MARTES 19 DE JUNIO

Knutas saludó brevemente a sus colegas, cuando llegó casi sin resuello a la sala de reuniones, un cuarto de hora después que los demás. Se había quedado dormido aquella mañana. Lo despertó Kihlgárd, que había telefoneado a su casa. Se dejó caer en la silla y a punto estuvo de tirar la taza de café que tenía delante, en la mesa.

– ¿Qué habéis averiguado de Hagman?

Kihlgárd estaba sentado a un extremo de la mesa con una taza de café y un bocadillo de queso enorme en un plato demasiado pequeño. Knutas lo miró estupefacto, mientras pensaba que tenía que haber cortado el pan de molde a lo largo.

– Bah, no mucho -contestó Kihlgárd después de dar un buen mordisco y tomar un poco de café sorbiendo ruidosamente-. Trabajó en el instituto Säveskolan hasta el verano de 1983. Después lo dejó a petición propia, según el director, que todavía es el mismo. En eso tuvimos suerte- constató Kihlgárd satisfecho y le dio otro mordisco al bocadillo.

Los que estaban presentes en la sala esperaban impacientes a que terminara de masticar.

– El hecho de que hubiese mantenido una relación con una alumna se extendió enseguida y fue, evidentemente, muy duro para Hagman. El tema dio que hablar, claro. Él, como sabemos, estaba casado y tenía dos hijos. Se fue a otro instituto y toda la familia se trasladó a Grötlingbo, en el sur de Gotland -añadió Kihlgárd, como si hubiera olvidado que todos los que se encontraban allí, excepto él, eran de Gotland. -Echó una ojeada a sus papeles-. El instituto en el que empezó se llama Öja Skola y está cerca de Burgsvik. Hagman trabajó allí hasta que se jubiló hace dos años. Jubilación anticipada.

– ¿Aparece en los archivos policiales? -preguntó Knutas.

– No, ni siquiera por un exceso de velocidad -respondió Kihlgárd-. Es cierto, de todas formas, que tuvo una historia de amor con Helena Hillerström. El director me lo confirmó. Todos los profesores lo sabían. Hagman se despidió antes de que el centro tuviera tiempo de adoptar alguna medida.

Kihlgárd se echó hacia atrás con el bocadillo en la mano y miró expectante a su alrededor.

– Vamos a ir a hablar con él enseguida -dijo Knutas-. ¿Me acompañas, Karin?

– Por supuesto.

– ¿Os molesta que vaya yo también? -preguntó Kihlgárd.

– No, claro -dijo Knutas-. Vente.


Johan y Peter finalizaron la corrección de un reportaje extenso sobre el ambiente que se respiraba en la isla después del último asesinato. Habían incluido varías entrevistas: la mamá preocupada, el dueño de un restaurante que ya acusaba una retracción del negocio, y unas chicas jóvenes a quienes les atemorizaba salir por la noche. Con todo, el redactor no estaba contento. Max Grenfors nunca se mostraba satisfecho si el reportaje no se había hecho exactamente tal como él lo hubiese hecho. «Qué gilipollas», pensó Johan. Al menos había accedido a permitir que se quedaran unos días más, aunque no hubiese novedades. Tenían más trabajos pendientes. Para el día siguiente, Johan tenía concertada una nueva entrevista con el comisario judicial Anders Knutas, para informarse de cómo avanzaba la investigación.

El hecho de que Johan se quedase en la isla significaba que tendría más posibilidades de ver a Emma. Si ella quería, claro. Temía haberla asustado la última vez con su atrevimiento. Y por dentro le corroía una sensación de culpa. Estaba casada. A pesar de ello, no dejaba de pensar en ella. Disfrutaba pronunciando su nombre en voz alta. Emma. Emma Winarve. Sonaba tan bien… Tenía que volver a verla. Al menos, una vez más.

Decidió probar suerte. A lo mejor estaba en casa, y su marido, no. Contestó tras el primer tono. Algo agitada.

– Hola, soy yo, Johan.

Una corta pausa.

– Hola.

– ¿Estás sola?

– No, están aquí los niños. Y su abuela paterna.

¡Mierda!

– ¿Podemos vernos?

– No lo sé. ¿Cuándo?

– Ahora.

La oyó reírse.

– Estás loco.

– ¿La abuela oye lo que dices?

– No; están fuera, en el jardín.

– Tengo que verte. ¿Tú quieres verme?

– Quiero, pero no puede ser. Es una locura.

– Deja que sea una locura. Es una necesidad.

– ¿Cómo sabes si lo es para mí?

– No lo sé. Lo deseo.

– ¡Uf! No sé.

– Por favor. ¿Puedes venir?

– Espera un poco.

Pudo oír cómo dejaba el auricular y se alejaba. Tardó un minuto. Tal vez dos. Contuvo la respiración. Ella volvió y dio la respuesta:

– Sí, está bien.

– ¿Paso a buscarte?

– No, no. Iré en coche hasta el centro. ¿Dónde nos vemos?

– Te espero en el aparcamiento de Stora Torget. ¿Te parece bien dentro de una hora?

– Vale.


«Estoy loca -se dijo Emma cuando colgó el auricular-. He perdido el juicio del todo.» Pero en aquellos momentos le importaba un bledo. Había sido muy fácil. Le dijo a su suegra que una amiga estaba deprimida y llorando y que tenía que ir inmediatamente. «No te preocupes», la tranquilizó la madre de Olle. Ella se ocuparía de los niños y les prepararía unos crepés para cenar. Qué terrible lo de tu amiga. Claro que tenía que ir. Su suegra se ofreció a quedarse toda la tarde, y toda la noche también, si era necesario. Olle no regresaría a casa hasta el día siguiente.

Emma se apresuró a darse una ducha. Como habían estado fuera tomando el sol toda la tarde, tenía calor y estaba sudorosa, se justificó en voz alta, al tiempo que se encendían en su cabeza las luces de alarma. Se lavó el pelo, se dio una loción corporal olorosa y se roció unas gotas de perfume con el corazón acelerado y expectante. Se puso el sujetador más bonito, una falda y una blusa. Un beso a los niños y adiós. Respiró hondo y prometió llamar más tarde. Cuando se dejó caer en el asiento del coche, sudaba de nuevo.

Al mismo tiempo que se incorporaba a la carretera principal en dirección a Visby, subió el volumen de la radio al máximo y abrió la ventanilla. Dejó que entrasen en el coche los cálidos efluvios de comienzos de verano y que sus remordimientos salieran despedidos por la ventanilla.

Cuando aparcó el coche en el único sitio libre que quedaba en todo el aparcamiento, lo vio fuera de la tienda Systembolaget. Llevaba vaqueros y una camiseta negra. Tenía el pelo alborotado.

Lo que ocurrió después fue lo lógico. No tuvieron que decirse nada. Sólo caminaron por la calle, uno al lado del otro, y sus pasos se dirigieron automáticamente hacia el hotel donde se alojaba el reportero. Como si fuera la cosa más natural de mundo. Cruzaron la recepción, subieron la escalera, llegaron a la puerta de la habitación y entraron. Por primera vez estaban solos en un espacio privado. Siguieron sin decir nada. Johan la abrazó nada más cerrar la puerta. Observó que cerraba con llave.


Knutas conducía rápido en dirección a Sudret. Karin Jacobsson y Martin Kihlgárd iban en los asientos traseros. Habían tomado la carretera 142 que discurría justo por el centro de la isla. Pasaron Träkumla, Valí y Hejde. Cruzaron luego el páramo de Lojsta, donde los caballos autóctonos de Gotland, gotlandsruss, viven casi salvajes. Karin, que había trabajado como guía turística en su juventud, le habló a Kihlgárd de los caballos de Gotland, o carneros del bosque como también se los conoce.

– ¿Has visto el cartel donde pone Russpark? Si continúas unos kilómetros más, llegas a la zona de Lojsta, donde están los caballos. Están ahí en manada todo el año, haga el tiempo que haga. Hay cincuenta yeguas y un semental. El semental se queda de uno a tres años, en función de cuántas yeguas haya conseguido cubrir. Suelen nacer unos treinta potrillos al año.

– ¿Qué comen? -preguntó Kihlgárd, al tiempo que su mirada se concentraba en la esquina de una bolsa con cochecitos de gominola, que luchaba por abrir; al fin claudicó y abrió la esquina con los dientes.

– Les echan heno durante el invierno, el resto del año comen hierba y lo que el bosque les ofrece. Sólo los encierran un par de veces al año, una para cuidarles los cascos, y la otra, en julio, con ocasión del concurso de premios de los caballos.

– ¿Y qué sentido tiene mantener a estos caballos, si están ahi fuera todo el año?

– Es para proteger la raza. El caballo de Gotland es la única raza de pony autóctono que se conserva en Suecia. Tienen sus orígenes en la Edad de Piedra. A principios del siglo XX estuvieron en peligro de extinción. Entonces empezaron a cuidarlos, y ahora la yeguada ha aumentado. Ahora hay alrededor de dos mil ejemplares en Gotland, y unos cinco mil en el resto de Suecia. Son unos caballos de monta muy populares. Como sólo tienen unos 125 centímetros de alzada, son perfectos para los niños. También por su temperamento. Son caballos obedientes, dispuestos a trabajar y resistentes. Además, son buenos para el trote. Mi hermano tiene caballos aquí. Yo suelo acompañarlo el día de los premios. Nos reunimos por la mañana temprano, y unas treinta personas ayudamos a llevar los caballos juntos. Es una experiencia maravillosa -concluyó Karin con una expresión gozosa en los ojos.

Siguieron el viaje hablando de cosas sin importancia. Kihlgárd les invitó a gominolas, aunque la mayoría acabó en su propia boca. Karin Jacobsson apreciaba los conocimientos y el buen humor de Kihlgárd. Estaba fascinada por sus hábitos alimentarios, que eran, cuando menos, curiosos, Parecía comer a todas horas. Siempre tenía algo en la boca, y si no era así era porque se disponía a comer o acababa de hacerlo. A pesar de ello, no tenía sobrepeso. Era un tipo de constitución robusta.

Aunque no tenía nada en contra de Kihlgárd, lo cierto es que Knutas empezaba a sentirse irritado con él. Era tan resuelto y agradable que enseguida se había hecho popular entre los compañeros de las dependencias. Y aunque era un buen tipo, se tomaba demasiadas libertades. Tenía que opinar acerca de todo y se metía en cómo el comisario dirigía el trabajo. Knutas había notado que su colega trataba de solapar sus críticas y deslizar sus opiniones. Y aunque no quería reconocerlo, apreciaba en él una actitud como de hermano mayor. Los policías de Estocolmo pensaban, en el fondo, que ser policía en la pequeña isla de Gotland era algo insignificante. ¿Qué ocurría allí? Estaba claro que los delitos que se cometían en la isla, en su mayoría robos y peleas de borrachos, no se podían comparar con los casos graves y complicados que se daban en Estocolmo. Y si además uno trabajaba en la Policía Nacional, era evidente que estaba más cualificado y era más inteligente. Había una especie de autosuficiencia en Kihlgárd que se traslucía, por muy amigable que se mostrara con todos. Knutas no se consideraba una persona orgullosa. Pero ahora empezaba a notar que había iniciado una lucha por marcar su territorio. Y no le gustaba. Había decidido hacer caso omiso y adoptar una actitud positiva hacia su colega, que tenía más edad que él. Pero no siempre era tan fácil. Sobre todo, porque el tío no paraba de estar siempre masticando ruidosamente algo. Además, ¿por qué se había sentado en el asiento trasero con Karin? Un fulano tan corpulento debería haberse sentado delante. Y, por si fuera poco, al parecer se lo estaban pasando en grande los dos allí atrás. ¿De qué chismorreaban? El comisario sintió que su irritación iba en aumento. Sus pensamientos quedaron interrumpidos cuando Kihlgárd le ofreció la bolsa con los tres míseros cochecitos de gominola que quedaban en el fondo.

– ¿Quieres?

La carretera serpenteaba por el interior. Pasaron granjas, prados con vacas blancas y ovejas negras. En el patio de una finca, tres hombres corrían tras un cerdo enorme, que evidentemente se les había escapado. Cruzaron Hemse, después Alva y, por fin, Grötlingbo en el centro de la zona de Sudret, antes de enfilar la carretera que iba hacia el mar y hacia el cabo de Grötlingboudd.

Comentaron cómo iban a actuar cuando llegaran allí.

¿Qué sabían de Jan Hagman? En realidad, muy poco. Que estaba prejubilado y viudo desde hacía un par de meses. Dos hijos mayores. Interesado en las chicas jóvenes. Al menos lo había estado.

– ¿Ha tenido historias con otras alumnas? -preguntó Karin.

– No, que sepamos. Aunque puede que las haya tenido, claro está -contestó Kihlgárd.


Cuatro grandes aerogeneradores dominaban el árido paisaje de Grötlingboudd. Prados cercados con paredes bajas hechas de piedra bordeaban la carretera que conducía hasta el mar. Las típicas ovejas de Gotland, hánnlamb, de lana gruesa y cuernos retorcidos, pastaban entre los bajos enebros, los pinos azotados por el viento y grandes bloques de piedra esparcidos aquí y allá. La finca de Hagman se encontraba casi en el extremo del cabo, con vistas sobre la bahía de Gansviken. Fue fácil localizarla entre las pocas casas que había allí fuera. Karin les indicó el camino, puesto que ya había estado antes allí.

No habían advertido su visita.

«Hagman» rezaba el letrero del buzón, escrito a mano. Aparcaron en el patio y salieron del coche. La finca constaba de una vieja casa de madera pintada de blanco, con las ventanas, los marcos de las puertas y las esquinas, de gris. Seguro que en su día fue bonita. Ahora tenía la pintura desconchada.

Un poco más lejos se veía un granero grande, que parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. «Ahí dentro fue donde se ahorcó la mujer», pensó Knutas.

Cuando se acercaban a la casa, observó que algo se movía detrás de la cortina de una de las ventanas del piso superior. Subieron al porche medio podrido y llamaron. No había timbre. Tres veces tuvieron que golpear antes de que la puerta se abriera. Un hombre, demasiado joven para ser Jan Hagman, apareció en el vano de la puerta. Los miró con expresión inquisitiva.

– Hola…

Knutas se presentó y presentó a sus acompañantes.

– Buscamos a Jan Hagman -añadió.

La expresión atenta y agradable del hombre se transformó y reflejó inquietud.

– ¿Qué ocurre?

– Nada grave -le tranquilizó Knutas-. Sólo queremos hacerle unas preguntas.

– ¿Es sobre mamá? Soy Jens Hagman, el hijo de Jan.

– No. Se trata de otro asunto completamente distinto -aseguró Knutas.

– Ah, ya. Jan está cortando leña. Un momento. -Se volvió, tomó un par de zuecos y se los calzó-. Acompañadme. Está al otro lado de la casa.

Dieron la vuelta a casa y oyeron los golpes rítmicos de un hacha. El hombre a quien buscaban estaba inclinado sobre el tajo, al parecer muy concentrado. Levantó el hacha y golpeó. La hoja hendió la madera, que se partió y cayó al suelo. El pelo recio le caía sobre la cara mientras trabajaba. Llevaba unos pantalones cortos y una sudadera de algodón. Tenía las piernas peludas y muy bronceadas ya. Los músculos de los brazos se le hinchaban cuando descargaba el golpe. Su jersey estaba manchado de sudor.

– ¡Jan! La policía está aquí y quiere hablar contigo -gritó su hijo.

Knutas frunció el ceño y pensó que era extraño que el hijo insistiese en llamar a su padre Jan.

Jan Hagman dejó caer el hacha y la dejó a un lado.

– ¿Qué queréis? La policía ya ha estado aquí una vez -gruñó malhumorado.

– Ahora no se trata de la muerte de su esposa, sino de otro asunto -respondió el comisario-. ¿Podemos entrar y sentarnos?

El imponente Hagman se los quedó mirando en actitud expectante, sin decir nada.

– Sí, ¿verdad? -intervino el hijo-. Yo puedo preparar café.

Entraron en la casa. Knutas y Karin tomaron asiento en el sofá y Kihlgárd se dejó caer en un sillón.

Permanecieron en silencio, observando a su alrededor. Era un cuarto sombrío en una casa sombría. Moqueta de color marrón oscuro en el suelo, papel pintado de verde, también oscuro. Las paredes aparecían cubiertas de cuadros, la mayoría de animales en paisajes invernales. Corzos en la nieve, perdices en la nieve, alces y liebres en la nieve… Ninguno de los tres era un entendido en arte, pero apreciaron que no se trataba precisamente de ninguna obra de Bruno Liljefors. Una de las paredes estaba ocupada por rifles de distintos tipos. En un velador que tenía encima lo que parecía un tapete de ganchillo, Karin observó sobresaltada un periquito verde disecado en una percha.

Reinaba en la casa un ambiente silencioso y agobiante, como si las paredes susurrasen. Unas cortinas pesadas, con complicados pliegues, ocultaban la mayor parte de la luz de las ventanas. Los muebles, oscuros y pesados, habían conocido tiempos mejores. Knutas se preguntaba cómo iba a poder levantarse de aquel sofá desvencijado sin necesidad de ayuda, cuando Jan Hagman apareció en el cuarto. Se había puesto una camisa limpia, pero no había cambiado el gesto malhumorado.

Se sentó en un sillón al lado de una de las ventanas.

Knutas carraspeó.

– No estamos aquí a causa de la trágica muerte de tu esposa. Hum… te acompañamos en el sentimiento, naturalmente -dijo, y carraspeó de nuevo.

Jan Hagman lo fulminó con la mirada con animadversión.

– Se trata de un asunto distinto -continuó el comisario-. Supongo que habrás oído hablar de los asesinatos de dos mujeres aquí en Gotland. Bien, pues la policía está tratando de retroceder en el tiempo e investigar el pasado de esas mujeres. Según sabemos, mantuviste una relación amorosa con una de ellas, Helena Hillerström, a principios de los años ochenta, cuando trabajabas en Säveskolan. ¿Es cierto?

El ambiente, ya de por sí pesado, que reinaba en el cuarto, se volvió compacto. Hagman ni se inmutó.

Siguió una pausa larga. Kihlgárd sudaba y se revolvía tanto que el sillón crujía. Knutas esperaba con la mirada fija en Hagman.

Karin necesitaba un vaso de agua. Cuando el hijo entró en el cuarto con la bandeja del café, fue como si alguien hubiera abierto una ventana.

– Pensé que tal vez os apetecería tomar un café -manifestó circunspecto mientras dejaba sobre la mesa una bandeja con tazas y un plato con galletas industriales rellenas de confitura.

– Sí, gracias -musitaron los tres policías a la vez, y la tensión del ambiente se redujo por un momento con el tintineo y el murmullo líquido que se produjo al servir el café.

– Ahora te largas y nos dejas tranquilos -ordenó el padre bruscamente-. Cierra la puerta cuando salgas.

– Sí, claro -aceptó el hijo, y desapareció.

– Bueno. ¿Cómo fue esa historia con Helena Hillerström? -insistió el comisario cuando se cerró la puerta.

– Es cierto. Mantuvimos una relación.

– ¿Cómo empezó?

– Asistía a uno de mis cursos y teníamos buen contacto durante las clases. Era alegre y…

– ¿Y?

– Sí, hacía que fuera más divertido dar clase.

– ¿Cómo empezó la relación?

– Fue en un baile que organizó el instituto en otoño. Helena cursaba segundo. Por tanto, fue en 1982.

– ¿Qué hacías tú allí?

– Yo era uno de los profesores que estaba allí vigilando.

– ¿Qué pasó entre Helena y tú?

– Por la noche, cuando estábamos ordenando todo después de terminado el baile, se quedó para ayudar. Sí, era una chica muy comunicativa…

Hagman bajó la voz y sus facciones se suavizaron.

– ¿Qué ocurrió?

– Quería que alguien la llevara a casa después de la fiesta. Como vivíamos en la misma dirección, me ofrecí a llevarla. Después, no sé cómo pasó lo que pasó. Me besó. Era joven y hermosa. Uno no es de piedra…

– ¿Y después?

– Empezamos a vernos a escondidas, porque yo estaba casado y con hijos.

– ¿Con qué frecuencia os veíais?

– Con bastante frecuencia.

– ¿Cada cuánto?

– Bueno, un par de veces o tres a la semana seguro.

– ¿Y tu mujer? ¿No notaba nada?

– No. Casi siempre nos veíamos de día, por la tarde. Y mis hijos eran ya lo bastante mayores como para cuidarse solos.

– ¿Qué tal funcionaba tu matrimonio?

– Mal. Completamente muerto. Por eso no tenía mala conciencia. Al menos, no por mi mujer.

– ¿Cómo era Helena como persona? -preguntó Kihlgárd.

– Era… era… Bueno, qué puedo deciros -vaciló-. Era estupenda. Me hizo recuperar las ganas de vivir.

– ¿Cuánto tiempo duró la relación?

– Se terminó cuando acababan de empezar las vacaciones de verano.

Hagman se quedó mirándose las manos. Karin Jacobsson había observado que daba vueltas con los pulgares, de forma casi ininterrumpida. Recordó que también lo había hecho la última vez que ella estuvo allí, tras la muerte de su esposa. «Qué curioso que aún haya gente que haga eso», pensó.

– A finales de la primavera, en mayo creo, el instituto hizo un viaje a Estocolmo. Varios profesores acompañamos a los alumnos.

– ¿Qué pasó allí?

– Una noche, después de cenar, fuimos imprudentes. Nos fuimos a mi habitación. Sin duda, alguien nos vio y se lo contó a uno de los profesores. Una de las profesoras me comentó que lo sabía. No pude sino reconocerlo. Me dijo que la cosa podría quedar entre nosotros si le prometía no volver a verme con Helena nunca más. Se lo prometí.

– ¿Qué pasó después?

– Regresamos del viaje y rompí con Helena. Ella no lo entendía. No pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a vernos de nuevo. No pude resistirme. Un día por la tarde nos sorprendió un colega en el vestuario. Fue la semana después de que las vacaciones de verano hubieran comenzado para los alumnos. Nosotros, los profesores, trabajábamos una semana más.

– ¿Cómo reaccionó la escuela?

– El director no hizo ningún drama del asunto. Me consiguió un trabajo en otro instituto. Hubo muchos comentarios, tuve que oír bastantes cosas. A los ojos de la mayoría, yo era un pobre pelele. Mi mujer se enteró. Yo me quería separar, pero se negó a aceptarlo. Decidimos mudarnos. Mi nuevo empleo estaba en Öja, así que compramos esta casa. Estaba cerca y bien, y nos alejamos de los cotilleos. Por otra parte, no podía seguir viendo a Helena. Cuando sus padres lo supieron todo, se pusieron como locos. Me escribieron una carta en la que me amenazaban con matarme si volvía a ver a su hija.

– ¿Cómo reaccionó Helena?

Hagman permaneció un buen rato en silencio. Girando los pulgares de manera frenética. El silencio se hizo molesto; Knutas estaba a punto de volver a formular la pregunta cuando llegó la respuesta.

– No volvió a ponerse en contacto conmigo nunca. Era tan joven… Supongo que seguiría con su vida.

– ¿Tú no intentaste contactar con ella?

Hagman alzó la vista y miró fijamente a Knutas cuando le contestó.

– No. Nunca.

– ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

– Fue allí. En el vestuario.

– ¿Y tú decidiste no dejar a tu mujer?

– Sí. Ella quería olvidarlo todo y seguir adelante. Ignoro la razón. En realidad, nunca me quiso. Ni a los niños tampoco -añadió mirando hacia la puerta cerrada, como si quisiera cerciorarse de que el hijo no lo estaba oyendo.

– ¿Se enteraron vuestros hijos de lo que había pasado?

– No, no notaron nada. Jens ni siquiera vivía en casa. Se mudó a casa de mi hermana y mi cuñado en Estocolmo, cuando terminó la escuela básica. Quería ir allí al instituto. Desde entonces ha vivido en Estocolmo. Sólo viene de vez en cuando de visita. Mi hija Elin reside en Halmstad. Encontró a su novio allí después del instituto y se fue a vivir con él.

Hubo una nueva pausa. Knutas observó que una mariquita comenzaba a subir por una de las patas de la mesa. «Están por todas partes», pensó. Kihlgárd rompió el silencio:

– ¿Has mantenido relaciones con otras alumnas, además de Helena? -espetó.

El cambio no se hizo esperar. Los nudillos de Hagman se pusieron blancos cuando apretó los brazos del sillón. Clavó enfurecido la mirada en Kihlgárd.

– ¿Qué cojones estás diciendo?

Las palabras salieron de su boca como misiles.

Kihlgárd le devolvió la mirada airada.

– Quiero saber si te acostaste con más alumnas.

– No, no lo hice. Para mí sólo existía Helena.

Hagman respiró con ímpetu por la nariz.

– ¿Es eso cierto? Si has tenido algún lío con alguna otra alumna, lo vamos a averiguar de todos modos. Sólo que ganaríamos tiempo si lo reconoces ahora.

– ¿No me has oído? Sólo fue Helena. No ha habido nunca nadie después de ella. Ahora ya basta. No tengo nada más que decir.

Jan Hagman había palidecido por debajo del bronceado. Se levantó del sillón.

Knutas comprendió que sería mejor dejarlo. El hombre estaba tan alterado que, de todos modos, no iban a poder sacarle nada más. Al menos, no esta vez.


El timbre, que señalaba que la clase había terminado, sonó justo cuando iba a empezar a resolver el problema siguiente. Había estado tan concentrado haciendo los problemas del libro que se olvidó de la hora que era. Mates era la única asignatura que conseguía absorberlo por completo. Transformar el mundo por un momento de manera que pudiera olvidarse del espacio y del tiempo. Hacer que se sintiera casi feliz.

Sus compañeros se levantaron a su alrededor. Arrastrar de sillas, libros que se guardaban, pupitres que se cerraban. Enseguida empezaron a hablar, podía oír algunos comentarios dispersos.

¿Cómo era posible que la misma señal significara el cielo algunas veces y el infierno otras? A veces le gustaba. Llegaba como una liberación, como un cálido abrazo que lo salvaba en momentos de apuro y le ayudaba a esconderse en su refugio temporal dentro de la clase. Otras veces la odiaba más que a nada en el mundo. Se ponía nervioso, asustado, rompía a sudar y a temblar. Lo llenaba de terror ante lo que se le avecinaba.

En esos momentos, sus pensamientos le revoloteaban por la cabeza como pájaros enjaulados, mientras guardaba sus libros despacio. Se quedó mirando la tapa del pupitre.

¿Qué sucedería en ese recreo? ¿Se libraría? ¿Debería retrasarse todo lo que pudiese? Entonces, tal vez se cansaran de esperarlo. ¿O debía darse toda la prisa que pudiera e intentar salir corriendo, de modo que tuviera tiempo de ponerse a salvo en su escondite?

La incertidumbre no le dejaba, mientras recogía sus libros mecánicamente. Cuando alcanzó la puerta de la clase, el dolor de estómago lo golpeó con fuerza. Casi le ahogaba. Traspasó el umbral de la puerta con la sensación en el cuerpo de enfrentarse a un precipicio.

El pasillo estaba lleno de niños y percheros y carteras y botas y chaquetas y gorros y mochilas y bolsas de gimnasia de color azul oscuro y rojo. Todo cuanto representaba la escuela y cuanto él odiaba. Tenía ganas de orinar. Lo mejor sería correr hasta los lavabos.

Primero tenía que recoger la bolsa de gimnasia. La mirada fija en el reluciente colgador de acero. Su colgador en la larga fila de colgadores que había en la pared de ladrillo rojo. No se veía a ninguno de los odiosos.

Cuando llegó, agarró la bolsa, se dio la vuelta y entró a la carrera en el servicio, que estaba libre. Una vez dentro, pudo respirar. Ahora se sentaría en el inodoro hasta que sonara de nuevo el timbre y concluyese el recreo. Eso significaba, sin duda, que iba a llegar unos minutos tarde a gimnasia. El profesor Sturesson le echaría la bronca, pero lo prefería.

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