en la comisaría de Visby y no podía hablar con nadie.

Emma se mantuvo en contacto con la policía y con el fiscal.

Rogó y suplicó que la dejaran hablar con Per, sin resultado. Eran inflexibles. El fiscal había decretado para Per incomunicación total. Tenía prohibido cualquier tipo de contacto con el exterior, por razones de la investigación.

Estaba segura de que era inocente. Se preguntaba cómo sería la vida de Per cuando todo aquello hubiera pasado. Condenado por la prensa y por todos. Todos dudarían, hasta que encontraran al verdadero asesino. ¿Y quién era? Se estremecía sólo de pensarlo. ¿Sería alguien a quien Helena se encontró por casualidad? ¿O alguien a quien conocía? ¿Alguien de quien Emma no sabía nada?

Era verdad que Helena y ella se conocían bien y también lo era que se lo contaban todo una a otra. O, al menos, eso era lo que creía. ¿O tendría Helena secretos que Emma no conocía? Esos pensamientos la atormentaban. La hacían sentirse cansada e irritada en medio del dolor. Discutió con Olle, porque le parecía que él era incapaz de comprender. Le gritó y llegó a arrojar un paquete de leche al suelo, que puso perdida toda la cocina. Salpicó hasta las vigas del techo, según pudo advertir a la mañana siguiente, cuando lo estuvo limpiando.

Todo aquello era como una pesadilla. Como si en realidad no hubiera sucedido. Retiró las últimas macetas con flores medio mustias que quedaban en la ventana. «Me las llevaré a casa, a ver si se recuperan», pensó.

Echó una ojeada al reloj. Casi las nueve. Ya tenía que abrir la puerta del aula.

Los niños la saludaron con timidez, cuando entraron en tropel y se colocaron al lado de sus pupitres. Estaba claro que sabían que la mujer asesinada era la mejor amiga de su señorita. Emma les dio la bienvenida y se sintió conmovida al ver lo guapos que se habían puesto para el fin de curso. Vestidos con colores claros y con el pelo recién lavado. Con vestidos y camisas bien planchados. Los zapatos relucientes y flores en el pelo.

Se sentó al piano.

– ¿Estáis todos preparados? -preguntó, y los alumnos asintieron.

Al momento las voces claras de los niños llenaron el aula. Cantaron Den blomstertid nu kommer, acompañados por Emma al piano.

Estaban siguiendo al pie de la letra la tradición de fin de curso. Emma dejó volar sus pensamientos en medio de la canción, cuyos versos se sabía de memoria al cabo de tantos años en la escuela.

Vacaciones de verano, sí. Por su parte, no abrigaba ninguna esperanza. En aquellos momentos, sólo intentaba no venirse abajo. No derrumbarse. Tenía que ocuparse de sus hijos. Sara y Filip tenían derecho a unas estupendas vacaciones de verano. Estaban entusiasmados con todas las cosas que iban a hacer juntos. Viajar, bañarse en la playa, ir a ver a sus primos, hacer una excursión a la isla de Gotska Sandön, quizá ir a Estocolmo a dar una vuelta. ¿De dónde sacaría fuerzas para todo? Cierto que la conmoción se difuminaría. Que la tristeza se iría alejando. La ausencia de Helena le dolía. Y de eso no se recuperaría con facilidad. ¿Y cómo iba a poder comprender lo ocurrido? Que su mejor amiga hubiera sido asesinada de una manera que sólo pasaba en las películas. O lejos, en algún otro lugar.

La fecha del sepelio estaba decidida. La inhumarían en Estocolmo. Los ojos se le llenaron de lágrimas con sólo pensarlo. Desechó aquellos pensamientos.

De pronto, advirtió que los niños se habían callado. No tenía ni idea de cuánto tiempo había seguido tocando el piano después de que finalizara la canción.


Para Johan, la estancia en Gotland estaba a punto de tocar a su fin. Al menos por aquella vez. Había comentado con Grenfors acerca de cuánto tiempo estaba justificado permanecer en la isla. La policía había silenciado cuanto tenía que ver con la investigación del caso. Todo indicaba que no habían aparecido nuevas pistas o indicios. El novio seguía detenido, y lo más probable era que solicitaran para él prisión provisional. Ignoraban las razones por las cuales era sospechoso. La sensación que causó al principio la noticia del asesinato ya había remitido, ahora ya sólo aparecía de forma esquemática en las emisiones. Era viernes, y durante el fin de semana no se ofrecía ninguna emisión de Noticias Regionales. Por su parte, las Noticias Nacionales no tenían interés en mantener a un reportero en la isla, salvo que surgiera alguna novedad. Se decidió que Johan y Peter regresaran a Estocolmo a la mañana siguiente.

Johan dispondría de unos días libres. Primero haría una limpieza a fondo y la colada. Iría a ver a su madre y estaría un poco con ella. Aún estaba triste tras la muerte de su padre, fallecido de cáncer el año anterior. Los cuatro hermanos hacían lo que podían para ocuparse de ella, y, puesto que Johan era el mayor, era natural que asumiera más responsabilidad. Trataría de animarla. La invitaría al cine y, quizá, a un restaurante. Luego se iba a dedicar a relajarse. Leer. Escuchar música. Ir al fútbol. El domingo, el Hammarby se enfrentaba al Fútbol Club AIK en Rásunda. Su amigo Andreas había conseguido entradas.

Tenía que pasar por el local de la redacción para recoger sus cosas, pero decidió dar primero un paseo por la ciudad. Una llovizna suave y fina mojaba las calles. No quiso llevarse un paraguas. Alzó el rostro hacia el cielo, cerró los ojos y dejó que las gotas le cayeran sobre las mejillas. Siempre le había gustado la lluvia. Lo tranquilizaba. En el entierro de su padre llovió y la lluvia hizo que lo recordara mejor. Más digno y sereno, de alguna manera.

La vio en la calle Hästgatan, a través de los grandes ventanales del café que había al otro lado de la calle. Estaba sola, sentada en una de las mesas situadas junto a la ventana, hojeando un periódico. Tenía delante un vaso grande que parecía de café con leche.

Se detuvo. No sabía qué hacer. Disponía de un rato libre antes de encontrarse con Peter en la redacción. Sin saber cómo iba a acercarse a ella, ni lo que le iba a decir, decidió entrar.

El café estaba casi vacío. Le sorprendió lo moderna que era la decoración. Techos bastante altos, taburetes rectos al lado de una barra grande, en donde las baguettes se apiñaban junto a los quesos y los embutidos italianos. Unas magdalenas de chocolate enormes destacaban en las bandejas. Máquinas de café relucientes, y en la caja, una chica mona con el cabello recogido en un bonito moño de estilo despeinado. Como cualquier café italiano.

«Es increíble encontrar un café así en un sitio tan pequeño como Visby», pensó.

Desde que la universidad había abierto sus puertas en la isla hacía unos años, fueron apareciendo nuevos sitios, y la ciudad había cobrado vida durante la temporada baja.

Emma estaba sentada al fondo del local. Al acercarse Johan, levantó la vista.

– Hola -saludó, y pensó en lo ridicula que debía de parecer su sonrisa. ¿Qué tenía aquella chica que le ponía de aquella manera? Ella lo miró con expresión interrogativa. ¡Dios mío, ni siquiera le reconocía! Casi de inmediato, a ella le cambió la expresión del rostro y se apartó el cabello a un lado.

– Hola. Eres el de TV. Johan, ¿no?

– Eso es. Johan Berg, de Noticias Regionales. ¿Puedo sentarme?

– Claro -asintió mientras retiraba el periódico.

– Voy a pedir un café. ¿Quieres tomar algo?

– No, gracias. No me apetece nada.

Pidió un expreso doble. Mientras esperaba en la barra no podía dejar de mirarla. El cabello le caía recto y abundante a ambos lados de la cara. Llevaba una cazadora vaquera encima de una camiseta blanca. Pantalones vaqueros lavados a la piedra, igual que la otra vez. Las cejas bien perfiladas y grandes ojos oscuros. Ella encendió un cigarrillo y volvió la mirada hacia él. Sintió que enrojecía. ¡Mierda!

Pagó el café y se sentó frente a ella.

– No creía que iba a volver a verte otra vez.

– Ya… -asintió, y lo miró inquisitiva y dio una calada al cigarrillo.

– ¿Qué tal estás? -preguntó y se sintió como un idiota.

– Pues no muy bien. Pero, al menos, han comenzado las vacaciones de verano. Soy maestra -explicó-. Hoy ha sido el fin de curso y para esta tarde, la escuela ha organizado una fiesta para los padres y los niños. No tenía fuerzas para quedarme. Me siento mal. Por lo del asesinato de Helena. No consigo asimilar aún que sea verdad. Pienso en ella todo el tiempo.

Dio una nueva calada al pitillo.

Se sintió tan atraído por ella como la vez anterior. Le hubiera gustado tomarla en brazos. Consolarla y abrazarla. Reprimió el deseo.

– Es difícil de comprender -continuó Emma-. Que haya ocurrido de verdad.

Miraba el cigarrillo sin fijarse en él, mientras lo sacudía en el cenicero y las pequeñas pavesas de ceniza caían dentro de él.

– Pienso, sobre todo, en quién puede haber sido. Y me desespera pensar que alguien me la ha arrebatado. Que ya no está. Luego, me avergüenzo de ser tan egoísta. Y la policía parece que no sabe por dónde va. No entiendo cómo pueden seguir teniendo detenido a Per Bergdal.

– ¿Y eso por qué?

– Quería a Helena más que a nada en el mundo. Creo que estaban planeando casarse. Seguro que es por la pelea de aquella tarde, por eso la policía cree que es el asesino. Y la verdad es que fue desagradable, sí. Pero eso no quiere decir que fuera él quien la matara.

– ¿De qué pelea estás hablando?

– Fue durante la fiesta, la tarde antes de que Helena fuera asesinada. Unos cuantos amigos nos juntamos a cenar en casa de Per y de Helena.

– ¿Qué pasó?

– Per se puso celoso cuando Helena estaba bailando con uno de los chicos, con Kristian. Golpeó a Helena de tal manera que ella empezó a sangrar, y luego golpeó también a Kristian. Fue una locura. No habían hecho nada. Estaban bailando como los demás.

– ¿Eso ocurrió la noche antes del asesinato?

– Sí, ¿no lo sabías?

– No, eso precisamente no lo sabía -susurró Johan.

«Ah, bueno, ésa es la razón», pensó. Ahí tenía la explicación de por qué Per Bergdal había sido detenido.

– Es tan desagradable…, tan… tan irreal…

Sepultó la cara entre las manos.

Alargó la mano por encima de la mesa y le acarició tímidamente el brazo. A Emma le temblaban los hombros. Su llanto era irregular, entrecortado. Johan se sentó con cuidado a su lado en el sofá, le ofreció unas servilletas de papel. Se sonó ruidosamente y apoyó la cabeza en el hombro masculino. Johan la abrazó y la consoló.

– No sé lo que voy a hacer -se lamentó-. Sólo quiero salir de aquí.


Cuando se tranquilizó, la acompañó hasta el coche, que había aparcado en una calle transversal. La seguía unos pasos más atrás con la mirada fija en aquella espalda afligida. Al llegar al coche se detuvieron mientras ella buscaba las llaves en el bolso. Justo cuando dijo adiós y se inclinó para abrir la puerta del coche, la tomó del brazo. Con delicadeza. Como si preguntara. Ella se volvió y se lo quedó mirando. Le acarició la mejilla y entonces Emma se inclinó un poco adelante. Sólo un poco, lo suficiente para que se atreviera a besarla. Un beso fugaz, apenas un segundo, antes de que ella lo apartara.

– Perdón -dijo azorado.

– Está bien. No tienes que disculparte.

Emma entró en el coche y lo puso en marcha. Johan se quedó extasiado en medio de la lluvia, mirándola a través de la ventanilla del coche. Aún le ardían los labios tras el beso y se quedó mirando embobado cómo desaparecía calle arriba.


Chops, chops. Las botas de goma de los números 32 y 33 se hundían en la tierra arcillosa. A Matilda y Johanna les encantaba aquel ruido de la tierra arcillosa que trataba de absorber y retener sus botas. Por todas partes se habían formado pequeños lagos entre los surcos. Ellas daban patadas y salpicaban. Llovía a cántaros, sus caras sonrosadas reflejaban satisfacción. Hundían los pies con fuerza en el barro y luego los sacaban. Chops, chops. A distancia se podían distinguir dos pequeñas figuras con impermeables en medio de un lodazal. Entretenidas con el juego, las niñas se habían alejado demasiado de la casa. La verdad es que no podían alejarse tanto. Su madre no lo advirtió. Estaba dando el pecho al hermano pequeño, al mismo tiempo que se embebía en una discusión sobre la infidelidad en el programa de Oprah Winfrey en TV.

– Mira aquí -gritó Matilda, que era la mayor y la más atrevida de las dos.

Había visto algo debajo de un arbusto en la linde de la tierra y tuvo que tirar de ello con todas sus fuerzas para poder levantar el objeto. Era un hacha. La levantó delante de su hermana.

– ¿Qué es eso? -preguntó Johanna con los ojos como platos.

– Un hacha, tonta -aclaró Matilda-. Vamos a enseñársela a mamá.

Como el hacha estaba manchada de lo que parecía ser sangre y las niñas la habían encontrado cerca del lugar del crimen, su madre llamó inmediatamente a la policía.

Knutas fue uno de los primeros que tuvo conocimiento del hallazgo. Cruzó a toda prisa los pasillos y bajó las escaleras hasta la sección donde estaban los expertos. Empezaban a suceder cosas. Por la mañana había llegado el informe preliminar de la autopsia, el cual determinaba que, como todos creían, Helena Hillerström había muerto a consecuencia de un hachazo en la cabeza y que no había sido violada. En cambio, tenía restos de la piel de Bergdal debajo de las uñas. El hecho en sí no era especialmente sorprendente, puesto que ya sabían lo de la pelea. El habló también con los del SKL y le informaron de que no había restos de semen en las bragas.

Cuando Knutas apareció jadeante por la puerta de cristal, Eric Sohlman acababa de recibir el hacha, envuelta en una bolsa de papel.

– Hola.

– ¿Acabas de recibirla? -preguntó Knutas, y se inclinó sobre la bolsa.

– Sí -respondió Sohlman, mientras se calzaba un par de guantes finos de látex-. Ahora vamos a ver.

Encendió un tubo fluorescente que colgaba sobre la mesa blanca de trabajo y abrió con cuidado la bolsa, que iba provista de una etiqueta donde ponía:

«Hallado el 08-06-2001, a las 15.30 aprox. en una tierra de cultivo, en la zona de Lindarve, Fröjel. El hallazgo fue obra de Matilda y Johanna Laurell, Lindarve gárd, Fröjel. Tel.: 0498-515 776.»

Sohlman empezó a fotografiar el hacha. La volvía con cuidado de uno y otro lado para captarla desde distintos ángulos. Cuando terminó, se sentó con las piernas abiertas en un taburete al lado de la mesa de trabajo.

– A ver si podemos encontrar algo interesante -dijo colocándose bien las gafas-. ¿Qué ves aquí, en la hoja?

Anders Knutas observó la pesada hoja del hacha. Pudo ver con nitidez unas manchas oscuras.

– ¿Es sangre?

– Eso parece. Vamos a enviarlo al SKL para que analicen el ADN. Lo malo es que son muy lentos. La respuesta puede tardar varias semanas -murmuró Sohlman.

Tomó una lupa y pasó a estudiar el mango.

– Hemos tenido suerte. Como el mango está pintado y barnizado, son mayores las posibilidades de que las huellas dactilares no hayan desaparecido. -Al rato silbó-. Mira aquí.

Knutas estuvo a punto de tropezar al levantarse de la silla.

– ¿Qué?

– Aquí, en el mango. ¿Lo ves?

Sohlnian le pasó la lupa. Se veía la huella de un dedo en el mango.

Movió la lupa y al momento distinguió varias huellas dactilares.

– Parece que pertenecen al menos a dos personas -dijo Sohlnian-. ¿Ves que hay dos tamaños distintos? Uno pequeño y otro más grande. Eso significa que tendremos que tomar las huellas dactilares de las niñas que encontraron el hacha. Tiene que haber estado protegida de alguna manera, si no la lluvia habría borrado las huellas.

– ¿Crees que puede ser el arma del crimen?

– Sin duda. El tamaño y el tipo coinciden con las heridas.

Sohlman sacó una caja con unos polvos y los extendió con un pincel sobre el mango del hacha. Se hizo con dos tubos y mezcló su contenido hasta obtener una masa plástica que extendió sobre el mango con una pequeña espátula de plástico.

– Ahora esto tiene que endurecerse. Tendremos que esperar diez minutos.

– Ya, ya -asintió Knutas con impaciencia contenida-. Mientras tanto voy en busca de las huellas de Bergdal.


Cuando pasó el tiempo, Sohlman retiró la masa con los dedos. Aparecieron unas huellas dactilares nítidas.

– Bueno, ahora no tenemos más que comparar.

Sohlman se inclinó sobre el papel con las huellas dactilares de Per Bergdal. A los pocos minutos, se incorporó y miró a Knutas.

– Coinciden. Estoy seguro al noventa por ciento.

Knutas se quedó pasmado mirando a su colega.

– Para estar completamente seguros, puedo escanearlas y enviarlas por correo electrónico a la Central de Huellas Dactilares de Estocolmo. Con un poco de suerte, tendremos la respuesta dentro de una hora.

– Hazlo -ordenó Knutas.


La respuesta llegó cuarenta y cinco minutos más tarde. La huella dactilar que aparecía en el mango del hacha pertenecía a Per Bergdal.

Así que eso era lo que había ocurrido, costató Knutas decepcionado. Per Bergdal, probablemente, había matado a su novia en la playa. Del todo seguros no podrían estar hasta que obtuvieran el resultado del análisis de ADN de la sangre. Si la sangre que aparecía en el hacha coincidía con la de Helena, entonces no habría ninguna duda. El novio era el asesino. «Tal vez esté empezando a hacerme viejo -pensó-. Empieza a fallarme el sentido común.»


Reunió en su despacho al resto del equipo que dirigía la investigación, para informar de los resultados.

– Joder, qué bien -murmuró Norrby.

– Esto hay que celebrarlo -estalló Sohlman-. Lo cual significa obligatoriamente una cerveza en la ciudad. Yo invito a la primera ronda.

Todos se levantaron haciendo pequeños comentarios hilarantes.


Anders Knutas informó inmediatamente al jefe provincial de policía y al fiscal Smittenberg. Llamó a Karin Jacobsson y a Thomas Wittberg a Estocolmo y les dijo que ya podían volver a casa. Una hora después enviaron un comunicado a la prensa. Aquella misma tarde se solicitó la prisión preventiva para Per Bergdal. Su tramitación tendría lugar durante el fin de semana.

La noticia apareció en la prensa, en la radio y en la televisión y el caso se dio por zanjado. Gotland podía volver a respirar.

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